Apoyado contra el muro de retención, de cara al bulevar Tropicana, Whitney Gavis tenía la impresión de que la lluvia le estaba enjuagando la vida. Era como si estuviera hecho de barro y la lluvia le disolviera. Con cada momento que transcurría se sentía más débil, demasiado para levantar la mano y comprobar la hemorragia de su mejilla y de su frente, demasiado para intentar llamar la atención de los pocos coches que pasaban por la calle. Estaba en un lugar sumido en la sombra, a diez metros de la calzada, donde los faros de los vehículos no le iluminaban y suponía que ningún conductor le había visto.
Había observado cómo Ben descargaba su Combat Magnum contra la masa mutante de Leben y cómo el monstruo volvía a levantarse. Puesto que no podía hacer nada para ayudar, había concentrado sus esfuerzos en dar la vuelta a la esquina del muro, procurando hacerse más visible a los conductores del bulevar, con la esperanza de que alguno le viera y se detuviera. Incluso tuvo la esperanza de que pasara algún coche de la policía, con un par de agentes bien armados, pero no le bastaría con la simple esperanza.
A su espalda, había oído otros dos disparos, a Ben que hablaba apresuradamente con Rachael y que salían corriendo.
Sabía que Ben jamás le abandonaría, por lo que suponía que había elaborado algún plan para detener a Leben. El problema estribaba en que con lo débil que se sentía, no sabía si duraría lo suficiente para averiguar si la estrategia había tenido éxito.
Vio otro coche que se acercaba por el oeste a lo largo de Tropicana. Intentó llamar su atención, pero no lo logró.
Procuró levantar la mano, pero parecía tenerla pegada al muslo.
Se dio cuenta de que aquel coche avanzaba mucho más lentamente que el resto del tráfico y que se acercaba circulando parcialmente por el arcén. Cuando más se acercaba, menor era su velocidad.
Medevac, pensó. La idea le sobresaltó un poco, porque no estaban en Vietnam, válgame Dios, sino en Las Vegas, donde no había unidades de Medevac. Además, lo que se acercaba era un coche y no un helicóptero.
Sacudió la cabeza para despejar la mente y volvió a fijarse en el coche que se acercaba.
Le dio la impresión de que iban a entrar en el motel y la perspectiva le habría emocionado, de no haber sido porque de pronto no le quedaba ni energía para ello. Además, la noche ya muy negra, parecía oscurecer aún más.
Después de entrar en el garaje, Ben y Rachael cerraron la puerta exterior con llave. Rachael no tenía la llave de la puerta que daba a la cocina y no tenía pestillo por la parte del garaje, por lo que tuvieron que dejarla abierta y confiar en que Leben vendría por la otra dirección.
—De todos modos, ninguna puerta le detendrá —dijo Rachael—. Si sabe que estamos aquí, entrará.
Ben recordaba que entre los escombros que los antiguos propietarios habían denominado material de suministro, herramientas, materiales y utilidades varias, había algunas mangueras. Cogió unas tijeras oxidadas con las que intentaba cortar un trozo de manguera, para hacer un sifón, cuando vio un trozo de tubo flexible enrollado que colgaba de la pared, todavía más idóneo para su propósito.
Lo cogió apresuradamente y metió uno de los extremos en el depósito de gasolina del Mercedes. Al chupar por el otro, estuvo a punto de llenarse la boca de gasolina.
—Nunca me había dado cuenta de que el vapor de la gasolina fuera tan agradable —dijo metiendo el líquido dorado en un cubo.
—Puede que ni esto le detenga —dijo Rachael preocupada.
—Si se lo echamos encima, la destrucción del fuego será mucho más extensa que…
—¿Tienes cerillas? —interrumpió Rachael.
—No —respondió Ben.
—Yo tampoco.
—Maldita sea.
—¿Habrá cerillas por aquí? —dijo Rachael, mirando alrededor del garaje.
Antes de que Ben pudiera responderle, comenzó a moverse violentamente la manecilla de la puerta. Evidentemente el monstruo había visto que se dirigían a la parte trasera del motel, o los había seguido por el olfato. Sólo Dios conocía sus capacidades y puede que en este caso ni Dios lo supiera.
—¡En la cocina! —exclamó Ben—. No se molestaron en llevarse nada ni en limpiar los cajones. Puede que allí encuentres cerillas.
Rachael corrió al fondo del garaje y desapareció hacia el interior del apartamento.
La bestia se arrojó contra la puerta exterior, que no era contrachapada como la que había derribado fácilmente en el dormitorio. Esta barrera más sólida no cedería inmediatamente, pero temblaba en su marco mal ajustado. El mutante volvió a golpearla, se oyó el ruido que produce la madera seca al astillarse pero no cedió y volvió a golpearla por tercera vez.
«Medio minuto —pensó Ben, después de mirar hacia la puerta y contemplar la gasolina que se iba acumulando en el cubo—. Dios mío, te lo ruego, que aguante otro medio minuto».
La bestia volvió a arrojarse contra la puerta.
Whit Gavis no sabía quiénes eran aquellos hombres. Se habían detenido en el bulevar y se le habían acercado corriendo. El alto le comprobaba el pulso y el más bajo, de aspecto mexicano, le examinaba las heridas del rostro con una linterna. Sus trajes oscuros habían oscurecido aún más con el agua de la lluvia.
Puede que fueran agentes federales que perseguían a Ben y a Rachael, pero en aquellos momentos a Whitney no le importaba que fueran tenientes del propio diablo, porque nada podía ser tan peligroso como aquella bestia maligna que merodeaba por los alrededores. Contra aquel enemigo, todos los hombres tendrían que unirse en una causa común. Aunque fueran agentes federales, o de la ADS, serían bienvenidos como aliados en aquella batalla. Tendrían que olvidarse de guardar el secreto del proyecto Wildcard, ya que comprenderían que no había modo alguno de proseguir con seguridad con aquella investigación y Ben y Rachael dejarían de preocuparles. Sin duda ayudarían a detener a aquella cosa en la que Leben se había convertido, Whitney estaba seguro de ello, por lo que les dijo lo que estaba ocurriendo, les pidió que fueran a ayudar a Ben y a Rachael, y les advirtió del peligro que corrían…
—¿De qué está hablando? —preguntó el más alto.
—No acabo de entenderle —dijo el más bajo, elegantemente vestido, de aspecto mexicano.
Había dejado de examinarle las heridas y le había sacado la cartera del bolsillo del pantalón.
—Estas cicatrices no son recientes —dijo el más alto, palpándole cuidadosamente el muñón de la pierna izquierda—. Hace mucho tiempo que perdió la pierna. Supongo que al mismo tiempo en que perdió el brazo.
Whitney se dio cuenta de que su voz no era más que un susurro, ahogado por el ruido de la lluvia y quiso intentarlo de nuevo.
—Está delirando —dijo el más alto.
«Maldita sea, no estoy delirando, estoy sólo débil», intentó decir Whitney. Pero en esta ocasión no logró emitir sonido alguno, lo que le asustó enormemente.
—Es Gavis —dijo el más bajo, examinando su permiso de conducir—. El amigo de Shadway. El individuo de quien nos ha hablado Teddy Bertlesman.
—Está bastante mal, Julio.
—Tiene que meterlo en el coche y llevarlo al hospital.
—¿Yo? —preguntó el más alto—. ¿Qué piensa hacer usted?
—Me quedaré aquí.
—No puede ir solo —dijo el grandote, con el rostro fruncido y acariciado por la lluvia.
—Reese, aquí no ocurrirá nada —dijo el más bajo—. Sólo están Shadway y la señora Leben. No suponen ningún peligro para mí.
—¡Mierda! —exclamó el mayor—. Julio, hay alguien más. Ni Shadway ni la señora Leben le han hecho esto a Gavis.
—¡Leben! —logró decir Whitney, lo suficientemente fuerte como para que se le oyera por encima del ruido de la lluvia.
Ambos le miraron perplejos.
—Leben —repitió.
—¿Eric Leben? —preguntó Julio.
—Sí —susurró Whitney—. Caos… caos… genético… mutaciones… armas… armas…
—¿Qué pasa con las armas? —preguntó Reese, el más alto.
—No logran… detenerle —logró decir Whitney, agotado.
—Lléveselo al coche, Reese —dijo Julio—. Si no está en un hospital en diez o quince minutos no se salvará.
—¿Qué quiere decir con lo de que las armas no detendrán a Leben? —preguntó Reese.
—Está delirando —dijo Julio—. ¡Muévase!
Con el ceño fruncido, Reese levantó a Whitney con la misma facilidad que un padre coge a un niño en brazos.
El bajito llamado Julio se apresuró a abrir la puerta trasera del vehículo.
—Váyase —le dijo Julio.
—He jurado no abandonarle jamás y estar siempre a su lado cuando me necesite, sea lo que sea y donde sea.
—En estos momentos —insistió Julio en tono autoritario— le necesito para que lleve a este hombre al hospital —concluyó cerrando la puerta trasera del vehículo.
—Volveré cuanto antes —dijo Reese al cabo de un momento, abriendo la puerta delantera y sentándose al volante.
—Caos… caos… caos… caos —decía Whitney tumbado en el asiento trasero.
Intentaba decir muchas otras cosas, para advertirles específicamente del peligro que corrían, pero sólo lograba pronunciar una palabra.
El coche se puso en movimiento.
Peake había aparcado en el bulevar Tropicana y había apagado los faros, cuando Hagerstrom y Verdad se habían detenido en el arcén, medio kilómetro más adelante.
Sharp frotó varias veces el parabrisas empañado por la condensación, intentando ver lo que ocurría a través de la lluvia y finalmente dijo:
—Parece que han encontrado a alguien tumbado frente a ese lugar. ¿Qué es?
—Parece un motel cerrado —respondió Peake—. No puedo acabar de distinguir el letrero desde aquí. Golden… algo.
—¿Qué están haciendo allí? —se preguntó Sharp.
«¿Qué estoy haciendo yo aquí?», pensó silenciosamente Peake.
—¿Podría ser este el lugar donde Shadway y esa puta de Leben están escondidos? —preguntó Sharp.
«Dios mío, espero que no —pensó Peake—. Ojalá no los hallemos jamás. Espero que estén en alguna playa de Tahití».
—A quien sea que esos cabrones hayan encontrado —dijo Sharp—, le están metiendo en el coche.
Peake había abandonado toda esperanza de convertirse en un ser legendario. Tampoco esperaba llegar a ser uno de los agentes predilectos de Anson Sharp. Lo único que deseaba era salir aquella noche con vida, intentar evitar cualquier asesinato y procurar no ponerse en ridículo.
La puerta del garaje crujió de nuevo, ahora de arriba abajo, comenzó a astillarse el marco, cedió finalmente el cerrojo, todo cayó hacia adentro y ahí estaba Leben, la bestia, avanzando como si acabara de salir de una pesadilla para entrar en el mundo real.
Ben agarró el cubo, que estaba algo más de medio lleno y se dirigió hacia la puerta de la cocina, procurando ir a toda prisa, sin derramar la valiosa gasolina.
Al verle, el monstruo lanzó un grito con tanto odio y furor que pareció penetrarle hasta los huesos y vibrar en su interior. Pegó una patada al aspirador y comenzó a cruzar el montón de herrambre, incluidas las estanterías metálicas, con una agilidad arácnida, como si se tratara de una enorme araña.
Al entrar en la cocina, Ben le oía bastante cerca a su espalda. No quiso mirar atrás. Casi todos los cajones y armarios estaban abiertos, y en el momento de entrar Rachael exclamó:
—¡Aquí están! —dijo cogiendo una caja de fósforos.
—¡Corre! —exclamó Ben—. ¡Al exterior!
Tenían necesidad de aumentar la distancia entre ellos y la bestia, ganarle tiempo y espacio para poder poner en práctica el plan que habían elaborado.
Ben la siguió hacia la sala de estar y se le derramó un poco de gasolina sobre la alfombra y sobre los zapatos.
A su espalda, el mutante pasó por la cocina, golpeando puertas y cajones, derribando la mesa y las sillas aunque no estaban en su camino, gruñendo y chillando, al parecer con afán de destrucción.
Ben tenía la impresión de que se movía en cámara lenta, avanzando por un aire espeso como la jalea. La sala de estar parecía tan larga como un campo de fútbol. Finalmente, al llegar hacia el fondo de la sala, de pronto temió que la puerta que daba al exterior estuviera cerrada con llave, que se verían atrapados sin poder incendiar la bestia, o por lo menos sin exponerse a perecer también ellos. Entonces Rachael abrió la puerta y Ben estuvo a punto de chillar de alegría. Salieron a la recepción, cruzaron la puerta basculante que había junto al mostrador, atravesaron el vestíbulo, salieron por la puerta de cristal, llegaron al exterior bajo la marquesina y se encontraron con el detective Verdad, a quien habían visto por última vez el lunes por la noche, en el depósito de cadáveres de Santa Ana.
—¡Qué diablos! —exclamó Verdad al ver la bestia que chillaba a su espalda, en la recepción del motel.
Ben se dio cuenta de que el policía empapado por la lluvia tenía un revólver en la mano.
—Retírese y dispárele cuando salga por la puerta —le dijo—. No le matará, pero puede que le retrase un poco.
Quería apoderarse de su presa femenina, quería sangre, estaba lleno de furor, flagraba con un ardiente deseo y nada le detendría, ni las armas ni las puertas, nada, no antes de apoderarse de la hembra, de penetrarla con su anhelante miembro, no antes de matarlos a ambos y de alimentarse de ellos, deseaba comer sus tiernos ojos, hundir su hocico en sus gargantas, quería alimentarse con la sangre que pulsaba en sus corazones, quería penetrar en sus descuartizados cuerpos en busca de sus hígados y riñones, se sentía nuevamente invadido por un hambre atroz, el fuego transformador en su interior necesitaba más combustible, un hambre todavía moderado, pero que iba en aumento, como antes, un hambre que todo lo consumía y a la que nada podía negarse, necesitaba carne y empujó la puerta de cristal, saliendo al viento y a la lluvia, y se encontró con otro hombre, más pequeño, y salió un fogonazo de algo que tenía en la mano, sintió un pequeño dolor en el pecho, vio otro fogonazo, sintió otro dolor, y gruñó desafiando a su insignificante rival…
Por la mañana, cuando estaba en la biblioteca informándose para la investigación extraoficial que se proponía llevar a cabo con Reese, Julio había leído varios artículos escritos por Eric Leben sobre ingeniería genética y sobre la perspectiva de prolongar la vida por medio de la manipulación genética. A continuación había hablado con el doctor Easton Solberg en la Universidad de California, había meditado bastante y acababa de oír los comentarios de Whitney Gavis sobre el caos genético y la mutación. No tenía un pelo de imbécil y, por consiguiente, cuando vio a aquel monstruo infernal que seguía a Shadway y a la señora Leben por la recepción del motel, se dio cuenta de que algo había ido muy mal con el experimento de Eric Leben y de que aquella monstruosidad era en efecto el propio científico.
Mientras le disparaba decididamente al monstruo, la señora Leben y Shadway, que a juzgar por el olor llevaban un cubo lleno de gasolina, salieron corriendo por el patio, bajo la lluvia. Los dos primeros disparos no le afectaron al mutante, a pesar de que se detuvo un momento, confuso ante la aparición inesperada de Julio. Perplejo, se dio cuenta de que quizá no le detendría con el revólver.
Avanzaba siseando y extendiendo un brazo de múltiples articulaciones, como si quisiera arrancarle la cabeza.
Julio logró agacharse, sintiendo el aire que le rozaba la cabeza y le disparó contra el pecho, cubierto de una especie de espinas y extrañas protuberancias. La posibilidad de que le abrazara y le empujase contra aquellos horribles pinchos le produjo tanto horror, que siguió apretando repetidamente el gatillo.
Los tres últimos disparos obligaron finalmente a la bestia a retroceder, que cayó de espaldas contra la puerta de la recepción, donde permaneció unos momentos arañando el aire.
Julio disparó la sexta y última bala de su revólver, alcanzando una vez más el objetivo, pero este permaneció de pie, puede que herido y aturdido, pero sin caerse. Siempre llevaba algunas balas de repuesto en el bolsillo de la chaqueta, a pesar de que jamás había tenido que utilizarlas y ahora las buscaba apresuradamente.
El monstruo se alejaba ya de la pared, al parecer recuperado de los seis disparos. Lanzó un grito tan salvaje y feroz, que Julio dio media vuelta y echó a correr por el patio, hacia donde Shadway y la señora Leben se encontraban, junto a la piscina.
Peake esperaba que Sharp le mandara a seguir a Hagerstrom y al desconocido que llevaba en el asiento trasero del coche alquilado. En tal caso, si hubiera habido disparos en el motel abandonado, habría sido responsabilidad exclusiva de Sharp.
—Deje que Hagerstrom se vaya —le dijo Sharp—. Me da la impresión de que lleva a alguien al médico. En todo caso, Verdad es el cerebro del equipo. Si Verdad se ha quedado es porque aquí es donde está la acción, aquí es donde hallaremos a Shadway y a esa mujer.
Cuando vio que el teniente Verdad se dirigía hacia la recepción del motel, Sharp le dijo a Peake que avanzara y se detuviese frente al edificio. En el momento en que detuvieron el coche frente al deteriorado letrero del Golden Sand Inn, oyeron los primeros disparos.
«Maldita sea», pensó Peake.
El teniente Verdad se colocó junto a Benny, cargando apresuradamente su revólver.
Rachael estaba al otro lado, protegiendo los fósforos de la incesante lluvia. Había sacado una cerilla de la caja y la cubría cuidadosamente con las manos para que no se mojara, maldiciendo silenciosamente el viento y la lluvia que intentaría extinguirla cuando la encendiera.
Desde la entrada del motel, iluminado por la luz amarillenta que procedía de la recepción, el hombre-cosa se acercaba a una velocidad aterradora, a grandes zancadas que no parecían estar en consonancia con su abultado tamaño. Lanzó un grito agudo y estrepitoso al acercarse. Era evidente que no tenía miedo.
Rachael temía que estuviera justificado al no tenerlo, que el fuego no le causaría mayor daño que las balas.
Estaba ya a medio camino de la piscina de trece metros. Cuando llegara al final, sólo tendría que girar, recorrer otros cinco metros y le tendrían encima.
El teniente no había acabado de cargar su revólver, pero cerró el cilindro, al parecer convencido de que no disponía de tiempo para meter las dos últimas balas.
La bestia llegó al fondo de la piscina.
Benny cogió el cubo de gasolina con ambas manos, una por el borde y otra por debajo. Lo echó un poco atrás y arrojó su contenido sobre el rostro y pecho del mutante, en el momento en que cubría los últimos cinco metros de su recorrido.
Corriendo, Peake siguió a Sharp por el patio del motel, llegando en el momento en que Shadway le arrojaba un cubo de algo al rostro de… ¿De qué? ¿Dios mío, qué era aquello?
Sharp también se detuvo asombrado.
El monstruo chilló enfurecido y retrocedió unos pasos. Mientras se frotaba el rostro, Peake vio un par de ojos de color naranja que brillaban como el carbón encendido y se golpeaba el pecho, intentando desprenderse de lo que Shadway le había arrojado.
—¡Leben! —exclamó Sharp—. Maldita sea, debe tratarse de Leben.
Jerry Peake lo comprendió inmediatamente, a pesar de que habría preferido no hacerlo, no quería saber nada del asunto, porque se trataba de un secreto peligroso, no sólo desde el punto de vista físico, sino para su cordura.
La gasolina parecía dificultar su respiración y haberle cegado temporalmente, pero Rachael sabía que se recuperaría con la misma rapidez con que lo había hecho de las balas. Por lo que en el momento en que Benny acabó de arrojar el cubo y se apartó del camino, encendió el fósforo y deseó haber dispuesto de un soplete, para podérselo echar al monstruo. Ahora no le quedaba más remedio que acercarse con la cerilla.
El hombre-cosa había dejado de chillar, afectado temporalmente por los gases de la gasolina, agachado, respirando con dificultad y aspirando grandes bocanadas de aire.
Sólo había logrado dar tres pasos, cuando el viento o la lluvia, o ambos, apagaron la cerilla.
Con un extraño quejido que no logró reprimir, abrió nuevamente la caja, sacó otro fósforo y lo encendió. En esta ocasión dio un solo paso antes de que se apagara.
El mutante demoníaco parecía respirar con mayor facilidad y comenzaba a erguirse, levantando nuevamente su monstruosa cabeza.
Rachael se dio cuenta de que la lluvia le estaba limpiando la gasolina del cuerpo.
—¡Aquí! —exclamó Benny cuando sacaba el tercer fósforo de la caja, colocando el cubo boca abajo en el suelo.
Rachael lo comprendió. Intentó encender el tercer fósforo, pero no lo lograba.
El monstruo respiró hondo. Evidentemente recuperándose, lanzó un grito.
Rachael volvió a intentar encender el fósforo y chilló de alegría cuando lo logró. La dejó caer directamente en el cubo e inmediatamente se encendió la gasolina que quedaba en el mismo.
El teniente Verdad, que estaba esperando su turno, intervino con toda rapidez y le pegó una patada al cubo en dirección al hombre-cosa.
El cubo le golpeó en un tobillo, hasta donde había llegado parte de la gasolina que Benny le había arrojado. El fuego le subió rápidamente por el pecho, envolviendo su distorsionada cabeza.
No le detuvo.
Chillando de dolor, como una columna en llamas, el monstruo avanzó con una rapidez que a Rachael le parecía imposible. A la luz anaranjada de las llamas vio sus manos que se extendían, aquella especie de bocas que tenía en las palmas de las mismas y la agarró. El infierno no podía ser peor que estar en aquellas manos. Estuvo a punto de morir en aquel mismo instante del horror que le producían. El monstruo la cogió por un brazo y por el cuello, y ella sintió que los orificios de sus manos le mordían la carne, que el fuego se le acercaba, vio los pinchos en el pecho del mutante donde podía acabar fácilmente clavada, multitud de muertes posibles, y en el momento en que la levantó del suelo, supo que todo había acabado, que su muerte era inevitable, pero Verdad le disparó dos tiros en la cabeza y antes de que pudiera apretar el gatillo por tercera vez, Benny dio un salto increíble, en un especie de movimiento de karate y con ambos pies le propinó un enorme golpe en el hombro a la bestia, que le obligó a soltar una de las manos con las que sostenía a Rachael, mientras esta pataleaba contra su pecho y de pronto logró liberarse, en el momento en que el monstruo caía en la parte seca de la piscina. Rachael estaba en el suelo, libre, libre… pero tenía las zapatillas incendiadas.
Después de asestarle el golpe, Ben se echó a la izquierda, cayó al suelo, rodó y se incorporó inmediatamente, en el momento en que el monstruo caía a la piscina. También se dio cuenta de que a Rachael se le habían incendiado los zapatos y se le echó encima de los pies para apagar las llamas.
Ella le abrazó con fuerza y él también lo hizo, reconfortándose mutuamente. Nunca había sentido nada tan agradable como el latir de su corazón que le llegaba a través del pecho.
—¿Estás bien?
—Bastante bien —respondió temblorosa.
Volvió a abrazarla, antes de examinarla. Tenía sangre en el brazo y en el cuello, donde la habían atacado las bocas manuales del mutante, pero las heridas no parecían graves.
En la piscina, el monstruo chillaba como no lo había hecho antes y Ben estaba seguro de que debían ser los gritos de la muerte, a pesar de que no habría apostado su vida.
Juntos, cogidos ambos por la cintura, se acercaron al borde de la piscina, donde ya se encontraba el teniente Verdad.
Ardiendo como una vela de puro sebo, la bestia se tambaleaba en el fondo de la piscina, quizás intentando llegar a la parte honda donde se había acumulado el agua de la lluvia. Sin embargo, la lluvia no mitigaba las llamas y Ben sospechó que el agua tampoco lo haría. El fuego era inexplicablemente intenso, como si la gasolina no fuera el único combustible, como si algún producto químico del mutante alimentara también las llamas. Al llegar a media piscina, el monstruo cayó de rodillas, arañando el aire y el húmedo hormigón. Prosiguió hacia la parte honda caminando a gatas, después arrastrándose y finalmente contorsionándose laboriosamente hacia la esperada salvación.
Las hogueras espectrales ardían dentro del agua, debajo de la superficie y se sentía atraído hacia ellas, no sólo para extinguir las llamas que le consumían el cuerpo, sino para amainar el fuego transformador en su interior. El dolor insoportable de la inmolación despertó lo que quedaba en él de conciencia humana, sacudiéndole del trance en el que había caído bajo el dominio de su parte salvaje. De pronto supo quién era, en lo que se había convertido y lo que le había ocurrido. Pero también sabía que su conocimiento era tenue, que su conciencia se diluiría, que aquella pequeña reminiscencia de intelecto y personalidad acabaría por destruirse por completo en el proceso de cambio y crecimiento, y que su única esperanza era la muerte.
La muerte.
Había luchado ferozmente para eludir la muerte, se había expuesto a terribles riesgos para engañar a la tumba, pero ahora le daba la bienvenida a Caronte.
Consumido vivo por el fuego, siguió arrastrándose hacia el fondo, hacia las hogueras espectrales que ardían debajo del agua, extraño fuego de una lejana orilla.
Dejó de chillar. Había viajado más allá del dolor y del terror, hasta una enorme soledad tranquila.
Sabía que la gasolina no acabaría con él, no por sí sola. El fuego transformador en su interior era peor que el externo. El fuego transformador ardía ahora con mucho brillo, en cada una de sus células, voraz, y experimentó un hambre atroz, mil veces más aguda y exigente que cualquiera que hubiera conocido en la vida. Necesitaba desesperadamente combustible, hidratos de carbono, proteínas, vitaminas y minerales para alimentar su incontrolado metabolismo. Pero como no estaba en condiciones de cazar, matar y alimentarse, no podía facilitarle a su sistema lo que necesitaba. Por consiguiente, su cuerpo comenzó a devorarse a sí mismo. El fuego transformador, en lugar de apaciguarse, comenzó a destruir sus propios tejidos, con el fin de obtener la energía masiva que necesitaba para transformar los tejidos que no consumía. Segundo tras segundo, el peso de su cuerpo comenzó a reducirse, no porque lo destruyera el fuego de la gasolina, sino porque se estaba consumiendo a sí mismo, devorándose desde el interior.
Sintió que la cabeza le cambiaba de forma, que sus brazos se empequeñecían y que le salían otros brazos de las costillas. Con cada cambio aumentaba el consumo de sí mismo, pero el fuego de la mutación no se apaciguó.
Por fin no pudo seguir acercándose a las hogueras espectrales que ardían bajo el agua. Se detuvo y las contempló, asfixiándose y contorsionándose.
Pero vio sorprendentemente que estas salían del agua y se le acercaban. Llegaron hasta él, rodeándole, hasta que todo su mundo era el fuego, tanto por dentro como por fuera.
En sus últimos momentos de agonía, Eric finalmente comprendió que las misteriosas hogueras espectrales no eran las puertas del infierno, ni ilusiones carentes de significado, generadas por cruces sinápticos del cerebro.
Efectivamente eran ilusiones. O para ser más precisos, alucinaciones procedentes del subconsciente, cuyo fin era el de prevenirle de su terrible destino desde que se había levantado de la mesa del depósito de cadáveres. Su cerebro deteriorado no había funcionado con la suficiente agilidad para comprender la progresión lógica de su destino, por lo menos a nivel consciente. Su mente inconsciente sabía la verdad e intentaba facilitarle pistas con las hogueras espectrales. El fuego, que había estado convirtiendo su subconsciente, era su destino, el insaciable fuego interno de un metabolismo super acelerado y tarde o temprano perecería en sus llamas.
El cuello le fue desapareciendo hasta que la cabeza le quedó prácticamente pegada a los hombros.
Sintió que se le prolongaba la espina dorsal en forma de cola.
Se le hundieron los ojos bajo unas cejas todavía más abultadas.
Tuvo la sensación de tener más de dos piernas.
Entonces, mientras el fuego transformador seguía consumiéndole, ya no sintió nada. Descendió hacia las formas múltiples de fuego.
Ante sus propios ojos, Ben comprobó que en menos de un minuto el monstruo ardió, con enormes llamas que se levantaban por los aires, hasta que lo único que quedaba de su cuerpo era un montoncito de cenizas, con pequeñas llamas que se entrometían en la oscuridad de la piscina vacía. Ben permaneció silencioso, incapaz de hablar, atónito.
El teniente Verdad y Rachael parecían igualmente sorprendidos, ya que tampoco interrumpieron el silencio.
Fue Anson Sharp quien lo hizo. Estaba dando lentamente la vuelta a la piscina, con una pistola en la mano que parecía dispuesto a utilizar.
—¿Qué diablos le ha ocurrido? ¿Qué diablos?
—Lo mismo que te sucederá a ti, Sharp —dijo Ben sorprendido al ver a su enemigo, que hasta entonces no se había dado cuenta de la presencia de los agentes de ADS—. Ha hecho consigo mismo lo que tarde o temprano tú haras contigo, aunque de un modo diferente.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Sharp.
—No le gustaba el mundo tal como era —le respondió Ben, procurando colocarse entre él y Rachael—, e hizo todo lo posible para adaptarlo a sus tortuosas expectativas. Pero en lugar de fabricarse un paraíso, lo que hizo fue construirse un infierno. Lo mismo que, con el tiempo, te ocurrirá a ti.
—¡Mierda! —exclamó Anson Sharp—, te has vuelto loco, Shadway, completamente loco. Teniente —prosiguió, dirigiéndose a Julio Verdad—, tenga la bondad de bajar el revólver.
—¿Cómo? —replicó Verdad—. ¿De qué está usted hablando? Yo…
Sharp le disparó y con el impacto de la bala el detective cayó de espaldas sobre el barro.
Jerry Peake, asiduo lector de novelas de misterio, dado a los sueños legendarios, tenía por costumbre pensar en términos melodramáticos. Contemplando el cuerpo monstruoso de Eric Leben consumido por las llamas en el fondo de la piscina, estaba atónito, horrorizado y asustado, pero también pensaba con mayor rapidez que de costumbre. En primer lugar hizo una lista mental de las similitudes entre Eric Leben y Anson Sharp: ambos amaban el poder, los emocionaba, eran fríos y capaces de todo, ambos tenían gustos pervertidos para con las niñas… entonces oyó lo que Ben Shadway dijo sobre el hecho de que un hombre se construyera un infierno en la tierra y también pensó en ello.
Entonces contempló las cenizas restantes del mutante Leben y le dio la impresión de que se encontraba en una encrucijada entre el paraíso terrenal y el infierno. Podía cooperar con Sharp, permitiendo que se perpetraran unos asesinatos y vivir para siempre con la culpa, condenado en esta vida así como en la próxima, o resistirse a Sharp, conservar su integridad y su dignidad, y sentirse a gusto consigo mismo, independientemente de lo que ocurriera con su carrera en la ADS. Él era quien debía elegir. ¿Qué deseaba ser, aquella cosa de la piscina o un hombre?
Sharp le había ordenado a Verdad que bajara el revólver, este cuestionó su orden y Sharp le disparó, sin discusión ni vacilación alguna.
Entonces Jerry Peake desenfundó su pistola y disparó contra Sharp. La bala alcanzó al subdirector en el hombro.
Sharp parecía haber intuido su traición, porque en aquel mismo momento se volvía hacia él. Le disparó, alcanzando a Jerry en la pierna, en el mismo momento en que él realizaba un segundo disparo. Al caerse tuvo la inmensa alegría de ver que a Anson Sharp le estallaba la cabeza.
Rachael le quitó la americana y la camisa al teniente Verdad y examinó la herida de su hombro.
—Viviré —le dijo—. Duele terriblemente, pero viviré.
A lo lejos se oía el lamento de las sirenas que se acercaban a toda velocidad.
—Eso es cosa de Reese —dijo Verdad—. Después de llevar a Gavis al hospital, habrá llamado a la policía local.
—No sangra mucho —se alegró de poder decir Rachael, confirmando su propio diagnóstico.
—Ya se lo he dicho —dijo Verdad—. Diablos, no puedo morirme. Tengo que asistir a la boda de mi compañero con la dama rosa —agregó riéndose, ante la mirada perpleja de Rachael—. No se preocupe, señora Leben, no estoy delirando.
Peake estaba tumbado de espaldas sobre el hormigón, con la cabeza ligeramente levantada sobre el borde de la piscina.
Rasgando su propia camisa, Ben había confeccionado un torniquete para la pierna. Lo único que pudo hallar para enrollarlo fue el silenciador de Anson Sharp que cumplía perfectamente su cometido.
—No creo que lo necesite —le dijo a Peake oyendo que se acercaban las sirenas bajo la persistente lluvia—, pero más vale prevenir. Hay bastante sangre, pero me parece que no hay ninguna hemorragia grave, ni ninguna arteria rota. Sin embargo, supongo que debe de doler bastante.
—Es curioso —dijo Peake—, pero el dolor no es muy intenso.
—¡Shock! —exclamó Ben preocupado.
—No —respondió Peake moviendo la cabeza—. No, creo que no. No tengo ninguno de los síntomas y… los conozco.
—Creo que sé lo que ocurre.
—¿Qué?
—Lo que acabo de hacer, dispararle a mi jefe cuando iba por mal camino, me convertirá en un ser legendario en la agencia. Estoy seguro de que así será. No lo he comprendido hasta después de dispararle. Es posible que los seres legendarios no sientan el dolor con la misma intensidad que los demás mortales —dijo, sonriéndole a Ben.
—Relájese. Procure relajarse… —le respondió Ben, frunciendo el ceño.
—No estoy delirando, señor Shadway —rio Jerry Peake—. Se lo aseguro. ¿No lo comprende? No sólo soy legendario, sino que puedo reírme de mí mismo. Lo que significa que quizás tengo lo que hace falta. Tal vez logre hacerme famoso sin perder la cabeza. ¿No le parece interesante descubrir eso sobre uno mismo?
—Es muy agradable —asintió Ben.
La noche estaba llena de sirenas y de frenazos. Entonces se apagaron las sirenas y se oyeron pasos que se acercaban.
Pronto habría preguntas, miles de preguntas, de los policías de Las Vegas, de Palm Springs, del lago Arrowhead, de Santa Ana, de Placentia y de otros lugares.
Cuando se enteraran, los periodistas formularían también un sin fin de preguntas. («¿Cómo se siente, señora Leben? ¿Por favor? ¿Cómo se siente después de los múltiples asesinatos cometidos por su marido, después de estar a punto de morir en sus manos, cómo se siente?»). Serían más persistentes que la policía y… mucho menos amables.
Pero ahora, mientras transportaban a Jerry Peake y a Julio Verdad a las ambulancias y los policías uniformados de Las Vegas custodiaban el cadáver de Sharp para que nadie lo tocara antes de la llegada del forense, Rachael y Ben disponían de un momento a solas. El detective Hagerstrom los había informado de que Withney Gavis había llegado a tiempo al hospital, que se recuperaría y ahora acompañaba a Julio Verdad en la ambulancia. Estaban afortunadamente solos. Bajo la marquesina, abrazados, al principio guardaron silencio. Entonces parecieron comprender simultáneamente que dentro de poco pasarían largas horas de frustración durante las que no podrían verse ni hablarse.
—Tú primero —le dijo Ben, mirándola a los ojos.
—No, tú. ¿Qué ibas a decirme?
—Me preguntaba…
—¿Qué?
—… Si te acordabas.
—¡Ah! —exclamó inmediatamente, porque sabía exactamente a lo que se refería.
—Cuando nos detuvimos en la carretera de Palm Springs.
—Lo recuerdo.
—Te hice una proposición.
—Sí.
—De matrimonio.
—Sí.
—Nunca lo había hecho antes.
—Me alegro.
—No fue muy romántico, ¿no es cierto?
—Lo hiciste muy bien —dijo Rachael—. ¿Sigue en pie tu oferta?
—Sí. ¿Sigue interesándote?
—Muchísimo —respondió Rachael.
La abrazó con fuerza.
Ella le rodeó con sus brazos y se sintió protegida, pero de pronto un escalofrío le recorrió la médula.
—Estás a salvo —le dijo Ben—. Todo ha terminado.
—Sí, todo ha terminado —repitió ella apoyando su cabeza contra su pecho—. Regresaremos al condado de Orange, donde siempre es verano, nos casaremos y comenzaré a coleccionar trenes contigo. Creo que podré aficionarme a los trenes, ¿sabes? Escucharemos música antigua, veremos viejas películas en vídeo y construiremos un mundo mejor para nosotros mismos, ¿no es cierto?
—Construiremos un mundo mejor —asintió en voz baja—. Pero no de ese modo. No ocultándonos del mundo tal como es. Juntos no necesitamos escondernos. Juntos tenemos poder, ¿no lo crees?
—No lo creo —respondió Rachael—, lo sé.
La lluvia se había convertido en llovizna. La tormenta se desplazaba hacia el este y la voz del viento, por ahora, se había acallado.
FIN.