Bosch y su hija normalmente tomaban el funicular para subir al Peak y luego volver a bajar. A Bosch le recordaba una versión más elegante y más larga del Angels Flight de Los Ángeles. Al pie del trayecto, a su hija le gustaba visitar un pequeño parque situado junto al palacio de justicia donde podía colgar una bandera de oración tibetana. Muchas veces, las coloridas banderas estaban colgadas en el parque como ropa puesta a secar. Maddie le había dicho a Bosch que colgar una bandera era mejor que encender una vela en una iglesia, porque la bandera estaba al aire libre y el viento transportaba muy lejos las buenas intenciones.
No había tiempo para colgar banderas. Volvieron al Mercedes de Sun y bajaron la montaña hacia Wan Chai. Por el camino, Bosch se dio cuenta de que una ruta de descenso pasaría junto al edificio de apartamentos donde vivían Eleanor y su hija.
Bosch se inclinó hacia delante desde el asiento trasero.
—Eleanor, vamos antes a tu casa.
—¿Por qué?
—He olvidado decirte que trajeras el pasaporte de Madeline. Y el tuyo también.
—¿Y eso?
—Porque esto no terminará cuando la rescatemos. Os quiero a las dos lejos hasta que termine.
—¿Y cuánto tiempo será eso?
Eleanor se había vuelto para mirarlo desde el asiento delantero. Harry vio la acusación en sus ojos. Quería tratar de evitar todo eso y dedicar su plena atención al rescate de su hija.
—No sé cuánto tiempo. Vamos a buscar los pasaportes. Sólo por si luego no hay tiempo.
Eleanor se volvió hacia Sun y le habló bruscamente en chino. Él inmediatamente se echó a un lado de la carretera y se detuvo. No había tráfico que bajara por las montañas hacia ellos; era demasiado temprano. Se volvió completamente en su asiento hacia Bosch.
—Pararemos a buscar los pasaportes —dijo ella con voz inexpresiva—. Pero si hemos de desaparecer, no pienses ni por un momento que vamos a ir contigo.
Bosch asintió. El mero hecho de que se lo planteara era suficiente para él.
—Entonces quizá deberías preparar también un par de bolsas y meterlas en el maletero.
Eleanor se volvió sin responder. Al cabo de un momento, el guardaespaldas la miró y le habló en chino. Ella respondió asintiendo y Sun empezó a bajar otra vez por la montaña. Bosch sabía que Eleanor iba a hacer lo que le había pedido.
Al cabo de quince minutos, Sun se detuvo delante de las torres gemelas comúnmente conocidas por los residentes en Hong Kong como las Chopsticks (debido a que parecían unos palillos). Y Eleanor, que no había dicho nada en esos quince minutos, tendió una rama de olivo al asiento de atrás.
—¿Quieres subir? Puedes hacerte un café mientras preparo las bolsas. Tienes aspecto de necesitarlo.
—El café estaría bien, pero no tenemos…
—Es café instantáneo.
—Está bien.
Sun se quedó en el coche y ellos subieron. Las Chopsticks eran en realidad dos torres ovaladas interconectadas que se alzaban setenta y tres pisos desde media ladera de la montaña, encima de Happy Valley. Era el edificio residencial más alto de Hong Kong y como tal destacaba en la ciudad como dos palillos destacan en un bol de arroz. Eleanor y Madeline se habían trasladado a uno de sus apartamentos poco después de llegar de Las Vegas seis años antes.
Bosch se agarró a la barandilla al subir en el ascensor rápido. No le gustaba saber que justo debajo del suelo había un hueco abierto de cuarenta y cuatro plantas.
La puerta se abrió a un pequeño rellano que daba a los cuatro apartamentos de la planta y Eleanor usó una llave para entrar por la primera puerta de la derecha.
—Hay café en el armario de encima del fregadero. No tardaré mucho.
—Bien. ¿Quieres una taza?
—No, gracias. He tomado uno en el aeropuerto.
Entraron en el apartamento y Eleanor se desvió a su dormitorio mientras Bosch encontraba la cocina y se ponía a preparar café. Encontró una taza que decía «La mejor mamá del mundo» en un lado y la usó. Estaba pintada a mano tiempo atrás y las palabras se habían descolorido con cada ciclo del lavaplatos.
Salió de la cocina, sorbiendo el brebaje caliente, y examinó el panorama. El apartamento estaba orientado al oeste y proporcionaba unas vistas imponentes de Hong Kong y su puerto. Bosch sólo había estado en el apartamento unas cuantas veces y nunca se cansaba de aquella vista. En general, cuando iba de visita recogía a su hija en el vestíbulo o en la escuela después de las clases.
Un enorme crucero blanco avanzaba por el puerto hacia mar abierto. Bosch observó un momento y se fijó en el cartel de Canon en lo alto de un edificio de Kowloon. Era un recordatorio de su misión. Se volvió hacia el pasillo que daba a los dormitorios y encontró a Eleanor en la habitación de su hija, llorando mientras metía ropa en una mochila.
—No sé qué llevar —dijo—. No sé cuánto tiempo estaremos fuera ni qué necesitará. De hecho, ni siquiera sé si volveremos a verla.
Sus hombros temblaron cuando dejó de contener las lágrimas. Bosch le puso una mano en el hombro izquierdo, pero ella al instante se zafó. No iba a aceptar su consuelo. Cerró bruscamente la cremallera de la mochila y salió de la habitación con ella. Bosch se quedó solo mirando el dormitorio.
Recuerdos de viajes a Los Ángeles y a otros lugares ocupaban todas las superficies horizontales. Carteles de películas y grupos musicales cubrían las paredes. En un rincón había un estante con varios sombreros, máscaras y collares de cuentas. Numerosos animales de peluche de años anteriores se apilaban contra las almohadas de la cama. Bosch no pudo evitar sentir que en cierto modo estaba invadiendo la intimidad de su hija al estar en esa habitación sin que lo invitaran.
En un pequeño escritorio había un portátil abierto, con la pantalla negra. Bosch se acercó, pulsó la barra espaciadora y al cabo de unos segundos la pantalla cobró vida. El salvapantallas de su hija era una fotografía tomada durante su último viaje a Los Ángeles. Mostraba un grupo de surfistas en fila, flotando en sus tablas y esperando la siguiente ola. Bosch recordó que fueron en coche a Malibu para desayunar en un sitio llamado Marmalade y que después vieron a los surfistas en una playa cercana.
Harry se fijó en una cajita hecha de hueso labrado junto al ratón del ordenador. Le recordó a Bosch el mango del cuchillo que había encontrado en la maleta de Chang. Parecía un objeto en el que se podían guardar cosas importantes, como dinero. Lo abrió y encontró que sólo contenía un pequeño colgante de los tres monos sabios labrados en jade —«no ver, no escuchar, no hablar»— en un cordel rojo. Bosch lo sacó de la caja y lo sostuvo para verlo mejor. No tenía más de cinco centímetros de largo y había un pequeño anillo plateado en un extremo para poder fijarlo a algo.
—¿Estás listo?
Bosch se volvió. Eleanor estaba en el umbral.
—Sí. ¿Qué es esto, un pendiente?
Eleanor se acercó a verlo.
—No, los chicos los cuelgan de los móviles. Los venden en el mercado de jade de Kowloon. Muchos tienen el mismo teléfono y los «personalizan» para que sean diferentes.
Bosch asintió al volver a dejarlo en la caja.
—¿Son caros?
—No, es jade barato. Cuestan un más o menos dólar americano y los chicos los cambian muy a menudo. Vamos.
Bosch echó un último vistazo a los dominios privados de su hija y por el camino cogió una almohada y una manta doblada de la cama. Eleanor miró atrás y vio lo que estaba haciendo.
—Puede que esté cansada y quiera dormir —explicó él.
Salieron del apartamento y en el ascensor Bosch sostuvo la manta y la almohada bajo un brazo y una de las mochilas en el otro. La almohada olía al champú de su hija.
—¿Tienes los pasaportes? —preguntó Bosch.
—Sí —dijo Eleanor.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—¿Qué?
Actuó como si estuviera estudiando el dibujo de los ponis en la manta que sostenía.
—¿Hasta qué punto confías en Sun Yee? No estoy seguro de que tengamos que seguir con él después de que consigamos la pistola.
Eleanor respondió sin dudar.
—Te he dicho que no has de preocuparte por eso. Confío en él plenamente y se queda con nosotros. Se queda conmigo.
Bosch asintió. Eleanor miró al indicador digital que mostraba el paso de las plantas.
—Confío en él completamente —añadió entonces—. Y Maddie también.
—¿Cómo va Maddie a…?
Se detuvo. De repente comprendió lo que ella le estaba diciendo. Sun era el hombre del que le había hablado Madeline. Él y Eleanor estaban juntos.
—¿Ahora lo entiendes? —dijo ella.
—Sí, lo entiendo —dijo—, pero ¿estás segura de que Madeline confía en él?
—Sí, más que segura. Si ella te dijo otra cosa, sólo quería ganarse tu compasión. Es una niña, Harry. Sabe cómo manipular. Sé que mi relación con Sun Yee ha… modificado un poco su vida. Pero él no le ha mostrado otra cosa que amabilidad y respeto. Lo superará. Es decir, cuando la rescatemos.
Sun Yee tenía el coche esperando en la rotonda de parada del edificio. Harry y Eleanor pusieron las mochilas en el maletero, pero Bosch cogió la almohada y la manta y las llevó consigo al asiento de atrás. Sun arrancó y continuaron por Stubbs Road hasta Happy Valley y luego a Wan Chai.
Bosch trató de olvidarse de la conversación del ascensor. No era importante en ese momento, porque no le ayudaría a recuperar a su hija, pero era difícil compartimentar sus sentimientos. Su hija le había dicho en Los Ángeles que Eleanor tenía una relación. Él también había tenido historias desde su divorcio; aun así, que le golpeara la realidad ahí en Hong Kong era peliagudo. Iba con una mujer a la que todavía amaba en un sentido básico y con la nueva pareja de esta. Era duro de aceptar.
Bosch iba sentado detrás de Eleanor. Miró por encima del asiento a Sun y estudió la pose estoica del hombre. No era un guardaespaldas a sueldo: en su caso había más cosas en juego. Bosch se dio cuenta de que eso podía convertirlo en un activo. Si su hija podía contar con él y confiar en él, entonces Bosch también. El resto podía dejarse de lado.
Como si sintiera la mirada en su espalda, Sun se volvió y observó a Bosch. Incluso con las gafas negras que le tapaban los ojos, Harry se dio cuenta de que Sun había interpretado la situación y de que ya no había más secretos.
Bosch asintió. No era ninguna clase de aprobación lo que estaba transmitiendo, sino sólo el mensaje silencioso de que comprendía que todos estaban juntos en eso.