33. VIVA LAS VEGAS

Siguiendo la tormenta a través del desierto, Ben Shadway llegó a Baker, California, puerta del Valle de la Muerte, a las seis y veinte.

El viento soplaba con mucha mayor fuerza que en Barstow. Millares de gotas azotaban el parabrisas como si fueran balas. Los letreros de las gasolineras, restaurantes y moteles ondeaban como si quisieran echar a volar. Una señal de stop, impulsada por las ráfagas del viento, se movía de un lado para otro y parecía que estaba a punto de soltarse de su soporte. En una gasolinera Shell, dos empleados con impermeables amarillos circulaban con la cabeza agachada y los hombros encorvados. La parte inferior del impermeable les golpeaba las piernas y la espalda. Una veintena de arbustos espinosos, algunos de más de un metro de diámetro, procedentes de los áridos parajes del sur, rodaban sueltos por la única callejuela de Baker en dirección este oeste.

Ben intentó llamar por teléfono a Whitney Gavis desde una cabina que había en el interior de una pequeña tienda.

No logró comunicarse con Las Vegas. Escuchó tres veces una grabación, en la que se decía que el servicio había sido interrumpido temporalmente. El viento aullaba contra la puerta de cristal de la tienda, y la lluvia golpeaba furiosamente el tejado, con lo que se explicaban perfectamente los problemas del servicio telefónico.

Estaba asustado. La preocupación no le había abandonado desde que había descubierto el hacha apoyada en el frigorífico de la cocina de Eric, en la cabaña de la montaña. Pero ahora su miedo se intensificaba, porque comenzaba a creer que todo le salía mal y que la suerte se había vuelto contra él. Su encuentro con Sharp, el desastroso cambio de tiempo, el no haber podido comunicarse con Whit Gavis cuando el teléfono todavía funcionaba, y ahora el problema con las líneas telefónicas, daban realmente la impresión de que el universo no era accidental, sino una máquina con un propósito tenebroso y aterrador, cuyos omnipotentes dioses conspiraban para que no volviera a ver jamás a Rachael con vida.

A pesar de su miedo, frustración y prisa por volver a la carretera, se tomó el tiempo necesario para comprar un poco de comida.

No había comido nada desde el desayuno en Palm Springs y estaba muerto de hambre.

La dependienta detrás del mostrador, una mujer madura vestida con vaqueros, con el cabello quemado por el sol y la piel curtida por años excesivos de estancia en el desierto, le vendió tres chocolatinas, varias bolsas de cacahuetes y seis latas de Pepsi. Cuando Ben le preguntó por el teléfono, ella le respondió:

—He oído decir que ha habido inundaciones al este de aquí, cerca de Cal Neva y todavía peores alrededor de Stateline. La tormenta ha derribado algunos postes y ha roto unas cuantas líneas. Dicen que lo repararán en un par de horas.

—No sabía que lloviera tanto en el desierto —comentó Ben, mientras recogía el cambio.

—En realidad no suele llover, lo hace sólo unas tres veces por año. Pero cuando nos cae una tormenta, a veces parece que Dios ha olvidado su promesa de que la próxima vez nos mandaría el fuego y ha decidido castigarnos con otro diluvio.

El Merkur robado estaba aparcado a sólo seis pasos de la puerta, pero Ben quedó empapado en los pocos segundos que tardó en llegar al coche. En el interior del vehículo, abrió una lata de Pepsi, tomó un largo trago, se colocó la lata entre los muslos, abrió una chocolatina, puso en marcha el motor y entró de nuevo en la carretera.

A pesar de las inclemencias del tiempo, tenía que dirigirse hacia Las Vegas a la máxima velocidad posible, entre ciento veinte y ciento treinta, o más rápido si podía, aunque las probabilidades de que el coche resbalara en la superficie grasienta de la carretera eran bastante altas. El no haber localizado a Whit Gavis no le dejaba otra alternativa.

Al entrar en la carretera, el coche tosió y se estremeció, pero siguió sin mayores problemas. Durante un minuto, mientras se desplazaba hacia el nordeste en dirección a Nevada, Ben escuchó atentamente el motor y miró repetidamente el cuadro de mandos, temiendo detectar alguna señal de peligro. Pero el motor ronroneaba, no se encendió ninguna luz y todos los indicadores parecían perfectamente normales, lo que hizo que se relajara un poco.

Mientras mordía la chocolatina, aumentó gradualmente la velocidad hasta los ciento veinte, poniendo cautelosamente a prueba la reacción del vehículo en la peligrosa carretera mojada.

Anson Sharp estaba despierto y alerta a las siete y diez del martes por la tarde. Desde su habitación en el motel de Palm Springs, con el ruido de la abundante lluvia en el tejado y el gorgoteo del agua de un canal de desagüe junto a su ventana, llamó a diversos subordinados en varios lugares del sur de California.

Dirk Cringer, encargado de operaciones en el cuartel general del condado de Orange, le comunicó que Julio Verdad y Reese Hagerstrom no habían abandonado la investigación del caso Leben, como se suponía que debían hacerlo.

Dada su merecida reputación de sabuesos, reacios a abandonar hasta los casos más desesperados, anoche Sharp había ordenado que instalaran transmisores ocultos en sus coches respectivos y había dado órdenes para que se les siguiera electrónicamente, a suficiente distancia como para que no se dieran cuenta de ello. Su precaución se había visto recompensada, ya que aquella misma tarde habían estado en la universidad, entrevistándose con el doctor Easton Solberg, un ex colega de Leben, y más tarde habían pasado un par de horas vigilando la oficina principal de la Inmobiliaria Shadway, en Tustin.

—Han descubierto nuestro coche y se han instalado media manzana detrás de él —dijo Cringer—, desde donde nos vigilaban a nosotros y la oficina.

—Deben de haber creído que eran muy astutos —dijo Sharp—, cuando en realidad les estábamos vigilando a ellos, mientras ellos nos vigilaban a nosotros.

—Entonces han seguido a una empleada de la empresa a su casa, una mujer llamada Theodora Bertlesman.

—Ya la hemos interrogado con relación a Shadway, ¿verdad?

—Sí, hemos hablado con todos los empleados. Y esa mujer, Bertlesman, no era más cooperativa que ninguno de los demás, puede que incluso menos.

—¿Cuánto tiempo han pasado Verdad y Hagerstrom en su casa?

—Más de veinte minutos.

Es probable que a ellos les haya hablado con mayor sinceridad. ¿Tenemos alguna idea de lo que les ha dicho?

—No —respondió Cringer—. Su casa está sobre una colina y es difícil enfocar el micrófono direccional a ninguna de sus ventanas. Además, en el tiempo en que habríamos tardado en instalarlo, Verdad y Hagerstrom ya se marchaban. Han ido directamente de su casa al aeropuerto.

¿Cómo? —exclamó Sharp sorprendido—. ¿LAX?

—No, al aeropuerto John Wayne, en el condado de Orange. Ahí es donde se encuentran ahora, a la espera de un vuelo.

—¿Qué vuelo? ¿Hacia dónde?

—Las Vegas. Han comprado billetes para el primer vuelo a Las Vegas. Sale a las ocho.

—¿Por qué Las Vegas? —preguntó Sharp, hablando más consigo mismo que con Cringer.

—Puede que hayan decidido finalmente obedecer y abandonar el caso. Tal vez han decidido tomarse unas pequeñas vacaciones.

—Uno no va de vacaciones sin maleta. Acaba de decirme que han ido directamente al aeropuerto, lo que a mi entender significa que no se detuvieron en su casa para recoger ropa.

—Directamente al aeropuerto —confirmó Cringer.

—¡De acuerdo! —exclamó Sharp de pronto excitado—. Eso probablemente significa que intentan localizar a Shadway y a la señora Leben antes de que los encontremos nosotros, y algo les hace suponer que están en algún lugar de Las Vegas —agregó, pensando en que se le abría la oportunidad de echarle la mano encima a Shadway, después de todo, y que en esta ocasión aquel cabrón no se le escaparía—. Si quedan plazas en el avión de las ocho, quiero que mande a un par de agentes en el mismo vuelo.

—Sí, señor.

—Tengo algunos agentes aquí en Palm Springs y nos dirigiremos también a Las Vegas cuanto antes. Quiero estar en el aeropuerto y listo para seguirlos, cuando Verdad y Hagerstrom lleguen.

Sharp colgó y llamó inmediatamente a la habitación de Jerry Peake.

En el exterior, los truenos retumbaban del norte y su ruido se hacía sordo al desplazarse hacia el sur, por el valle de Coachella.

Peake estaba todavía medio dormido cuando contestó.

—Son casi las siete y media —le dijo Sharp—. Prepárese para salir en quince minutos.

—¿Qué ocurre?

—Vamos a Las Vegas en busca de Shadway y en esta ocasión la suerte está de nuestro lado.

Uno de los muchos problemas de conducir un coche robado es que no se sabe si está en buen estado. No se le puede pedir al propietario un certificado de garantía y el historial del vehículo, antes de robárselo.

Cincuenta kilómetros al este de Baker, el Merkur dejó de funcionar. Comenzó a toser, jadear y estremecerse, como lo había hecho al entrar en la carretera, pero en esta ocasión no dejó de toser hasta que se paró el motor. Ben lo condujo al arcén e intentó ponerlo de nuevo en marcha, pero el motor no reaccionaba. Lo único que conseguía era descargar la batería, por lo que esperó un momento, abatido, mientras la lluvia caía a cántaros sobre el vehículo.

Sin embargo, lo suyo no era dejarse llevar por el abatimiento. A los pocos segundos había formulado un plan y se dispuso a ponerlo en práctica, aunque no fuera el más adecuado.

Se metió el Combat Magnum 357 bajo el cinturón, en la espalda, y se puso la camisa sobre los vaqueros, para ocultarlo. Lamentándolo mucho, no podría llevarse la escopeta.

Encendió los intermitentes de emergencia del Merkur y salió del vehículo. Afortunadamente, los rayos se habían desplazado hacia el este. A la luz tenebrosa de la tormenta grisácea, junto al coche, se protegió los ojos de la lluvia con una mano y miró hacia el oeste, de donde provenían unos faros lejanos.

El tráfico seguía siendo escaso en la interestatal 15. Unos pocos jugadores empedernidos se dirigían hacia su meca y probablemente ni la lucha del fin del mundo los habría detenido, si bien la mayoría de los vehículos eran camiones.

Movió los brazos pidiendo ayuda, pero pasaron dos coches y tres camiones sin detenerse. Al pasar, sus ruedas lanzaron enormes chorros de agua, parte de la cual cayó sobre Ben, acrecentando todavía su depresión.

Después de un par de minutos, apareció otro enorme camión. Llevaba tantas luces, que parecía un árbol de navidad.

A Ben le encantó comprobar que disminuía la velocidad y se detuvo en el arcén detrás del Merkur.

Se acercó a la ventana abierta del conductor, donde un individuo con el rostro surcado y bigote caído le miraba con ojos entornados desde su cabina seca y caliente.

—Tengo el coche averiado —chilló Ben por encima del ruido del viento y de la lluvia.

—El taller más próximo está en Baker —le respondió el camionero—. Más le valdrá irse al otro lado de la carretera e intentar que alguien le lleve en dirección contraria.

—¡No tengo tiempo de buscar a un mecánico y de hacer reparar el coche! —exclamó Ben—. Tengo que llegar a Las Vegas cuanto antes —prosiguió con la coartada que había preparado por si alguien se detenía—. Mi esposa está en el hospital, malherida, quizás moribunda.

—¡Válgame Dios! —exclamó el conductor—, entonces suba, le llevaré.

Ben se apresuró a subir a la cabina, con la esperanza de que a su benefactor le gustara conducir de prisa y mantuviera el acelerador apretado, a pesar del mal tiempo, para llegar a Las Vegas lo más rápidamente posible.

En la última etapa de su viaje por el desierto inundado en dirección a Las Vegas, cuando la oscuridad de la tormenta comenzaba a dar paso lentamente a la de la noche, Rachael, muy acostumbrada a la soledad, se sentía más sola que nunca. La intensa lluvia no había cedido en las últimas dos horas, debido en gran parte a que ella se desplazaba a una velocidad superior a la de la tormenta, adentrándose en la misma. El sonido hueco de los limpiaparabrisas y el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto mojado eran como las lanzaderas de un telar que en lugar de tela tejía aislamiento.

Gran parte de su vida había transcurrido en la soledad y en el aislamiento, si no siempre físico, sí emocional. Ya cuando nació, sus padres no sentían ningún interés el uno por el otro, pero por razones religiosas decidieron no divorciarse. Por consiguiente, los primeros años en la vida de Rachael habían transcurrido en una casa desprovista de amor, donde no se ocultaba el resentimiento mutuo de los padres. Y lo peor era que cada uno la consideraba hija del otro, por cuya razón era también objeto de su resentimiento. Sólo le expresaban el afecto indispensable.

Cuando fue lo suficientemente mayor, la mandaron interna a un colegio católico, donde a excepción de las vacaciones, pasó los siguientes once años de su vida. En la escuela de monjas hizo pocas amistades, ninguna íntima, en parte porque tenía un concepto muy bajo de sí misma y no creía que nadie pudiera desear ser amiga suya.

A los pocos días de haber acabado la secundaria, el verano antes de ingresar en la universidad, sus padres fallecieron en un accidente de aviación, a su regreso de un viaje de negocios. Rachael tenía la impresión de que su padre había ganado una pequeña fortuna en la industria textil, invirtiendo el dinero que su madre había heredado el día de su boda.

Pero cuando se evaluaron los bienes y se cerró el testamento, Rachael descubrió que desde hacía años la familia estaba al borde de la quiebra y que con su elegante estilo de vida habían consumido prácticamente hasta el último dólar.

Realmente sin un centavo, tuvo que abandonar sus planes de ir a la universidad de Brown, buscarse un trabajo de camarera mientras vivía en una pensión y ahorrar para una educación más modesta en el sistema universitario californiano subvencionado por el gobierno.

Un año más tarde, cuando comenzó finalmente a estudiar en la universidad, no hizo realmente amistades porque se vio obligada a seguir trabajando de camarera y no tenía tiempo de participar en actividades sociales con los demás estudiantes, donde se forjaban las relaciones. Cuando se licenció, había pasado por lo menos ocho mil noches de soledad.

Fue presa fácil para Eric, que necesitaba su juventud igual que un vampiro precisa la sangre, cuando este decidió casarse con ella. Le llevaba doce años, por lo que era mucho más experto en el arte de la conquista que los chicos de su edad y logró que se sintiera especial y deseada por primera vez en su vida. Considerando la diferencia de edad; puede que también representase para ella una figura paterna, capaz de ofrecerle no sólo el amor propio de un marido, sino el de un padre que jamás había recibido.

Evidentemente, los resultados fueron muy inferiores a los esperados. Descubrió que lo que Eric quería era lo que ella simbolizaba, es decir, el vigor, la salud y la energía de la juventud. Su matrimonio pronto resultó tan carente de amor como el de sus padres.

Entonces conoció a Benny. Y por primera vez en su vida no se sintió sola.

Pero Benny no estaba con ella y no sabía si jamás volvería a verle.

Los limpiaparabrisas del Mercedes marcaban un ritmo monótono y los neumáticos entonaban una melodía de una sola nota, una canción del vacío, de la desesperación y de la soledad.

Intentó consolarse pensando en que por lo menos Eric ya no suponía ningún peligro para ella ni para Ben. Con toda seguridad debía haber fallecido después de tantas mordeduras de serpientes venenosas. Aunque su cuerpo genéticamente alterado lograra metabolizar una dosis tan masiva de un veneno tan virulento, y aunque Eric pudiera regresar de la muerte por segunda vez, era evidente que degeneraba, no sólo física sino también mentalmente. (Tenía un vivo recuerdo de su imagen arrodillado en la tierra encharcada, comiendo una serpiente viva, tan aterrador y elemental como los rayos del firmamento). Si sobrevivía después de las mordeduras de las serpientes, probablemente se quedaría en el desierto, ya no como un ser humano sino como una cosa, trotando encorvado o arrastrándose por las dunas, deslizándose entre los arroyos, devorando otros habitantes del desierto, peligroso para las bestias que se cruzaran en su camino, pero ya no para ella. Y aunque le quedara algún resquicio de conciencia e inteligencia humana, y sintiera todavía la necesidad de vengarse de Rachael, le sería difícil, si no imposible, salir del desierto para integrarse y moverse libremente por los lugares civilizados. Si lo intentaba fuera donde fuese cundiría el pánico, el terror y probablemente se le perseguiría y acabaría cautivo o muerto a balazos.

Sin embargo… seguía teniéndole miedo.

Le recordaba desde abajo cuando la perseguía por el arroyo, mirándole desde arriba cuando escaló tras ella, y el aspecto que tenía la última vez que le había visto peleando con las serpientes de cascabel. En todos aquellos recuerdos había algo… algo que parecía casi mítico, que se extendía más allá de lo natural, que parecía poderosamente sobrenatural, inmortal e imparable.

De pronto sintió un escalofrío que le empezó en la médula y se extendió por todo el cuerpo.

Al cabo de un momento, después de subir una cuesta en la carretera, comprobó que estaba a punto de finalizar el viaje. En un ancho valle que tenía delante a un nivel inferior, Las Vegas, resplandecía como una visión milagrosa en medio de la lluvia. La ciudad estaba tan iluminada que parecía mayor que Nueva York, a pesar de que en realidad era veinte veces más pequeña. Incluso a aquella distancia, por lo menos veinticuatro kilómetros, distinguía el paseo con sus resplandecientes hoteles y el centro donde se encontraban los casinos, que algunos denominaban «quebrada del resplandor», ya que en dichas áreas había muchas más luces que en cualquier otro lugar, que parecían parpadear, pulsar y centellear.

Después de veinte minutos, dejó a la espalda el vacío inmenso del tenebroso Mojave, para entrar en el bulevar del sur de Las Vegas, donde los anuncios luminosos se reflejaban en el húmedo asfalto, formando olas purpúreas, rosas, rojas, verdes y doradas. Al detenerse frente a las puertas del Bally’s Grand, estuvo a punto de llorar de alegría cuando vio al botones, al portero encargado de aparcar los vehículos y a varios huéspedes del hotel que se resguardaban de la lluvia bajo la marquesina. Durante horas en la carretera, los coches con los que se cruzaba en la oscuridad de la tormenta y de la noche parecían estar desocupados, por lo que ahora le alegraba ver gente, aunque fueran desconocidos.

Al principio, Rachael titubeó antes de entregarle el Mercedes al portero para que lo aparcara, debido a que en una bolsa de basura detrás del asiento se encontraba la documentación de Wildcard. Pero decidió que a nadie se le ocurriría robar una bolsa de basura, especialmente al verla llena de papeles arrugados. Además, el vehículo estaría más seguro bajo la custodia del hotel que en un aparcamiento público. Le entregó el vehículo al portero y este le dio un recibo.

Se había casi recuperado del tobillo que se había torcido cuando escapaba de Eric. Los rasguños de sus garras en la pantorrilla aún le dolían, pero también habían mejorado. Al entrar en el hotel, apenas cojeaba.

Al principio, el contraste entre la noche tormentosa que había dejado atrás y la emoción del casino, casi la conmocionó. Era un mundo fastuoso de candelabros de cristal, terciopelo, brocado, alfombras lujosas, mármol, bronce y tapetes verdes, donde el vocerío que exhortaba la buena suerte, el tañido de las máquinas tragaperras y la música de un conjunto de pop-rock que tocaba en el salón, ocultaban el ruido del viento y de la lluvia.

Gradualmente Rachael empezó a sentirse incómoda, al darse cuenta de que su aspecto la convertía en objeto de curiosidad en aquel ambiente. Evidentemente no todo el mundo, ni siquiera una mayoría, vestía con elegancia para salir a tomar unas copas, ir a ver algún espectáculo o a jugar. Había bastantes mujeres que vestían de largo y hombres con trajes impecables, pero otros lo hacían con menos formalidad: trajes deportivos de poliéster, vaqueros y camisas deportivas. Sin embargo, nadie llevaba una blusa rota y manchada (como ella), nadie usaba vaqueros con el aspecto de haber participado en un rodeo (como ella), nadie calzaba zapatillas con los cordones hechos un asco y una suela medio arrancada a causa de la escalada por las paredes del arroyo (como ella), ni nadie tenía la cara sucia y el cabello enmarañado (como ella). Debía suponer que incluso en un lugar como Las Vegas, donde imperaba la fantasía, la gente veía las noticias por la televisión y podrían reconocerla como a la traidora infame y forajida buscada por todo el sudoeste. Lo que menos falta le hacía era llamar la atención. Afortunadamente, los jugadores son gente unidireccional, más preocupados por el tapete verde que por respirar y fueron muy pocos los que levantaron la cabeza para mirarla, sin que nadie lo hiciera dos veces.

Se apresuró a dar la vuelta al perímetro del casino, para alcanzar unas cabinas telefónicas situadas en una sala donde el ruido del casino se convertía en un suave murmullo. Llamó a información para obtener el número de Whitney Gavis y este le contestó a la primera llamada. Hablando casi sin respirar, le dijo:

—Discúlpame, no me conoces, me llamo Rachael…

—¿La Rachael de Ben? —le interrumpió Whitney.

—Sí —respondió sorprendida.

—Te conozco, lo sé todo sobre ti —le dijo en un tono tranquilo, mesurado y reconfortante, sorprendentemente parecido al de Benny—. Hace una hora me he enterado de las noticias, de esa absurda historia sobre los secretos de estado. Qué estupidez. Cualquiera que conozca a Benny sabría que es falso. No sé lo que ocurre, pero suponía que vendríais por aquí si necesitabais ocultaron durante algún tiempo.

—Él no está conmigo, pero me ha dicho que te llamara —explicó Rachael.

—No hablemos más del asunto. Sólo dime dónde estás.

—En el Grand.

—Son las ocho. Estaré ahí a las ocho y diez. No empieces a dar vueltas. Hay tanta vigilancia en esos casinos, que si te paseases te verían por algún monitor y es muy posible que los vigilantes que estén de guardia hayan visto las noticias. ¿Me comprendes?

—¿Puedo ir al lavabo? Estoy hecha un asco. No me vendría mal lavarme un poco.

—Por supuesto. Pero no entres en la sala de juego. Y vuelve al teléfono dentro de diez minutos, porque ahí es donde te recogeré. No hay ninguna cámara cerca de los teléfonos. Tranquila, muchacha.

—¡Espera!

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¿Qué aspecto tienes? ¿Cómo te reconoceré?

—No te preocupes, muchacha —le respondió—. Yo te reconoceré a ti. Benny me ha mostrado tantas veces tu fotografía, que todos los detalles de tu rostro están grabados en mi cerebro. No lo olvides, quédate tranquila.

La línea se cortó y colgó el teléfono.

Jerry Peake ya no estaba seguro de querer ser legendario. Ni siquiera estaba seguro de querer continuar como agente de la ADS, legendario o no. Era demasiado lo que había ocurrido con excesiva rapidez. Era incapaz de asimilarlo debidamente. Se sentía como si caminara por uno de esos túneles movedizos que a veces hay en las ferias, sólo que en este caso un operador sádico lo hacía girar con mucha mayor rapidez y además parecía tratarse de un túnel inacabable del que jamás lograría salir. Se Preguntaba si algún día sus pies volverían a estar firmes en el suelo y recuperaría el equilibrio.

Cuando Anson Sharp le llamó, Peake dormía tan profundamente que ni una ducha fría logró despertarle por completo. Su desplazamiento por las calles de Palm Springs, en dirección al aeropuerto, con sirena y luces de emergencia, le había parecido una pesadilla. A las ocho y diez llegó al aeropuerto un bimotor de la base de entrenamiento de los marines en Twentynine Palms, facilitado a la Agencia de Defensa de la Seguridad como servicio de cortesía en un caso de urgencia, poco después de media hora de que Sharp lo solicitara. Subieron a bordo y despegó inmediatamente hacia la tormenta. El audaz despegue casi vertical del piloto militar, combinado con los aullidos del viento y la intensa lluvia, acabaron por borrar sus últimos resquicios de sueño. Peake estaba completamente despierto, agarrado con tanta fuerza a los brazos del asiento, que parecía que sus blancos nudillos iban a despegársele de las manos.

—Con un poco de suerte —les dijo Sharp a Jerry Peake y a Nelson Gosser, que también los acompañaba—, estaremos en el aeropuerto internacional de McCarran, en Las Vegas, unos diez o quince minutos antes que el vuelo regular. Cuando Verdad y Hagerstrom lleguen a la terminal, estaremos listos para seguirlos.

A las ocho y diez, el vuelo de Las Vegas aún no había despegado del aeropuerto de John Wayne en el condado de Orange, pero el piloto les aseguró a los pasajeros que no tardarían en hacerlo. Entretanto, les ofrecían bebidas, almendras garrapiñadas y galletas con sabor a menta, para ayudarlos a pasar el rato de un modo más agradable.

—Me encantan estas galletas —dijo Reese—, pero hay algo que no me gusta en absoluto.

—¿De qué se trata? —preguntó Julio.

—De volar.

—Es un vuelo muy corto.

—Se supone que uno no tendrá que dedicarse a volar cuando elige ser policía.

—A lo sumo sólo son cuarenta y cinco o cincuenta minutos de vuelo —le dijo Julio, para tranquilizarle.

—Voy con usted —se apresuró a responderle Reese, antes de que se forjara una idea equivocada—. Estaré con usted hasta que resolvamos el caso, pero preferiría que se pudiera ir a Las Vegas en barco.

A las ocho y doce minutos el avión se dirigió hacia la pista y despegó.

Conduciendo hacia el este en la furgoneta roja, Eric se esforzaba kilómetro tras kilómetro para mantener la suficiente conciencia humana como para manejar el vehículo. De vez en cuando se sentía imbuido por extrañas ideas y sensaciones: un fuerte deseo de abandonar el coche y echar a correr desnudo por las oscuras llanuras del desierto, con el cabello acariciado por el viento y la lluvia sobre la piel; una inquietante y urgente necesidad de excavar una madriguera y ocultarse en un lugar oscuro y húmedo; un impulso sexual cálido y feroz, no de tipo humano, sino más bien una fiebre animal. Tenía también recuerdos, imágenes claras en el ojo de su mente, que no eran propiamente suyos sino que parecían proceder del archivo genético del recuerdo racial: una búsqueda desesperada de insectos en un tronco podrido; copulando con un animal almizclero en una madriguera oscura y pestilente… Si permitía que aquellos pensamientos, necesidades o recuerdos se apoderaran de él, descendería al estado mental subhumano que había experimentado en ambas ocasiones cuando había asesinado junto a los lavabos e indudablemente perdería el control del vehículo. Por consiguiente, intentó reprimir aquellas ideas y necesidades que con tanta fuerza le atraían, procurando concentrarse en la húmeda carretera. En general lo lograba, aunque a veces se le nublaba la vista, comenzaba a respirar con excesiva rapidez y le resultaba tremendamente difícil resistir la llamada de otros estados de la conciencia.

Durante mucho tiempo, no sintió que físicamente le ocurriera nada inusual. Pero de vez en cuando era consciente de que algún cambio tenía lugar y entonces se sentía como si su cuerpo estuviera formado por millares de gusanos, que después de un período de aletargamiento e impasibilidad, comenzaban de pronto a retorcerse frenéticamente. Después de haber visto sus ojos inhumanos en el retrovisor al entrar en la carretera, uno verde y naranja con la pupila vertical, y el otro poliédrico y aún más extraño, no se atrevía a mirarse al espejo, puesto que sabía que su cordura era ya precaria. Sin embargo, veía sus manos sobre el volante y era consciente de los cambios que tenían lugar en las mismas. En un momento dado, sus largos dedos se hicieron más cortos y gruesos, sus largas uñas encorvadas se redujeron de tamaño, y la membrana que le unía el pulgar con el índice prácticamente desapareció. A continuación el proceso se invirtió y comenzaron a crecerle nuevamente las manos, abultársele los nudillos, con uñas más puntiagudas y afiladas que antes. En aquel momento, sus manos eran tan horribles (oscuras, jaspeadas, con un aguijón curvado en la base de cada una de sus monstruosas uñas y una articulación adicional en cada dedo) que mantenía los ojos fijos en la carretera, procurando no mirarlas.

Su incapacidad para enfrentarse a su apariencia no era sólo consecuencia del miedo de lo que le ocurría. Estaba indudablemente asustado, pero además experimentaba un placer enfermizo y demente en su transformación. Por lo menos ahora era inmensamente fuerte, rápido como una centella y fulminante. A excepción de su aspecto inhumano, era la personificación del sueño machista del poder absoluto y ferocidad imparable propio de todos los jóvenes, que ningún hombre acababa de superar por completo. No podía permitirse el lujo de extasiarse en aquellos pensamientos, ya que las poderosas fantasías le arrastrarían al estado animal.

Aquel ardor peculiar que no tenía nada de desagradable en su carne, sangre y huesos estaba presente en todo momento, sin pausa alguna y en realidad aumentaba con el transcurso del tiempo. Antes había tenido la sensación de que era un hombre que se fundía hacia nuevas formas, pero ahora percibía más bien que estaba en llamas, como si el fuego estuviera a punto de salirle por la punta de los dedos. Decidió denominarlo fuego transformador.

Afortunadamente, los intensos y debilitadores espasmos de dolor que habían caracterizado el principio de su metamorfosis ya no formaban parte de sus cambios. De vez en cuando sentía alguna molestia, o algún que otro pinchazo, pero nunca tan intenso como al principio y sin que durara más de uno o dos minutos. Al parecer, durante las últimas diez horas, el amorfismo se había convertido en una condición genéticamente programada en su cuerpo, como algo natural y por consiguiente tan desprovisto de dolor como la respiración, el pulso, la digestión y la excreción.

El único dolor que sentía era el que le producían unos ataques periódicos de hambre atroz. Sin embargo, el dolor de los mismos, que en nada se parecían al hambre que había sentido en su vida anterior, era sumamente fuerte. Dado que su cuerpo destruía células antiguas para sustituirlas por otras nuevas a un ritmo frenético, necesitaba cantidades descomunales de combustible. Se veía también obligado a orinar con mucha mayor frecuencia que antes y cada vez que se detenía junto a la carretera descubría que su orina apestaba fuertemente a amoníaco y a otros productos químicos.

Ahora, en el momento en que la furgoneta llegó a la cima de una colina y vio ante sí el espectáculo resplandeciente que ofrecía la ciudad de Las Vegas, experimentó un nuevo ataque de hambre que le retorció el estómago y se lo estrujó como un tornillo. Comenzó a sudar y a temblar incontrolablemente.

Entró en el arcén, se detuvo y palpó en busca del freno de mano.

Comenzó a sollozar con los primeros síntomas. Oyó que un gruñido le subía por la garganta y sintió que perdía rápidamente el control ante unas necesidades animales más exigentes y menos resistibles.

Tenía miedo de lo que era capaz de hacer. Tal vez abandonar el vehículo e ir de caza por el desierto. Podría fácilmente perderse en aquella extensión árida desprovista de caminos, incluso a pocos kilómetros de Las Vegas. Peor todavía; desprovisto de todo el intelecto, guiado sólo por el instinto, podía meterse en la carretera y después de lograr de algún modo que un coche parara, agarrar al aterrorizado conductor del vehículo y descuartizarlo. Alguien le vería y no podría proseguir con su viaje secreto al motel cerrado de Las Vegas, donde Rachael se ocultaba.

Nada debía impedirle llegar hasta Rachael. Sólo de pensar en ella, una visión sanguinaria le enturbió la mirada y emitió un feroz chillido involuntario, que rebotó con estridencia del húmedo parabrisas del vehículo. El deseo de vengarse de ella, de matarla, le había dado fuerzas para resistir la regresión durante el largo viaje a través del desierto.

La perspectiva de la venganza le había mantenido cuerdo, le había permitido seguir adelante.

Reprimiendo desesperadamente la conciencia primaria que el hambre acuciante había despertado, se dirigió apresuradamente a la nevera de estiroleno que había en la cabina, detrás del asiento del conductor. La había visto al entrar en el vehículo, pero no había explorado su contenido. Al abrirla comprobó con alivio que el vaquero y su compañera iban preparados para merendar por el camino. En la caja había media docena de bocadillos en bolsas de plástico, dos manzanas y seis latas de cerveza.

Con sus manos de dragón, Eric rasgó los plásticos y se tragó los bocadillos apenas metérselos en la boca. Se atragantó varias veces, escupiendo carne y pan medio masticados, y tuvo que concentrarse para poder masticarlos mejor.

Cuatro de los bocadillos eran de ternera asada poco hecha. El gusto y el olor de la carne casi cruda le excitaba enormemente. Habría preferido que la ternera fuera completamente cruda y sangrienta. Deseaba haberle podido hincar el diente al animal vivo y arrancarle pedazos de carne todavía palpitante.

Los otros dos bocadillos eran de queso suizo con mostaza, sin carne, pero también se los comió porque necesitaba mucho combustible, aunque no le gustaron, ya que carecían del delicioso y estimulante aroma de la sangre. Recordaba el gusto de la sangre del vaquero. Todavía mejor, el aroma intenso de la sangre de la mujer, extraída de su garganta y de sus pechos… Comenzó a sisear y retorcerse en el asiento, estimulado por el recuerdo. Su hambre era tan atroz, que incluso se comió las manzanas, a pesar de que su enorme mandíbula, su lengua curiosamente reformada y sus afilados dientes, no estaban diseñados para consumir fruta.

Bebió toda la cerveza, atragantándose y escupiendo mientras lo hacía. No temía intoxicarse, porque sabía que su acelerado metabolismo consumiría el alcohol antes que le hiciera efecto alguno.

Durante un rato, después de devorar el contenido de la nevera, se acurrucó en el asiento, jadeando. Miraba ensimismado la capa de agua sobre las ventanas, con el animal que llevaba dentro temporalmente apaciguado.

Recuerdos lejanos de ciertos asesinatos y del coito con la mujer del vaquero acariciaban como cirros de humo el fondo de su mente.

En el exterior, en la oscuridad nocturna del desierto, flameaban hogueras espectrales. ¿Las puertas del infierno? ¿Llamadas de la condena eterna que el destino le había reservado, pero que había eludido derrotando a la muerte? ¿O meras alucinaciones? Tal vez su torturado subconsciente, horrorizado por los cambios que tenían lugar en el cuerpo que ocupaba, intentaba desesperadamente exteriorizar el fuego transformador, trasladando el calor de la metamorfosis de su carne y de su sangre y convirtiéndolo en vivas ilusiones.

Aquel había sido el pensamiento más intelectual que había logrado elaborar en muchas horas y momentáneamente se sintió en posesión de los poderes cognoscitivos gracias a los cuales se había ganado la reputación de genio en su campo. Pero sólo por un momento fugaz. Entonces volvió el recuerdo de la sangre, sintió que un estremecimiento salvaje de placer le recorría el cuerpo y emitió un profundo sonido gutural desde lo más hondo de su garganta.

Varios coches y camiones pasaron por la carretera, a su izquierda. Se dirigían al este, hacia Las Vegas. Las Vegas…

Lentamente recordó que él también se dirigía a Las Vegas, al Golden Sand Inn, para asistir a una cita con la venganza.