Bosch durmió de manera intermitente durante el vuelo sobre el Pacífico. En catorce horas en el aire, apretado contra una ventana de la cabina, no logró dormir más de quince o veinte minutos seguidos antes de que pensamientos sobre su hija o sobre la peligrosa situación en la que esta se hallaba por culpa suya se entrometieran y lo despertaran.
Durante el día se había movido demasiado deprisa para pensar, se había mantenido por delante del miedo, la culpa y las recriminaciones brutales. Logró dejar todo eso de lado porque la persecución era más importante que la culpabilidad con la que cargaba. Sin embargo, en el vuelo 883 de Cathay Pacific ya no pudo correr más. Sabía que necesitaba dormir para estar descansado y listo para el día que le aguardaba en Hong Kong, pero en el avión estaba arrinconado y ya no pudo seguir ocultando sus sentimientos. El terror lo envolvió. Pasó la mayor parte de las horas sentado en la oscuridad, con los puños apretados y mirada inexpresiva, mientras el jet surcaba el espacio negro hacia el lugar donde Madeline permanecía oculta en alguna parte. Todo ello hacía que el sueño fuera efímero cuando no imposible.
El viento de proa en el Pacífico fue más débil de lo previsto, por lo que el avión ganó tiempo y aterrizó con antelación en el aeropuerto de Lantau Island a las 4.55. Para llegar a la parte delantera del avión, Bosch se abrió paso casi a empujones entre los pasajeros que se estiraban para bajar sus pertenencias de los portamaletas. Sólo llevaba una pequeña mochila que contenía cosas que tal vez podían resultarle útiles para encontrar y rescatar a su hija. En cuanto se abrieron las puertas del avión, caminó con rapidez y enseguida se puso delante de todos los pasajeros que se dirigían hacia los controles de aduana e inmigración. El temor lo acuchilló al acercarse al primer punto de control: un escáner térmico diseñado para identificar a los pasajeros con fiebre. Bosch estaba sudando. ¿La culpa que le quemaba en la conciencia se había manifestado en forma de fiebre? ¿Lo detendrían antes de que pudiera empezar la misión más importante de todas?
Al pasar, miró por encima del hombro a la pantalla del ordenador. Vio las imágenes de viajeros convertidos en fantasmas azules en la pantalla. No había signos delatores de rojo; no tenía fiebre. Al menos de momento.
Un inspector revisó su pasaporte en el punto de control de aduanas y vio los sellos de entrada y salida correspondientes a los numerosos viajes que había realizado en los últimos seis años. Luego comprobó algo en una pantalla de ordenador que Bosch no podía ver.
—¿Tiene un negocio en Hong Kong, señor Bosch? —preguntó el inspector.
De algún modo había modificado la única sílaba del apellido de Bosch para que sonara Botch.
—No —dijo Bosch—. Mi hija vive aquí y vengo a visitarla a menudo.
El inspector miró la mochila que el viajero llevaba colgada del hombro.
—¿Ha facturado sus maletas?
—No, sólo llevo esto. Es un viaje rápido.
El inspector asintió y volvió a consultar su ordenador. Bosch sabía lo que iba a ocurrir. Invariablemente, cuando llegaba a Hong Kong, el inspector de inmigración veía su clasificación como agente del orden en el sistema informático y lo ponía en la fila del registro de equipaje.
—¿Ha traído su arma? —preguntó el inspector.
—No —dijo Bosch con voz cansada—. Sé que no está permitido.
El inspector tecleó algo en el ordenador y dirigió a Bosch, como él esperaba, a una cola para que registraran su mochila. Perdería otros quince minutos, pero mantuvo la calma. El avión había llegado con media hora de adelanto.
El segundo inspector le revisó cuidadosamente la mochila y echó miradas de curiosidad a los prismáticos y otros elementos, incluido el sobre lleno de dinero en efectivo. Pero no era ilegal entrar nada de todo aquello en el país. El inspector terminó con su registro y pidió a Bosch que pasara por un detector de metales. Salvado este último escollo, Harry se dirigió a la terminal de equipaje y localizó una ventanilla de cambio de divisas que estaba abierta a pesar de que aún era muy temprano. Se acercó, volvió a sacar el sobre de efectivo de la mochila y le dijo a la mujer de detrás del mostrador que quería cambiar cinco mil dólares americanos en dólares de Hong Kong. Era su reserva del terremoto: billetes que tenía escondidos en su habitación, en la caja fuerte de la pistola. En 1994, cuando el terremoto sacudió Los Ángeles y dañó gravemente su casa, aprendió una valiosa lección: el dinero en efectivo es el rey; no había que salir de casa sin él. Ahora el dinero que guardaba para una crisis podía ayudarle a superar otra. La tasa de cambio era de un poco menos de ocho a uno, y sus cinco mil dólares estadounidenses se convirtieron en treinta y ocho mil dólares de Hong Kong.
Después de coger su dinero se dirigió a las puertas de salida del otro lado de la terminal de equipaje. La primera sorpresa del día fue ver a Eleanor Wish esperándolo en el vestíbulo principal del aeropuerto. A su lado vio a un hombre de traje con la postura de piernas separadas típica de un guardaespaldas. Eleanor hizo un pequeño gesto con la mano por si Harry no la había visto. Percibió una mezcla de dolor y esperanza en su rostro, y tuvo que bajar la mirada al suelo al acercarse.
—Eleanor, no…
Ella lo agarró en un rápido y torpe abrazo que terminó abruptamente con su frase. Comprendió que le estaba diciendo que dejara la culpa y las recriminaciones para después; había cosas más importantes de las que ocuparse. Se apartó e hizo un gesto hacia el hombre del traje.
—Él es Sun Yee.
Bosch lo saludó con la cabeza, pero luego le tendió la mano. Esperaba que el gesto le ayudara a averiguar quién era Sun Yee.
—Harry —se presentó.
El otro hombre inclinó la cabeza y le agarró la mano con fuerza, pero no dijo nada. Ninguna ayuda. Tendría que seguir la pista de Eleanor. Bosch supuso que Sun Yee tendría casi cincuenta años, la misma edad que ella. Era bajo, pero de complexión fuerte; su pecho y brazos presionaban las costuras de la chaqueta de seda hasta el límite. Llevaba gafas de sol pese a que todavía no había amanecido.
Bosch se volvió hacia su exmujer.
—¿Nos va a llevar?
—Nos va a ayudar —le corrigió Eleanor—. Trabaja en la seguridad del casino.
Bosch asintió. Un misterio resuelto.
—¿Habla inglés?
—Sí —respondió el hombre por sí mismo.
Bosch lo estudió un momento, miró a Eleanor y vio en su rostro una conocida determinación, una expresión que había visto muchas veces cuando estaban juntos. No iba a permitir ninguna discusión al respecto. Aquel hombre formaba parte del paquete o Bosch habría de ir solo.
Bosch sabía que, si las circunstancias lo dictaban, podía separarse y seguir su propio camino. De hecho, era lo que había previsto hacer. Sin embargo, por el momento estaba dispuesto a seguir el plan de Eleanor.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto, Eleanor? Pensaba trabajar por mi cuenta.
—También es mi hija. Donde tú vayas, iré yo.
—De acuerdo.
Empezaron a caminar hacia las puertas de cristal que los llevarían al exterior. Bosch dejó que Sun Yee se adelantara para poder hablar en privado con su exmujer. A pesar de la tensión obvia que se reflejaba en su rostro, para él estaba igual de guapa que siempre. Llevaba el pelo echado hacia atrás con un estilo serio que realzaba la línea limpia y determinada de su mentón. No importaba cuáles fuesen las circunstancias ni que se vieran con poca frecuencia, Harry nunca lograría dejar de mirarla sin pensar en lo que podría haber sido. Era un tópico gastado, pero Bosch siempre había pensado que estaban hechos para estar juntos. Su hija les daba un vínculo para toda la vida, pero no era suficiente para Bosch.
—Bueno, cuéntame qué está pasando, Eleanor —dijo—. He estado casi catorce horas en el aire. ¿Qué novedades hay por aquí?
Ella asintió.
—Ayer pasé cuatro horas en el centro comercial. Cuando llamaste y dejaste un mensaje desde el aeropuerto, mi teléfono debía de estar en modo seguro. No sé, o no tenía señal o no oí la llamada.
—No te preocupes por eso. ¿Qué has averiguado?
—Tienen un vídeo de vigilancia en el que se ve a Maddie con los hermanos Quick y He. Todo desde cierta distancia. No son identificables, salvo Mad. A ella la reconocería en cualquier sitio.
—¿Muestra cómo la secuestran?
—No hubo rapto. Estuvieron juntos, sobre todo en la zona de comida. Luego Quick encendió un cigarrillo y alguien se quejó. Intervino el servicio de seguridad y lo echaron. Madeline salió con ellos voluntariamente y no volvieron a entrar.
Bosch asintió. Se dio cuenta de que todo podía haber sido un plan para hacerla salir: Quick enciende el cigarrillo, sabiendo que lo echarán del centro comercial y que Madeline irá con él.
—¿Qué más?
—Eso es todo acerca del centro comercial. El servicio de seguridad conoce a Quick, pero no lo tienen identificado ni poseen ficha suya.
—¿A qué hora se fueron?
—A las seis y cuarto.
Bosch hizo los cálculos. Eso había sido el viernes. Su hija había desaparecido del vídeo del centro comercial casi treinta y seis horas antes.
—¿Cuándo anochece? ¿A qué hora?
—Normalmente a las ocho. ¿Por qué?
—El vídeo que me mandaron está grabado con luz diurna. Menos de dos horas después de salir del centro comercial con ellos, Maddie estaba en Kowloon, donde grabaron el vídeo.
—Quiero verlo, Harry.
—Te lo enseñaré en el coche. Has dicho que recibiste mi mensaje. ¿Has averiguado algo de los helipuertos de Kowloon?
Asintiendo, Eleanor contestó:
—Llamé al jefe de transporte de clientes del casino y me dijo que en Kowloon hay siete azoteas disponibles para que aterricen helicópteros. Tengo una lista.
—Bien. ¿Le dijiste para qué necesitabas la lista?
—No, Harry. Confía un poco en mí.
Bosch la miró y luego movió la mirada hacia Sun, que había abierto una distancia de varios pasos con ellos. Eleanor captó el mensaje.
—Sun Yee es diferente. Sabe lo que está pasando. Le he pedido que me acompañe porque puedo confiar en él. Garantiza mi seguridad en el casino desde hace tres años.
Bosch asintió. Su exmujer era un activo valioso para el Cleopatra Resort and Casino de Macao. Pagaban su apartamento y un helicóptero la recogía para llevarla a trabajar en las mesas privadas, donde jugaba contra los clientes más ricos del casino. La seguridad, personalizada en Sun Yee, formaba parte del paquete.
—Bueno, lástima que no estuviera vigilando también a Maddie.
Eleanor se detuvo de golpe y se volvió hacia Bosch. Sun no se dio cuenta y siguió caminando. Eleanor se plantó ante Harry.
—¿Quieres empezar con esto ahora? Porque si quieres, por mí adelante. Podemos hablar de Sun Yee y podemos hablar de cómo tú y tu trabajo habéis puesto a mi hija en este… este…
No terminó. En lugar de acabar la frase, agarró con fuerza a Bosch por la chaqueta y empezó a sacudirlo enfadada hasta que lo abrazó y rompió a llorar. Bosch le puso una mano en la espalda.
—Nuestra hija, Eleanor —dijo—. Es nuestra hija y vamos a rescatarla.
Sun se fijó en que no estaban con él y se detuvo. Miró atrás a Bosch, con los ojos ocultos por las gafas de sol. Harry, todavía abrazado por Eleanor, levantó una mano para pedirle que esperara un momento y mantuviera la distancia. Ella se apartó al fin y se limpió los ojos y la nariz con el dorso de la mano.
—Has de calmarte, Eleanor. Voy a necesitarte.
—Basta de decir eso, ¿vale? Estaré calmada. ¿Por dónde empezamos?
—¿Tienes el mapa del MTR que te pedí?
—Sí, está en el coche.
—¿Y la tarjeta de Causeway Taxi? ¿Has comprobado eso?
—No hacía falta. Sun Yee ya los conocía. Se sabe que la mayoría de compañías de taxi contratan a hombres de las tríadas, pues estos necesitan trabajos legítimos para evitar sospechas y mantenerse a salvo de la policía. La mayoría tienen licencias de taxi y hacen algunos turnos como tapadera. Si tu sospechoso llevaba la tarjeta del gerente de la flota era probablemente porque iba a verlo para pedirle un trabajo cuando llegara aquí.
—¿Fuiste a la dirección?
—Pasamos anoche, pero es sólo una estación de taxis, donde cargan gasolina y los reparan, y adonde envían a los conductores al empezar el turno.
—¿Hablaste con el gerente de la flota?
—No. No quería hacer un movimiento así sin preguntarte, pero estabas en el aire y no podía hacerlo. Además, me pareció que no nos llevaría a ninguna parte; probablemente era un tipo que iba a darle trabajo a Chang, nada más. Es lo que hace para las tríadas; no se implicaría en un secuestro. Y si estaba implicado, tampoco iba a decírnoslo.
Bosch pensó que Eleanor seguramente tenía razón. Aun así, el gerente de la flota sería alguien a quien volver si otros esfuerzos para localizar a su hija no daban resultado.
—Vale —dijo—. ¿Cuándo amanece?
Eleanor se volvió para ver la enorme pared de cristal del vestíbulo principal, como si fuera a juzgar su respuesta en función del cielo. Bosch miró su reloj. Eran las 5.45 de la mañana y casi llevaba una hora en Hong Kong. Tenía la sensación de que el tiempo pasaba demasiado deprisa.
—Quizá dentro de media hora —dijo Eleanor.
—¿Y la pistola, Eleanor?
Ella asintió de manera vacilante.
—Si estás seguro, Sun Yee sabe dónde conseguirte una. En Wan Chai.
Bosch asintió. Por supuesto, ese sería el sitio para conseguir un arma. Wan Chai era el lugar donde la cara oculta de Hong Kong salía a la superficie. No había estado allí desde un permiso en Vietnam cuarenta años antes. Aun así, sabía que algunas cosas y algunos lugares nunca cambiaban.
—Bueno, vamos al coche. Estamos perdiendo tiempo.
Salieron por las puertas automáticas y Bosch fue recibido por una vaharada de aire caliente y húmedo. Notó que la humedad empezaba a pegársele a la piel.
—¿Adónde le parece que vayamos primero? —preguntó Eleanor—. ¿A Wan Chai?
—No, al Peak. Empezaremos allí.