31. HAMBRE FRENÉTICA

Eric tenía sólo un recuerdo lejano de las serpientes de cascabel. Le habían mordido en las manos, los brazos y los tobillos, pero los pequeños agujeros ya habían sanado y la lluvia había lavado las manchas de sangre de su ropa empapada. Su carne mutante ardía con el fuego desprovisto de dolor propio de los cambios que experimentaba, ocultando plenamente los efectos insignificantes del veneno. En algunos momentos se le debilitaban las rodillas, se le revolvía el estómago, se le turbaba la vista, o sentía pequeños mareos, pero esos síntomas de envenenamiento disminuían claramente minuto a minuto. Mientras cruzaba el desierto oscurecido por la tormenta, le venían a la mente recuerdos de las serpientes (formas retorcidas que le rodeaban como el humo, susurrando en un idioma que era casi capaz de comprender), pero le resultaba difícil pensar que fueran reales. En algunos momentos recordaba que, poseído de un hambre frenética, mordía, masticaba y tragaba bocados de serpiente. Una parte de él reaccionaba ante dichos recuerdos sangrientos con emoción y satisfacción. Pero otra parte, la que todavía era Eric Leben, los rechazaba con asco y repulsión, consciente de que perdería el tenue vínculo que mantenía con la cordura si se extasiaba con ellos.

Avanzó con rapidez hacia un lugar desconocido, impulsado por el instinto. Corría casi siempre erecto, más o menos como un hombre, pero a veces se doblaba, con los hombros caídos y el cuerpo arqueado en una postura semejante a la de un simio. Ocasionalmente sentía el deseo de caminar a cuatro patas y arrastrarse por la húmeda arena, pero dicha compulsión le asustaba y logró resistirla.

De vez en cuando aparecían hogueras espectrales en el suelo del desierto, pero ya no le atraían como antes. Habían perdido el misterio y la intriga de antaño, ya que ahora suponía que eran las puertas del infierno. Al principio, al ver aquellas llamas fantasmas, veía también a su difunto tío Barry, lo que probablemente significaba que el tío Barry había salido de la hoguera. Eric estaba seguro de que Barry Hampstead residía en el infierno, por lo que supuso que aquellas eran las puertas de acceso a la condena eterna. Al fallecer Eric, el día anterior en Santa Ana, se había convertido en propiedad de Satán, condenado a pasar la eternidad junto a Barry Hampstead, pero en el penúltimo momento le había negado el triunfo a la tumba y había rescatado su alma de las profundidades. Ahora Satanás le abría las puertas a su alrededor, con la esperanza de que la curiosidad le induciría a meterse en una de ellas y al hacerlo caería en la celda sulfurosa que le había reservado. Sus padres le habían advertido que corría peligro de ir al infierno, ya que por haber accedido a los deseos de su tío y, más adelante, por asesinarle, su alma estaba condenada. Ahora sabía que tenían razón. El infierno estaba cerca. No se atrevía a mirar a las llamas, donde algo le sonreía y le atraía.

Corrió a toda prisa entre los matorrales del desierto. La tormenta, cual despiadada batalla, bombardeaba el día con ráfagas deslumbrantes y sonoros cañonazos.

Su destino desconocido resultó ser el aparcamiento de los lavabos donde se había encontrado con Rachael.

Activados por solenoides que habían confundido la tormenta con el anochecer, una serie de luces fluorescentes se habían iluminado en la fachada de la estructura y sobre ambas puertas laterales. En el aparcamiento, varias lámparas de vapor de mercurio proyectaban una luz azulada sobre la humedad del suelo.

Cuando vio el edificio de hormigón entre las tinieblas de la tormenta, a Eric se le aclaró su turbia mente y de pronto recordó todo lo que Rachael le había hecho. Su encuentro con el camión de la basura en la calle Main había sido cosa de ella. Y dado que el violento encuentro con la muerte era lo que había desencadenado su desarrollo maligno, la culpaba también a ella por su monstruosa mutación. Había estado a punto de echarle la mano encima, casi había logrado despedazarla, pero se le había escapado al sucumbir a un ataque de hambre, para satisfacer las enormes necesidades de combustible de su metabolismo descontrolado. Ahora, al pensar en ella, se sentía nuevamente imbuido por aquel furor mesozoico y emitió un agudo y feroz balido, que se perdió en el ruido de la tormenta.

Al rodear el edificio, presintió una presencia cercana. La emoción le recorrió todo el cuerpo. Se puso a cuatro patas, agachado junto a la pared, en un lugar oscuro donde no alcanzaba la luz del tubo fluorescente más cercano.

Escuchó con la cabeza ladeada y reteniendo la respiración. Más arriba, en la pared de los lavabos de los hombres, había una pequeña ventana abierta. Se oían ruidos en el interior. Un hombre tosió. Entonces Eric oyó que silbaba la canción de los Cats Solo a la luz de la luna. Oyó pasos sobre el suelo de hormigón. Se abrió la puerta que daba al exterior, a unos tres metros de donde Eric estaba agachado y apareció un individuo.

Tenía cerca de treinta años, era corpulento, robusto y llevaba botas, pantalones y camisa vaqueros y un ancho sombrero castaño. Se detuvo unos momentos en el umbral, contemplando la lluvia. De pronto se dio cuenta de la presencia de Eric, se dio la vuelta, dejó de silbar y le contempló con horror e incredulidad.

Al acercársele, Eric se movió con tanta rapidez que parecía el reflejo de los rayos del firmamento. Con su altura y sus músculos, el vaquero habría sido un adversario peligroso luchando con cualquier hombre normal, pero Eric Leben ya no lo era, ni siquiera podía considerársele completamente humano. La sorpresa que el agresor supuso para el vaquero constituyó una enorme desventaja para él, ya que quedó paralizado. Eric se lanzó sobre su presa, hincándole profundamente una garra en el vientre. Al mismo tiempo, le cogió la garganta con la otra, abriéndosela de un zarpazo y destrozándole las cuerdas vocales, con lo que le silenció inmediatamente. La sangre brotaba de las carótidas partidas. La muerte se reflejaba ya en la mirada del vaquero, antes de que Eric le abriera las entrañas. Los intestinos humeantes cayeron como una cascada sobre el hormigón húmedo y el individuo, ya muerto, se desplomó sobre sus propias entrañas calientes.

Con una sensación feroz, libre y poderosa, Eric se sentó sobre el cadáver caliente. Curiosamente, el hecho de matar ya no le resultaba repulsivo ni aterrador. Se estaba convirtiendo en un animal primario que hallaba una salvaje satisfacción en la matanza. Pero incluso la parte de él que seguía siendo civilizada, la faceta Eric Leben, se excitaba incuestionablemente ante la violencia, así como ante el enorme poder y rapidez felina de su cuerpo mutante. Sabía que debía estar horrorizado, asqueado, pero no lo estaba. A lo largo de toda su vida había sentido la necesidad de dominar a los demás, de destruir a sus adversarios y ahora esa necesidad hallaba su forma de expresión más pura: el asesinato cruel, despiadado y violento.

Por vez primera, también logró recordar con toda claridad el asesinato de dos jóvenes cuyo coche había robado en Santa Ana el martes por la noche. No sentía ninguna responsabilidad por su muerte, ni culpa alguna, sino tan sólo una dulce satisfacción tenebrosa y una especie de júbilo salvaje. En realidad, el recuerdo de la sangre derramada, de aquella mujer desnuda que había clavado en la pared, sólo contribuían a su alborozo por el asesinato del vaquero y su corazón latía al ritmo de una alegría congelada.

Entonces, durante unos minutos, echándose sobre el cadáver en la puerta de los lavabos, perdió toda conciencia de sí mismo como ser inteligente, como ente con un pasado y un futuro. Descendió a un estado de ensueño en el que las únicas sensaciones eran el olor y el gusto de la sangre. También seguían oyendo el repiqueteo efervescente de la lluvia, pero más que un ruido externo parecía que procedía de su interior, tal vez el sonido del cambio que fluía por sus arterias, venas, huesos y tejidos.

Un grito le despertó de su trance. Levantó la cabeza de la garganta destrozada de su presa, donde había hundido el hocico. En la esquina del edificio había una mujer, con los ojos muy abiertos y un brazo cruzado sobre el pecho en actitud defensiva. A juzgar por sus botas, pantalones y camisa vaqueros, se trataba de la compañera del hombre a quien Eric acababa de matar.

Eric se dio cuenta de que había estado alimentándose de su presa, pero el descubrimiento no le asombró ni le horrorizó. A un león no le sorprendería ni le disgustaría su propia ferocidad.

Su acelerado metabolismo generaba un hambre como jamás había tenido en su vida y debía nutrirse en abundancia para alimentar los cambios. En la carne de su presa halló lo que necesitaba, al igual que un león satisface sus necesidades con la carne de una gacela.

La mujer intentó chillar de nuevo, pero fue incapaz de hacerlo.

Eric se incorporó y se lamió la sangre de los labios.

La mujer corrió bajo la lluvia, perdiendo su sombrero y con su rubia cabellera hondeando al viento, único toque de brillo en la oscuridad del ambiente.

Eric la persiguió. La sensación de correr por el hormigón y a continuación por la arena inundada le producía un placer indescriptible. Cruzó el aparcamiento asfaltado, acortando la distancia con cada segundo que transcurría.

Se dirigía hacia una furgoneta de un color rojo apagado. Miró a su espalda y vio que se le acercaba. Debió de darse cuenta de que no tendría tiempo de meterse en el vehículo y alejarse conduciendo, por lo que echó a correr hacia la carretera, evidentemente con la esperanza de encontrarse con uno de los pocos coches o camiones que pasaban.

La persecución fue breve. La alcanzó junto al aparcamiento, rodaron por el suelo inundado y ella intentó golpearle y arañarle. Eric le clavó sus horribles y afiladas uñas en los brazos, uniéndoselos al cuerpo, y ella lanzó un terrible grito de dolor. Luchando furiosamente, rodaron una vez más hasta caer en la cuneta inundada, fría a pesar del calor ambiental.

Momentáneamente le sorprendió descubrir que disminuía su ferocidad sanguinaria, reemplazada por el deseo carnal al ver a aquella mujer indefensa. Pero se sometió a dicha necesidad como lo había hecho con la anterior. La mujer, intuyendo lo que se proponía, intentó desesperadamente sacárselo de encima. Sus gritos de dolor se transformaron en puros aullidos de terror. Soltándole los brazos, le arrancó la blusa y colocó sus garras inhumanas sobre sus pechos desnudos.

Dejó de chillar y le contempló con la mirada vacía, silenciosa, temblando, paralizada de terror.

Al cabo de un momento, habiéndole arrancado los pantalones, abrió anhelante sus propios vaqueros para sacar su miembro. A pesar del afán con que deseaba violarla, se dio cuenta de que el órgano erecto en su mano no era humano; era grande, extraño, horrible. Cuando la mujer lo vio, comenzó a sollozar. Debió de pensar que se habían abierto las puertas del infierno y habían comenzado a llegar los demonios. El horror y miedo de la mujer acrecentaron su lujuria.

La tormenta, que había ido amainando, empeoró momentáneamente, como acompañamiento malévolo al acto brutal que estaba a punto de tener lugar.

Copuló con ella.

La lluvia les caía encima.

El agua salpicaba a su alrededor.

Pocos minutos después, la mató.

A la luz de un rayo que iluminó el aparcamiento inundado, la sangre de la mujer que se diseminaba parecía una película de aceite opalescente sobre el agua.

Después de matarla, comió.

Una vez saciado, decrecieron sus instintos primarios y la parte inteligente de su ser pasó a dominar a la bestia salvaje. Gradualmente comenzó a darse cuenta del peligro que corría de que le vieran. Había poco tráfico en la carretera, pero si uno de los coches o camiones que pasaban decidía detenerse en los servicios, le descubrirían.

Arrastró apresuradamente el cadáver de la mujer hasta el edificio de los lavabos y, junto con el del hombre, lo escondió entre el mezquite que crecía detrás del mismo.

Halló las llaves en el contacto de la furgoneta. El motor arrancó al segundo intento.

Se había quedado con el sombrero del vaquero y se lo puso en la cabeza, con el ala bastante baja, esperando disimular el extraño aspecto de su rostro. Según el indicador, el depósito de gasolina estaba lleno, por lo que no tendría necesidad de detenerse hasta llegar a Las Vegas. Pero si se cruzaba con algún conductor que le viera el rostro…

Debía concentrarse, conducir correctamente, no llamar la atención, resistirse a la llamada de la evolución retrógrada que le arrastraba a la perspectiva negligente de la bestia. Tenía que acordarse de ocultar su rostro grotesco de los vehículos con los que se cruzara y de los que le adelantaran. Con esas precauciones, el sombrero y el ocaso precipitado por la tormenta tal vez bastarían para que nadie le descubriera.

Miró en el retrovisor y vio dos ojos distintos. Uno era de un verde luminoso, una pupila anaranjada y ovalada en sentido vertical, que resplandecía como el carbón encendido. El otro era mayor, oscuro y… poliédrico.

Esto fue lo que más le había afectado últimamente y alejó rápidamente la mirada del espejo. ¿Poliédrico? Era demasiado remoto para someterlo a consideración. No se había conocido nada semejante en la evolución humana, ni siquiera en las eras antiquísimas cuando los anfibios jadeantes habían salido arrastrándose de los mares para explorar la tierra. Eso demostraba que lo suyo no era una mera regresión, que su cuerpo no se limitaba a luchar para expresar la totalidad del potencial en la herencia genética de la humanidad, sino que constituía una prueba irrefutable de que su estructura genética se había descontrolado y le conducía hacia una forma y una conciencia que no tenía nada que ver con la raza humana. Se estaba convirtiendo en algo distinto, algo diferente a los seres mesozoicos, simios, neandertales, de cromañón o a los europeos modernos, algo tan extraño que no tenía valor ni curiosidad para enfrentarse a ello.

A partir de entonces, cada vez que miró al retrovisor, sólo se fijó en la carretera, asegurándose de no ver ni el más mínimo resquicio de sus facciones transformadas.

Encendió los faros, salió del aparcamiento y entró en la carretera.

No le resultaba fácil conducir con sus manos monstruosamente modificadas. Algo que debía ser tan familiar para él como el andar, parecía haberse convertido en un acto singularmente exótico, además de difícil, casi superior a sus capacidades. Se agarró al volante y se concentró en la húmeda carretera que tenía delante.

El susurro de los neumáticos y los golpes metronómicos de los limpiaparabrisas parecían conducirle por la tormenta y por la oscuridad creciente, hacia un destino especial. En un momento dado, cuando recuperó brevemente sus plenas facultades mentales, pensó en William Butler Yeats y recordó un significativo fragmento de aquel ilustre poeta:

«¿Y qué ruda bestia, llegada finalmente su hora, avanza cabizbaja hacia Belén para ser nacida?».