De camino a Criminalística, Bosch llamó a Chu y le preguntó por los tatuajes.
—Todavía no los he traducido —respondió este.
—¿Qué quiere decir, no los ha mirado?
—Sí, los he mirado, pero no sé traducirlos. Estoy tratando de encontrar a alguien que pueda hacerlo.
—Chu, le vi hablando con la señora Li. Usted la tradujo.
—Bosch, que hable chino no significa que sepa leerlo. Hay ocho mil caracteres como estos. Toda mi educación fue en inglés; hablaba chino en casa, pero nunca lo leí.
—Muy bien, ¿hay alguien ahí que pueda traducirlo? Es la Unidad de Delitos Asiáticos, ¿no?
—Unidad de Bandas Asiáticas. Y, sí, hay gente que puede hacerlo, pero no están aquí ahora mismo. En cuanto lo tenga, le llamaré.
—Genial. Llámeme.
Bosch colgó. Se sentía frustrado por el retraso. Un caso tenía que moverse como un tiburón: detener su impulso podía resultar fatal. Miró el reloj para ver qué hora era en Hong Kong, aparcó junto al bordillo y envió la foto de los tatuajes del tobillo de Li a su hija por correo electrónico. Ella lo recibiría en su teléfono, justo después de ver las fotos de los pulmones que le había mandado.
Complacido consigo mismo, Bosch volvió a incorporarse al tráfico. Cada vez era más adepto a la comunicación digital gracias a su hija. Ella había insistido en que se comunicaran por medios modernos: correo electrónico, mensajes de texto, vídeo; incluso había intentado, sin éxito, introducirlo en algo llamado Twitter. Bosch, por su parte, insistió en que se comunicaran también a la vieja usanza: la conversación oral. Se aseguró de que sus contratos telefónicos contaban con planes de llamadas internacionales.
Volvió al EAP al cabo de unos minutos y fue derecho a la unidad de Balística del cuarto piso. Llevó sus cuatro bolsas de plástico a un técnico llamado Ross Malone, cuyo trabajo consistía en coger las balas y los casquillos y usarlos para intentar identificar la marca y modelo del arma de fuego de la que procedían. Después, en el caso de que se recuperara una pistola, podría relacionar las balas con el arma por medio de pruebas balísticas y análisis.
Malone empezó con el casquillo: usó unas pinzas para sacarlo del envoltorio y lo sostuvo bajo una lupa de gran potencia con el borde iluminado. Lo estudió un buen rato antes de hablar.
—Cor Bon nueve milímetros —dijo—. Y probablemente está buscando una Glock.
Bosch confiaba en que le confirmara el tamaño de la bala e identificara la marca de esta, pero no que mencionara el tipo de arma que la había disparado.
—¿Cómo lo sabe?
—Eche un vistazo.
Malone estaba sentado en un taburete, delante de una lupa fijada a la mesa de trabajo mediante un brazo ajustable. La movió lentamente para que Bosch pudiera ver por encima de su hombro la parte de atrás del casquillo. Bosch leyó las palabras «Cor Bon» estampadas en el exterior del casquillo; en el centro se apreciaba una depresión causada cuando el percutor de la pistola golpeó la base y disparó la bala.
—¿Ve que la impresión es alargada, casi rectangular? —preguntó Malone.
—Sí.
—Es una Glock; sólo estas dejan un rectángulo, porque el percutor es rectangular. Debe buscar una Glock de nueve milímetros: hay diversos modelos posibles.
—Gracias, eso ayuda. ¿Algo más?
Malone volvió a colocar la lupa y giró el casquillo de bala por debajo del cristal de aumento.
—Hay marcas claras de la uña extractora y el botador. Si me trae la pistola creo que podré relacionarlas.
—En cuanto la encuentre. ¿Qué hay de las balas?
Malone volvió a meter el casquillo en la bolsa de plástico. Sacó los proyectiles uno a uno y los estudió bajo el cristal; los examinó rápidamente antes de dejarlos. A continuación volvió al segundo y echó otro vistazo, antes de negar con la cabeza.
—No son muy útiles, no están en buen estado. El casquillo será nuestra mejor baza en la comparación. Como le he dicho, tráigame el arma y la relacionaré.
Bosch se dio cuenta de que el último acto de John Li estaba creciendo en importancia. Se preguntó si el viejo podía haber sabido lo decisivo que podría resultar su gesto.
El silencio de Bosch incitó a Malone a hablar.
—¿Ha tocado este casquillo, Harry?
—No, pero la doctora Laksmi, de la oficina del forense, quitó la sangre con agua. Lo encontraron dentro de la víctima.
—¿Dentro? Eso es imposible. No hay manera de que un casquillo pueda…
—No me refiero a que le dispararan con él. Trató de tragárselo: estaba en su garganta.
—Ah, eso es diferente.
—Sí.
—Y Laksmi llevaría guantes cuando lo encontró.
—Sí. ¿Qué pasa, Ross?
—Bueno, estaba pensando en algo. Recibimos un aviso de Dactiloscopia hace un mes donde decía que iban a empezar a usar un método supermoderno electronosecuántos para sacar huellas de casquillos de latón, y estaban buscando casos de prueba para usarlo en juicios.
Bosch miró a Malone. En todos sus años de trabajo como detective nunca había oído hablar de que sacaran huellas dactilares de un casquillo disparado por un arma de fuego. Las huellas estaban formadas por aceites de la piel y se quemaban en la fracción de segundo en que se producía la explosión en la recámara.
—Ross, ¿estás seguro de que hablamos de casquillos usados?
—Sí, eso es lo que digo. Teri Sopp es la técnica que se ocupa de ello. ¿Por qué no vas a verla?
—Iré si me devuelves el casquillo.
Al cabo de quince minutos Bosch estaba con Teri Sopp en el laboratorio de Huellas Dactilares del Departamento de Investigaciones Científicas. Sopp era técnica superior y llevaba en el departamento casi tanto tiempo como Harry. Mantenían una buena relación, pero Bosch aún sentía que tenía que afinar la reunión y camelar a Sopp.
—Harry, ¿qué te cuentas? —Era la forma en que siempre saludaba a Bosch.
—Me cuento que me tocó un caso ayer y hoy hemos recuperado un casquillo de la pistola del asesino.
Bosch levantó la mano para mostrar la bolsa de pruebas con el objeto dentro. Sopp la cogió, la levantó y entrecerró los ojos mientras lo examinaba a través del plástico.
—¿Disparado?
—Sí. Sé que es muy complicado, pero confío en que quizás haya una huella en él. Ahora mismo no tengo mucho más en el caso.
—Vamos a ver. Normalmente, deberías esperar tu turno, pero teniendo en cuenta que llevamos cuatro jefes de policía de retraso…
—Por eso he acudido a ti, Teri.
Sopp se sentó en una mesa de examen y, como Malone, usó unas pinzas para sacar el casquillo de la bolsa de pruebas. Primero le echó vapor de cianocrilato y luego la sostuvo bajo una luz ultravioleta. Bosch estaba mirando por encima del hombro y tuvo la respuesta antes de que Sopp la expresara.
—Hay una mancha aquí. Parece que alguien la manejó después de que la dispararan, pero nada más.
—Mierda.
Bosch supuso que la mancha la dejó casi con toda seguridad Li cuando cogió el casquillo y se lo puso en la boca.
—Lo siento, Harry.
Bosch bajó los hombros. Sabía que era una posibilidad remota, o quizá ni eso, pero quería expresarle a Sopp lo mucho que había contado con conseguir una huella.
Sopp empezó a poner el casquillo de nuevo en el sobre.
—¿Balística ya lo ha mirado?
—Sí, vengo de allí.
Ella asintió con un gesto. Bosch se dio cuenta de que estaba pensando en algo.
—Harry, háblame del caso. Dime los parámetros.
Bosch hizo un resumen, pero omitió el detalle del sospechoso captado por el vídeo de vigilancia. Lo explicó como si la investigación fuera casi desesperada: ni pruebas, ni sospechosos, ni otro motivo que el robo común; nada de nada.
—Bueno, hay una cosa que podríamos hacer —dijo Sopp.
—¿El qué?
—A final de mes publicaremos un boletín sobre esto. Estamos trabajando en la mejora electrostática. Este podría ser un buen primer caso para nosotros.
—¿Qué demonios es una mejora electrostática?
Sopp sonrió como un chico al que todavía le quedan caramelos cuando a ti se te acaban.
—Es un proceso que desarrolló en Inglaterra la policía de Northamptonshire, mediante el cual pueden obtenerse huellas dactilares de superficies de latón como casquillos de bala gracias a la electricidad.
Bosch miró a su alrededor, vio un taburete vacío en una de las mesas de trabajo y lo arrastró. Se sentó.
—¿Cómo funciona?
—La cosa va así. Introducir balas en un revólver o en un cargador en el caso de una automática es un proceso preciso. Sostienes cada bala entre los dedos, empujas y aplicas presión. Parecería una situación perfecta para dejar huellas, ¿no?
—Bueno, hasta que se dispara el arma.
—Exactamente. Una huella dactilar es esencialmente un depósito de sudor que se forma entre las hendiduras de tus huellas dactilares. El problema es que cuando disparas una pistola y se expulsa el casquillo, la huella normalmente desaparece en la explosión. Es raro que consigas una de un casquillo usado, a menos que pertenezca a la persona que lo recogió en el suelo después.
—Todo eso lo sé —manifestó Bosch—. Dime algo nuevo.
—Vale, vale. Bueno, este proceso funciona mejor si la pistola no se dispara de inmediato. En otras palabras, para que tenga éxito, es preciso que la bala se cargue en la pistola y luego la dejen allí durante al menos unos días. Cuanto más tiempo, mejor. Durante ese lapso, el sudor que forma las huellas reacciona con el latón, ¿lo entiendes?
—Quieres decir que hay una reacción química.
—Una reacción química microscópica. El sudor está formado por un montón de cosas distintas, pero sobre todo cloruro sódico y otras sales, que reaccionan con el latón (lo corroen) y dejan su huella. Pero no podemos verla.
—Y la electricidad te lo permite.
—Exactamente. Aplicamos una descarga de dos mil quinientos voltios al casquillo, lo pintamos con carbón y entonces lo vemos. Hasta ahora hemos hecho varios experimentos y lo he visto funcionar. Lo inventó ese tipo llamado Bond en Inglaterra.
Bosch estaba cada vez más entusiasmado.
—Entonces, ¿por qué no lo hacemos?
Sopp separó los dedos en un gesto de calma.
—Uf, espera, Harry. No podemos hacerlo sin más.
—¿Por qué no? ¿A qué estás esperando, a una ceremonia con el jefe cortando la cinta?
—No, no es eso. Esta clase de prueba y procedimiento todavía no se ha introducido en los tribunales de California. Estamos trabajando con el fiscal del distrito en protocolos y nadie quiere ponerlo en práctica por primera vez en un caso que no esté cantado. Hemos de pensar en el futuro: la primera vez que usemos este proceso como prueba establecerá un precedente. Si no es el caso adecuado, la cagaremos y nos salpicará.
—Bueno, quizás este sea el caso. ¿Quién lo decide?
—Primero va a ser decisión de Brenneman y luego lo llevará al fiscal.
Chuck Brenneman era el jefe de la División de Investigaciones Científicas. Bosch se dio cuenta de que el proceso de elegir el primer caso llevaría semanas o meses.
—Aquí habéis experimentado con eso, ¿verdad?
—Sí, pero hemos de estar seguros de que sabemos exactamente lo que hacemos.
—Bien, entonces experimenta con este casquillo. Veamos lo que encuentras.
—No podemos, Harry. Usamos balas de fogueo en un experimento controlado.
—Teri, lo necesito. Tal vez no haya nada, pero la huella del asesino podría estar en ese casquillo. Puedes descubrirlo.
Sopp pareció darse cuenta de que la había arrinconado alguien que no iba a ceder.
—Muy bien, escucha: la siguiente tanda de experimentos no está prevista hasta la semana que viene. No te prometo nada, pero veré qué puedo hacer.
—Gracias, Teri.
Bosch cumplimentó el formulario de la cadena de pruebas y salió del laboratorio. Estaba entusiasmado con la posibilidad de usar las novedades de la ciencia para quizá conseguir las huellas del asesino. Casi sentía que John Li había tenido conocimientos de potenciaciones electrostáticas desde el principio. La idea produjo una clase distinta de electricidad en su columna vertebral.
Al salir del ascensor en la quinta planta Bosch miró el reloj y vio que era hora de llamar a su hija, que estaría caminando por Stubbs Road para ir a la Happy Valley Academy. Si no la localizaba entonces tendría que esperar a que terminara las clases. Se paró en el pasillo, fuera de la sala de la brigada, sacó el teléfono y apretó el botón de marcación rápida. La llamada transpacífica tardó treinta segundos en establecerse.
—¡Papá! ¿Qué es esa foto de una persona muerta?
Bosch sonrió.
—Hola. ¿Cómo sabes que está muerto?
—Um, a ver. Mi padre investiga asesinatos y me envía unos pies desnudos en una mesa de acero. ¿Y qué es la otra foto? ¿Los pulmones del tío? ¡Es asqueroso!
—Era fumador. Pensé que deberías verlo.
Hubo un momento de silencio y entonces su hija habló con voz muy calmada. No había rastro de niña pequeña en la voz.
—Papá, yo no fumo.
—Bueno, tu madre me dijo que olías a humo cuando volvías a casa después de estar con tus amigos en el centro comercial.
—Sí, eso puede ser verdad, pero no fumo con ellos.
—Entonces, ¿con quién lo haces?
—¡Papá, que no! El hermano mayor de mi amiga se pasa a veces a vigilarla. Yo no fumo y tampoco He.
—¿He?
Madeline repitió el nombre, esta vez con un marcado acento chino. Sonó como «Heiu».
—Mi amiga se llama He; significa «río».
—Entonces ¿por qué no la llamas Río?
—Porque es china y la llamo por su nombre chino.
—Bueno, dejemos lo de los pulmones, Maddie. Si me dices que no fumas, te creo, pero no te llamaba por eso. ¿Puedes leer los tatuajes de los tobillos?
—Sí, es asqueroso. Tengo los pies de un muerto en mi teléfono.
—Bueno, puedes borrarlo en cuanto me digas qué ponen los tatuajes. Sé que estudias esas cosas en el cole.
—No voy a borrarlos, sino a enseñárselos a mis amigas. Pensarán que es guay.
—No, no lo hagas. Es parte de un caso en el que estoy trabajando y nadie más debería verlo. Te lo mandé porque pensé que podías darme una traducción rápida.
—¿Quieres decir que en todo el Departamento de Policía de Los Ángeles no hay ni una persona que pueda traducirlo? ¿Has de llamar a tu hija a Hong Kong para una cosa tan sencilla?
—En este momento eso es correcto. Uno hace lo que tiene que hacer. ¿Sabes lo que significan esos símbolos o no?
—Sí, papá, es fácil.
—Bueno, ¿qué significan?
—Es como un augurio. En el tobillo izquierdo están los símbolos Fu y Cai, que significan suerte y dinero; en el lado derecho están Ai y Xi, que es amor y familia.
Bosch pensó en ello: le pareció que los símbolos representaban lo que era importante para John Li. El hombre esperaba que esas cosas siempre caminaran con él.
Entonces consideró el hecho de que los símbolos estaban colocados a ambos lados del tendón de Aquiles de Li, quien quizás había colocado los tatuajes allí de manera intencionada, al darse cuenta de que las cosas que más quería también lo hacían vulnerable: eran también su talón de Aquiles.
—Hola, ¿papá?
—Sí, estoy aquí, sólo estaba pensando.
—Bueno, ¿te sirve de ayuda? ¿He resuelto el caso?
Bosch sonrió, pero inmediatamente se dio cuenta de que ella no podía verlo.
—No del todo, pero ayuda.
—Bueno, me debes una.
Bosch asintió.
—Eres una chica muy lista, ¿verdad? ¿Qué edad tienes? ¿Trece, camino de los veinte?
—Por favor, papá.
—Bueno, tu madre ha tenido que hacer algo bien.
—No mucho.
—Eh, esa no es forma de hablar de tu madre.
—Papá, tú no has de vivir con ella. Yo sí, y no me hace gracia. Te lo dije cuando estuve en Los Ángeles.
—¿Aún sale con alguien?
—Sí, y yo soy agua pasada.
—No, ni mucho menos Maddie. Es que ha pasado mucho tiempo para ella.
«Y mucho tiempo para mí también», pensó Bosch.
—Papá, no te pongas de su parte. Para mamá soy un estorbo constante, pero cuando le digo «pues me iré a vivir con papá» se niega en redondo.
—Deberías estar con tu madre: ella te ha educado. Mira, de aquí a un mes iré a pasar una semana contigo; podemos hablar de todo esto entonces los tres juntos.
—Claro. He de colgar, estoy en el cole.
—Muy bien. Saluda de mi parte a He.
—Claro, papá, pero no me mandes más fotos de pulmones, ¿vale?
—La próxima vez será un hígado, o tal vez un bazo. Los bazos quedan muy bien en las fotos.
—¡Papáaaa!
Bosch colgó el teléfono y pensó en lo que se habían dicho. Tenía la sensación de que las semanas y meses que pasaba sin ver a Maddie lo complicaban todo. A medida que se iba haciendo más independiente, brillante y comunicativa, cada vez la quería más y la echaba de menos continuamente. Había estado en Los Ángeles en julio y realizado el largo vuelo sola por primera vez. Apenas adolescente y ya viajaba por el mundo: era más lista que la edad que tenía. Él había pedido vacaciones y habían disfrutado juntos, explorando la ciudad. Fue una temporada maravillosa para él y al final fue la primera vez que su hija mencionó que quería vivir en Los Ángeles. Con él.
Bosch era lo bastante listo para darse cuenta de que estos sentimientos los había expresado después de dos semanas de atención plena de un padre que empezaba cada día preguntándole qué quería hacer. Era muy diferente del compromiso a tiempo completo de su madre, que la educaba día a día al tiempo que se ganaba la vida para las dos. Aun así, el día más duro de Bosch como padre a tiempo parcial fue aquel en que se llevó a su hija al aeropuerto y la puso en el avión de vuelta a casa. Casi esperó que ella echara a correr, pero sólo protestó hasta el momento de embarcar. Bosch se sintió vacío por dentro.
Faltaba un mes para sus siguientes vacaciones y su viaje a Hong Kong y era consciente de que la espera hasta entonces sería larga y dura.
—Harry, ¿qué estás haciendo aquí?
Bosch se dio la vuelta: su compañero, Ferras, estaba allí de pie. Había salido de la sala de la brigada, probablemente para ir al lavabo.
—Estaba hablando con mi hija. Quería un poco de intimidad.
—¿Todo bien?
—Sí. Te veo en la sala de la brigada.
Bosch se dirigió a la puerta y volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.