28

Lo primero que impactó a Bosch al entrar en la planta baja de Chungking Mansions fue el olor. Aromas intensos de incontables especias y comida frita invadieron sus fosas nasales mientras sus pupilas se acostumbraban a un poco iluminado mercado del tercer mundo que se extendía ante él por pasillos estrechos y laberínticos.

El peculiar centro comercial acababa de abrir, pero ya estaba abarrotado de compradores y clientes. Puestos de metro ochenta de ancho ofrecían cualquier cosa: desde relojes y teléfonos móviles a periódicos en infinidad de idiomas y comidas de todos los sabores. El lugar generaba una sensación nerviosa, descarnada, que hacía que Bosch se volviera cada pocos pasos. Quería saber a quién tenía detrás.

Fue hacia el centro, donde llegó a la zona de ascensores. Había una cola de quince personas esperando dos de ellos, y Bosch se fijó en que uno estaba abierto, oscuro por dentro y claramente fuera de servicio. Había dos guardias de seguridad delante de la fila verificando que todos los que subían disponían de llave de una habitación o iban acompañados de alguien que la tenía. Una pantalla situada encima de la puerta del único ascensor en funcionamiento mostraba el interior abarrotado: la gente iba como sardinas en lata.

Bosch estaba mirando la pantalla y preguntándose cómo iba a subir al piso catorce cuando Eleanor y Sun lo alcanzaron. Eleanor lo agarró con fuerza del brazo.

—Harry, ¡basta de ir de llanero solitario! No vuelvas a salir corriendo así.

Bosch la miró. No era rabia lo que vio en sus ojos: era miedo. Quería estar segura de que no estaría sin él cuando se enfrentara a lo que fuese en el piso catorce.

—Sólo quiero seguir en movimiento —dijo Bosch.

—Entonces muévete con nosotros. ¿Subimos?

—Necesitamos una llave.

—Pues hemos de alquilar una habitación.

—¿Dónde se hace?

—No lo sé.

Eleanor miró a Sun.

—Hemos de subir.

Fue lo único que dijo, pero transmitió el mensaje. Sun Yee asintió y los guio lejos de la zona de ascensores para adentrarse en el laberinto de tiendas. Enseguida llegaron a una fila de mostradores con carteles en numerosos idiomas.

—Aquí se alquila la habitación —dijo Sun—. Pero hay más de un hotel.

—¿En el edificio? —preguntó Bosch—. ¿Más de uno?

—Sí, muchos. Elige ahí.

Hizo un gesto hacia los carteles del mostrador y Bosch se dio cuenta de que había muchos hoteles en el edificio, todos ellos compitiendo por los viajeros de bajo presupuesto. Algunos, por el idioma de sus carteles, captaban a viajeros de países específicos.

—Pregunta cuál tiene el piso catorce —dijo.

—No habrá piso catorce.

Bosch se dio cuenta de que tenía razón.

—Entonces el quince. ¿Cuál tiene el piso quince?

Sun avanzó por la fila, preguntando por la planta quince hasta que se detuvo en el tercer mostrador e hizo una seña a Eleanor y Bosch.

—Aquí.

Bosch valoró al hombre de detrás del mostrador. Parecía que llevaba allí cuarenta años. Su cuerpo, que recordaba una campana, semejaba adoptar la forma del taburete en el que se sentaba. Estaba fumando un cigarrillo enganchado a una boquilla de hueso labrado. A Bosch no le gustaba que le echaran humo a los ojos.

—¿Habla inglés? —preguntó Bosch.

—Sí, tengo inglés —dijo el hombre con expresión cansada.

—Bien. Queremos una habitación en el piso cat… quince.

—¿Todos? ¿Una habitación?

—Sí, una habitación.

—No, no pueden una. Sólo dos personas.

Bosch se dio cuenta de que se refería a que la capacidad máxima de cada habitación era de dos personas.

—Entonces, deme dos habitaciones en la quince.

—Bien.

El hombre le pasó una tablilla. Había un boli enganchado con una cuerda y bajo el clip una pequeña pila de formularios de registro. Bosch garabateó rápidamente su nombre y dirección y le devolvió la tablilla.

—Identificación, pasaporte —dijo el hombre.

Bosch sacó el pasaporte. El hombre lo examinó, anotó el número en un trozo de papel y se lo devolvió.

—¿Cuánto? —preguntó Bosch.

—¿Cuánto van a estar?

—Diez minutos.

El hombre paseó la mirada por los tres al tiempo que consideraba el posible significado de la respuesta de Bosch.

—Vamos —dijo Bosch con impaciencia—. ¿Cuánto?

Metió la mano en el bolsillo para sacar el dinero.

—Doscientos americanos.

—No tengo americanos. Tengo dólares de Hong Kong.

—Dos habitaciones, mil quinientos.

Sun se adelantó y puso la mano sobre el dinero de Bosch.

—No. Demasiado.

Empezó a hablar con rapidez y con voz autoritaria al hombre, para impedirle que se aprovechara de Bosch. Pero a Harry no le importaba. Le importaba el impulso, no el dinero. Sacó quince billetes de cien del fajo y los echó sobre el escritorio.

—Llaves —exigió.

El hombre se liberó de Sun y se volvió hacia la doble fila de casilleros que tenía detrás. Mientras el tipo sacaba dos llaves, Bosch miró a Sun y se encogió de hombros.

Sin embargo, cuando el tipo del mostrador se volvió y Bosch estiró la mano, retiró las llaves.

—Depósito de llaves. Mil.

Bosch se dio cuenta de que no debería haber mostrado el fajo de billetes. Volvió a sacarlo con rapidez, esta vez manteniéndolo bajo el mostrador y sacando dos billetes más. Cuando el hombre finalmente le ofreció las llaves, Harry se las quitó de las manos y se dirigió de nuevo al ascensor.

Las llaves de la habitación, de latón viejo, estaban unidas mediante una cadena a un plástico rojo en forma de diamante con símbolos chinos y números de habitación. Les habían dado la 1503 y la 1504. De camino a la zona de ascensores, Bosch le dio una de las llaves a Sun.

—¿Vas con él o conmigo? —le preguntó a Eleanor.

La cola del ascensor se había hecho más larga. Había más de treinta personas y la pantalla de vídeo de encima mostraba que los vigilantes de seguridad metían a ocho o diez cada vez, según el volumen de los viajeros. Bosch pasó los quince minutos más largos de su vida esperando el ascensor. Eleanor trató de calmar su creciente impaciencia y ansiedad trabando conversación.

—Cuando lleguemos arriba, ¿cuál es el plan?

Bosch negó con la cabeza.

—No hay plan. Sobre la marcha.

—¿Qué vamos a hacer, ir llamando a las puertas?

Bosch se limitó a negar con la cabeza y sostuvo otra vez la foto del reflejo.

—No, sabremos qué habitación es. Hay una ventana en ella, una por cuarto, y sabemos por esto que la nuestra es la séptima del lado que da a Nathan Road. Cuando lleguemos allí, nos metemos a saco en la séptima habitación.

—¿A saco?

—No voy a llamar, Eleanor.

La fila avanzó y finalmente llegó su turno. El vigilante de seguridad miró la llave de Bosch e hizo pasar a Eleanor y a él hacia la puerta del ascensor, pero a continuación extendió el brazo y detuvo a Sun. El ascensor estaba al máximo.

—Harry, espera —dijo Eleanor—. Cojamos el siguiente.

Bosch se metió en el ascensor y se volvió. Miró a Eleanor y luego a Sun.

—Esperad si queréis, yo no pienso hacerlo.

Eleanor vaciló un momento y entró en el ascensor al lado de Bosch. Le dijo algo en chino a Sun cuando la puerta ya se cerraba.

Bosch miró el indicador digital de pisos.

—¿Qué le has dicho?

—Que lo esperaremos en la planta quince.

Bosch no respondió; no le importaba. Trató de calmarse y de respirar más despacio. Se estaba preparando para lo que podría encontrarse en la decimoquinta.

El ascensor subía despacio. Apestaba a olor corporal y a pescado, y Bosch respiró por la boca para tratar de evitarlo. Se dio cuenta de que él también contribuía al problema. La última vez que se había duchado había sido el viernes por la mañana en Los Ángeles; tuvo la sensación de que había sido en otra vida.

El ascenso fue más insoportable que la espera abajo. Por fin, en la quinta parada, la puerta se abrió en la quince. Para entonces los únicos pasajeros que quedaban eran Bosch, Eleanor y los dos hombres que habían pulsado el dieciséis. Harry los miró y luego pasó el dedo por la fila de botones por debajo del quince. Significaba que el ascensor pararía muchas veces al bajar. Salió el primero, con la mano izquierda detrás de la cadera y listo para sacar la pistola en el momento en que fuera necesario. Eleanor salió tras él.

—Supongo que no vamos a esperar a Sun Yee —dijo.

—Yo no —contestó Bosch.

—Debería estar aquí.

Bosch se volvió hacia ella.

—No.

Ella levantó las manos en ademán de rendición y retrocedió. No era el momento de eso; ella lo sabía. Bosch se volvió y trató de situarse. La zona de ascensores se hallaba en el centro de una planta diseñada en forma de H. Fue hacia el pasillo de la derecha porque sabía que ese era el lado del edificio que daba a Nathan Road.

Inmediatamente empezó a contar puertas y le salieron doce en el lado delantero. Se acercó a la séptima puerta, habitación 1514. Sintió que su corazón subía una marcha y notó una descarga de adrenalina. Eso era. Para eso había ido allí.

Se inclinó hacia delante y pegó la oreja a la rendija de la puerta. Escuchó con atención, pero no captó ruidos procedentes del interior de la habitación.

—¿Oyes algo? —susurró Eleanor.

Bosch negó con la cabeza. Puso la mano en el pomo y trató de girarlo. No esperaba que la puerta estuviera abierta, pero quería sentir el material y lo sólido que podía ser.

El pomo era viejo y estaba un poco suelto. Bosch tenía que decidir si derribar la puerta y usar el elemento de completa sorpresa, o abrir con ganzúas y posiblemente hacer un ruido que alertaría a quien fuera que estuviera al otro lado.

Se apoyó en una rodilla y examinó con atención el pomo. Sería sencillo, pero podría haber un pestillo o un cierre de seguridad de cadena dentro. Se le ocurrió una idea y metió la mano en el bolsillo.

—Ve a nuestra habitación —susurró—. Averigua si hay un pestillo o una cadena de seguridad.

Le pasó la llave de la habitación 1504.

—¿Ahora? —susurró Eleanor.

—Sí, ahora —respondió Bosch en otro susurro—. Quiero saber qué hay ahí dentro.

Eleanor cogió la llave y se apresuró por el pasillo. Bosch sacó la cartera de la documentación. Antes de pasar por el control de seguridad del aeropuerto había puesto sus dos mejores ganzúas detrás de la placa. Sabía que las detectaban en los rayos X, pero las dos pequeñas tiras metálicas probablemente se confundirían con parte de la propia placa. Su plan había dado resultado. Así pues, sacó las ganzúas y las maniobró en silencio en la cerradura.

Tardó menos de un minuto en abrirla. Sostuvo el pomo sin empujar la puerta hasta que Eleanor llegó corriendo por el pasillo escasamente iluminado.

—Hay cadena de seguridad —susurró.

Bosch asintió y se levantó, todavía sosteniendo el pomo con la mano derecha. Sabía que podía romper la cadena con un buen golpe de hombro.

—¿Lista? —susurró.

Ella asintió. Bosch metió la mano bajo la chaqueta y sacó la pistola. Quitó el seguro y miró a Eleanor. Al unísono, marcaron las palabras uno, dos, tres, y él abrió la puerta.

La cadena de seguridad no estaba puesta. La puerta se abrió de golpe y Bosch se metió rápidamente en la habitación. Eleanor entró detrás de él.

Estaba vacía.