Bosch no tuvo que sermonear a Ferras de camino a la zona sur de Los Ángeles, conocida como South LA. Conducir en silencio fue su sermón. Su joven compañero daba la impresión de marchitarse bajo la presión del silencio y finalmente se sinceró.
—Esto me está volviendo loco.
—¿El qué?
—Los gemelos. Demasiado trabajo, demasiados llantos. Es un efecto dominó; uno se despierta y eso hace que el otro deje de dormir; entonces se despierta el mayor. Nadie puede pegar ojo y mi mujer está…
—¿Qué?
—No lo sé, se está volviendo loca. Me llama a todas horas para preguntarme cuándo volveré a casa. Llego allí y entonces es mi turno de ocuparme de los niños, y no descanso. Es trabajo, niños, trabajo, niños, trabajo, niños, todos los días.
—¿Y una niñera?
—Tal y como están las cosas no podemos pagarla, y ya no hay horas extra.
Bosch no sabía qué decir. Su hija, Madeline, había cumplido trece años el mes anterior y se hallaba a más de quince mil kilómetros de distancia. Harry nunca había participado de manera directa en su educación. La veía cuatro veces al año —dos en Hong Kong y otras dos en Los Ángeles— y nada más. ¿Qué legitimidad tenía para aconsejar a un padre a tiempo completo con tres hijos, dos de los cuales eran gemelos?
—Mira, no sé qué decirte. Ya sabes que te cubro las espaldas. Hago lo que puedo siempre que tengo ocasión, pero…
—Lo sé, Harry, y te lo agradezco. Es el primer año de los gemelos, ¿sabes? Será mucho más fácil cuando sean un poco mayores.
—Sí, pero lo que estoy intentando decirte es que quizás haya algo más que los gemelos. Tal vez se trate de ti, Ignacio.
—¿De mí? ¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que a lo mejor eres tú. Quizá volviste demasiado pronto, ¿alguna vez has pensado en eso?
A Ferras le hirvió la sangre, pero no respondió.
—Eh, ocurre a veces —dijo Bosch—. Te pegan un balazo y empiezas a pensar que puede caerte un rayo dos veces.
—Mira, Harry, no sé de qué chorradas hablas, pero no me pasa nada en ese sentido. Estoy bien. Se trata de falta de sueño, de que me siento permanentemente agotado y no consigo recuperarme, porque mi mujer se dedica a incordiarme desde el momento en que llego a casa, ¿vale?
—Lo que tú digas, compañero.
—Exacto, compañero, lo que yo digo. Créeme, ya tengo bastante con ella. No necesito que te unas a mi mujer.
Bosch asintió: ya se había dicho suficiente. Sabía cuándo dejarlo.
La dirección que les había dado Gandle correspondía a South Normandie Avenue, a la altura de la calle Setenta. Se hallaba a sólo un par de manzanas del infame cruce de Florence y Normandie, donde en 1992 los helicópteros grabaron algunas de las escenas más horribles que luego se emitieron por todo el mundo. Al parecer, para muchos, esta era la imagen más perdurable de Los Ángeles.
No obstante, Bosch se dio cuenta enseguida, ya que conocía la zona y la tienda a la que se dirigía, de que se trataba de un disturbio diferente y por una razón distinta.
Fortune Liquors ya estaba acordonada con la cinta amarilla de las escenas del crimen. Se había congregado un pequeño número de mirones, pero los homicidios en ese barrio no generaban mucha curiosidad. La gente de allí había visto otros antes, muchas veces. Bosch aparcó su sedán en medio de un grupo de tres coches patrulla. Después de sacar el portafolios del maletero, cerró el coche y se encaminó hacia la cinta.
Bosch y Ferras dieron sus nombres y números de identificación al agente de patrulla que se ocupaba del registro de asistentes a la escena del crimen y pasaron por debajo de la cinta. Al acercarse a la puerta de la tienda, Bosch metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó un librito de fósforos viejo y gastado. En la cubierta decía FORTUNE LIQUORS y figuraba la dirección del pequeño edificio amarillo que tenía delante. Abrió el librito: sólo faltaba una cerilla y en la cara interna de la cubierta se leía un aforismo: «Dichoso aquel que halla solaz en sí mismo».
Bosch llevaba aquellas cerillas en el bolsillo desde hacía más de diez años, no tanto porque creyera que eso le daría buena fortuna, sino porque creía en lo que decía. Era por la cerilla que faltaba y por lo que le recordaba.
—Harry, ¿qué pasa? —preguntó Ferras.
Bosch se dio cuenta de que había hecho una pausa al acercarse a la tienda.
—Nada, que ya he estado aquí antes.
—¿Cuándo? ¿En un caso?
—Más o menos, pero fue hace mucho tiempo. Vamos.
Bosch pasó al lado de su compañero y entró en la licorería.
Había varios agentes de patrulla y un sargento en el interior del establecimiento, largo y estrecho. La distribución consistía básicamente en tres pasillos. Bosch miró hacia el del centro, que terminaba en otro pasillo perpendicular con una puerta abierta que daba al aparcamiento de detrás de la tienda. Las neveras de bebidas ocupaban la pared del corredor de la izquierda y toda la parte de atrás. Los licores estaban en el pasillo derecho, mientras que el central estaba reservado para el vino, con el tinto a la derecha y el blanco a la izquierda.
Bosch vio otros dos agentes uniformados en el pasillo del fondo y supuso que estaban reteniendo al testigo en lo que probablemente era un almacén o un despacho. Dejó el maletín en el suelo, al lado de la puerta, y sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo de la chaqueta. Le dio un par a Ferras y ambos se los pusieron.
El sargento reparó en la llegada de los dos detectives y se separó de sus hombres.
—Ray Lucas —dijo a modo de saludo—. Tenemos una víctima detrás del mostrador. Se llama John Li: ele, i. Creemos que ha ocurrido hace menos de dos horas. Parece un atraco en el que el tipo no quiso dejar testigos. En la Setenta y siete muchos de nosotros conocíamos al señor Li; era un buen hombre.
Lucas les hizo una señal a ambos para que se acercaran al lugar donde se hallaba el cadáver. Bosch se agarró la chaqueta para que esta no tocara nada mientras rodeaba el mostrador hasta llegar al pequeño espacio que había detrás. Se agachó como un catcher de béisbol para mirar más de cerca al hombre que yacía sin vida en el suelo. Ferras se inclinó sobre él como un umpire.
La víctima era asiática y aparentaba casi setenta años. Estaba tumbada boca arriba, mirando con ojos inexpresivos al techo. Tenía la mandíbula apretada, casi en una mueca, y al morir había expectorado sangre en labios, mejillas y barbilla. La parte delantera de su camisa estaba asimismo empapada de sangre, y Bosch vio al menos tres orificios de bala en el pecho. El hombre tenía la pierna derecha doblada y torcida de manera extraña bajo la otra. Obviamente se había desplomado en el mismo sitio donde se hallaba antes de que le dispararan.
—No hemos encontrado casquillos —explicó Lucas—. El que disparó los recogió y luego fue lo bastante listo para sacar el disco de la grabadora que hay en la parte de atrás.
Bosch asintió. Los tipos de la patrulla siempre querían ser útiles, pero era información que Bosch todavía no necesitaba y que podía despistarlo.
—A menos que usara un revólver —dijo—. Entonces no habría tenido que recoger ningún casquillo.
—Quizá. Pero ya no se ven muchos revólveres por aquí. Nadie quiere que lo pillen en un tiroteo desde un coche con sólo seis balas en su arma.
Lucas quería demostrar a Bosch que conocía el terreno que pisaba. Harry era sólo un visitante.
—Lo tendré en cuenta.
Bosch se concentró en el cadáver y estudió la escena en silencio. Estaba casi seguro de que la víctima era el mismo hombre que había encontrado en la tienda tantos años antes. Incluso se encontraba en el mismo sitio, en el suelo, detrás del mostrador. Y vio un paquete blando de cigarrillos en el bolsillo de su camisa.
Se fijó en que la mano derecha de la víctima tenía una mancha de sangre, lo cual no le resultó extraño. Desde su tierna infancia, las personas se llevan la mano a una herida para tratar de protegerse y aliviar el dolor; es un instinto natural. Este hombre había hecho lo mismo, seguramente para agarrarse el pecho después de que le dispararan por primera vez.
Había una separación de diez centímetros entre las heridas de bala, las cuales formaban los vértices de un triángulo. Bosch sabía que una rápida sucesión de tres disparos desde cerca normalmente habría formado una figura más cerrada. Este hecho lo llevó a pensar que la víctima había caído al suelo tras el primer disparo. Lo más probable era que el asesino se hubiera inclinado luego sobre el mostrador para disparar otras dos veces más.
Las balas habían atravesado el pecho de la víctima y causado una enorme herida en el corazón y los pulmones. La sangre expectorada revelaba que la muerte no había sido inmediata; Li había tratado de respirar. Después de tantos años trabajando en casos de homicidio, Bosch estaba seguro de una cosa: no había una forma fácil de morir.
—No hubo disparo en la cabeza.
—Correcto —dijo Ferras—. ¿Qué significa?
Bosch cayó en la cuenta de que debía de haber musitado en voz alta.
—Quizá nada. Sólo parece que, con tres tiros en el pecho, el asesino no quería dudas. Pero luego no le disparó en la cabeza.
—Una contradicción.
—Puede ser.
Bosch apartó los ojos del cadáver por primera vez y miró a su alrededor desde el ángulo que le daba esa posición baja. De inmediato reparó en una cartuchera fijada en la parte inferior del mostrador y en la pistola que contenía. El arma estaba situada en un lugar que permitía acceder a ella con facilidad en caso de un atraco o algo peor, pero la víctima no la había sacado de la cartuchera.
—Tenemos una pistola ahí debajo —dijo Bosch—. Parece una cuarenta y cinco en una cartuchera, pero el viejo no tuvo oportunidad de sacarla.
—El asesino entró deprisa y le disparó antes de que pudiera alcanzarla —dijo Ferras—. Quizá en el barrio se sabía que el viejo tenía una pistola bajo el mostrador.
Lucas hizo un ruido con la boca, como si no estuviera de acuerdo.
—¿Qué ocurre, sargento? —preguntó Bosch.
—La pistola ha de ser nueva —dijo Lucas—. Al tipo lo han atracado al menos seis veces en los cinco años que llevo aquí. Por lo que sé, nunca antes sacó un arma.
Bosch asintió; era una observación válida. Volvió la cabeza para hablar por encima del hombro al sargento.
—Hábleme del testigo —dijo.
—Bueno, en realidad no es un testigo —aclaró Lucas—. Es la señora Li, su esposa. Entró para llevarle la comida a su marido y lo encontró muerto. La tenemos en la sala de atrás, pero le hará falta un traductor. Hemos llamado a la UDA para que envíen a un chino.
Bosch echó otra mirada al rostro del hombre muerto, luego se levantó y las dos rodillas le crujieron sonoramente. Lucas se refería a lo que se conocía como la Unidad de Delitos Asiáticos. Recientemente había cambiado el nombre a Unidad de Bandas Asiáticas para atender a las quejas de que el nombre de la unidad mancillaba el honor de la población asiática de la ciudad al insinuar que todos los asiáticos estaban implicados en la delincuencia. Pero los perros viejos como Lucas todavía la llamaban UDA. Al margen del nombre o de las siglas, la decisión de llamar a un investigador adicional de cualquier clase debería haberse dejado a Bosch, como jefe de la investigación.
—¿Habla chino, sargento?
—No, por eso he llamado a la UDA.
—Entonces, ¿cómo sabía que tenía que pedir un chino y no un coreano o incluso un vietnamita?
—Llevo veintiséis años en el trabajo, detective. Y…
—Y conoce a un chino cuando lo ve.
—No, lo que estoy diciendo es que me cuesta aguantar todo el turno últimamente, ¿sabe? Así que una vez al día paso por aquí para comprar una de esas bebidas energéticas que te dan cinco horas de estimulación. La cuestión es que conocía un poco al señor Li de entrar aquí. Me dijo que él y su mujer procedían de China, por eso lo sabía.
Bosch asintió con la cabeza y se sintió avergonzado de su intento de abochornar a Lucas.
—Supongo que tendré que probar una de esas bebidas. ¿La señora Li llamó a Emergencias?
—No; como le he dicho, casi no sabe inglés. Según me han informado, la señora Li llamó a su hijo y fue él quien llamó a Emergencias.
Bosch cruzó al otro lado del mostrador. Ferras se quedó un poco atrás y se agachó para tener la misma perspectiva del cadáver y la pistola que Bosch acababa de examinar.
—¿Dónde está el hijo? —preguntó Bosch.
—Viene de camino, pero trabaja en el valle de San Fernando —explicó Lucas—. Llegará en cualquier momento.
Bosch señaló al mostrador.
—Cuando llegue aquí, usted y sus hombres manténganlo alejado de esto.
—Entendido.
—Y hemos de conservar este sitio lo más despejado posible.
Lucas entendió el mensaje y sacó a sus agentes de la tienda. Después de terminar su observación detrás del mostrador, Ferras se unió a Bosch cerca de la puerta de la calle, donde Harry estaba mirando a la cámara montada en el techo en el centro de la tienda.
—¿Por qué no te fijas en la parte de atrás? —propuso Bosch—. Mira si el tipo se llevó de verdad el disco y echa un vistazo a nuestro testigo.
—Entendido.
—Ah, y encuentra el termostato y baja la temperatura. Hace demasiado calor y no quiero que se descomponga el cadáver.
Ferras se alejó por el pasillo central. Bosch miró atrás para asimilar la escena en su conjunto. El mostrador tenía unos cuatro metros de largo; la caja registradora se hallaba en el centro, junto a un espacio abierto para que los clientes dejaran sus compras. A un lado de ese espacio había un expositor con chicles y caramelos. En el otro lado de la caja se exponían otros productos, como bebidas energéticas, una caja de plástico que contenía cigarros baratos y un expositor de lotería. Encima había una estantería metálica para cartones de cigarrillos.
Detrás del mostrador se hallaban los estantes donde se almacenaban licores caros, que los clientes tenían que pedir explícitamente. Bosch vio seis filas de Hennessy; sabía que el coñac caro era muy apreciado por los miembros de las bandas. Estaba casi seguro de que el emplazamiento de Fortune Liquors lo situaba en el territorio de la Hoover Street Criminals, una banda callejera que había formado parte de los Crips, pero que luego se hizo tan poderosa que sus líderes decidieron forjarse su propio nombre y reputación.
Bosch se fijó en dos cosas y se acercó más al mostrador.
La caja registradora estaba torcida respecto a la mesa y revelaba un cuadrado de arenilla y polvo en la formica donde había estado situada. Bosch razonó que el asesino había tirado de ella al sacar el dinero del cajón. Era una hipótesis reveladora, porque quería decir que el señor Li no había abierto el cajón para darle el dinero a su atracador. Este hecho probablemente significaba que ya le habían disparado, por lo que la teoría de Ferras según la cual el asesino había entrado disparando podía ser correcta. Sería un dato significativo en caso de juicio para probar la intención de matar. Y algo más importante, le dio a Bosch una idea más clara de lo que había ocurrido en la tienda y de la clase de persona que estaban buscando.
Harry sacó del bolsillo las gafas que tenía para ver de cerca. Se las puso sin tocar nada y se inclinó sobre el mostrador para estudiar el teclado de la caja registradora. No vio ningún botón ABRIR ni ninguna indicación obvia de cómo se desbloqueaba el cajón. Bosch no estaba seguro de cómo funcionaba y se preguntó cómo lo había sabido el asesino.
Se enderezó de nuevo y examinó los estantes de botellas de la pared de detrás del mostrador. El Hennessy estaba delante y en el centro, con un acceso fácil para el señor Li cuando entraran los miembros de la Hoover Street. Sin embargo, las filas estaban bien alineadas y no faltaba ninguna botella.
Una vez más, Bosch se inclinó sobre el mostrador. Esta vez trató de alcanzar una de las botellas de Hennessy y se dio cuenta de que si apoyaba una mano en el mostrador para equilibrarse podía llegar al estante fácilmente.
—¿Harry?
Bosch se enderezó y se volvió hacia su compañero.
—El sargento tenía razón —dijo Ferras—. El sistema de la cámara no tiene disco; no hay ninguno en la máquina. O lo quitaron o no estaba grabando y la cámara era sólo para asustar.
—¿Alguna copia de seguridad?
—Hay un par en el mostrador, pero es un sistema de un único disco, que sólo graba una y otra vez en el mismo soporte. Vi muchos sistemas así cuando trabajaba en Robos; duran más o menos un día y luego grabas encima. Puedes sacar el disco si quieres ver algo, pero has de hacerlo el mismo día.
—Vale, no te olvides de esos discos extra.
Lucas volvió a entrar por la puerta de la calle.
—El tipo de la UDA está aquí —dijo—. ¿Lo hago pasar?
Bosch miró a Lucas un largo momento antes de responder.
—Es UBA —dijo al fin—. Pero no lo haga entrar, ahora salgo.