Volvieron a llamar a la puerta de Peng sin obtener respuesta. Bosch se arrodilló para desatarse y volverse a atar el zapato, al tiempo que aprovechaba para estudiar el pomo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sun después de que Bosch se levantara de nuevo.
—Tengo ganzúas. Puedo abrir la puerta.
Bosch vio de inmediato que la reticencia nublaba el rostro de Sun, incluso con las gafas de sol.
—Mi hija podría estar ahí. Y si no está, podría haber algo que nos diga dónde se encuentra. Tú quédate detrás de mí y bloquea la vista a cualquiera. Tardaré menos de un minuto en abrir.
Sun miró la pared de edificios idénticos que los rodeaban como gigantes.
—Primero vigilamos —dijo.
—¿Vigilar? —preguntó Bosch—. ¿Vigilar qué?
—La puerta. Peng podría volver. Podría conducirnos a Madeline.
Bosch miró el reloj. Era la una y media.
—No creo que tengamos tiempo. No podemos quedarnos estáticos.
—¿Qué es estáticos?
—No podemos pararnos, tío. Hemos de seguir si queremos encontrarla.
Sun se volvió y miró directamente a Bosch.
—Una hora. Vigilamos. Si volvemos a abrir la puerta, no sacas la pistola.
Bosch asintió. Comprendió.
Que los pillaran en un allanamiento era una cosa; que los pillaran en un allanamiento y armados con una pistola era diez años de otra.
—Vale, una hora.
Bajaron en el ascensor y salieron por el túnel. Por el camino, Bosch dio un golpecito en el brazo de Sun y le preguntó cuál de los buzones correspondía al apartamento de Peng. Sun encontró el buzón y vieron que habían reventado la cerradura hacía tiempo. Harry miró por el túnel al vigilante de seguridad, que leía el periódico. Abrió el buzón y vio dos cartas.
—Parece que nadie ha recogido el correo del sábado —dijo Bosch—. Creo que Peng y su familia se han marchado.
Volvieron al coche y Sun dijo que quería moverlo a un lugar menos llamativo. Condujo por la calle, dio la vuelta y aparcó junto a un muro de contención que rodeaba los cubos de basura del edificio contiguo al de enfrente. Aún contaban con una buena visión del pasillo de la sexta planta y la puerta del apartamento de Peng.
—Creo que estamos perdiendo el tiempo —dijo Bosch—. No van a volver.
—Una hora, Harry. Por favor.
Bosch se fijó en que era la primera vez que Sun lo llamaba por su nombre. Eso no lo aplacó.
—Eso sólo servirá para darles otra hora de ventaja, nada más. —Bosch sacó la caja del bolsillo de la chaqueta. La abrió y miró el teléfono—. Tú vigila, yo voy a trabajar en esto.
Los bordes de plástico del teléfono se habían fundido y Bosch no lograba abrirlo. Por fin lo partió en dos al aplicar demasiada presión. La pantalla de LCD estaba rota y parcialmente fundida. Bosch dejó esa parte a un lado y se concentró en la otra mitad. Las junturas del compartimento de la batería también se habían fundido. Abrió la puerta del coche y golpeó varias veces el teléfono contra el bordillo, cada vez más fuerte, hasta que los impactos rompieron las junturas y cayó la tapa del compartimento.
Volvió a cerrar la puerta del coche. La batería del teléfono parecía intacta, pero una vez más el plástico deformado dificultaba su extracción. Esta vez sacó la cartera de la documentación y cogió una de sus ganzúas. La usó para extraer la batería. Debajo estaba el lugar para la tarjeta de memoria del teléfono. Vacío.
¡Mierda!
Bosch echó el teléfono a sus pies. Otro callejón sin salida.
Miró el reloj. Sólo habían pasado veinte minutos desde que había accedido a darle una hora a Sun. Pero Bosch no podía quedarse quieto. Su instinto le decía que tenía que entrar en ese apartamento. Su hija podía estar allí.
—Lo siento, Sun Yee —dijo—. Tú puedes esperar aquí, pero yo no. Voy a entrar.
Se inclinó hacia delante y sacó la pistola del cinturón. Quería dejarla fuera del Mercedes por si los pillaban en el interior del apartamento y la policía los relacionaba con el coche. Envolvió el arma en la manta de su hija, abrió la puerta y salió. Pasó por un hueco en el muro de contención y dejó el fardo encima de uno de los cubos de basura repletos. Podría recuperarlo fácilmente al volver.
Al volver encontró a Sun esperándolo fuera del coche.
—Vale —dijo Sun—. Vamos.
Se encaminaron de nuevo hacia el edificio de Peng.
—Deja que te pregunte algo, Sun Yee. ¿Te quitas las gafas alguna vez?
La respuesta de Sun llegó sin explicación.
—No.
El vigilante de seguridad del vestíbulo tampoco levantó la mirada esa vez; el edificio era lo bastante grande para que siempre hubiera alguien con llave esperando un ascensor. Al cabo de cinco minutos volvían a estar delante de la puerta de Peng. Mientras Sun se quedaba en la barandilla como vigilante y para bloquear la visión, Bosch se arrodilló y se ocupó de la cerradura. Tardó más de lo esperado, casi cuatro minutos, pero la abrió.
—Listo —dijo.
Sun se apartó de la barandilla y siguió a Bosch al apartamento. Antes de cerrar siquiera la puerta, Harry supo que encontraría muerte en el apartamento. No había un olor abrumador, ni sangre en las paredes ni indicio físico alguno en la primera habitación, pero después de asistir a más de quinientas escenas del crimen a lo largo de sus años de policía había desarrollado lo que consideraba un sexto sentido para la sangre. Su teoría carecía de base científica, pero Bosch creía que la sangre salpicada cambiaba la composición del aire en un entorno cerrado. Y en ese momento sintió tal cambio. El hecho de que pudiera ser sangre de su propia hija hizo que ese reconocimiento fuera atroz.
Levantó la mano para impedir que Sun se adentrara más en el apartamento.
—¿Has notado eso, Sun Yee?
—No. ¿El qué?
—Hay alguien muerto. No toques nada, y sigue mis pasos si puedes.
La distribución era la misma que la del apartamento de al lado: una vivienda de dos habitaciones, esta compartida por una madre con dos hijos adolescentes. No había señal de ninguna alteración o daño en la primera estancia. Vio un sofá con una almohada y unas sábanas tiradas de cualquier manera encima, y Bosch supuso que el chico dormía en el sofá mientras que madre e hija ocupaban el dormitorio.
Bosch cruzó la sala hacia la habitación. La cortina estaba corrida y el cuarto se encontraba a oscuras. Bosch le dio al interruptor con el codo y se encendió la luz del techo, sobre la cama. Estaba deshecha y vacía. No había signos de lucha, altercado o muerte. Bosch miró a su derecha: había dos puertas más. Suponía que una conducía a un armario y la otra al dormitorio.
Siempre llevaba guantes de látex en el bolsillo de la chaqueta. Sacó un par y se puso uno en la mano izquierda. Abrió la puerta de la derecha primero; era un armario que estaba repleto de ropa en los colgadores y apilada en el suelo. El altillo también estaba lleno de cajas con caracteres chinos. Bosch retrocedió y pasó a la segunda puerta. Abrió sin vacilar.
El pequeño cuarto de baño estaba inundado de sangre seca. Había salpicado sobre el lavabo, en el inodoro y en el suelo de baldosas. Había manchas y goterones resecos en la pared de atrás y en la cortina de ducha de color blanco sucio y con estampado de flores.
Era imposible entrar en la estancia sin pisar la sangre, pero Bosch no se preocupó por eso. Tenía que llegar a la cortina de la ducha. Tenía que saberlo.
Cruzó rápidamente el cuarto de baño y tiró de la cortina de plástico.
La ducha era pequeña según los criterios americanos, no mucho mayor que las viejas cabinas de teléfono que había fuera del Du-Par’s del Farmers Market de Los Ángeles. Aun así, alguien había logrado apilar tres cadáveres, uno encima de otro.
Bosch contuvo el aliento al inclinarse para tratar de identificar a las víctimas. Estaban completamente vestidas. El chico, que era el mayor, estaba encima. Se hallaba boca abajo sobre una mujer de unos cuarenta años, su madre, que estaba sentada contra una pared. La posición sugería algún tipo de fantasía edípica que probablemente no formaba parte de la intención del asesino. A ambos les habían cortado salvajemente la garganta de oreja a oreja.
Detrás y parcialmente debajo de la madre, como escondiéndose, Bosch vio el cuerpo de una chica joven. El cabello negro le cubría la cara.
—Ah, Dios —dijo Bosch en voz alta—. ¡Sun Yee!
Sun se acercó enseguida y Bosch oyó que cogía aire a su espalda. Harry empezó a ponerse el segundo guante.
—Hay una chica abajo y no sé si es Maddie —dijo—. Póntelos.
Sacó otro par de guantes del bolsillo y se los pasó a Sun, que enseguida se los puso. Juntos sacaron el cadáver del chico de la ducha y lo dejaron en el suelo, al lado del lavabo. Bosch movió entonces suavemente el cuerpo de la madre hasta que pudo ver la cara de la chica. A ella también le habían cortado la garganta. Tenía los ojos abiertos y una expresión de pánico ante la muerte. A Bosch le partió el corazón ver esa expresión, pero no era el rostro de su hija.
—No es ella —dijo—. Ha de ser su amiga, He.
Harry dio la espalda a aquella carnicería y pasó junto a Sun para ir al dormitorio. Se sentó en la cama. Oyó un sonido procedente del cuarto de baño y supuso que Sun estaba poniendo los cuerpos en el sitio donde los habían encontrado.
Bosch soltó ruidosamente el aire y se inclinó hacia delante, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba pensando en los ojos aterrorizados de la niña. Casi se cayó de la cama.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó en un susurro.
Sun salió del cuarto de baño y adoptó una postura de guardaespaldas. No dijo nada. Harry se fijó en que había sangre en sus manos enguantadas. Se levantó y miró en torno a la habitación como si esta pudiera contener alguna explicación de la escena del cuarto de baño.
—¿Puede que otra tríada se la haya llevado y luego haya matado a todos para cubrir las pistas?
Sun negó con la cabeza.
—Eso habría empezado una guerra. Pero el chico no es de la tríada.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
—Sólo hay una tríada en Tuen Mun: el Triángulo Dorado. He mirado y no tiene la marca.
—¿Qué marca?
Sun vaciló un momento. Se volvió hacia la puerta del cuarto de baño, pero enseguida cambió de opinión. Se quitó uno de los guantes y se bajó el labio inferior. En la piel interna había un tatuaje desdibujado con dos caracteres chinos. Bosch supuso que significaba Triángulo Dorado.
—¿Así que estás en la tríada?
Sun se soltó el labio y negó con la cabeza.
—Ya no. Hace más de veinte años.
—Pensaba que no era posible dejar una tríada. Que si lo haces, es dentro una caja.
—Hice un sacrificio y el consejo me permitió irme. También tuve que marcharme de Tuen Mun. Fue entonces cuando fui a Macao.
—¿Qué clase de sacrificio?
Sun parecía aún más reticente que al mostrarle el tatuaje a Bosch. Sin embargo, volvió a llevarse la mano a la cara, esta vez para quitarse las gafas de sol. Por un momento, Bosch no se fijó en nada fuera de lugar, pero entonces reparó en que el ojo izquierdo de Sun era una prótesis. Tenía un ojo de cristal, y una cicatriz apenas visible se curvaba desde la comisura externa.
—¿Tuviste que dar un puto ojo para salir de la tríada?
—No lamento mi decisión.
Volvió a ponerse las gafas de sol.
Entre las revelaciones de Sun y la escena horrorosa del baño, Bosch empezaba a sentir que se hallaba en alguna clase de pintura medieval. Se recordó que su hija no se encontraba en el cuarto de baño, que aún estaba viva en alguna parte.
—Vale —dijo—. No sé qué ha ocurrido aquí ni por qué, pero hemos de seguir sobre la pista. Ha de haber algo en este apartamento que nos diga dónde está Maddie. Hemos de encontrarla y nos estamos quedando sin tiempo.
Bosch metió la mano en el bolsillo, pero estaba vacío.
—No me quedan guantes, así que ten cuidado con lo que tocas. Probablemente tenemos sangre en los zapatos, no tiene sentido transferirla por toda la casa.
Bosch se quitó los zapatos y limpió la sangre en el fregadero de la cocina. Sun hizo lo mismo. Ambos hombres registraron entonces el apartamento, empezando por el dormitorio y avanzando hacia la puerta de la calle. No encontraron nada útil hasta que llegaron a la pequeña cocina y Bosch reparó en que, como en el piso de al lado, había un plato de sal en la mesa. La pila de sal era más alta en ese plato y Bosch vio una marca de dedos dejada por la persona que la había formado. Rebuscó en ella y encontró un cuadradito de plástico negro sepultado en sal. Bosch reconoció de inmediato que era la tarjeta de memoria del teléfono.
—Tengo algo.
Sun se volvió desde el cajón de la cocina que había estado registrando. Bosch sacó la tarjeta de memoria: estaba seguro de que era la que faltaba en el móvil de su hija.
—Estaba en la sal. Quizá la escondió cuando ellos llegaron.
Bosch miró la pequeña tarjeta de plástico. Había una razón por la cual Peng Qingcai la había sacado antes de quemar el teléfono de su hija, por la cual había tratado de esconderla. Bosch quería trabajar en esas razones inmediatamente, pero decidió que para él y Sun prolongar la estancia en un apartamento con tres cadáveres en la ducha no era un movimiento inteligente.
—Salgamos de aquí —dijo.
Bosch se acercó a la ventana que había junto a la puerta y miró a la calle a través de la cortina antes de dar la señal de libre. Sun abrió y salieron enseguida. Bosch cerró antes de quitarse los guantes. Miró detrás de él al salir y vio que la anciana del piso de al lado estaba en el pasillo, arrodillada delante de su altar y quemando otro sacrificio a los antepasados. Bosch la valoró de nuevo al ver que estaba usando una vela para quemar uno de los billetes auténticos de cien dólares que él le había dado.
Se volvió y corrió por el pasillo en dirección contraria. Sabía que estaba en un mundo que escapaba a su comprensión. Sólo tenía que comprender que su misión era encontrar a su hija. El resto no importaba.