35. ALGO QUE AMA LA OSCURIDAD

Whitney salió del apartamento del director del Golden Sand Inn por la puerta trasera de la cocina. Daba a un garaje polvoriento, donde antes habían aparcado el Mercedes negro. Ahora el 560 SEL estaba aparcado en un charco de agua de la lluvia que había goteado del mismo. Su coche estaba aparcado fuera, detrás del motel.

—Echa el cerrojo y no te muevas —le dijo a Rachael, que estaba en el umbral de la puerta entre la cocina y el garaje—. Regresaré cuanto antes.

—No te preocupes. No me ocurrirá nada —dijo Rachael—. Tengo que ordenar los papeles de Wildcard. Eso me mantendrá ocupada.

No le resultaba difícil comprender que Ben estuviera tan profundamente enamorado de ella. Aun con lo desgreñada que estaba, y la palidez del cansancio y de la preocupación, Rachael era encantadora. Pero la belleza no era su único atributo. Era cálida, perceptiva, inteligente y dura; una combinación poco común de cualidades.

—Es probable que Ben llegue antes que yo —le dijo para darle ánimos.

Le brindó una pequeña sonrisa de agradecimiento y asintió mordiéndose el labio inferior, pero no dijo nada porque, evidentemente, todavía estaba medio convencida de que no volvería a ver a Ben con vida.

Whitney le indicó que se retirara y que cerrase la puerta. Esperó hasta que oyó que se corría el pestillo. Entonces cruzó el suelo de hormigón del garaje, manchado de grasa y de aceite, pasando frente al Mercedes y en lugar de abrir la puerta grande, se dirigió hacia la lateral.

El garaje de tres plazas, iluminado por una sola bombilla que colgaba de una viga del techo, estaba sucio y enmohecido, repleto de aparatos medio rotos y de otros que eran simplemente basura: cubos oxidados, escobas con el palo roto, fregonas comidas por las polillas, un aspirador averiado, varias sillas con las patas rotas o la tapicería desgarrada, que los propietarios anteriores se habían propuesto arreglar, leña, bobinas de cable y de manguera, un lavabo, recambios de aspersor en una caja de cartón, un guante de jardinería de algodón que parecía una mano amputada, y botes de pintura y de laca cuyo contenido estaba seguramente tan seco que no era ya utilizable. La porquería estaba amontonada contra las paredes, esparcida por el suelo y apilada precariamente en el desván.

En el momento de abrir el pestillo de la puerta lateral, Whitney oyó un ruido a su espalda en el garaje. Duró sólo un breve instante y en realidad cuando se volvió no se oía absolutamente nada.

Frunciendo el ceño, pasó la mirada por los montones de porquería, el Mercedes, la caldera de gas que había en la esquina, el banco de herramientas medio caído y el calentador de agua. No vio nada fuera de lo normal.

Escuchó.

El único sonido era el de las múltiples voces del viento en el socarrén y el de la lluvia sobre el tejado.

Se acercó al coche y dio la vuelta lentamente a su alrededor, pero no vio nada que pudiera haber causado el ruido.

Puede que algunos de los montones hubieran cedido ante su propio peso, o que hubiera alguna rata. No le habría sorprendido que aquel decrépito edificio estuviera invadido por los roedores, a pesar de que en sus visitas anteriores no había visto indicación alguna de ello. La porquería estaba esparcida de un modo tan azaroso, que era incapaz de discernir si había habido algún cambio de posición desde hacía un momento.

Volvió a dirigirse hacia la puerta, echó un último vistazo y salió al exterior.

En el mismo momento en que la lluvia arrastrada por el viento comenzó a golpearle el rostro, comprendió que el ruido que había oído en el garaje era el de alguien que intentaba abrir la puerta grande desde el exterior. Pero se trataba de una puerta con mecanismo de apertura eléctrico, que no se podía abrir manualmente cuando estaba en la posición automática y ofrecía por consiguiente una buena protección contra los ladrones. El que la había tocado debió de darse cuenta inmediatamente de que no podría entrar por aquella puerta, lo que explicaba el hecho de que el ruido hubiera durado solamente un momento.

Whitney se acercó cautelosamente a la esquina del garaje, para ver si alguien seguía ahí. La lluvia era todavía muy copiosa, produciendo un ruido crujiente sobre el camino, salpicaduras en la tierra y brotando a chorro del canal de desagüe partida. Todos estos ruidos disimulaban el de sus pasos, como habrían ocultado el de alguien que intentara abrir la puerta del garaje y a pesar de que escuchaba atentamente, no oyó nada fuera de lo normal. Dio unos seis o siete pasos, deteniéndose para escuchar, antes de que un ruido aterrador, a su espalda, irrumpiera en el susurro acompasado de la lluvia. Era en parte como el siseo de una máquina de vapor, como el gemido propio de un gato, y como un gruñido profundo y amenazador, que hizo que los pelos del cuello se le pusieran de punta.

Se dio rápidamente la vuelta, chilló y retrocedió al ver esa cosa que le miraba desde arriba en las tinieblas. Unos extraños ojos incomprensibles le miraban por lo menos desde una altura de dos metros. Eran unos ojos abultados, dispares, cada uno del tamaño de un huevo, uno verde pálido y el otro de color naranja, tornasolados como los de algunos animales, uno bastante parecido al de un gato hipertiroideo, el otro con una pupila rasgada parecida a la de las serpientes, ambos cónicos y poliédricos, como los ojos de un insecto.

Whit quedó momentáneamente paralizado. De pronto un poderoso brazo le golpeó el rostro con el reverso de la mano y cayó de espaldas sobre el suelo de hormigón, lastimándose el coxis y rodando entre el barro y los hierbajos.

El brazo de la bestia, que Whit sabía que debía de ser Eric Leben transformado irreconociblemente, parecía no estar articulado como el de un ser humano. Tenía segmentos, con tres o cuatro articulaciones que le permitían girar en direcciones diversas y lo dotaban de una flexibilidad extraordinaria. Ahora, al contemplarle aturdido por el duro golpe recibido, medio paralizado por el terror, al mirar a la bestia que se le acercaba, comprobó que a pesar de tener los hombros caídos y de ser jorobado, se movía con cierta gracia, quizá debido a que sus piernas, parcialmente ocultas por unos vaqueros rasgados, eran de un diseño similar al de sus fragmentados y poderosos brazos.

Whit se dio cuenta de que estaba chillando. En realidad sólo lo había hecho una vez en su vida, en Vietnam, después de que una mina estallara bajo sus pies, tumbado en el suelo de la jungla y viendo que la parte inferior de su pierna estaba a cinco metros de distancia, con los dedos del pie ensangrentados entre una bota destrozada. Ahora chillaba de nuevo y no podía dejar de hacerlo. Por encima de sus gritos, su adversario emitió un quejido agudo, que podía ser un grito de victoria.

La cabeza se le movía y giraba de un modo extraño, y momentáneamente Whit logró ver unos terribles dientes curvados.

Intentó arrastrarse por la tierra mojada, propulsándose con el brazo derecho y el muñón del izquierdo, pero no podía avanzar con rapidez. No tuvo tiempo de levantarse. Sólo había logrado cubrir un par de metros cuando Leben le alcanzó, se agachó agarrándole del pie izquierdo, afortunadamente de la pierna ortopédica y comenzó a arrastrarle hacia la puerta del garaje.

A pesar de la lluvia y de la oscuridad, Whit veía la mano del hombre-cosa con suficiente claridad como para darse cuenta de que era tan inhumana como el resto de la bestia. Además de enorme y poderosa.

Whit Gavis pataleaba frenéticamente con todas sus fuerzas y logró alcanzar la pierna de Leben. El hombre-cosa lanzó un chillido, aparentemente no de dolor sino de furor. En respuesta, tiró con tanta fuerza de su pierna artificial, que arrancó las correas con que se sujetaba al cuerpo. Con un dolor intensísimo que dejó a Whit momentáneamente sin respiración, le arrancó la pierna ortopédica, incrementando aún más su desventaja.

En la abarrotada cocina del apartamento del director, Rachael acababa de abrir la bolsa de plástico y había sacado un puñado de hojas de papel arrugadas, fotocopias de la documentación de Wildcard, cuando oyó el primer grito.

Inmediatamente supo que se trataba de Whitney y también supo instintivamente que la única causa podía ser Eric.

Abandonó inmediatamente los papeles y cogió la pistola del 32 que tenía sobre la mesa. Se acercó a la puerta trasera, titubeó y entonces la abrió.

Entró en el garaje y se detuvo, porque había movimiento a todo su alrededor. El fuerte viento que entraba por la puerta lateral abierta hacía que se moviera la única bombilla colgada de un cordón del centro de la estancia. Con el movimiento de la luz, las sombras aparecían y desaparecían en todos los rincones. Miró con cautela a los montones de basura tenebrosamente iluminados y a los viejos muebles, que parecían tener vida con el movimiento de las sombras.

Los gritos de Whitney procedían del exterior, por lo que supuso que Eric también estaba allí y no en el garaje.

Armándose de valor, pasó junto al Mercedes negro, saltó sobre un par de botes de pintura y alrededor de un montón de mangueras enroscadas.

Se oyó un penetrante y escalofriante chillido por encima de los gritos de Whitney, y Rachael supo que se trataba de Eric, porque el ruido era semejante al que había producido por la tarde cuando la perseguía por el desierto. Pero este había sido más feroz y salvaje que el que recordaba, más poderoso, menos humano y más remoto que antes. Al oír aquella voz monstruosa, estuvo a punto de dar la vuelta y echar a correr. Pero no lo hizo porque era incapaz de abandonar a Whitney Gavis.

Salió por la puerta abierta para entrar en la tormenta, con la pistola por delante. El hombre-cosa estaba sólo a unos pocos metros, de espaldas a ella. Rachael chilló horrorizada, porque vio que tenía la pierna de Whitney en la mano, que parecía haberle arrancado. Al cabo de un momento se dio cuenta de que se trataba de la pierna artificial, pero entonces ya había llamado la atención de la bestia. Dejó caer la extremidad ortopédica y se dirigió hacia ella, con brillo en sus inverosímiles ojos.

Su aspecto era tan horriblemente espantoso, que al contrario de Whitney, Rachael fue incapaz de chillar. Quiso hacerlo, pero no le respondieron las cuerdas vocales. La lluvia y la oscuridad afortunadamente ocultaban muchos detalles de la forma mutante, pero tuvo la impresión de que su cabeza era enorme y deformada, con una mandíbula que parecía mitad lobo y mitad cocodrilo, y gran abundancia de mortíferos dientes. Sin camisa ni zapatos, sólo con unos vaqueros, era unos cuantos centímetros más alto de lo que Eric había sido y su espalda formaba una joroba que acababa en unos hombros encorvados y deformes. Su esternón era enorme y parecía estar cubierto de cuernos o espinas de algún tipo, además de unas excrecencias abultadas y redondeadas. Las manos eran con toda seguridad como las de un demonio, que en el abismo de los infiernos arranca las almas de los mortales y devora su carne.

—Rachael… Rachael… he venido a por ti… Rachael —decía el hombre-cosa en un vil suspiro, formando cuidadosamente cada palabra, como si el conocimiento y el uso del lenguaje estuvieran casi olvidados.

Sus labios ya no estaban formados para producir sonidos humanos. La estructuración de cada sílaba le exigía evidentemente un enorme esfuerzo y tal vez cierto dolor.

—He venido… a… por ti…

Avanzó hacia ella, moviendo los brazos con un ruido rasposo, seco y quitinoso.

Eso.

Ya no podía pensar en él como Eric, su marido. Ahora no era más que una cosa, una abominación, que con su mera existencia convertía en burla todo cuanto Dios había creado.

Le disparó contra el pecho a quemarropa.

Ni siquiera se inmutó con el impacto de la bala. Emitió un chillido agudo que más parecía una expresión de deleite que de dolor y siguió avanzando.

Disparó de nuevo, por tercera y cuarta vez.

El impacto de las balas obligó a la bestia a tambalearse ligeramente, pero no cayó.

—Rachael… Rachael…

—¡Dispara, mátalo! —exclamaba Whitney.

Había diez balas en el cargador de la pistola. Disparó las últimas seis tan rápido como pudo, con la certeza de haberle dado con cada una de ellas en el pecho, en el vientre e incluso en la cara.

Finalmente gruñó de dolor, cayó de rodillas y a continuación boca abajo en el barro.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Rachael temblorosa—, gracias a Dios —repitió sintiéndose tan débil, que tuvo que apoyarse contra la pared del garaje.

El hombre-cosa se arqueó, contorsionó, estremeció y se levantó sobre las manos y las rodillas.

—¡No! —exclamó Rachael, sin poder creer lo que veía.

Levantó su pavoroso rostro y la miró fría y ferozmente con sus luminosos ojos desiguales. Lentamente se le cerraron los párpados, se abrieron de nuevo y al volver a verle los ojos, esos óvalos radiantes parecían más brillantes que antes.

Aunque su estructura genética alterada le permitiera curar con increíble rapidez y resucitar después de la muerte, parecía imposible que se recuperara a esa velocidad. Si era capaz de reparar el daño sufrido por diez balazos en pocos segundos, no sólo curaba con increíble rapidez y era potencialmente inmortal, sino prácticamente invencible.

—¡Muere, maldita sea! —exclamó Rachael.

Se estremeció y escupió algo en el barro, antes de comenzar a levantarse y ponerse de pie.

—¡Corre! —gritó Whitney—. ¡Santo Dios, Rachael, corre!

No podía de ningún modo salvar a Whitney y no tenía sentido quedarse a morir con él.

—Rachael —susurró la bestia en un tono grave y espeso, impregnado de furor, hambre, odio y una oscura necesidad.

No le quedaba ninguna bala en la pistola. Había cajas de municiones en el Mercedes, pero no tenía tiempo de cogerlas y cargar el arma, por lo que la arrojó al suelo.

—¡Corre! —gritó nuevamente Whit Gavis.

Con el corazón muy acelerado, Rachael corrió a través del garaje, saltando sobre los botes de pintura y las mangueras. Sintió un dolor en el tobillo que se había dislocado y los rasguños de la pantorrilla le dolieron como si fueran recién hechos.

El demonio chilló a su espalda.

Al correr, Rachael derribó deliberadamente unas estanterías metálicas llenas de herramientas y cajas de clavos, con la esperanza de retrasar al monstruo si la perseguía inmediatamente, en lugar de acabar antes con Whitney Gavis. Las estanterías cayeron con un gran estruendo y al llegar a la puerta de la cocina oyó que la bestia caminaba entre las herramientas. Tal era el empeño que tenía por echarle la mano encima, que había dejado realmente a Whitney con vida.

Se apresuró a cruzar la puerta, la cerró, pero antes de poder echar el pestillo, se abrió con una fuerza tremenda. Con el empuje cruzó la cocina, estuvo a punto de caerse, logró de algún modo evitarlo, pero se golpeó la cadera contra la esquina de la repisa y cayó de espaldas contra el frigorífico, sintiendo un dolor que se desplazaba desde los riñones hasta la nuca.

Entró el monstruo por la puerta del garaje. A la luz de la cocina parecía inmenso y más horripilante de lo que había podido imaginar.

Durante unos instantes se quedó en el umbral de la puerta, examinando la pequeña y polvorienta cocina. Levantó la cabeza e hinchó el pecho, como para brindarle la oportunidad de que le admirara. En la piel tenía manchas castañas, grises, verdes y negras, con zonas más pálidas que parecían casi humanas, si bien de una textura más rasposa, como la de un elefante, y con escamas en algunos lugares. La cabeza tenía forma de pera, ladeada sobre un ancho y musculoso cuello, con la parte redondeada hacia arriba y la fina en la parte inferior del rostro. La totalidad de la parte inferior de la «pera» consistía en una especie de hocico y mandíbulas. Cuando abría su enorme boca para sisear, sus dientes, tanto por su filo como por su abundancia, parecían los de un tiburón. Su lengua de serpiente era oscura, veloz y totalmente inhumana. Tenía el rostro lleno de protuberancias. Además de un par de montículos en la frente, parecidos a unos cuernos, había extrañas convexidades y concavidades que no parecían cumplir ninguna función biológica, además de quistes óseos o de otro tejido. En la frente y en las mejillas a partir de los ojos, le pulsaban unas gruesas arterias y venas bajo la piel.

Cuando le había visto en el Mojave, había creído que Eric era objeto de una evolución regresiva, que su cuerpo genéticamente alterado se estaba convirtiendo en un mosaico de antiguas formas raciales. Pero aquel monstruo no tenía nada que ver con la historia fisiológica de la humanidad. Era una pesadilla del caos genético, un ente que no iba hacia adelante ni hacia atrás en la cadena de la evolución humana. Había emprendido un camino horizontal en la evolución, o quizás sería más apropiado denominarlo revolución biológica lateral, y había roto todos, o casi todos, los vínculos con la semilla humana de la que procedía. Parte de la conciencia de Eric sobrevivía evidentemente en aquella horripilante masa, a pesar de que Rachael sospechaba que sólo le quedaba un resquicio lejano de su personalidad y de su intelecto, y que ese pequeño destello de Eric no tardaría en desaparecer permanentemente.

—Mira… me… —le dijo, corroborando su sensación de que se exhibía ante ella.

Se alejó del frigorífico, para acercarse a la puerta que daba de la cocina a la sala de estar.

Levantó una mano asesina, mostrándole la palma, como para ordenarle que dejara de huir. El brazo segmentado parecía poder doblarse hacia adelante o hacia atrás en cuatro lugares y en cada uno de ellos las articulaciones estaban protegidas por unas placas de tejido castaño oscuro, que parecía similar a la coraza de los escarabajos. Los largos dedos con sus afiladas uñas eran aterradores, pero había algo peor en el centro de la palma de la mano: un orificio redondo con forma de ventosa, del tamaño de medio dólar. Mientras contemplaba horrorizada esa aparición dantesca, el orificio de la mano se abría y cerraba lentamente, se abría y cerraba como una herida reciente, se abría y cerraba. La función de la boca en la mano era en parte misteriosa, pero en parte horripilantemente obvia. Mientras la observaba se tornó roja y húmeda con un hambre obscena.

Presa del pánico, corrió hacia la puerta cercana y oyó el repiqueteo de las pezuñas de la bestia sobre el linóleo, que se lanzaba en su persecución. Después de dar cinco o seis pasos por la sala, en dirección a la puerta que daba a la recepción, todavía a nueve o diez pasos, vio a la bestia a su derecha.

Se movía con mucha rapidez.

Chillando, se arrojó al suelo y rodó para evitar que la cogiera. Chocó contra un sillón, se incorporó de un brinco y empujó el mueble entre ella y el enemigo.

Al cambiar de dirección, el monstruo no la había seguido inmediatamente. Estaba en el centro de la sala, observándola, aparentemente consciente de que debía cortarle la única retirada y de que disponía de tiempo para disfrutar de su terror, antes de liquidarla.

Rachael comenzó a retirarse hacia el dormitorio.

—¡Rachül, Rachiil! —exclamaba, ya incapaz de pronunciar claramente su nombre.

Los quistes del rostro de la bestia se movían y reformaban. Ante sus propios ojos, uno de los pequeños cuernos que el monstruo tenía en el rostro desapareció, mientras era objeto de otra ola de cambio y otra vena le surcó el rostro, como si de una lenta fisura en la tierra se tratara.

Siguió retrocediendo.

El monstruo se le acercó caminando lenta y ágilmente.

—Rachiil…

Convencido de que en el hospital le esperaba su esposa moribunda, Amos Tate quería llevar a Ben hasta la puerta del mismo, con lo que se habría alejado excesivamente del Golden Sand Inn. Se vio obligado a insistir muchísimo para que le dejara en la esquina de los bulevares de Las Vegas y Tropicana. Puesto que no había ninguna buena razón para rechazar su generosa oferta, Ben tuvo que admitir que le había mentido con lo de su mujer, sin ofrecerle ninguna explicación. Le devolvió la manta, abrió la puerta de la cabina, descendió a la calle y echó a correr por Tropicana, pasando frente al hotel del mismo nombre y dejando al perplejo camionero que le contemplaba asombrado.

El Golden Sand Inn estaba a una distancia de dos kilómetros aproximadamente, que normalmente tardaría menos de seis minutos en recorrer. Pero bajo la lluvia tan intensa, no quería arriesgarse a correr demasiado, ya que en el caso de caerse y romperse un brazo o una pierna, no le sería de gran ayuda a Rachael, si en realidad la necesitaba. «Dios mío, ojalá esté cómoda y a salvo y no necesite ayuda alguna». Corría por el arcén del ancho bulevar, con el revólver que se le clavaba en la espalda donde lo llevaba metido debajo del cinturón. Cruzaba abundantes charcos que había en las depresiones del asfalto. Sólo pasaron unos pocos coches y algunos redujeron la velocidad para mirarle, pero nadie se ofreció a llevarle. Tampoco intentó conseguirlo, ya que tenía la sensación de que, no podía perder el tiempo.

Un par de kilómetros no era una gran distancia, pero aquella noche parecía un viaje al fin del mundo.

A Julio y a Reese se les había permitido subir a bordo del avión con sus revólveres reglamentarios en la sobaquera, después de identificarse como policías ante el funcionario de la puerta de seguridad. Al llegar al aeropuerto internacional de McCarra, en Las Vegas, volvieron a mostrar sus documentos a la empleada de la agencia de alquiler de coches, una morena muy atractiva llamada Ruth. En lugar de entregarles las llaves y dejar que fueran ellos en busca del vehículo, llamó por teléfono al mecánico de servicio para que lo trajera a la puerta de la terminal.

Puesto que no iban equipados para la lluvia, esperaron en el interior hasta que apareció el Dodge junto a la acera y entonces salieron para enfrentarse con la tormenta. El mecánico, con un impermeable y una capucha de plástico, verificó rápidamente los documentos y les entregó el coche.

A pesar de que el cielo estaba cubierto de nubes en el condado de Orange, Reese no se había dado cuenta de que el tiempo sería aún peor hacia el este y no esperaba aterrizar en plena tormenta. Aunque el descenso y el aterrizaje se habían realizado con toda suavidad, se había agarrado con tanta fuerza a los brazos del asiento, que todavía le dolían las manos.

Al llegar a tierra firme, debía sentirse aliviado, pero no podía olvidar a Teddy Bertlesman, la esbelta dama rosa, ni a su pequeña Esther que le esperaba en casa. Hasta aquella mañana, lo único que tenía en el mundo era su Esther, esa pequeña bendición del cielo, que no le bastaba para desafiar la crueldad del destino. Pero ahora contaba además con la hermosa vendedora de fincas y Reese era perfectamente consciente de que cuantas más razones tiene uno para vivir, mayor es el peligro de perder la vida.

Puede que fuera una superstición absurda.

Pero la lluvia, en el desierto donde esperaba encontrarse con un firmamento estrellado, parecía un mal agüero y estaba intranquilo.

—¿Qué me dice de los anuncios sobre Las Vegas que nos muestran por televisión en Los Ángeles? —preguntó Reese secándose la cara, mientras se alejaban de la terminal con Julio al volante.

—¿Qué pasa con los anuncios?

—¿Dónde está el sol? ¿Dónde están todas las chicas con sus minúsculos biquinis?

—¿Qué le importan a usted las chicas con biquinis, cuando el sábado tiene una cita con Teddy Bertlesman?

«Mejor no hablar de ello», pensó supersticiosamente Reese.

—Diablos, esto no parece Las Vegas —dijo—. Se diría que estamos en Seattle.

Rachael cerró la habitación de un portazo y corrió apresuradamente el pestillo de su frágil cerrojo. Corrió hacia la única ventana, abrió sus decrépitas cortinas, descubrió que se trataba de cristales de celosía y comprendió que con las barras metálicas horizontales no le sería fácil salir por allí.

Miró a su alrededor en busca de algo que pudiera servirle para defenderse, pero sólo vio la cama, dos mesillas de noche, una lámpara y una silla.

Temía que la puerta se derrumbara, pero no lo hizo.

No oía ruido alguno en la sala adjunta, de lo que se alegraba, pero al mismo tiempo la intranquilizaba. ¿Qué estaría haciendo el monstruo?

Abrió apresuradamente las puertas del armario y miró en su interior. No había nada útil. Una serie de estanterías vacías a un lado y una barra con colgantes al otro. Nada que pudiera serle útil para defenderse.

Comenzó a moverse la manecilla.

—Rachiil… —siseó la bestia.

El mutante conservaba evidentemente un fragmento de la conciencia de Eric, ya que era él quien quería atormentarla, dándole mucho tiempo para que se diera cuenta de lo que iba a hacer con ella.

Moriría allí y su muerte sería lenta y horrorosa.

Llena de frustración, iba a alejarse del armario cuando descubrió una portezuela en el techo que conducía al desván.

—¡Rachiil…! —exclamaba la bestia, dando repetidos golpes contra la puerta.

Rachael entró en el armario y comprobó la solidez de las estanterías. La tranquilizó descubrir que estaban empotradas, lo que le permitió subir por ellas como si fuera una escalera. De pie sobre la cuarta estantería, a poco más de un palmo del techo, se agarró con una mano de la barra transversal y con la otra empujó silenciosamente la portezuela.

—Rachiil, Rachiil —canturreaba el monstruo, rasgando con sus garras la puerta del dormitorio y empujando suavemente la barrera para atormentarla.

En el armario, Rachael se agarró con ambas manos de los costados de la apertura, se mantuvo un momento colgada con el pecho contra la barra y entonces se subió al desván a fuerza de brazos. No había suelo, sólo vigas cada treinta y cinco centímetros, con aislamiento de fibra de vidrio entre una y otra. Con la poca luz amarillenta que se filtraba por la portezuela, comprobó que el techo del desván era muy bajo, dejando un espacio de poco más de un metro de altura, con abundantes clavos en las vigas superiores, que sujetaban el tejado. Le sorprendió descubrir que el área del desván no se limitaba a la recepción y al apartamento del director, sino que se extendía sobre las habitaciones.

En la habitación, se oyó un estruendo que hizo temblar las vigas sobre las que estaba arrodillada. Con el siguiente golpe se oyó el ruido de madera que se partía y de metal quebrado.

Cerró rápidamente la portezuela, sumiendo el desván en la oscuridad total. Avanzó a gatas, tan silenciosamente como pudo, por un par de vigas paralelas, con una mano y una rodilla en cada una de ellas, hasta alejarse unos tres metros de la portezuela. Entonces se detuvo, en la alta y oscura estancia.

Escuchaba con ansiedad los ruidos que procedían de la habitación inferior. Con la portezuela cerrada, no podía oír fácilmente lo que ocurría, ya que la lluvia se precipitaba contra el tejado a sólo pocos centímetros de su cabeza.

Rogaba para que en su estado degenerado, con un coeficiente intelectual más próximo al de un animal que al de un hombre, el hombre-cosa fuera incapaz de deducir por dónde había escapado.

Con sólo un brazo y una pierna, Whitney Gavis se había arrastrado hacia la puerta del garaje, en persecución del monstruo que le había arrancado la pierna artificial. Al llegar a la puerta abierta, supo que se estaba engañando a sí mismo. Con sus limitaciones físicas no podía hacer nada para ayudar a Rachael. Limitaciones físicas; eso es lo que eran. Antes había bromeado llamándolas «peculiaridades» y le había dicho a Rachael que se negaba a considerarlas «limitaciones físicas». Sin embargo, en su situación actual, no cabía el engaño. Tenía que enfrentarse a la dura realidad. Limitaciones físicas. Estaba furioso consigo mismo por dichas limitaciones, furioso con la vieja guerra, con el Vietcong, con la vida en general y, por un momento, estuvo a punto de echarse a llorar.

Pero el furor no servía de nada y Whit Gavis no perdía tiempo ni energía en actividades fútiles ni en compadecerse a sí mismo.

—Ya basta, Whit —se dijo a sí mismo en voz alta.

Se alejó del garaje y se arrastró penosamente por el barro hacia la calle, procurando alcanzar Tropicana, con la intención de llegar hasta el centro de la calle, esperando que algún conductor se detuviera por poca compasión que sintiera.

Había recorrido sólo unos siete u ocho metros, cuando comenzó a dolerle y sentir pinchazos en la cara, donde la bestia le había golpeado. Se tumbó de espaldas, con la lluvia en el rostro y se llevó la mano al rostro para palpar la herida. Descubrió profundos cortes entre las heridas heredadas de Vietnam.

Estaba seguro de que Leben no le había arañado, ya que le había golpeado con el reverso de la mano ósea. Pero era indiscutible que tenía cuatro o cinco cortes que sangraban abundantemente, en especial uno que le llegaba hasta el temporal izquierdo. ¿Tendría aquel maldito fugitivo espinos en los nudillos? Al tocarse con la mano sentía pinchazos de dolor y la bajó inmediatamente.

Volvió a colocarse boca abajo y siguió arrastrándose hacia la calle.

—No importa —dijo—. Este es el lado de mi cara con el que jamás ganaré un concurso de belleza.

No quiso pensar en el chorro de sangre que le brotaba del temporal.

Agachada en el oscuro desván, Rachael comenzaba a pensar que había engañado al hombre-cosa. Su degeneración era al parecer tanto mental como física; tal como lo suponía, no poseía la suficiente capacidad intelectual para calcular dónde había ido. El corazón seguía latiéndole con fuerza y estaba temblorosa, pero también esperanzada.

Entonces se abrió la portezuela y la luz de la habitación iluminó el desván. Aparecieron las horribles manos del mutante por la apertura. Entonces apareció su cabeza y entró en la estancia, mirándola mientras lo hacía.

Se alejó tan rápidamente como pudo. Era perfectamente consciente de los clavos que salían de la parte superior de las vigas, a pocos centímetros de su cabeza. También sabía que no debía apoyarse en los espacios vacíos entre las vigas, ya que de hacerlo se caería por el techo hacia una de las salas inferiores. Aunque no se encontrara con ningún cable ni instalación eléctrica, evitando electrocutarse, al caerse podría romperse una pierna, un brazo o la columna vertebral. En tal caso quedaría inmóvil a merced del monstruo.

Avanzó unos diez metros, con otros cincuenta todavía por delante, antes de mirar atrás. El monstruo había entrado en el desván y la miraba fijamente:

—¡Rachiil! —exclamaba cada vez con mayor dificultad.

Cerró la portezuela, sumiendo la estancia en la más absoluta oscuridad, donde él tenía todas las de ganar.

Las zapatillas de Ben estaban tan mojadas que comenzaban a resbalarle los pies. También empezaba a molestarle una ampolla que se le formaba en el tacón izquierdo.

Cuando finalmente llegó a ver el Golden Sand Inn, con la luz que se filtraba por las ventanas de la recepción, redujo la marcha, se llevó la mano a la espalda y sacó el Combat Magnum que llevaba debajo del cinturón.

Habría deseado tener consigo la escopeta Remington que había abandonado en el Merkur averiado.

Al llegar junto a la entrada del motel, vio que alguien se arrastraba hacia la calle. Al cabo de un momento se dio cuenta de que se trataba de Whit Gavis, sin su pierna artificial y aparentemente herido.

Se había convertido en algo que amaba la oscuridad. No sabía lo que era, no recordaba claramente qué, o quién había sido, no sabía tampoco cuál era el propósito de su existencia, pero sabía que su lugar era la oscuridad, donde no sólo se sentía a gusto sino que así controlaba la situación.

Delante de él, su presa avanzaba cautelosamente en la oscuridad, prácticamente a ciegas y con demasiada lentitud para evitar que la alcanzara. A él, por el contrario, no le molestaba la falta de luz. Podía ver con toda claridad y distinguir prácticamente todos los detalles de sus alrededores.

Sin embargo, estaba ligeramente confundido con relación a su paradero. Sabía que se había encaramado a un largo túnel y por el olor discernía que las paredes eran de madera, pero le parecía que debería encontrarse en un lugar bajo tierra. El lugar era parecido a las madrigueras oscuras y húmedas que recordaba vagamente de otra época y que le atraían por razones que no comprendía con claridad.

A su alrededor aparecían hogueras espectrales, que brillaban momentáneamente y volvían a desaparecer. Sabía que las había temido, pero no recordaba por qué razón. Ahora las llamas fantasmagóricas le parecían inconsecuentes, inofensivas siempre y cuando las ignorara.

El olor de su presa femenina era intenso y le excitaba. Sentía que la lujuria le dominaba y tenía que esforzarse para no apresurarse y echarse sobre ella. Intuía que el suelo era peligroso, pero la precaución tenía menos interés para él que la perspectiva del coito.

De algún modo sabía que era peligroso dejar de apoyarse en las vigas y hacerlo en los espacios vacíos, aunque no comprendía exactamente el porqué. Mantenerse sobre las mismas le era más fácil que a su presa, porque a pesar de su tamaño se movía con mayor agilidad que ella. Además, él veía por dónde andaba, pero ella no.

Cada vez que ella miraba atrás, entornaba los ojos para que no pudiera ver su posición por el brillo de los mismos.

Cuando se detenía para escuchar, indudablemente le oía que se acercaba, pero debía de estar inevitablemente aterrorizada al no poder verle.

El hedor de su terror era tan potente como el de su sexo, pero más amargo. El primero excitaba su anhelo de sangre, tanto como el segundo su instinto sexual. Deseaba sentir su sangre burbujeante en sus labios, lamerla, hurgar con el hocico en su abdomen en busca de la deliciosa carne de su hígado.

Estaba a menos de siete metros.

Cinco.

Tres.

Ben ayudó a Whit a incorporarse contra un muro de contención de metro y medio, tras el cual había habido un parterre de flores, ahora repleto de hierbajos. Sobre sus cabezas, el letrero del hotel raspaba y crujía en el viento.

—No te preocupes por mí —le dijo Whit, empujándole.

—Tu cara…

—Ayúdala. Ayuda a Rachael.

—Estás sangrando.

—Viviré, viviré. Pero ese monstruo está persiguiendo a Rachael —dijo Whit en un tono intranquilizadoramente familiar de puro horror y desesperación, que Ben no había oído desde Vietnam—. Me ha dejado a mí para seguirla a ella.

¿Monstruo?

—¿Vas armado? Bien. Un Magnum. Bien.

—¿Monstruo? —repitió Ben.

De pronto el viento comenzó a soplar con mayor fuerza y la lluvia cayó como si acabara de romperse el dique de un pantano, y Whit levantó la voz sobre el ruido de la tormenta.

—Leben. Se trata de Leben, pero ha cambiado. Dios mío, cuánto ha cambiado. Ya no es precisamente Leben. Ella lo llama caos genético. Evolución regresiva, devolución, según ella. Mutaciones masivas. Date prisa, Ben. En el apartamento del director.

Sin llegar a comprender lo que Whit le contaba, Ben presintió que Rachael corría un grave peligro, superior al que imaginaba, dejó a su viejo amigo junto al muro y corrió hacia la entrada del motel.

A ciegas, ensordecida por el ruido de la tormenta sobre el tejado, Rachael avanzaba tan rápidamente como podía. A pesar de que temía ir demasiado despacio para escapar de la bestia, llegó al fondo del desván antes de lo esperado, tropezando con el muro.

Por absurdo que parezca, no había pensado lo que haría al llegar al fondo. Se había concentrado tanto en mantenerse alejada de aquel hombre-cosa, que había seguido como si el desván fuera inacabable.

Al sentirse acorralada, lanzó un grito de frustración. Se dirigió hacia la derecha, con la esperanza de que el desván continuara hacia el ala contigua. Probablemente así había sido, pero habían construido un muro de hormigón, separando ambas alas, seguramente como medida contra el fuego. Buscando desesperadamente en la oscuridad, comprobó que el muro era impenetrable y que constituía una barrera que no podría cruzar.

A su espalda, el hombre-cosa emitió un obsceno chillido victorioso y de hambre que se impuso sobre el ruido de la tormenta y que parecía proceder de pocos centímetros de su oído.

Sacudió la cabeza jadeando, aturdida por la proximidad de la voz demoníaca. Suponía que dispondría de un minuto, o por lo menos de treinta segundos, para formular un plan. Pero por primera vez desde que se había cerrado la portezuela del desván, Rachael vio sus ojos asesinos. La radiante órbita verde pálido estaba experimentando cambios, para convertirse indudablemente en otro ojo anaranjado de serpiente. Estaba tan cerca, que percibía el profundo odio en su mirada. El monstruo estaba a menos de dos metros.

Le apestaba el aliento.

De algún modo sabía que podía verla perfectamente.

Intentaba agarrarla en la oscuridad.

Sintió que su grotesca mano se le acercaba.

Se apoyó contra el muro de hormigón.

Piensa, piensa.

Acorralada como estaba, lo único que podía hacer era exponerse al riesgo que hasta entonces había evitado, y en lugar de quedarse sobre las vigas, se echó a un lado, con lo que el techo cedió bajo su peso. Cayó del desván, en una de las habitaciones inferiores, esperando no golpearse con ningún mueble, no romperse ningún hueso, ni quedar a merced de aquel monstruo… y cayó en medio de una cama con el colchón roto y enmohecido. El olor y textura húmeda de la podredumbre eran inmensamente ofensivos, pero se alegraba de estar viva y de no haberse roto ningún hueso.

En el desván, el hombre-cosa comenzó a descender de un modo más ortodoxo del que ella había elegido, agarrándose a las vigas y pataleando para abrirse paso.

Bajó de la cama y buscó apresuradamente la puerta de la habitación en la oscuridad.

En el apartamento del director, Ben descubrió la puerta derribada, pero no había nadie en la habitación, ni tampoco en la sala de estar ni en la cocina. Miró también en el garaje, pero tampoco vio a Rachael ni a Eric. No encontrar nada era mejor que hallar un charco de sangre o un cuerpo mutilado, pero no mucho mejor.

Con las urgentes advertencias de Whitney todavía presentes en su mente, Ben volvió a salir del apartamento, en dirección al patio y de reojo vio que algo se movía en el fondo de la primera ala.

Rachael. Era inconfundible incluso en la oscuridad.

Salía a toda prisa de una habitación y Ben la llamó, inmensamente aliviado. Ella levantó la cabeza y echó a correr hacia él. Al principio creyó que estaba emocionada de verle, pero pronto comprendió que lo que la impulsaba era el terror.

—¡Corre, Benny! —le chilló, acercándose—. ¡Corre, por Dios santo, corre!

Evidentemente, Ben no estaba dispuesto a echar a correr, porque eso supondría abandonar a Whit junto al muro donde estaba apoyado y no podía llevarle consigo, por lo que decidió defender el territorio. Sin embargo, cuando vio el monstruo que salió de la habitación en persecución de Rachael, indudablemente habría deseado escapar, sintió que le abandonaban las fuerzas, a pesar de que en la oscuridad sólo veía parcialmente aquella pesadilla.

Whit le había hablado de caos genético, de devolución. Hasta hacía poco, aquellas palabras no habían significado gran cosa para él. Pero ahora, al ver en lo que Eric Leben se había convertido, comprendió todo lo que necesitaba saber por el momento. Leben era al mismo tiempo el doctor Frankenstein y su propio monstruo, experimentador y lamentable experimento, genio y maldición.

—Vámonos, vámonos, date prisa —dijo Rachael cuando llegó a él, cogiéndole del brazo.

—No puedo abandonar a Whit —le respondió—. Échate atrás. Déjame campo para dispararle.

—¡No! No servirá de nada. Dios mío, le he disparado diez veces y se ha levantado como si nada.

—Esta arma es mucho más poderosa que la tuya —insistió Ben.

La horripilante figura dantesca se les acercaba a toda prisa, galopando con elegancia, bajo la marquesina, no con la torpeza que Ben había supuesto al verle por primera vez, sino con una rapidez asombrosa e inquietante. Incluso a la pálida luz reinante, algunas partes de su cuerpo parecían brillar como las de una armadura metálica, reminiscentes de las corazas de algunos insectos, mientras que otras emitían destellos plateados semejantes a las escamas.

Ben apenas tuvo tiempo de abrir las piernas, levantar su Combat Magnum con ambas manos y apretar el gatillo. El revólver retumbó y salió un fogonazo por el cañón del mismo.

A cinco metros, el monstruo se detuvo por el impacto de la bala, se tambaleó, pero no cayó. Diablos, no le detuvo: siguió avanzando más lentamente, pero todavía con excesiva rapidez.

Le disparó por segunda y tercera vez.

La bestia lanzó un grito, que no se parecía a nada que Ben hubiera oído en su vida, ni que quisiera oír, y por fin se detuvo. Cayó contra uno de los postes metálicos que servían de soporte a la marquesina y se agarró a él.

Ben volvió a dispararle, dándole ahora en la garganta.

El impacto del Magnum 357 le obligó a soltar el poste y a retroceder.

Por fin el quinto disparo le obligó a caerse, pero sólo de rodillas. Se llevó una mano a la garganta y la otra, doblando el brazo de un modo inverosímil, a la parte posterior del cuello.

—¡Otra vez, otra vez! —exclamaba Rachael.

Le disparó la sexta y última bala y el monstruo cayó de espaldas, giró sobre un costado, y permaneció silencioso e inmóvil.

El Combat Magnum producía un estruendo sólo ligeramente inferior al de un cañón. En el silencio relativo que siguió a los disparos, la lluvia parecía un mero susurro.

—¿Tienes más balas? —preguntó Rachael, todavía aterrorizada.

—No te preocupes —respondió Ben, estremeciéndose—. Está muerto, está muerto.

—¡Si tienes más munición, carga el revólver! —exclamó.

No le conmovió su tono porque sintiera pánico en su voz, sino porque se dio cuenta de que no estaba realmente histérica. Estaba sin duda aterrorizada, muy aterrorizada, pero no fuera de control. Sabía de lo que estaba hablando.

Estaba aterrorizada, pero no irracionalmente y creía que le convenía cargar de nuevo el revólver.

Por la mañana, hacía una eternidad, de camino hacia la cabaña de Eric sobre el lago Arrowhead, Ben se había metido unas cuantas balas en los bolsillos, junto con algunos cartuchos para la escopeta. Había abandonado los cartuchos, junto con la escopeta, en el Merkur en la interestatal 15. Ahora, al buscar en los bolsillos, sólo encontró dos balas para el revólver, cuando en realidad esperaba tener media docena y supuso que se le habían caído al desprenderse de los cartuchos.

Pero no importaba, estaba a salvo, no tenían nada que temer, el monstruo no se había movido, ni tampoco lo haría.

—Date prisa —insistió Rachael.

A Ben le temblaban las manos. Abrió el cilindro del revólver e introdujo una bala.

Benny —le advirtió Rachael.

Levantó la mirada y vio que la bestia se movía. Se apoyaba en el suelo de hormigón con las manos e intentaba levantarse.

—¡Válgame Dios! —exclamó Ben, introduciendo la segunda bala y cerrando el cilindro.

Increíblemente, la bestia había logrado arrodillarse y se agarraba a otro poste metálico.

Ben apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. El Combat Magnum retumbó de nuevo.

El monstruo se tambaleó con el impacto de la bala, pero siguió agarrado al poste y emitió un chillido estridente.

Miró a Ben con sus ojos luminosos y en ellos creyó ver un reto y un odio indestructible.

A Ben le temblaban tanto las manos, que temía fallar el próximo y último disparo. Nunca había estado tan nervioso, desde su primer combate en Vietnam.

Agarrándose fuertemente al poste, se puso de pie.

Con la confianza por los suelos, pero resistiéndose a admitir que un arma tan extraordinariamente poderosa como el Magnum 357 no fuera adecuada, Ben disparó la última bala.

La bestia volvió a caerse, pero en esta ocasión sólo estuvo unos segundos en el suelo. Se contorsionaba, chillaba y pataleaba de agonía, con las partes duras de su cuerpo raspando y golpeando el hormigón.

A Ben le habría gustado creer que eran los ruidos de un moribundo, pero ahora estaba convencido de que no se le abatiría con un arma normal, a no ser con una Uzi automática, o quizás con un rifle AK-91, o algo por el estilo.

Rachael le tiró del brazo, procurando alejarle antes de que se levantara nuevamente la bestia, pero aún tenía el problema de Whit Gavis. Ben y Rachael podían ponerse a salvo corriendo, pero para salvar a Whit tenía que quedarse y seguir luchando, hasta que él o el mutante fallecieran.

Quizás porque se sentía como si estuviera de nuevo en una guerra, pensó en Vietnam y en una de las armas particularmente crueles que se utilizaban en aquel infame y brutal conflicto: napalm. El napalm era gasolina en forma gelatinosa y por lo general destruía lo que tocaba, destruyendo la carne hasta el hueso, desintegrando el hueso hasta la médula. En Vietnam se le tenía pánico, porque una vez lanzado la muerte era ineludible. Con el tiempo necesario, sabía cómo fabricar una versión casera de napalm, pero evidentemente no disponía del tiempo preciso, aunque sabía que podía conseguir gasolina en su estado normal. A pesar de que la versión gelatinosa era preferible, el líquido tenía también su eficacia.

—¿Dónde está el Mercedes? —le preguntó Ben a Rachael, cogiéndola del hombro, en el momento en que el mutante comenzaba a incorporarse de nuevo, después de chillar y contorsionarse.

En el garaje.

Miró hacia la calle y comprobó que Whit se había arrastrado hacia el otro lado del muro de retención, donde no se le veía desde el motel. Según la sabiduría de Vietnam, uno ayuda a sus compañeros hasta el último momento y entonces procura ponerse a salvo. Los iniciados no olvidarán jamás las lecciones que la guerra les había enseñado. Mientras Leben creyera que Ben y Rachael estaba en el motel, no era probable que fuera hacia Tropicana y se encontrara accidentalmente con un individuo indefenso junto al muro. Por lo menos durante algunos minutos, Whit estaba a salvo donde se encontraba.

—¡Vámonos! —le dijo Ben a Rachael, cogiéndola de la mano y desprendiéndose del inútil revólver.

Corrieron por el lado de la recepción, hacia la parte trasera del motel, donde el viento golpeaba incesantemente la puerta abierta del garaje.