El miércoles por la tarde, después de su reunión con el doctor Easton Solberg en la universidad, los detectives Julio Verdad y Reese Hagerstrom, todavía de baja por enfermedad, fueron a Tustin, donde estaba situada la oficina de la Inmobiliaria Shadway, en unas dependencias de la planta baja de un edificio de estilo español de tres pisos, con el tejado azul. Al pasar por primera vez, Julio se dio cuenta de que había un coche de vigilancia. Se trataba de un Ford sin distintivos de un color verde asqueroso, aparcado a media manzana de la Inmobiliaria Shadway desde donde sus ocupantes controlaban perfectamente la entrada a la oficina y el camino adjunto que conducía al aparcamiento adjunto. En el Ford había dos individuos de traje azul, uno de los cuales leía el periódico, mientras el otro vigilaba.
—Federales —dijo Julio, al pasar junto a ellos.
—¿Subordinados de Sharp? ¿Agentes de la ADS? —se preguntó Reese.
—Probablemente.
—Muy visibles, ¿no le parece?
—Supongo que no esperan realmente que Shadway aparezca por aquí —respondió Julio—. Pero deben cumplir su cometido.
Julio se aparcó otra media manzana detrás del coche de vigilancia, con varios vehículos de por medio, lo que les permitía ver a los observadores sin ser advertidos.
Reese había participado muchas veces en operaciones similares con Julio y jamás le habían resultado insoportables, como podían haberlo sido con otro compañero. Julio era un individuo complejo, cuya conversación era siempre interesante. Pero cuando a uno de ellos, o a ambos, no les apetecía charlar, podían permanecer mucho rato en silencio, con toda comodidad, sin tensión alguna, lo que suponía una prueba indiscutible de amistad.
El miércoles por la tarde, mientras observaban a los vigilantes así como las oficinas de la Inmobiliaria Shadway, hablaron de Eric Leben, de la ingeniería genética y del sueño de la inmortalidad. Aquel sueño no era, ni mucho menos, una obsesión privada de Leben. El deseo de inmortalidad y de conmutar la pena de muerte, había estado indudablemente presente en la mente de los humanos desde el momento en que los primeros miembros de la especie habían adquirido el primer resquicio de auto concienciamiento y de inteligencia básica. El tema era particularmente significativo tanto para Reese como para Julio, testigos de la muerte de sus queridas esposas, que jamás se habían recuperado plenamente de su pérdida.
A Reese no le resultaba difícil simpatizar con el sueño de Leben e incluso comprender las razones por las que el científico se había sometido a un experimento genético tan peligroso. Evidentemente había fracasado. Los dos asesinatos y la horrible crucifixión del cadáver de aquella chica demostraban que Leben había regresado de la tumba como algo infrahumano y era preciso detenerle. Sin embargo, la locura y consecuencias funestas de sus experimentos, no borraban por completo su atractivo. Ante el hambre despiadada de la tumba, todos los hombres y mujeres estaban unidos, en una gran fraternidad.
Cuando el tiempo soleado de aquel día veraniego comenzó a tornarse gris, a causa de unas nubes oscuras procedentes del océano, Reese sintió que un manto de melancolía se posaba sobre él. De no haber estado trabajando, quizás le habría dominado, pero a pesar de estar de baja por enfermedad, estaba desempeñando una misión.
Al igual que los agentes de la ADS en el otro vehículo, no esperaban que Shadway apareciera por la oficina, pero confiaban en identificar a alguno de sus agentes. Con el transcurso de la tarde, vieron a varias personas que entraban y salían del edificio, pero la más notable era una mujer alta y delgada, con un moño negro al estilo de Betty Boop, y un vestido rosa flamenco, que ponía de relieve la estructura angular de su cuerpo, parecido al de una cigüeña. Entró y salió un par de veces, acompañando en ambas ocasiones a parejas maduras que habían llegado a la oficina en su propio coche, evidentemente clientes para quienes buscaba la casa idónea. Su propio coche, con matrícula personalizada (REIN, que probablemente significaba Reina de la Inmobiliaria), era un Cadillac Seville nuevo color amarillo canario, con ruedas de radios, tan memorable como ella misma.
—Esa —dijo Julio, cuando regresó a la oficina con la segunda pareja.
—No será fácil que la perdamos en el tráfico —comentó Reese.
A las cuatro cincuenta volvió a salir por la puerta de la Inmobiliaria Shadway y se dirigió a toda prisa hacia su coche, escabulléndose como un pájaro. Julio y Reese decidieron que probablemente había terminado de trabajar y se iba a su casa. Dejando a los agentes de la ADS a la inútil espera de que apareciera Benjamín Shadway, siguieron el Cadillac amarillo por la calle uno, hasta la avenida de Newport y hacia el norte hasta Cowan Heights. Vivía en una casa estucada de dos plantas con tejado de bardas, con numerosos balcones de baranda de pino y construida en uno de los lugares más empinados de la colina.
Julio aparcó delante de la casa, en el momento en que el Cadillac de la dama rosa desaparecía tras la puerta del garaje que se cerraba. Se apeó del coche para examinar el contenido de su buzón (un delito federal), con la esperanza de averiguar el nombre de la mujer. Al cabo de un momento regresó al coche y dijo:
—Theodora Bertlesman. Al parecer utiliza el nombre de Teddy, porque así aparece en una de las cartas.
Esperaron un par de minutos y se dirigieron hacia la casa, donde Reese llamó a la puerta. El viento, cálido a pesar del cielo gris de donde procedía, estaba impregnado del aroma de la buganvilla, las flores rojas del hibiscus y la fragancia del jazmín. La calle estaba tranquila, pacífica, protegida de los ruidos del mundo exterior por el filtro más eficaz conocido por el hombre: el dinero.
—Debía haberme metido en el negocio inmobiliario —dijo Reese—. ¿Por qué diablos se me ocurriría ser policía?
—Probablemente fue usted policía en su vida anterior —le respondió fríamente Julio—, en otro siglo cuando ser policía era mejor negocio que vender terrenos. En esta ocasión ha caído en la misma pauta, sin darse cuenta de que las cosas habían cambiado.
—Atrapado en un bucle de Karma, ¿no?
Al cabo de un momento se abrió la puerta. La mujer alta como una cigüeña, con su vestido rosa flamenco, bajó la cabeza para mirar a Julio, la levantó sólo un poco para echarle un vistazo a Reese y vista de cerca no era tan parecida a un pájaro y se la veía más impresionante que a lo lejos. Antes, observándola desde el coche, Reese no había podido apreciar la cualidad de porcelana de su piel, sus asombrosos ojos grises, o la elegancia escultórica de sus facciones. Su moño a lo Betty Boop, que a lo lejos parecía de laca, casi de cerámica, ahora resultaba ser suave y espeso. No era menos alta, menos delgada ni menos extravagante que antes, pero ciertamente no tenía el pecho plano y sus piernas eran encantadoras.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó Teddy Bertlesman, con una voz profunda y sedosa.
Proyectaba tanta seguridad en sí misma, que si Julio y Reese hubieran sido malhechores en lugar de policías, probablemente no se habrían atrevido a intentar nada con ella.
Mostrándole su documento de identidad y su placa, Julio se presentó a sí mismo y a su compañero.
—Mi compañero, el detective Hagerstrom —le dijo, explicándole a continuación que deseaban formularle algunas preguntas sobre Ben Shadway—. Puede que mi información no sea correcta, pero tengo entendido que trabaja usted como agente de ventas en su empresa.
—Evidentemente, usted sabe perfectamente a lo que me dedico —respondió con cierta jovialidad y sin sorpresa alguna—. Entre, por favor.
Los hizo pasar a la sala de estar, tan audaz en su decoración como su vestido, pero de un estilo y buen gusto indiscutibles. Había una enorme mesilla de mármol blanco, sofás contemporáneos tapizados con una gruesa tela verde, sillones tapizados en seda melocotón tornasolado, con brazos y patas artísticamente labrados. En unas vasijas verde esmeralda de casi metro y medio de altura había unos plumeros blancos de hierba de las pampas. Unos enormes y dramáticos cuadros de arte moderno llenaban las altas paredes de la sala de altura catedralicia, aportando una escala reconfortantemente humana a una estancia que podía haber sido desagradable. A través de una pared de cristal se podía contemplar una panorámica del condado de Orange. Teddy Bertlesman se sentó en el sofá verde, con la ventana a su espalda, una pálida aureola alrededor de la cabeza y Julio y Reese se instalaron en los sillones tornasolados, separados por la enorme mesilla de mármol que parecía un altar.
—Señora Bertlesman… —comenzó a decir Julio.
—No, se lo ruego —le interrumpió ella, quitándose los zapatos, doblando sus largas piernas y sentándose sobre los pies—. Llámeme Teddy, o si lo prefiere, señorita Bertlesman. No me gusta que me traten con excesiva formalidad, me recuerda el Sur antes de la guerra civil, con esas elegantes damas con sus miriñaques, sorbiendo julepes de menta, bajo las magnolias, mientras las criadas negras atendían a sus necesidades.
—Señorita Bertlesman —prosiguió Julio—, tenemos que hablar urgentemente con el señor Shadway y confiamos en que usted pueda darnos razón de su paradero. Por ejemplo, hemos pensado que, dedicándose no sólo a la promoción como inversor en propiedades, puede que alguna de las fincas destinadas al alquiler esté vacía en estos momentos y cabe la posibilidad de que la utilice…
—Discúlpeme, pero no comprendo cómo esto cae en su Jurisdicción. Según su documento de identidad, ustedes son policías de Santa Ana. Ben tiene oficinas en Tustin, Costa Mesa, Orange, Newport Beach, Laguna Beach y Laguna Níquel, pero ninguna en Santa Ana. Y vive en Orange Park Acres.
Julio le aseguró que parte del caso Shadway-Leben caía en la jurisdicción del departamento de policía de Santa Ana y le explicó que la cooperación interjurisdiccional no era inhabitual, pero Teddy Bertlesman mantuvo una actitud, aunque educada, escéptica y sutilmente poco cooperativa. Reese admiraba la diplomacia, el ingenio y el aplomo con que eludía las preguntas incisivas y respondía sin decir nada útil. Su respeto por su jefe y su determinación en protegerle eran crecientemente evidentes, sin que por otra parte dijera nada que permitiera acusarla de mentir o de proteger a un forajido.
Reconociendo finalmente la futilidad del enfoque autoritario, con la esperanza al parecer de que si le revelaba sus verdaderos motivos y solicitaba abiertamente su cooperación, conseguiría lo que con autoridad no había logrado, Julio suspiró, se acomodó en un sillón y dijo:
—Escúcheme, señorita Bertlesman, le hemos mentido. Para ser exactos, no estamos aquí de forma estrictamente oficial. En realidad, se supone que estamos ambos de baja por enfermedad. Nuestro capitán se enfurecería si supiera que nos ocupamos todavía del caso, porque las agencias federales se han hecho cargo del mismo y nos han dicho que lo abandonemos. Pero por muchas razones no podemos hacerlo sin sacrificar nuestra dignidad.
—No lo comprendo… —dijo Teddy Bertlesman frunciendo el ceño, en opinión de Reese con mucho atractivo.
—Espere —interrumpió Julio, levantando una de sus delgadas manos—. Escúcheme un momento.
En un tono suave, sincero e íntimo, muy diferente al que solía utilizar en su capacidad oficial, le habló del asesinato brutal de Ernestina Hernández y de Becky Klienstad, uno de cuyos cadáveres habían hallado en el contenedor de basura y el otro clavado en una pared. Le habló también de su hermano pequeño, Ernesto, devorado por las ratas en un lugar lejano hacía ya mucho tiempo. Le explicó cómo dicha tragedia había contribuido a su obsesión con las muertes injustas y cómo la semejanza entre los nombres de Ernesto y Ernestina era uno de los factores que convertía el asesinato de aquella chica en algo especial y en una cruzada muy personal para él.
—Sin embargo, debo admitir —siguió diciendo Julio— que, aunque los nombres no fueran semejantes ni otros factores fueran los mismos, hallarían otras razones para convertirlo en una cruzada. Porque casi siempre convierto los casos en una cruzada. Es una mala costumbre por mi parte.
—Una costumbre maravillosa —dijo Reese.
Julio se encogió de hombros.
A Reese le sorprendió que Julio fuera tan plenamente consciente de sus propias motivaciones. Al observar a su compañero y considerar el grado de introspección y auto concienciamiento que manifestaba en sus observaciones, Reese adquirió todavía un mayor respeto por él.
—El caso es —le dijo Julio a Teddy Bertlesman— que no creo que su jefe ni Rachael Leben sean culpables de nada, que no son más que simples peones en un juego que ellos no acaban de comprender. Creo que les están utilizando y que cabe la posibilidad de que los maten como chivos expiatorios para favorecer los intereses de otros, incluso posiblemente los del gobierno. Necesitan ayuda y supongo que lo que estoy intentado decirle es que se han convertido en otra especie de cruzada para mí. Ayúdeme para que pueda ayudarlos a ellos, Teddy.
La actuación de Julio fue asombrosa y, de haber sido otro, habría parecido una mera representación. Sin embargo, no cabía duda en cuanto a su sinceridad, ni a la autenticidad de su preocupación. A pesar de la atención con que miraba y de la perspicacia reflejada en su rostro, su dedicación a la justicia y su enorme calor humano eran inconfundiblemente verdaderos.
Teddy Bertlesman era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que Julio no le estaba tomando el pelo y se dejó convencer. Desplegó sus enormes piernas, se sentó al borde del sofá y en un susurro sedoso, que pasó sobre Reese acariciándole como la brisa, poniéndole los pelos de las manos de punta y provocándole un agradable escalofrío, dijo:
—Sabía perfectamente que Ben Shadway no supone ninguna amenaza para la seguridad nacional. Eso es lo que me han dicho esos agentes federales que han venido a husmear y he tenido que hacer un verdadero esfuerzo para no reírme en sus narices. No, en realidad, lo que me ha costado ha sido no escupirles en la cara.
—¿Adónde pueden haberse dirigido Ben Shadway y Rachael Leben? —preguntó Julio—. Tarde o temprano los hallarán los federales y creo que les conviene que Reese y yo los encontremos antes. ¿Tiene alguna idea de dónde podemos buscarlos?
Levantándose del sofá en un brillante y cálido torbellino rosa, caminando majestuosamente de un lado para otro con aquellas largas piernas que eran la misma esencia de la elegancia, altísima comparada con Reese que seguía sentado en el sillón tornasolado, deteniéndose provocativamente con la cadera ladeada en actitud pensativa, y volviendo a pasear, Teddy Bertlesman consideró las posibilidades y las enumeró:
—Tiene propiedades, sobre todo casas pequeñas, repartidas por todo el país. En estos momentos… las únicas que no están alquiladas… déjeme pensar… hay una casa pequeña en Orange, en Pine Street, pero no creo que esté allí porque la están reformando: baño nuevo y obras en la cocina. No se ocultaría en un lugar donde los obreros entran y salen constantemente. Hay también un dúplex en Yorba Linda…
Reese la escuchaba, sin importarle lo que dijera, que dejaba en manos de Julio. Lo único para lo que se sentía con fuerzas era para contemplar su belleza, su movimiento y el sonido de su voz, que llenaban por completo su capacidad de percepción, sin dejar espacio para otra cosa. A lo lejos sus formas parecían angulares y pajariles, pero de cerca era como una gacela, delgada, diligente y con suaves contornos redondeados. Su tamaño era menos impresionante que su fluidez, reminiscente de la de una bailarina profesional, y su fluidez menos impresionante que su flexibilidad, y esta menos impresionante que su belleza, y su belleza menos impresionante que su inteligencia, su energía y su talento.
Incluso cuando se alejaba de la ventana, seguía estando rodeada de una aureola. A Reese le daba la impresión de que relucía.
No había sentido nada parecido en los últimos cinco años, desde que Janet había sido asesinada por los individuos de la furgoneta, que intentaban secuestrar a su pequeña Esther aquel día en el parque. Se preguntaba si Teddy Bertlesman se había fijado también en él, o si para ella no era más que un simple poli. Se preguntaba cómo entablar conversación con ella sin ponerse en ridículo ni ofenderla. Se preguntaba si algún tipo de relación era posible entre una mujer como ella y un hombre como él. Se preguntaba si podía vivir sin ella. Se preguntaba cuándo podría volver a respirar. Se preguntaba si sus sentimientos eran transparentes. No le importaba que lo fueran.
—… ¡El motel! —exclamó Teddy dejando de pasear, con expresión inicialmente de asombro y a continuación sonriendo de un modo extraordinariamente atractivo—. Claro, por supuesto, ese debe de ser el lugar más probable.
—¿Es propietario de un motel? —preguntó Julio.
—Un edificio destartalado, en Las Vegas —respondió Teddy—. Acaba de comprarlo. Ha fundado una nueva empresa para este negocio. Por tratarse de una adquisición tan reciente y estar en otro estado, seguramente los federales tardarán algún tiempo en descubrirlo. Estaba vacío, cerrado al público, pero lo ha comprado amueblado. Creo que incluso las dependencias del director están amuebladas, lo que les permitiría a Ben y a Rachael ocultarse allí cómodamente.
—¿Qué opina? —preguntó Julio, mirando a Reese.
Este tuvo que desviar la mirada de Teddy para poder respirar y hablar.
—Parece correcto —susurró en una especie de suspiro.
—Sé que es correcto —dijo Teddy, paseando con la seda rosa flamenco arremolinada alrededor de sus rodillas—. El socio de Ben en ese proyecto es Whitney Gavis y este es probablemente el único hombre en el mundo en quien Ben confía plenamente.
—¿Quién es Gavis? —preguntó Julio.
—Sirvieron juntos en Vietnam —respondió Teddy—. Son muy íntimos. Como hermanos. Tal vez más que hermanos.
Ben es un individuo verdaderamente encantador, uno de los mejores, nadie le dirá otra cosa. Es tierno, sincero, tan honrado y honorable que al principio a la gente le cuesta creerlo, hasta que le conocen mejor. Sin embargo, es curioso, mantiene a todo el mundo a cierta distancia, sin llegar nunca a abrirse por completo. El único con quien lo hace, que yo sepa, es Whit Gavis. Se diría que las experiencias de la guerra le han convertido en alguien diferente a los demás, que le impiden intimar a fondo con otra persona que no haya pasado por lo mismo que él y haya salido con la mente intacta. Como Whit.
—¿Tiene el mismo tipo de intimidad con la señora Leben? —preguntó Julio.
—Sí, creo que sí. Creo que la quiere —respondió Teddy—, lo que la convierte en la mujer más afortunada que conozco.
Reese intuyó los celos en el tono de Teddy y se le cayó el alma a los pies.
—Discúlpeme, Teddy —dijo Julio, que al parecer también lo había detectado—, siendo policía, soy curioso por naturaleza y me ha dado la impresión que no le importaría que se hubiera enamorado de usted.
—¿Ben y yo? —parpadeó sorprendida, soltando una carcajada—. No, no. Para empezar, soy bastante más alta que él y con tacones tengo que mirar hacia abajo para verle. Además, él es un tipo hogareño, tranquilo, pacífico, aficionado a la lectura de novelas policíacas y a coleccionar trenes. No, Ben es un gran tipo, pero soy demasiado extravagante para él y él es demasiado discreto para mí.
El alma de Reese comenzó nuevamente a ascender.
—La única razón por la que me siento celosa de Rachael, es el hecho de que haya encontrado a un buen hombre y yo no —dijo Teddy—. Con mi altura, una ya sabe que no va a verse acosada por los pretendientes, a excepción de los jugadores de baloncesto y yo detesto a los atletas. Además, cuando se llega a los treinta y dos, es difícil no sentir un poco de amargura cuando alguien consigue una buena presa, aun deseándoles la mayor felicidad del mundo.
A Reese se le remontó el alma.
Después de que Julio formulara unas cuantas preguntas más sobre el motel de Las Vegas y se asegurara de su ubicación, se levantaron y Teddy les acompañó a la puerta. Paso por paso, Reese se devanaba los sesos en busca de una forma de entablar conversación, de romper el hielo. En el momento en que Julio abrió la puerta, Reese se dio la vuelta y le dijo a Teddy:
—Discúlpeme, señorita Bertlesman, usted comprenderá que siendo policía mi oficio consiste en formular preguntas y me preguntaba si usted… —se interrumpió sin saber cómo continuar—, si quizás usted… salía con alguien en particular.
Al oírse a sí mismo, a Reese le asombraba y le desesperaba que Julio hablara de un modo tan educado, mientras que él, intentando imitar a su compañero, era tan brusco y evidente.
—¿Tiene eso algo que ver con su investigación? —preguntó Teddy, sonriéndole.
—Bien… sólo pensaba… a lo que me refiero… que preferiría que no le mencionara esta conversación a nadie. No sólo por el hecho de que podríamos tener problemas con nuestro capitán… pero si le menciona el motel a alguien, puede que ponga en peligro al señor Shadway y a la señora Leben y… bien…
Habría querido pegarse un tiro para poner fin al ridículo que estaba haciendo.
—No salgo con nadie en especial, a quien le cuente secretos —respondió.
—Ah, muy bien, me parece excelente —dijo Reese aclarándose la garganta.
—Usted es muy alto, ¿no es cierto? —dijo Teddy, en el momento en que Reese se daba la vuelta, para dirigirse junto a Julio, que le miraba asombrado.
—¿Cómo ha dicho? —le preguntó, mirándola de nuevo.
—Que usted es un tipo muy corpulento. Lástima que no abunden los hombres como usted. Una chica como yo parecería casi pequeña a su lado.
«¿Qué habrá querido decir? —se preguntó—. ¿Habrá querido decir algo en concreto? ¿Lo habrá dicho simplemente por decir algo? ¿Me estará brindando una oportunidad? Si es eso, ¿qué debería responderle?».
—Sería muy agradable sentirse pequeña —agregó Teddy.
Reese intentó hablar, pero no pudo.
Se sentía tan estúpido, torpe y tímido como cuando tenía dieciséis años.
De pronto le salieron las palabras, pero habló como si tuviera realmente dieciséis años:
—Señorita Bertlesman, ¿le gustaría salir conmigo?
—Sí —le respondió con una sonrisa.
—¿En serio?
—Sí.
—¿El sábado por la noche? ¿Cena? ¿A las siete?
—Me parece perfecto.
—¿En serio? —le preguntó, mirándola asombrado.
—En serio —rio.
—Caramba, qué sorpresa —dijo Reese en el coche, al cabo de un minuto.
—No sabía que fuera usted un conquistador tan sofisticado —le dijo Julio, tomándole cariñosamente el pelo.
—Dios mío, la vida es extraña, ¿no le parece? —dijo Reese ruborizándose—. Uno nunca sabe cuándo se le abrirán nuevas perspectivas.
—Tranquilícese —le dijo Julio, conectando el motor y poniendo el coche en marcha—. Sólo se trata de una cita.
—Sí, probablemente, pero… tengo el presentimiento de que será algo más que eso.
—No sólo es un conquistador sofisticado sino un loco romántico —dijo Julio mientras conducía cuesta abajo, en dirección a la avenida Newport.
—¿Sabe lo que olvidó Eric Leben? —comentó Reese, después de unos instantes de reflexión—. Estaba tan obsesionado por vivir eternamente, que se olvidó disfrutar la vida que tenía. Puede que la vida sea corta, pero está llena de alicientes, Leben estaba tan preocupado pensando en la eternidad, que olvidó el momento presente.
—Escúcheme —le interrumpió Julio—, si el amor va a convertirle en un filósofo, puede que tenga que buscarme otro compañero.
Durante algunos minutos Reese permaneció en silencio, inmerso en los recuerdos de unas piernas bronceadas y de una seda rosa flamenco. Cuando emergió de su sueño, se dio cuenta de que Julio conducía con mucha decisión.
—¿Adónde vamos? —le preguntó.
—Al aeropuerto John Wayne.
—¿Las Vegas?
—¿Tiene algún inconveniente? —le preguntó Julio.
—Al parecer es lo único que podemos hacer.
—Tendremos que pagarnos los billetes de nuestro propio bolsillo.
—Lo sé.
—Si prefiere quedarse aquí, puede hacerlo.
—Voy con usted —respondió Reese.
—Puedo hacerlo solo.
—Voy con usted.
—Puede que de ahora en adelante corramos peligro y usted tiene que pensar en Esther —dijo Julio.
«En mi pequeña Esther y puede que en adelante también en Theodora “Teddy” Bertlesman —pensó Reese—. Y cuando uno encuentra a alguien de quien ocuparse, cuando se atreve a ocuparse de alguien, es cuando la vida se torna cruel, cuando le arrebatan a uno los seres queridos, cuando uno lo pierde todo». La premonición de la muerte le produjo un escalofrío.
—Voy con usted —dijo a pesar de todo—. ¿No me ha oído? ¡Santo Dios!, Julio, voy con usted.