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Bosch llegó a casa a las ocho de la tarde y entró con una bolsa de comida para llevar del In-N-Out de Cahuenga.

—Cielo, estoy en casa —dijo en voz alta, mientras pugnaba con la llave, la bolsa y el maletín.

Sonrió para sus adentros y fue directamente a la cocina. Dejó el maletín sobre la encimera, cogió una botella de cerveza de la nevera y salió a la terraza. Por el camino encendió el reproductor de cedés y dejó abierta la puerta corredera para que la música pudiera mezclarse en la terraza con el sonido de la 101 en el desfiladero.

La situación de la terraza ofrecía una vista del noreste que se extendía por Universal City, Burbank y hasta las montañas de San Gabriel. Harry se comió sus dos hamburguesas, que sostuvo por encima de la bolsa abierta para que no gotearan en el suelo, y observó el agonizante sol que cambiaba el color de las laderas de las montañas. Escuchó «Seven Steps to Heaven» del álbum Dear Miles de Ron Carter, uno de los bajistas más importantes de las últimas cinco décadas. Había tocado con todo el mundo y, en ocasiones, Bosch se preguntaba por las historias que podría contar, por las sesiones en las que había participado y por los músicos a los que conocía. Tanto en sus propias grabaciones como en las de los demás, el trabajo de Carter siempre destacaba, y en opinión de Harry eso era porque como bajista nunca podía ser un sideman, sino que siempre era el sostén, el que llevaba el ritmo, aunque fuera detrás de la trompeta de Miles Davis.

El tema que sonaba en ese momento tenía un ímpetu innegable, como una persecución de coche. Al oírlo Bosch pensó en su propia persecución y en los avances que había hecho durante el día. Estaba satisfecho con su ímpetu, pero no se encontraba a gusto desde que se había dado cuenta de que el caso se había desplazado a un punto en el que tenía que confiar en el trabajo de los demás. Tenía que esperar a que otros identificaran al matón de la tríada, a que otros decidieran si usaban el casquillo de bala como caso de prueba para la nueva tecnología de huellas dactilares, a que alguien llamara.

Bosch se sentía más a gusto en un caso cuando él mismo impulsaba la acción o dejaba las huellas para que los demás las siguieran. No era un sideman: tenía que marcar el ritmo. Y en esa coyuntura había llegado lo más lejos posible. Podía empezar a ir por los negocios chinos de South LA con la foto del hombre de la tríada, pero sabía que sería un ejercicio fútil. La brecha cultural era muy ancha: nadie iba a identificar voluntariamente ante la policía a un hombre de la tríada.

Sin embargo, estaba preparado para recorrer ese camino si no surgía nada pronto; al menos lo mantendría en movimiento. El impulso era el impulso, tanto si lo encontrabas en la música, en la calle o en los latidos de tu propio corazón.

Cuando la luz empezó a desaparecer del cielo, Bosch buscó en el bolsillo y sacó el librito de fósforos que siempre llevaba. Lo abrió con el pulgar y estudió el aforismo. Desde la primera noche que lo había leído se lo había tomado en serio. Creía que era un hombre que había encontrado solaz en sí mismo; al menos, de vez en cuando.

Su móvil sonó mientras mascaba el último bocado. Sacó el teléfono y miró la pantalla. La identificación estaba bloqueada, pero respondió de todos modos.

—Bosch.

—Harry, soy David Chu. Parece que está comiendo, ¿dónde está?

Su voz sonaba tensa por la excitación.

—Estoy en casa. ¿Y usted?

—En Monterey Park. Lo tenemos.

Bosch hizo un momento de pausa. Monterey Park era una ciudad del este del condado donde casi tres cuartas partes de la población era china. A quince minutos del centro, era como un país extranjero de lenguaje y cultura impenetrables.

—¿A quién tiene? —preguntó al fin.

—A nuestro hombre, al sospechoso.

—¿Quiere decir que lo ha identificado?

—Hemos hecho más que identificarlo. Lo tenemos, lo estamos viendo ahora mismo.

Había varias cosas en lo que estaba diciendo Chu que inmediatamente molestaron a Bosch.

—Para empezar, ¿con quién está?

—Estoy con el Departamento de Policía de Monterey Park. Han identificado a nuestro hombre en el vídeo y luego me han llamado.

Bosch sentía el pulso en la sien. Sin duda, conseguir la identificación del matón de la tríada —si era correcta— era un gran paso en la investigación. En cambio, todo lo demás que estaba oyendo no le gustaba. Meter a otro departamento de policía en el caso y acercarse al sospechoso constituían decisiones potencialmente fatales y no deberían haberse contemplado sin el conocimiento y aprobación del jefe de la investigación. Aun así, Bosch sabía que no podía saltarle encima a Chu, todavía no. Tenía que mantener la calma y hacer lo posible para contener una mala situación.

—Detective Chu, escúcheme atentamente. ¿Ha establecido contacto con el sospechoso?

—¿Contacto? No, todavía no. Estábamos esperando al momento adecuado; ahora mismo no está solo.

«Gracias a Dios», pensó Bosch, aunque no lo dijo.

—¿El sospechoso le ha visto?

—No, Harry, está al otro lado de la calle.

Bosch dejó escapar un poco más de aire. Empezaba a pensar que la situación podía salvarse.

—Vale, quiero que se quede donde está y me diga qué movimientos ha hecho y en qué lugar se encuentra exactamente. ¿Cómo ha ido a Monterey Park?

—La UBA tiene una estrecha relación con el grupo de bandas de Monterey Park. Esta noche, al salir de trabajar, he llevado la foto de nuestro hombre para ver si alguien lo reconocía. Conseguí una identificación positiva del tercer tipo al que se la mostré.

—¿El tercero? ¿Quién era?

—El detective Tao. Estoy con él y su compañero ahora mismo.

—Bueno, dígame el nombre del sospechoso.

Bo-jing Chang. —Deletreó el nombre.

—¿El apellido es Chang? —preguntó Bosch.

—Exacto. Y según la información, está en Yung Kim, Cuchillo Valeroso. Encaja con el tatuaje.

—Bien, ¿qué más?

—Nada más por el momento. Se supone que pertenece a un nivel bajo; todos estos tipos tienen empleos de verdad. Trabaja en un concesionario de coches de segunda mano en Monterey Park. Lleva aquí desde 1995 y tiene doble nacionalidad. No tiene antecedentes, al menos en Estados Unidos.

—Y tiene un veinte sobre él ahora mismo.

—Estoy vigilando cómo juega a cartas. Cuchillo Valeroso se centra sobre todo en Monterey Park y hay un club aquí donde les gusta reunirse por las tardes. Tao y Herrera me han traído.

Bosch supuso que Herrera era el compañero de Tao.

—¿Dice que están al otro lado de la calle?

—Sí, el club está en un pequeño centro comercial y nosotros nos encontramos al otro lado de la calle, observándolos mientras juegan a cartas. Vemos a Chang con los prismáticos.

—Vale, escuche: voy para allá. Quiero que retrocedan hasta que llegue allí; aléjense al menos otra manzana.

Hubo una larga pausa antes de que Chu respondiera.

—No necesitamos retroceder, Harry. Si le perdemos la pista, podría largarse.

—Escuche, detective, necesito que retroceda. Si se escapa será culpa mía, no suya. No quiero arriesgarme a que detecte presencia policial.

—Estamos al otro lado de la calle —protestó Chu—. A cuatro carriles de distancia.

—Chu, no me está escuchando. Si pueden verlo, él también. Aléjense; quiero que retrocedan al menos una manzana y que me esperen. Estaré allí en menos de media hora.

—Esto va a ser incómodo… —dijo Chu casi en un susurro.

—No me importa. Si lo hubiera manejado bien, me habría llamado en el momento en que identificó al tipo. En cambio, está allí haciendo de vaquero con mi caso y yo voy a pararlo antes de que la cague.

—Se equivoca, Harry. Sí le he llamado.

—Sí, bueno, se lo agradezco. Ahora retroceda; le avisaré cuando esté cerca. ¿Cuál es el nombre del local?

Después de una pausa, Chu respondió con voz enfurruñada.

—Se llama Club 88. Está en Garvey, a cuatro manzanas al oeste de Garfield. Coja la Diez hasta…

—Sé cómo llegar. Ahora salgo.

Cerró el teléfono para no dar pie a ninguna discusión o debate posterior. Chu estaba avisado. Si no retrocedía o controlaba a los dos agentes de Monterey Park, estaría en manos de Bosch en un proceso de investigación interna.