Bosch salió de la tienda a la luz del sol; todavía hacía calor, aunque estaba cayendo la tarde. En la ciudad soplaban los vientos secos de Santa Ana; los incendios en las colinas habían dejado una palidez de humo en el aire. Bosch notó que se le secaba el sudor en la nuca. Casi de inmediato se encontró en la puerta con un detective de paisano.
—¿Detective Bosch?
—Soy yo.
—Detective David Chu, de la UBA. Me ha llamado la patrulla. ¿En qué puedo ayudarle?
Chu era bajo y de complexión delgada, y no había rastro de acento en su voz. Bosch le hizo una señal para que lo siguiera, pasó por debajo de la cinta y se dirigió a su coche. Se quitó la chaqueta mientras caminaba; sacó el librito de fósforos y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones, luego dobló la chaqueta del revés y la dejó en una caja de cartón que llevaba en el maletero de su coche de trabajo.
—Hace calor dentro —le dijo a Chu.
Bosch se soltó el botón del medio de la camisa y se metió la corbata por dentro. Pensaba participar de lleno en la investigación de la escena del crimen y no quería que nada se interpusiera.
—Hace calor aquí fuera también —dijo Chu—. El sargento de la patrulla me ha dicho que esperara hasta que usted saliera.
—Sí, lo siento. Veamos, lo que tenemos es que el hombre mayor que regentaba la licorería desde hace años está muerto detrás del mostrador. Le han disparado al menos tres veces en lo que parece un atraco. Su mujer, que no habla inglés, lo encontró al entrar en la tienda y llamó a su hijo, que avisó a la policía. Obviamente hemos de hablar con ella y por eso está usted aquí. También podríamos necesitar su ayuda con el hijo cuando llegue. Es todo lo que sé por el momento.
—¿Y estamos seguros de que son chinos?
—Casi seguros. El sargento de la patrulla que hizo la llamada conocía a la víctima, el señor Li.
—¿Sabe qué dialecto habla la señora Li?
Volvieron a dirigirse a la cinta.
—No. ¿Puede ser un problema?
—Conozco los cinco dialectos principales del chino y hablo bien en cantonés y mandarín. Esos son los dos que más encontramos aquí en Los Ángeles.
Esta vez Bosch sostuvo la cinta para que Chu pasara por debajo.
—¿Y usted cuál habla?
—Yo nací aquí, detective, pero mi familia es de Hong Kong y en casa se hablaba mandarín.
—¿Sí? Yo tengo una hija que vive en Hong Kong con su madre. Está aprendiendo mandarín.
—Bien hecho. Espero que le sea útil.
Entraron en la tienda. Bosch dejó que Chu viera un momento el cadáver detrás del mostrador y enseguida lo acompañó a la parte trasera de la tienda. Ferras los recibió y utilizaron a Chu para que hiciera las presentaciones con la señora Li.
La reciente viuda parecía conmocionado. Bosch no vio ninguna señal de que hubiera vertido ni una sola lágrima por su marido hasta el momento. Daba la impresión de hallarse en un estado disociado que Bosch había visto antes. Su marido yacía muerto en la parte delantera de la tienda y ella se encontraba rodeada de desconocidos que hablaban un idioma diferente. Bosch supuso que estaba esperando a que llegara su hijo, y entonces caerían las lágrimas.
Chu se dirigió a con ella con amabilidad. Bosch pensó que estaban hablando mandarín, pues su hija le había enseñado que era más melódico y menos gutural que el cantonés y algunos otros dialectos.
Al cabo de unos minutos, Chu hizo una pausa para informar a Bosch y Ferras.
—El marido se quedó solo en la tienda mientras ella se iba a casa a preparar la cena. Cuando volvió, la señora Li pensó que la tienda estaba vacía, pero entonces lo encontró detrás del mostrador. No vio a nadie al entrar. Aparcó en la parte de atrás y abrió con la llave de la puerta trasera.
Bosch asintió.
—¿Cuánto tiempo estuvo ausente? Pregúntele qué hora era cuando se fue de la tienda.
Chu hizo lo que le pidieron y se volvió hacia Bosch con la respuesta.
—Todos los días se va a las dos y media para recoger la cena. Luego vuelve.
—¿Hay más empleados?
—No, ya se lo he preguntado; sólo la señora Li y su marido. Trabajan de once a diez y cierran los domingos.
Una típica historia de inmigrantes, pensó Bosch. Ellos no contaban con que las balas le pusieran fin.
Bosch oyó voces procedentes de la parte delantera de la tienda y se asomó al pasillo. Había llegado el equipo de Criminalística de la División de Investigaciones Científicas y se estaba poniendo a trabajar. Volvió al almacén, donde continuaba la entrevista con la señora Li.
—Chu —lo interrumpió Bosch.
El detective de la UBA levantó la mirada.
—Pregúntele por el hijo. ¿Estaba en casa cuando lo llamó?
—Ya lo he hecho. Hay otra tienda en el valle de San Fernando y él estaba trabajando allí. Vive con sus padres a mitad de camino, en el distrito de Wilshire.
A Bosch le quedaba claro que Chu sabía lo que estaba haciendo. No necesitaba que él lo ayudara con preguntas.
—Muy bien, vamos a la parte delantera otra vez. Usted ocúpese de ella y cuando llegue el hijo puede que sea mejor que los llevemos a todos al centro, ¿de acuerdo?
—Me parece bien —dijo Chu.
—Bueno, avíseme si necesita algo.
Bosch y Ferras recorrieron el pasillo y fueron a la parte delantera de la tienda. Bosch ya conocía a todos los del equipo científico. También había llegado un grupo de la oficina del forense para documentar la escena de la muerte y llevarse el cadáver.
Los dos detectives decidieron separarse en ese punto. Bosch se quedaría en la escena y como investigador jefe supervisaría la recogida de indicios y el levantamiento del cadáver; Ferras dejaría la tienda para ir de puerta en puerta. Como la licorería estaba situada en una zona de pequeños comercios, los visitaría uno a uno con el objeto de encontrar a alguien que hubiera oído o visto algo relacionado con el crimen. Ambos investigadores sabían que probablemente el esfuerzo resultaría infructuoso, pero había que hacerlo. Una descripción de un coche o de una persona sospechosa podía ser la pieza del rompecabezas que finalmente permitiera resolver el caso. Era el abecé de la investigación de homicidios.
—¿Te importa si me llevo a uno de los tipos de la patrulla? —preguntó Ferras—. Conocen el barrio.
—No, llévatelo sin problemas.
Bosch pensó que el conocimiento del terreno no era el verdadero motivo de que Ferras se llevara a un agente. Su compañero pensaba que necesitaba refuerzos para visitar casas y tiendas del barrio.
Dos minutos después de que Ferras se fuera, Bosch oyó voces y movimiento procedentes de la parte delantera de la tienda. Salió y vio a dos de los agentes de la patrulla de Lucas tratando de detener físicamente a un hombre en la cinta amarilla. El hombre que se resistía, un asiático de veintitantos años, llevaba una camiseta ajustada que mostraba su complexión delgada. Bosch se acercó con rapidez.
—Basta ya —dijo con energía para que a nadie le quedara duda de quién estaba al mando de la situación—. Suéltenlo.
—Quiero ver a mi padre —dijo el joven.
—Esta no es forma de hacerlo. —Bosch se acercó e hizo una señal a los dos agentes—. Yo me ocuparé del señor Li.
Dejaron a Bosch solo con el hijo de la víctima.
—¿Cuál es su nombre completo, señor Li?
—Robert Li. Quiero ver a mi padre.
—Lo entiendo. Voy a dejarle ver a su padre si de verdad quiere hacerlo, pero todavía no es posible. Soy el detective al mando de la investigación y ni siquiera yo puedo ver a su padre aún. Así que necesito que se calme. La única manera de que consiga lo que quiere es que se tranquilice.
El joven bajó la mirada al suelo y asintió. Bosch estiró el brazo y le tocó el hombro.
—Muy bien —dijo.
—¿Dónde está mi madre?
—Dentro, en la sala de atrás, hablando con otro detective.
—¿Puedo verla al menos a ella?
—Sí puede. Le acompañaré en un minuto. Sólo he de hacerle unas pocas preguntas antes. ¿Le parece bien?
—Adelante.
—Para empezar, me llamo Harry Bosch y soy el detective jefe de esta investigación. Voy a encontrar a la persona que mató a su padre. Se lo prometo.
—No haga promesas que no piensa cumplir, ni siquiera lo conocía. No le importa. Es sólo otro… Da igual.
—¿Otro qué?
—He dicho que da igual.
Bosch lo miró un momento antes de responder.
—¿Qué edad tiene, Robert?
—Veintiséis años, y me gustaría ver a mi madre ahora.
Hizo un movimiento para dirigirse a la parte de atrás de la tienda, pero Bosch lo asió por el brazo. El joven era fuerte, pero lo había agarrado bien. Robert Li se detuvo y miró la mano que sujetaba su brazo.
—Deje que le enseñe algo y luego le acompañaré a ver a su madre.
Soltó el brazo de Li, sacó del bolsillo el librito de fósforos y se lo entregó. El chico lo miró sin revelar sorpresa.
—¿Qué ocurre? Los regalábamos hasta que la economía empeoró y no pudimos afrontar los gastos extra.
Bosch volvió a coger las cerillas y asintió.
—Me las dieron en la tienda de su padre hace doce años —dijo—. Supongo que entonces tenía usted unos catorce. Casi tuvimos disturbios en esta ciudad justo aquí, en este cruce.
—Me acuerdo. Saquearon la tienda y pegaron a mi padre; no tendría que haber reabierto. Mi madre y yo le dijimos que montase una en el valle, pero no quiso escucharnos. No permitió que nadie lo echara, y mire lo que ha pasado. —Hizo un gesto de impotencia en dirección a la puerta de la tienda.
—Sí, bueno, yo también estuve aquí esa noche —dijo Bosch—. Hace doce años. Hubo un conato de disturbios, pero acabó enseguida, aquí mismo, con una víctima.
—Un policía. Lo sé, lo sacaron de un coche.
—Yo iba en ese coche con él, pero no me alcanzaron. Y cuando llegué aquí ya estaba a salvo. Necesitaba un cigarrillo y entré en la tienda de su padre. Lo encontré allí, detrás del mostrador, pero los saqueadores se habían llevado hasta el último paquete de tabaco. —Bosch sostuvo el librito de fósforos—. Encontré muchas cerillas, pero no cigarrillos. Y entonces su padre metió la mano en su bolsillo y sacó un paquete. Sólo le quedaba un pitillo y me lo dio a mí. —Asintió. Esa era la historia, nada más—. No conocí a su padre, Robert, pero voy a encontrar a quien lo mató. Es una promesa que cumpliré.
Robert Li asintió y bajó la mirada al suelo.
—Muy bien —dijo Bosch—. Vamos a ver a su madre.