Después de lavarse la cara y arreglarse el cabello lo mejor que pudo, Rachael volvió junto a las cabinas telefónicas y se sentó en un banco tapizado en cuero rojo, desde donde veía a todo el mundo que se acercaba por la puerta del vestíbulo del hotel y por la escalera de la sala de juegos subterránea. La mayoría de la gente se quedaba cerca de las bulliciosas ruletas, pero el vestíbulo estaba también muy transitado.
Se fijaba en todos los hombres con la mayor discreción posible. No lo hacía para localizar a Whitney Gavis, ya que no tenía ni idea de cuál era su aspecto, pero le preocupaba que la reconociera alguien que pudiera haber visto su fotografía en la televisión. Tenía la sensación de que estaba rodeada de enemigos por todas partes, que la acechaban, y que si bien podía ser pura paranoia, también podía no serlo.
Si en algún momento de su vida se había sentido más miserable y deprimida, no lo recordaba. Las pocas horas que había dormido la noche anterior en Palm Springs, no la habían preparado para la actividad frenética de aquel día. Le dolían las piernas de lo mucho que había corrido y escalado, y tenía los brazos duros y pesados. Le dolía desde la nuca hasta la base de la columna vertebral. Tenía los ojos irritados, turbios y doloridos. A pesar de las seis latas de bebida que había comprado en Baker y consumido por el camino hacia Las Vegas, tenía la boca seca y amarga.
—Pareces estar agotada, muchacha —le dijo Whitney Gavis sobresaltándola, al acercarse al banco donde estaba sentada.
Le había visto que se acercaba por la puerta del vestíbulo, pero convencida de que no podía ser él, había trasladado su atención a otros hombres. Medía aproximadamente metro ochenta, un par de centímetros menos que Benny, quizás algo más robusto, con hombros más anchos y pecho más salido. Llevaba un ancho pantalón blanco y una camisa de algodón azulada, al estilo de Corrupción en Miami, sin la chaqueta blanca. Sin embargo, el lado izquierdo de su rostro estaba desfigurado por una serie de cicatrices rojas y castañas, como si hubiera recibido cortes profundos, quemaduras, o ambas cosas. Tenía la oreja izquierda abultada, nudosa. Caminaba con un aire rígido y torpe, forzando la cadera izquierda de un modo que parecía indicar que su pierna estaba paralizada o, probablemente, que se trataba de una pierna artificial. Le habían amputado el brazo izquierdo entre el codo y la muñeca, y el muñón le salía de la manga corta de la camisa.
—Evidentemente Benny no te lo había advertido —dijo riéndose de su sorpresa—. Como caballero que acude en tu rescate, dejo bastante que desear.
—No, no, me alegro mucho de estar aquí —replicó, parpadeando—. Me alegro de tener un amigo aunque… es decir, no quiero decir que… estoy segura de que tú… diablos, no hay razón para que…
Comenzó a levantarse, entonces se le ocurrió que quizás él estaría más cómodo sentado, pero se dio cuenta de que aquella era una idea paternalista y no lograba librarse de su embarazosa decisión.
—Relájate, muchacha —le dijo Whitney nuevamente riéndose, mientras la cogía del brazo con su única mano—. No me has ofendido. Jamás he conocido a nadie que se preocupe menos de las apariencias que Benny. Juzga a la gente por lo que son y por lo que ofrecen, no por su aspecto o por sus limitaciones físicas, por lo que me parece típico que no te haya hablado de mis… ¿llamémosle peculiaridades? Me niego a denominarlo impedimentos. En todo caso, no me sorprende que estés desconcertada, muchacha.
—Supongo que no ha tenido tiempo de mencionármelo, aunque haya pensado en ello —dijo, decidiendo seguir de pie—. Nos hemos despedido con muchas prisas.
Se había sorprendido porque sabía que Benny y Whitney habían estado juntos en Vietnam, y a primera vista no comprendió como alguien con aquellas limitaciones físicas podía haber sido soldado. Evidentemente, entonces se dio cuenta de que no las padecía antes de ir al sudeste asiático y de que había perdido el brazo y la pierna en el combate.
—¿Ben está a salvo? —preguntó Whitney.
—No lo sé.
—¿Dónde está?
—Espero que de camino para reunirse conmigo, pero no lo sé con seguridad.
De pronto le produjo un horrible sobresalto darse cuenta de que podía haber sido fácilmente Benny quien hubiera regresado de la guerra con cicatrices en el rostro, habiendo perdido una mano y una pierna, y la idea le horrorizó.
Desde el lunes por la noche, cuando Benny le había arrebatado el Magnum 357 a Vincent Baresco, Rachael había pensado en él como alguien de recursos prácticamente ilimitados, indómito y casi invencible. En algunos momentos había temido por él y desde que le había dejado solo en la montaña junto al lago Arrowhead, no había dejado de preocuparse. Pero en el fondo deseaba creer que era demasiado duro y rápido para que pudiera ocurrirle cualquier percance. Ahora, al comprobar cómo había regresado Whitney Gavis de la guerra y sabiendo que habían servido juntos, Rachael comprendió, sintió y finalmente supo que Benny era un mortal, tan frágil como los demás, sujeto a la vida por un hilo tan tristemente fino como el de cualquiera, suspendido del vacío.
—Oye, ¿estás bien? —le preguntó Whitney.
—Lo estaré en un momento —respondió temblorosa—. Sólo estoy agotada y… preocupada.
—Quiero saberlo todo, la verdad, no lo que han dicho las noticias.
—Hay mucho que contar —respondió Rachael—. Pero no aquí.
—No —dijo Whitney mirando a su alrededor—. No aquí.
—Benny se reunirá conmigo en el Golden Sand.
—¿El motel? Claro, por supuesto, supongo que es un buen lugar para ocultarse. No es un lugar exactamente lujoso…
—No estoy en condiciones de elegir.
Whitney había dejado también su coche en manos del portero y le entregó su recibo y el de Rachael al salir del hotel.
Más allá de la enorme marquesina, la lluvia impulsada por el viento llenaba la noche. Habían cesado los relámpagos, pero la lluvia no era gris, melancólica y oscura, por lo menos no en las inmediaciones del hotel. Millares de gotitas reflejaban el amarillo y anaranjado de las luces que rodeaban la entrada del Grand, como un ejército celestial que descendía del firmamento con armaduras de oro.
El primero en llegar fue el coche de Whitney, un Karmann Ghia prácticamente nuevo, seguido muy de cerca del Mercedes negro. A pesar de que sabía que llamaba la atención delante del portero, Rachael insistió en mirar cuidadosamente el interior del vehículo y en el maletero antes de sentarse al volante. La bolsa de basura con la documentación de Wildcard seguía donde la había dejado, si bien eso no era lo que buscaba. Su comportamiento era absurdo y ella lo sabía. Eric estaba muerto, o reducido a una forma subhumana, arrastrándose por el desierto a más de ciento cincuenta kilómetros de donde se encontraba. No habría podido seguirla de ningún modo hasta el Grand, ni meterse en el vehículo durante el breve período que había pasado en el aparcamiento subterráneo del hotel. No obstante, examinó el maletero con aprensión y sintió mucho alivio al comprobar que estaba vacío.
Siguió al Karmann Ghia de Whitney por el bulevar Flamingo, hacia el este por el Paradise, a continuación hacia el sur por el Tropicana y finalmente llegaron al Golden Sand Inn.
Eric no se atrevió a conducir por el bulevar del sur de Las Vegas, esa calle barroca y deslumbrante conocida como la Avenida, ni siquiera de noche y bajo la oscura lluvia. La noche parecía incendiada por edificios de ocho y diez pisos con las fachadas repletas de luces parpadeantes, pulsantes, lanzando destellos, y por centenares de kilómetros de tubos fluorescentes doblados sobre sí mismos como intestinos luminosos de peces transparentes. El agua y la ancha ala del sombrero del vaquero, no bastaban para ocultar su horrible rostro de los demás conductores. Por consiguiente decidió salirse de la avenida mucho antes de llegar a los hoteles, en la primera calle que encontró que se dirigía hacia el este, inmediatamente después del aeropuerto internacional de McCarran. En esa calle no había hoteles, ni luces carnavalescas y el tráfico era escaso. Dando un rodeo, se dirigió hacia el bulevar Tropicana.
Había oído a Shadway que le hablaba a Rachael del Golden Sand Inn y no le fue difícil encontrarlo en una zona relativamente poco urbanizada y ligeramente lúgubre de Tropicana. El edificio, de una sola planta en forma de U, estaba construido alrededor de una piscina, visible desde la calle. La estructura de madera, quemada por el sol, necesitaba una capa de pintura. El estucado estaba manchado y agrietado. El tejado de alquitrán y gravilla, común en el desierto, estaba pelado en algunas zonas y necesitaba un repaso. Algunas ventanas estaban rotas y tapiadas. El jardín estaba invadido de hierbajos. Contra una de las paredes se habían acumulado montones de papeles y hojas muertas. El enorme letrero de neón, que colgaba de unos postes metálicos de siete metros junto a la entrada, empujado por el viento de poniente, estaba roto y apagado.
A doscientos metros a cada lado del Golden Sand Inn sólo había maleza. Al otro lado del bulevar se estaba construyendo actualmente una urbanización en la que sólo había estructuras esqueléticas de futuras casas azotadas por la lluvia. Aparte de los pocos coches que pasaban por Tropicana, el motel estaba en un lugar relativamente aislado del sudeste de la ciudad.
A juzgar por la ausencia de luces, Rachael no había llegado aún. ¿Dónde estaría? Había conducido muy deprisa, pero no creía haberla adelantado por la carretera.
Pensando en ella, el corazón comenzó a latirle vigorosamente. Su visión adquirió un tinte rojizo. Con el recuerdo de la sangre se le hacía la boca agua. Aquel furor frío familiar se esparció por el cuerpo como cristales de hielo, pero apretó sus feroces dientes de tiburón y se esforzó en mantenerse por lo menos funcionalmente racional.
Aparcó la furgoneta en el arcén de gravilla, cien metros más allá del Golden Sand, dejando caer las ruedas delanteras en la cuneta, para dar la impresión de que había salido de la carretera y su conductor había abandonado el vehículo hasta el día siguiente. Apagó las luces y el motor. Al cesar el ruido del motor, el de la lluvia aumentó de volumen. Esperó hasta no ver ningún coche en una dirección ni en la otra, abrió la puerta y entró en la tormenta.
Avanzando por la cuneta, llena de agua de color castaño, comenzó a cruzar el descampado que le separaba del motel. Echó a correr, ya que si venía algún coche por el bulevar, no tenía donde esconderse, a excepción de unos matorrales espinosos todavía anclados en la arena y sacudidos por el viento.
Expuesto a los elementos, quiso nuevamente desnudarse y sucumbir a su profundo deseo de correr libre por el viento y por la noche, alejado de las luces de la ciudad, hacia lugares salvajes. Pero la mayor necesidad de vengarse le hizo conservar la ropa y concentrarse en su objetivo.
El área de recepción del hotel se encontraba en la esquina noreste de la estructura. A través de sus enormes ventanales sólo podía ver una parte de la oscura sala: la forma difuminada de un sofá, un sillón, un exhibidor de postales vacío, una mesa, una lámpara y el mostrador de la recepción. Las dependencias del director, donde Shadway le había dicho a Rachael que se refugiara, estaban probablemente junto a la recepción. Eric intentó abrir la puerta, cuya manecilla parecía diminuta en su gigantesca y áspera mano, y descubrió, tal como suponía, que estaba cerrada con llave.
De pronto vio un vago reflejo de sí mismo en el cristal húmedo, un rostro demoníaco con cuernos, una descomunal dentadura y distorsionado por abundantes protuberancias óseas. Alejó rápidamente la mirada, sofocando el chillido que quiso escapar.
Se dirigió hacia el patio, donde por tres costados había puertas de acceso a las habitaciones. Estaba todo a oscuras, pero podía ver sorprendentemente bien todos los detalles, incluido el tono azul oscuro de la pintura de las puertas. Sin saber en lo que se estaba convirtiendo, su visión nocturna parecía ser mejor que la de los seres humanos.
El marco retorcido de una marquesina de aluminio colgaba a lo largo de un pasadizo de acceso a las tres alas, configurando un depauperado paseo.
La lluvia se filtraba por la marquesina, cayendo sobre el suelo de hormigón acumulándose en una franja de césped, repleta ahora de hierbajos. El agua salpicaba bajo sus botas, al acercarse a la piscina.
La habían vaciado, pero con el agua de la lluvia volvía a estar medio llena. En la parte honda se había acumulado ya más de medio metro de agua. Bajo la misma, parpadeaba una hoguera espectral evasiva y quizás ilusoria, con unas llamas carmíneas y plateadas distorsionadas por el líquido bajo el cual flameaban.
Algo en aquella hoguera, más que en las que había visto anteriormente, le hizo estremecerse de miedo. Al mirar hacia el agujero negro de la piscina casi vacía, se sintió imbuido por el impulso instintivo de echar a correr, de alejarse cuanto pudiera de aquel lugar.
Se apartó rápidamente de la piscina.
Entró bajo la marquesina, donde el ruido de la lluvia le producía claustrofobia, como si estuviera encerrado en una lata. Se dirigió hacia la habitación número 15, en medio del bloque central e intentó abrir la puerta. Estaba también cerrada con llave, pero el cerrojo parecía viejo y fácilmente quebradizo. Se echó atrás y comenzó a pegarle patadas. A la tercera, estaba tan excitado por el acto de destruir, que comenzó a pegar gemidos incontrolables. A la cuarta cedió el cerrojo y la puerta se abrió hacia adentro, con el quejido del metal torturado.
Entró.
Recordó que Shadway le había dicho a Rachael que la electricidad todavía funcionaba, pero no quiso encender la luz. Por una parte, no quería delatar su presencia cuando Rachael finalmente llegara. Además, gracias a su visión nocturna enormemente mejorada, era capaz de discernir las dimensiones de la oscura habitación y los contornos de los muebles con el suficiente detalle como para circular sin tropezar.
Cerró cuidadosamente la puerta.
Se acercó a la ventana que daba al patio, abrió las raídas y polvorientas cortinas un par de centímetros, y miró hacia la menor oscuridad de la noche. Desde ahí podía ver la parte frontal del motel y la puerta de la recepción.
La vería a su llegada.
Cuando estuviera instalada, iría a por ella.
Se movía con impaciencia, trasladando el peso de su cuerpo de un pie al otro.
Emitió un anhelante chillido agudo.
Tenía afán de sangre.
Amos Zachariah Tate, el camionero de rostro rugoso, ojos rasgados y enorme bigote caído meticulosamente cuidado, parecía una reencarnación de alguien que había merodeado por el Mojave en la época del salvaje oeste, asaltando diligencias y a los jinetes del «Pony-express». Sin embargo sus modales eran más propios de un predicador itinerante de la misma época, suaves, corteses, generosos y al mismo tiempo profundamente convencido de la redención del alma a través del amor a Jesucristo.
No sólo le facilitó a Ben un viaje gratis a Las Vegas, sino que le ofreció una manta para que se protegiera del frío y del aire acondicionado en su cuerpo empapado por la lluvia, café de uno de los enormes termos que llevaba, una chocolatina para comer y consejos espirituales. Estaba realmente interesado por la comodidad y el bienestar físico de Ben. Era un buen samaritano innato, a quien le avergonzaba que le dieran las gracias y desprovisto de todo moralismo, gracias a lo cual su sincero entusiasmo por Jesucristo carecía de todo elemento potencialmente ofensivo.
Además, Amos creía lo que Ben le había contado sobre su esposa gravemente enferma, posiblemente moribunda, en el hospital Sunrise de Las Vegas. A pesar de que dijo que normalmente tenía un profundo respeto por la ley, incluso en lo referente al código de la circulación, en este caso hizo una excepción y aceleró el monstruo que conducía hasta los ciento veinte o ciento treinta kilómetros por hora, que era la máxima velocidad que consideraba prudente dadas las condiciones meteorológicas.
Envuelto en su manta de lana, sorbiendo café, mientras mordisqueaba una chocolatina y pensaba en la vida y la muerte, Ben le estaba agradecido a Amos Tate, pero habría preferido ir más de prisa. Si el amor era lo más cercano que los seres humanos podían estar de la inmortalidad, que era lo que había pensado cuando estaba en la cama con Rachael, se le había abierto una puerta hacia la vida eterna al encontrarla. Ahora, en las puertas del paraíso, parecía que le arrebataban la llave de la mano. Al pensar en lo lúgubre que sería la vida sin ella, deseaba apoderarse del camión, empujar a Amos a un lado, colocarse al volante y lanzar el vehículo a toda velocidad hacia Las Vegas.
Pero lo único que podía hacer era acurrucarse en su manta y observar con creciente impaciencia el transcurso de los kilómetros.
Hacía probablemente más de un mes que no se utilizaba el apartamento del director en el Golden Sand Inn y el aire estaba viciado. A pesar de que el olor no era excesivamente fuerte, Rachael no dejaba de arrugar la nariz de asco.
Había un deje de putrefacción en el ambiente que a la larga le produciría náuseas.
La sala de estar era grande, el dormitorio pequeño y el baño minúsculo. La diminuta cocina estaba abarrotada y deteriorada, pero perfectamente equipada. Las paredes daban la impresión de no haber sido pintadas en una década.
Las alfombras estaban gastadas y el linóleo de la cocina rasgado y descolorido. Los muebles estaban pelados, medio desarmados y pandeaban, y casi todos los utensilios de la cocina estaban abollados, raspados y amarillentos por la edad.
—No es lo que uno se encontraría en una revista de diseño arquitectónico —dijo Whitney Gavis, apoyándose con el muñón de su brazo izquierdo contra la nevera y extendiendo la mano derecha para enchufarla a la corriente, con lo que el motor se puso inmediatamente en funcionamiento—. Pero todo funciona bastante bien y es improbable que a nadie se le ocurra buscarte aquí.
Mientras circulaban por el apartamento encendiendo las luces, Rachael comenzó a contarle la historia real sobre las órdenes de detención que había contra ella y contra Benny. Se sentaron junto a la mesa de superficie de formica, cubierta de polvo y de quemaduras de cigarrillos, y acabó de contarle brevemente la historia.
En el exterior, los gemidos del viento parecían los de una bestia salvaje, que quisiera acercarse a las ventanas para participar en el relato y agregar sus propios detalles.
Junto a la ventana de la habitación 15, a la espera de la llegada de Rachael, Eric había percibido que el ardor del fuego transformador crecía dentro de sí. Comenzó a sudar copiosamente, con auténticos regueros que descendían por la cara desde las cejas, brotando de todos los poros, como si intentara igualar la lluvia del exterior. Tenía la sensación de estar en un horno y cada bocanada de aire le abrasaba los pulmones. A su alrededor, en todas las esquinas, la habitación estaba llena de esas llamas fantasmagóricas de las hogueras espectrales a las que no se atrevía a mirar. Sus huesos parecían estar fundidos y sentía tanto calor en la carne, que no le habría sorprendido que de la punta de sus dedos aparecieran llamas.
—Fundir… —dijo en una voz profunda y gutural, totalmente inhumana— el… hombre que se funde.
De pronto mutó su rostro. Un terrible crujir y un astilleo le llenó momentáneamente los oídos, procedente del interior de su cráneo, que se convirtió casi inmediatamente en un sonido líquido nauseabundo, balbuciente y cenagoso. El proceso se aceleraba frenéticamente. Horrorizado, aterrorizado, pero provisto también de una oscura excitación y de una feroz alegría demoníaca, percibió que su rostro estaba cambiando de forma. Al principio sintió que se le formaba una protuberancia en las cejas, que entorpecía su visión periférica, pero a continuación desapareció, con el nuevo hueso fundiéndose como si fuera mantequilla. La corriente de la transformación se trasladó a su nariz, boca y mandíbula, extendiendo sus facciones nominalmente humanas para formar un rudimentario y distorsionado hocico. Comenzaron a doblársele las rodillas, por lo que se alejó vacilante de la ventana y se desplomó. Algo le estalló en el pecho. Para acomodarse a la forma del hocico, se le abrieron los labios a lo largo de las mejillas. Se arrastró hasta la cama, se tumbó de espaldas, entregándose por completo al devastador proceso revolucionario de transformación, que esencialmente no le resultaba desagradable y desde la lejanía se oyó a sí mismo emitir sonidos extraños: un gruñido parecido al de un perro, el siseo de un reptil y exclamaciones no verbales, pero inconfundiblemente las de un hombre en estado orgásmico.
Durante un rato quedó sumido en las tinieblas.
Cuando a los pocos minutos recuperó parcialmente el sentido, descubrió que había caído de la cama y había rodado hasta la ventana, desde la que había estado vigilando a la espera de la llegada de Rachael. A pesar de que el fuego transformador seguía ardiendo en su interior y de que sentía que sus tejidos exploraban nuevas formas en todas partes de su cuerpo, abrió decididamente las cortinas y se levantó para mirar por la ventana. Con la poca luz, sus manos parecían enormes y quitinosas, como las de un cangrejo o una langosta, que en lugar de pinzas tuviera dedos. Se agarró de la repisa para levantarse del suelo. Al acercarse a la ventana, el aire le salía de los pulmones a grandes bocanadas que empañaban el cristal.
Las luces estaban encendidas tras las ventanas de la recepción.
Rachael debía de haber llegado.
Se sintió inmediatamente imbuido por el odio. El recuerdo de olor a sangre que impregnaba su olfato le estimulaba.
Pero también tenía una inmensa y extrañísima erección. Quería copular con ella antes de matarla, como lo había hecho con la mujer del vaquero. En su estado degenerado y mutante, le tranquilizó descubrir que le resultaba difícil mantener cierta comprensión de su identidad. Segundo tras segundo dejaba de importarle de quién se tratara y lo único que le preocupaba era que fuera hembra y… presa.
Intentó alejarse de la ventana para dirigirse hacia la puerta, pero sus piernas transformadas cedieron bajo le peso de su cuerpo. Una vez más volvió a retorcerse y contorsionarse en el suelo de la habitación del motel, con el fuego transformador más cálido que nunca dentro de sí.
Sus genes y cromosomas, que habían sido los reguladores indiscutibles (los directores) de su forma y de su función, habían adquirido ellos mismos plasticidad. Habían dejado de recrear primordialmente estados anteriores de la evolución humana, para dedicarse a la exploración de formas totalmente ajenas que nada tenían que ver con la historia de la fisiología de la especie humana. Mutaban al azar, o en respuesta a fuerzas y pautas inexplicables que no podía percibir. Mientras mutaban, dirigían su cuerpo hacia la producción masiva de hormonas y proteínas con las que se moldeaba su carne.
Se estaba convirtiendo en algo que jamás había pisado la superficie de la tierra, ni estaba previsto que lo hiciera.
El bimotor de los marines de Twentynine Palms aterrizó en el aeropuerto internacional de McCarran, en Las Vegas, a las nueve y tres del martes. Faltaban sólo diez minutos para la supuesta hora de llegada del vuelo regular del condado de Orange, en el que viajaban Julio Verdad y Reese Hagerstrom.
Harold Ince, agente de la ADS en la oficina de Nevada, esperaba a Anson Sharp, Jerry Peake y Nelson Gosser en la puerta de desembarque.
Gosser se dirigió inmediatamente a otra puerta, por donde desembarcaría el vuelo del condado de Orange. Su misión consistiría en seguir discretamente a Verdad y a Hagerstrom hasta que salieran de la terminal, a partir de donde serían responsabilidad del equipo de vigilancia que los estaría esperando fuera.
—Señor Sharp, vamos muy justos de tiempo —dijo Ince.
—Dígame algo que no sepa —replicó Sharp, cruzando a toda prisa el vestíbulo y dirigiéndose hacia el largo pasillo que conducía a la puerta frontal de la terminal.
Peake caminaba a toda prisa para mantener el ritmo de su jefe, pero Ince, mucho más bajo que Sharp, tenía dificultad para seguirlos.
—Su coche le espera frente a la terminal, en un lugar discreto, detrás de una línea de taxis, de acuerdo con sus instrucciones.
—Bien. Pero ¿qué ocurrirá si no cogen un taxi?
—Hay un mostrador de alquiler de coches que está todavía abierto. Si se detienen para alquilar un vehículo, se lo comunicaré inmediatamente.
—Bien.
Llegaron al pasillo y subieron sobre la cinta transportadora. No había llegado ningún otro vuelo últimamente ni había ninguna salida prevista, por lo que el pasillo estaba desierto. Por los altavoces repartidos por la terminal se oían mensajes de artistas que actuaban en aquellos momentos en Las Vegas (Loan Rivers, Paul Anka, Rodney Dangerfield, Tom Dreesen, Bill Crosby y otros) con chistes de poca gracia y, sobre todo, consejos para los pasajeros: «Les rogamos que no suelten la barandilla móvil de la cinta transportadora, circulen por la derecha, adelanten por la izquierda y procuren no tropezar al llegar al fondo de la cinta».
Insatisfecho con la lentitud de la cinta, Sharp avanzaba a grandes zancadas y en un momento dado volvió la cabeza para preguntarle a Ince:
—¿Cuál es su relación con la policía de Las Vegas?
—Cooperan, señor.
—¿Eso es todo?
—Quizás algo más que eso —agregó Ince—. Son buenos muchachos. Tienen un trabajo muy duro en esta ciudad, con tantos maleantes y gente de paso, pero lo manejan bien. Hay que reconocerlo. No son blandos y puesto que saben lo difícil que es mantener el orden, sienten mucho respeto hacia los demás policías.
—¿Cómo nosotros?
—Como nosotros.
—Si se producen disparos —prosiguió Sharp—, alguien los denuncia y llega la policía uniformada antes de que tengamos oportunidad de limpiar el terreno, ¿podemos confiar en que sus informes se ajusten a nuestras necesidades?
—Quizás… —respondió Ince, parpadeando sorprendido.
—Comprendo —replicó fríamente Sharp, en el momento en que llegaban al final del pasillo y comenzaban a cruzar el vestíbulo de la terminal—. Ince, le aconsejo que en los próximos días estreche sus lazos de amistad con la policía local.
La próxima vez no quiero oír «quizás».
—Sí, señor. Pero…
—Usted quédese por aquí, tal vez cerca del quiosco de los periódicos. Intente pasar desapercibido tanto como le sea posible.
—Esa es la razón por la que voy vestido así —respondió Ince, que llevaba un traje deportivo de poliéster verde y una camisa Banlon naranja.
Dejando a Ince en la terminal, Sharp salió al exterior por la doble puerta de cristal, donde la lluvia salpicaba el techo de la marquesina.
Jerry Peake logró finalmente alcanzarle.
—¿De cuánto tiempo disponemos, Jerry?
—Aterrizarán dentro de cinco minutos —respondió Peake, consultando su reloj.
A aquella hora en la línea de taxis había sólo cuatro vehículos. Su coche estaba aparcado junto a la acera, en un lugar donde había un letrero que decía «LLEGADAS-SÓLO DESCARGA», a unos quince metros detrás del último taxi. Se trataba de uno de esos Ford castaño oscuro que utilizaba la agencia, sobre el que podían haber escrito perfectamente: «COCHE OFICIAL SIN DISTINTIVOS». Afortunadamente, la lluvia disimularía la naturaleza institucional del vehículo y les permitiría seguir a Verdad y a Hagerstrom con menor probabilidad de que estos los vieran.
Peake se sentó al volante y Sharp en el asiento del pasajero, con el maletín sobre las rodillas.
—Si cogen un taxi, acérquese lo suficiente como para leer la matrícula y vuelva a retirarse —dijo Sharp—. Entonces si les perdemos, sabremos adónde se han dirigido por la empresa de taxis.
Peake asintió.
Su coche estaba sólo parcialmente protegido por la marquesina y en parte expuesto a la tormenta. La lluvia caía sobre el costado de Sharp y sólo sus ventanas estaban cubiertas por una capa de agua.
Abrió el maletín y sacó las dos pistolas, cuyos números no podían relacionarse con él ni con la ADS. Uno de los silenciadores estaba nuevo y el otro excesivamente gastado por los disparos realizados contra Shadway en el lago Arrowhead. Instaló el nuevo en una de las pistolas, que se quedó para él. Le entregó la otra a Peake, que pareció aceptar a contrapelo.
—¿Algún problema? —le preguntó Sharp.
—¿Sigue dispuesto a matar a Shadway, señor? —preguntó Peake.
—No se trata de lo que yo desee, Jerry —respondió Sharp, mirándole con los ojos entornados—. Estas son mis órdenes: liquidarle. Cuando las órdenes proceden de tan alto, maldita sea, no puedo ponerlas en cuestión.
—Pero…
—¿Qué ocurre?
—Si Verdad y Hagerstrom nos conducen a Shadway y a la señora Leben, si están ellos presentes, no podrá eliminarlos delante de ellos. Esos detectives no mantendrán la boca cerrada, señor. Estoy seguro de ello.
—No le quepa duda de que los obligaré a retirarse —afirmó Sharp, mientras sacaba el cargador de la pistola para asegurarse de que estaba lleno de balas—. Esos cabrones tendrían que mantenerse al margen de este asunto y lo saben perfectamente. Cuando los encuentre con las manos en la masa, comprenderán que sus carreras y sus pensiones corren peligro. Se retirarán. Y cuando lo hagan, nos ocuparemos de Shadway y de la mujer.
—¿Y si no se retiran?
—En tal caso nos ocuparemos también de ellos —dijo Sharp, metiendo de nuevo el cargador con la palma de la mano.
El frigorífico zumbaba ruidosamente.
El aire seguía siendo viciado, con un deje de putrefacción.
Estaban inclinados sobre la mesa de la cocina, como un par de conspiradores en una de esas películas antiguas sobre el movimiento antinazi en Europa. La pistola del 32 de Rachael estaba sobre la mesa, al alcance de la mano, a pesar de que no creía necesitarla, por lo menos aquella noche.
Whitney Gavis asimiló la versión sintetizada de su relato, con poquísimo asombro y sin escepticismo, lo cual sorprendió a Rachael. No parecía un tipo ingenuo. No creería cualquier historia absurda que le contaran. Sin embargo, había creído su disparatado relato. Tal vez la creía implícitamente porque Benny la quería.
—¿Te ha mostrado Benny alguna fotografía mía? —le preguntó.
—Sí, muchacha, en los últimos dos meses tú eres lo único de lo que habla —respondió Whitney.
—Eso significa que sabía que lo que había entre nosotros era especial, incluso antes de que yo lo descubriera.
—No. Me dijo que tú también sabías que la relación era especial, pero que tenías miedo de admitírtelo a ti misma.
Dijo que ya lo descubrirías y tenía razón.
—Si a ti te enseñó fotografías mías, ¿por qué no me enseñó a mí ninguna tuya, o podía por lo menos haber hablado de ti, siendo su mejor amigo?
—Benny y yo tenemos un compromiso mutuo, desde Vietnam, como si fuéramos hermanos, mejor que hermanos, por lo tanto lo compartimos todo. Pero hasta hace poco, muchacha, tú no te habías comprometido con él y hasta que lo hiciste no quiso compartirlo todo contigo. No se lo reproches. Es como es a causa de Vietnam.
Esta era probablemente también la razón por la que Whitney Gavis había creído su inverosímil relato, incluida la persecución por parte de una bestia mutante en el desierto del Mojave.
Habiendo vivido en la locura de Vietnam, puede que ya nada fuera imposible.
—Pero no estás segura de que las serpientes le mataran —dijo Whitney.
—No —admitió Rachael.
—Si resucitó después de ser atropellado por un camión, ¿no es posible que lo haga después de haber sido mordido por las serpientes?
—Sí, supongo que sí.
—Y si no sigue muerto, no puedes estar completamente segura de que degenerará en algo que permanecerá en el desierto, viviendo como un animal.
—No —respondió—, por supuesto, tampoco puedo estar segura de ello.
Frunció el ceño y al hacerlo las cicatrices de su rostro, por otra parte muy atractivo, se arrugaron como un pedazo de papel.
En el exterior, la noche estaba llena de ruidos siniestros, todos ellos relacionados con la tormenta; las hojas de las palmeras frotaban contra el tejado; el letrero del motel, impulsado por el viento, crujía suspendido de unas bisagras oxidadas; y un sector del canal de desagüe que se había desprendido de la pared, golpeaba y traqueteaba contra los soportes. Rachael escuchaba atentamente por si oía algún ruido que no se relacionara con el viento y con la lluvia, no oyó ninguno, pero siguió escuchando.
—Lo más preocupante es que Eric debió de oírle a Benny cuando te hablaba de este lugar —dijo Whitney.
—Tal vez —admitió Rachael, un tanto inquieta.
—Casi con toda seguridad, muchacha.
—De acuerdo. Pero considerando su aspecto la última vez que le vi, no podrá ir a la carretera y limitarse a hacer autostop. Además, parecía estar experimentando una regresión mental y emocional, no sólo física. Si le hubieras visto, Whitney, con esas serpientes, comprenderías que es improbable que tenga la capacidad mental necesaria para salir del desierto y llegar de algún modo hasta Las Vegas.
—Puede que sea improbable, pero no imposible —replicó Whitney—. No hay nada imposible, muchacha. Cuando tropecé con una mina en Vietnam, le dijeron a mi familia que no sobreviviría, pero lo hice. También me dijeron que no recuperaría el control muscular necesario, en mi deteriorado rostro, para hablar sin dificultad, pero se equivocaron.
Diablos, tenían una larga lista de cosas que eran imposibles, pero que resultaron no serlo. Y no contaba con la ventaja de tu marido: ese asunto genético.
—No se si se le puede llamar una ventaja —dijo Rachael, recordando la protuberancia ósea en la frente de Eric, sus cuernos incipientes, aquellos ojos inhumanos, sus temibles manos…
—Creo que debo buscarte otro lugar.
—No —respondió inmediatamente—. Aquí es donde vendrá Benny a buscarme. Si no me encuentra…
—No te preocupes, muchacha. Te encontrará a través mío.
—No. Si aparece, quiero estar aquí.
—Pero…
—Quiero estar aquí —insistió decididamente, dispuesta a no dejarse convencer—. En el momento en que llegue, quiero… debo… verle. Tengo que verle.
Whitney Gavis la observó unos momentos. Su mirada era desconcertantemente intensa.
—Válgame Dios, cuánto le quieres, ¿verdad? —dijo finalmente.
—Sí —respondió con la voz temblorosa.
—Le quieres realmente muchísimo.
—Sí —repitió haciendo un esfuerzo para que la emoción no le impidiera hablar—. Y estoy muy preocupada por él… preocupadísima.
—No le ocurrirá nada. Es un superviviente.
—Si le ocurriera algo…
—No le ocurrirá nada —repitió Whitney—. Pero supongo que no corres demasiado peligro quedándote aquí por lo menos esta noche. Incluso aunque tu marido… aunque Eric llegue a Las Vegas, parece que tendrá que ocultarse y hacer el viaje lenta y cautelosamente. Es probable que tarde varios días.
—Si lo consigue.
—Por lo tanto podemos esperar hasta mañana para encontrarte otro lugar. Puedes quedarte aquí y esperar a Benny esta noche. Vendrá. Sé que vendrá, Rachael.
Se le humedecieron los ojos. Sin fuerzas para hablar, se limitó a asentir.
Whitney tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario referente a sus lágrimas y el buen sentido de no consolarla.
—Claro que si vas a pasar la noche aquí será necesario ordenar un poco este lugar —dijo poniéndose de pie—. Para empezar, aunque puede que haya toallas y sábanas en el ropero, es probable que estén sucias, enmohecidas y probablemente infectadas. Por consiguiente lo que haré será ir a comprar unas toallas, unas sábanas… ¿Y que te parecería un poco de comida?
—Tengo mucho hambre —respondió Rachael—. Sólo he comido un huevo para desayunar y un par de barras de chocolate durante el día, pero he quemado sobradamente las calorías. Me he parado un momento en Baker, después de mi encuentro con Eric y entonces no tenía mucho apetito. Sólo he comprado media docena de latas de bebida, para contrarrestar la deshidratación.
—Traeré también algo de comer. ¿Quieres algo especial o lo dejas a mi elección?
—Como casi de todo a excepción de remolacha y calamares —dijo levantándose, mientras se pasaba una mano temblorosa por el cuello.
—Tienes suerte de que estemos en Las Vegas —sonrió Whitney—. En cualquier otra ciudad, las únicas tiendas abiertas a esta hora serían las que venden remolacha y calamares. Sin embargo, aquí las tiendas no cierran casi nunca. ¿Quieres venir conmigo?
—Será mejor que no me muestre en público.
—Tienes razón —asintió—. Tardaré más o menos una hora. ¿Estarás bien aquí?
—Por supuesto. Es el lugar más seguro en el que he estado desde ayer por la mañana.
En la oscuridad aterciopelada de la habitación 15, Eric se arrastraba sin rumbo fijo por el suelo, primero en una dirección y luego en la otra, retorciéndose, pataleando espasmódicamente, dando sacudidas, estremeciéndose y serpenteando como una cucaracha con la espalda partida.
—Rachael…
Se oía a sí mismo repetir una y otra vez esa misma palabra, cada vez con una entonación diferente, como si constituyera la totalidad de su vocabulario. A pesar de que su voz era espesa como el barro, pronunciaba esas dos sílabas con toda claridad. Algunas veces sabía lo que significaba, recordaba quién era, pero en otras ocasiones no tenía ningún sentido para él. Sin embargo, supiera o no lo que significaba, aquel nombre le provocaba siempre la misma reacción previsible: un furor frío y demente.
—Rachael…
Impotentemente atrapado en las olas del cambio, gruñía, siseaba, se agarrotaba, gemía y en algunos casos soltaba una risa de lo más profundo de su garganta. Tosía, se atragantaba y hacía esfuerzos para respirar. Estaba tumbado de espaldas, temblando y revolviéndose mientras los cambios le recorrían el cuerpo, arañando el aire con unas manos cuyo tamaño era el doble del de las de su vida anterior.
Se le rompieron los botones de su camisa roja a cuadros. Una de las costuras de sus hombros se abrió, al tiempo que se abultaba su cuerpo y adoptaba nuevas formas grotescas.
—Rachael…
A lo largo de las últimas horas, cuando sus pies le habían crecido y disminuido, vuelto a crecer y vuelto a disminuir, sus botas le apretaban periódicamente. Ahora le dolían y le resultaban insoportablemente pequeñas. Las despedazó literalmente, arrancando ferozmente las suelas y los tacones con sus poderosas manos, hasta rasgar las costuras, sirviéndose de sus afiladas uñas para destrozar el cuero.
Descubrió que sus pies descalzos habían cambiado tanto como sus manos. Eran más anchos, planos, con protuberancias óseas y unos dedos tan largos como los de las manos, acabados también en uñas sumamente afiladas.
—Rachael…
Los cambios se sucedían en su interior con la fuerza de un rayo contra un árbol, comenzando por el punto más elevado de su cuerpo y desplazándose por todos los conductos, hasta alcanzar lo más profundo de sus raíces.
Se contorsionaba espasmódicamente.
Golpeaba repetidamente el suelo con los tacones.
Se le llenaban los ojos de cálidas lágrimas y regueros de saliva le brotaban de la boca.
A pesar de que sudaba copiosamente y de que ardía en su interior el fuego transformador, en el fondo tenía frío.
Tanto su corazón como su mente estaban helados.
Se arrastró hasta una esquina, se incorporó y se rodeó a sí mismo con sus propios brazos. Se le abrió el esternón, se estremeció, creció y adoptó una nueva forma. La columna vertebral le crujía y sintió que se movía en su interior para acomodarse a las alteraciones de su forma.
A los pocos segundos, se alejó de la esquina desplazándose como un cangrejo. Se detuvo en medio de la habitación y se incorporó hasta quedar arrodillado. Jadeando, emitiendo quejidos en la garganta, permaneció arrodillado unos momentos con la cabeza caída, a la espera de que el mareo le abandonara junto con el sudor rancio.
El fuego transformador había comenzado finalmente a ceder. Su forma había quedado momentáneamente estabilizada.
Se puso de pie, tambaleándose.
—Rachael…
Abrió los ojos para mirar a su alrededor en la habitación del motel y no le sorprendió descubrir que su visión era prácticamente tan buena en la oscuridad, como lo había sido a la luz del día. Además, su campo de visión había aumentado enormemente, ya que cuando miraba hacia adelante veía los objetos que tenía a la derecha y a la izquierda tan claramente definidos como los tenía delante.
Se dirigió hacia la puerta. Algunas partes de su cuerpo transformado parecían disformes y poco prácticas, obligándole a avanzar como una especie de crustáceo que acabara de desarrollar la habilidad de caminar erecto. Sin embargo, no era como si estuviera lisiado; se movía rápida y silenciosamente, y se sentía poseído de una fuerza extraordinaria, muy superior a todo lo que había conocido en la vida.
Con un suave siseo que se perdió en el viento y en la lluvia, abrió la puerta y entró en la noche, que le recibió con los brazos abiertos.