Rachael tenía la sensación de haberse desplazado por el cauce del arroyo a lo largo de varios kilómetros, aunque probablemente sólo habían sido unos centenares de metros. La fantasía de la distancia la provocaba el intenso dolor de su tobillo dislocado, que mejoraba aunque levemente.
Se sentía atrapada en un laberinto en el que podía pasar la vida buscando la salida inexistente. Había numerosos cauces laterales, de menor anchura, todos a la derecha. Pensó en ir por uno de ellos, pero debido al ángulo de intersección, no podía ver hasta dónde se extendían y temía que, en el caso de seguirlo, se encontrara al poco rato en un callejón sin salida.
A la izquierda, a tres pisos de altura, Eric corría al borde del terraplén, al ritmo de su cojera, como si fuera el maestro del laberinto de un juego de Dragones y Mazmorras. Si se decidía a bajar por la pared del arroyo, ella tendría que intentar escalar inmediatamente el muro opuesto, ya que ahora se había dado perfecta cuenta de que no podría dejarle atrás. Su única esperanza de supervivencia consistía en escalar el muro y encontrar algunas piedras que tirarle cuando la persiguiera. Esperaba que tardara todavía algunos minutos en descender, porque necesitaba recuperarse del dolor de su tobillo, antes de intentar la escalada.
Se oyeron truenos lejanos procedentes del oeste, de la dirección de Barstow. Al primero le siguió otro y todavía un tercero, más sonoro que los dos anteriores. El cielo en aquella parte del desierto estaba gris y negro como el hollín, como si hubiera habido un incendio en el firmamento, dejando la ceniza y los rescoldos apagados. Había perdido también altura, convirtiéndose en una especie de tapa que amenazaba con cubrir el arroyo. Un viento cálido sopló como un lamento, produciendo un quejido en la superficie del Mojave y algunas ráfagas llegaron hasta el fondo del cauce, levantando arena en el rostro de Rachael. La tormenta que avanzaba por el oeste no había llegado aún, pero no tardaría en hacerlo. Un aroma pretormentoso se olía en el aire y en el ambiente había esa sensación de carga eléctrica que precede a la lluvia intensa.
Al entrar en una curva, a Rachael la sobresaltó un montón de arbustos secos que habían caído de la superficie del desierto. Impulsados por una ráfaga, se le acercaron rápidamente con un ruido rasposo, casi un chirrido, como si fueran entes vivientes. Intentó apartarse del camino de los arbustos, tropezó y cayó tendida sobre el polvo seco sedimentario que cubría el cauce. Temió haberse lastimado nuevamente el tobillo, pero afortunadamente no fue así.
En el momento de caer, oyó un ruido a su espalda. Al principio creyó que debía tratarse de los arbustos frotando entre sí, en su progreso por el arroyo, pero no tardó en comprender la verdadera naturaleza del sonido que oía. Cuando volvió la cabeza, comprobó que Eric había comenzado a descender por la pendiente. Había estado esperando que se cayera o que se encontrara con algún obstáculo y, ahora que estaba en el suelo, había decidido aprovecharse de su mala suerte. Había bajado ya por un tercio del terraplén y estaba todavía de pie, ya que la pendiente no era tan acentuada como en el lugar por donde había bajado Rachael. Al descender, provocó un pequeño alud de polvo y piedras, pero el muro no cedió por completo. En un minuto llegaría al fondo y en diez pasos la alcanzaría.
Rachael se levantó y salió corriendo hacia el muro opuesto, pero se dio cuenta de que se le habían caído las llaves del coche. Puede que jamás encontrara el camino de regreso y, en realidad, lo más probable era que Eric la alcanzaría o que se perdería en el desierto, pero si milagrosamente lograra regresar junto al Mercedes, necesitaba tener las llaves.
Eric estaba ya a medio camino de la pendiente, rodeado de una nube de polvo que levantaba en su descenso.
Buscando frenéticamente las llaves, regresó al lugar donde se había caído y al principio no pudo verlas. Entonces vio algo que brillaba, casi enterrado en el polvo. Evidentemente se había caído sobre las llaves, empujándolas con su cuerpo contra el suelo. Las cogió.
Eric había recorrido ya más de la mitad del camino.
Se le acercaba emitiendo un sonido extraño: un grito agudo y escalofriante, entre susurro y chillido.
Un trueno, ahora más cercano, retumbó en el firmamento.
Empapada todavía de sudor, jadeando, con la boca seca y los pulmones doloridos por el cálido aire, corrió hacia el muro opuesto mientras se metía las llaves en el bolsillo de los vaqueros. El grado de inclinación era semejante al del terraplén por el que descendía Eric, pero Rachael descubrió que no era tan fácil subir como bajar, y que el ángulo que facilitaba el descenso dificultaba la subida. Después de tres metros de escalada, se vio obligada a echarse de cuerpo entero contra el muro, utilizando desesperadamente las manos, las rodillas y los pies para seguir escalando el terraplén.
El chillido escalofriante de Eric crecía a su espalda.
No se atrevía a mirar atrás.
Otros cinco metros para llegar a la superficie.
Su progreso era lamentablemente lento, debido a la blandura del terreno que pisaba. En algunos lugares se desmoronaba, al intentar apoyar las manos o los pies. Necesitaba la tenacidad de una araña para no perder terreno y le horrorizaba la perspectiva de resbalar nuevamente hasta el fondo del arroyo.
Le faltaban unos cuatro metros para alcanzar la superficie, por la que debía estar a un par de pisos del fondo.
—Rachael —dijo esa especie de Eric a su espalda, con una voz rasposa que a ella le produjo el mismo efecto que una lima en la médula.
El muro estaba surcado por canales de desagüe verticales, algunos de unos pocos centímetros de anchura y profundidad, y otros de varios palmos. Debía mantenerse alejada de ellos, ya que a su alrededor la tierra era excesivamente blanda y se desmoronaba con gran facilidad.
Afortunadamente, en algunos lugares había rocas estriadas, con franjas rosas, grises, castañas y blanquecinas como el cuarzo. Eran las puntas de los estratos rocosos que la erosión sólo había comenzado a descubrir y ofrecían buenos puntos de apoyo.
—Rachael…
Se agarró a un saliente rocoso de más de un palmo que tenía sobre la cabeza, esperando que no cediera, pero antes de poder ponerlo a prueba, algo le agarró el tacón derecho. No pudo evitarlo, en esta ocasión tuvo que mirar y ahí estaba, santo cielo, esa especie de Eric, en el muro del arroyo, detrás de ella, aguantándose con una mano e intentando alcanzarla con la otra, procurando cogerle el zapato, sin acabar de lograrlo por pocos centímetros.
Con una agilidad asombrosa, más propia de un animal que de un ser humano, se lanzó hacia arriba. Sus manos, rodillas y pies se pegaban al muro con una facilidad horripilante. Intentó agarrarla de nuevo. Estaba ya lo suficientemente cerca como para cogerla del tobillo.
Pero ella tampoco se dormía. Siguió avanzando al tiempo que él lo hacía. Con los reflejos agudizados por el flujo de la adrenalina, apartó los pies y las rodillas del muro, agarrándose sólo con las manos de la roca que tenía sobre la cabeza. Cuando él intentó agarrarla, dobló las rodillas y le golpeó con ambos pies en la mano ósea de dedos mutantes con que intentaba agarrarla.
Pegó un aullido inhumano.
Volvió a golpearle.
En lugar de deslizarse por el muro, como Rachael esperaba, Eric se mantuvo agarrado, siguió avanzando, con un chillido triunfal e intentó cogerla de nuevo.
Rachael volvió a sacudirle con los pies, golpeándole con uno en el brazo y con el otro en pleno rostro.
Sintió que se le rasgaban los vaqueros y percibió un dolor en la pantorrilla, comprendiendo que la había arañado con sus garras en el momento en que le golpeaba.
Aulló de dolor, perdiendo finalmente el equilibrio y durante unos instantes se mantuvo precariamente agarrado de sus vaqueros. Entonces se le rompieron las uñas, se rasgó la tela y comenzó a descender por el muro.
Rachael no quiso volverse para observar su caída, sino que prefirió concentrarse en su ascenso a la roca a la que se agarraba precariamente. Unas pulsaciones de dolor con cada latido de su corazón le recorrían los brazos, las muñecas y los hombros. Sus músculos entumecidos se contorsionaban, negándose a obedecerla. Apretó los dientes, respirando por la nariz con tanta fuerza que parecía que rebuznaba, y se esforzó hacia arriba propulsándose con los pies en la medida de lo posible. Con pura perseverancia y determinación, condimentadas con una generosa medida de terror, logró alcanzar finalmente la plataforma rocosa.
A pesar de estar agotada y dolorida, no quiso detenerse. Agarrándose como pudo en los agujeros del muro del arroyo, en las rocas erosionadas y a las raíces de mezquite del borde de la superficie, salvó los últimos tres metros. Estaba en la superficie, abriéndose paso entre el mezquite y por fin rodando sobre la arena.
Cayó un rayo que parecía abrir el camino para que algún Dios descendiera del firmamento y los matorrales del desierto proyectaron momentáneamente sombras gigantescas.
A continuación retumbó un enorme trueno, que Rachael oyó a su espalda.
Se acercó al borde del arroyo, con la esperanza de ver a esa especie de Eric en el fondo del mismo, inmóvil, muerto por segunda vez. Tal vez se habría golpeado con alguna roca. Había unas cuantas en el cauce. Era posible. Podía haber caído sobre una de ellas y romperse la columna vertebral.
Miró hacia abajo.
Volvía a estar ya a medio camino del muro.
Otro rayo iluminó su rostro deformado, sus plateados ojos inhumanos y creó un reflejo horripilante en su dentadura excesivamente afilada.
Incorporándose, Rachael comenzó a darle patadas a la tierra del borde que se desmoronaba, de modo que le cayera encima. Estaba agarrado a una roca con venas de cuarzo, protegiendo la cabeza bajo la misma, de modo que el pequeño alud no le perjudicaba en absoluto. Rachael dejó de patalear la tierra, buscó piedras, halló unas cuantas del tamaño de un huevo y se las lanzó contra las manos. Cuando le golpearon sus grotescos dedos, soltó la roca refugiándose bajo la misma, agarrado sólo a la tierra del muro, donde ella no podía alcanzarle.
Podía esperar a que reapareciera y lanzarle nuevamente piedras. Podría mantenerle muchas horas acorralado. Pero de nada serviría. Sería una empresa tensa, agotadora y fútil. Cuando se le acabaran las piedras y sólo pudiera lanzarle tierra, subiría con la rapidez de una ardilla, haciendo caso omiso de su irrisorio bombardeo y acabaría con ella.
El cálido caldero celestial se volcó de nuevo, lanzando un tercer destello de energía. Golpeó el suelo mucho más cerca que los anteriores, a menos de medio kilómetro, acompañado simultáneamente de una descarga digna de Armaguedón y con un sonido sibilante que era el lenguaje eléctrico de la muerte.
En el muro, impertérrito ante los rayos, envalentonado al cesar el ataque que Rachael le había lanzado, esa especie de Eric se agarró con una mano monstruosa a la plataforma rocosa.
Le lanzó montones de tierra. Retiró la mano y volvió a protegerse bajo la roca, pero ella siguió pataleando al borde del terraplén. De pronto se produjo un desprendimiento bajo sus pies y estuvo a punto de caerse de nuevo en el arroyo. En el momento en que la tierra comenzó a ceder, se echó atrás evitando por los pelos una catástrofe y cayó sobre los glúteos.
Después del desprendimiento, quizás dudaría en salir de su escondrijo. Tal vez su precaución le permitiría ganar un par de minutos. Se puso en pie y comenzó a correr por la superficie inhóspita del desierto.
Sentía numerosos calambres y pinchazos en sus entumecidos músculos. Seguía doliéndole el tobillo derecho y la pantorrilla donde le había clavado sus garras.
Tenía la boca más seca que nunca y le ardía la garganta. Los pulmones le dolían con cada bocanada entrecortada del cálido aire del desierto.
No cedió ante el agotamiento, no podía permitírselo, siguió corriendo, no con la misma velocidad de antes, pero sí tan rápido como podía.
El terreno que tenía delante, cubierto de suaves colinas y hondonadas, no era tan llano como el anterior. Subió y bajó una tras otra, con la esperanza de que Eric no pudiera verla cuando llegase finalmente a la superficie. Por fin, deteniéndose en una hondonada, giró hacia lo que suponía el norte, a pesar de que en la persecución podía haber perdido su sentido direccional, ya que creía que tenía que dirigirse primero hacia el norte y a continuación hacia el este, para dar un rodeo que le condujera de nuevo al Mercedes, que se encontraba seguramente a un par de kilómetros, o quizás más lejos todavía.
Rayos… rayos.
En esta ocasión, un rayo increíblemente largo surcó el firmamento a lo largo de unos diez segundos, zigzagueando de norte a sur, hasta alcanzar el suelo como una gigantesca aguja que quisiera coser para siempre el cielo y la tierra.
El destello y el descomunal trueno que le siguió bastaron para precipitar finalmente la lluvia. Comenzó a caer en abundancia pegándole a Rachael el cabello al cráneo y golpeándole el rostro. Era fresca y agradable. Se lamió los labios, agradeciendo la humedad.
En varias ocasiones miró hacia atrás, con gran aprensión, pero no vio a Eric.
Le había despistado. Aunque hubiera dejado huellas de su trayectoria, la lluvia no tardaría en borrarlas. En su extraña encarnación, puede que fuera capaz de seguirla por el olfato, pero la lluvia también la protegería de ello, borrando su olor de la tierra y del ambiente. Incluso aunque sus extraños ojos le permitieran ver mejor que los de los humanos, con la abundante y tenebrosa lluvia la visibilidad era muy mala.
«Has escapado —se dijo a sí misma, apresurándose hacia el norte—. Estarás pronto a salvo».
Era probablemente cierto.
Pero ella no lo creía.
Cuando Ben Shadway había conducido apenas unos kilómetros al este de Barstow, la lluvia no sólo llenó el mundo sino que se convirtió en el mismo. A excepción de los golpes metronómicos del limpiaparabrisas, el único ruido que se oía era el del agua, precipitándose incesantemente sobre el coche, golpeando con sus enormes gotas el parabrisas y saliendo despedida de la superficie por el impulso de los neumáticos. Más allá de la comodidad, aunque algo húmeda, del interior del coche, la mayor parte de la luz había desaparecido del cielo amoratado y malherido, y prácticamente lo único que se veía era la lluvia omnipresente, precipitándose en millones de líneas oblicuas. De vez en cuando alguna ráfaga la empujaba como las cortinas en una ventana abierta, propulsándola por la superficie del desierto en graciosas pautas ondulantes, capa tras capa, gris sobre gris. Cuando caía un rayo, lo que ocurría con cierta frecuencia, millones de gotitas se tornaban plateadas y durante un par de segundos parecía que estuviera nevando sobre el Mojave. En otras ocasiones, la lluvia transformada por los rayos adquiría un brillo reluciente.
El diluvio fue en aumento, hasta que los limpiaparabrisas fueron incapaces de eliminar la cantidad de agua que caía.
Inclinado sobre el volante con los ojos entornados, Ben contemplaba la tormenta. La carretera era apenas visible.
Había encendido los faros, que no mejoraban la visibilidad. Sin embargo los de los coches que venían en dirección contraria, al reflejarse en la lluvia, le molestaban a la vista.
Descendió a sesenta y después a cuarenta. Por fin, puesto que la próxima área de aparcamiento se encontraba a más de treinta kilómetros, decidió detenerse en el arcén, sin parar el motor y encendió los intermitentes de emergencia del vehículo. No habiendo logrado ponerse en contacto con Whitney Gavis, estaba más preocupado que nunca por Rachael y cuando más avanzaba el tiempo más inútil se sentía, pero habría sido una locura proseguir antes de que amainara la tormenta. No le sería de ninguna utilidad a Rachael si perdía el control del coche en la resbaladiza superficie de la carretera, chocando con uno de esos gigantescos camiones de dieciocho ruedas que constituían el poco tráfico que circulaba por la misma y acababa medio muerto.
Después de esperar diez minutos en la lluvia más intensa que había visto en su vida, cuando comenzaba a preguntarse si jamás amainaría, vio que un torrente se había desbordado junto a la carretera. Dado que esta había sido construida a varios palmos de altura sobre el terreno circundante, no corría peligro de que el agua llegara al asfalto, pero se esparcía por el desierto. Mirando por la ventana lateral del Merkur, vio algo oscuro y sinuoso que se desplazaba por la superficie del agua marronácea del torrente, seguido de otra forma similar, de una tercera y de una cuarta. Al principio lo contempló perplejo, hasta que se dio cuenta de que eran serpientes de cascabel, cuyos nidos debían de haberse inundado en la tormenta. Debían de ser numerosos los nidos de dichos reptiles en aquella zona, ya que en pocos momentos aparecieron unas cuatro decenas de serpientes. Se desplazaban hasta alcanzar la parte más seca del terreno, donde amontonaban sus alargados cuerpos enroscándose y entrelazándose, configurando la masa movediza de un solo animal, desmoronado por la tormenta y ahora reconstituyéndose.
Cayó un rayo.
Las retorcidas serpientes, que recordaban los tentáculos de una medusa, parecían estremecerse con mayor ímpetu a la luz de la tormenta que las ponía intermitentemente de relieve.
Contemplándolas, Ben sintió un escalofrío en la médula de sus huesos. Dejó de observarlas, para mirar por el parabrisas hacia la carretera. Minuto tras minuto su optimismo se desmoronaba, aumentaba su desesperación, el temor que sentía por Rachael había alcanzado tal profundidad que comenzó a temblar violentamente en el interior del coche, en pleno diluvio, bajo el sombrío cielo tormentoso del desierto.
La lluvia había borrado toda huella que Rachael pudiera haber dejado, lo cual era positivo, pero la tormenta tenía también sus efectos negativos. A pesar de que el diluvio había hecho descender ligeramente la temperatura, aunque seguía haciendo calor y a pesar de que no sentía frío en absoluto, estaba sin embargo empapada hasta los huesos. Peor aún, seguía lloviendo a cántaros, lo cual unido a la oscuridad del ambiente entorpecía enormemente su sentido de la orientación, e incluso cuando se arriesgó a salir de la hondonada para subir sobre una colina, con el fin de orientarse, la visibilidad era tan precaria que no podía estar segura de que se estuviera dirigiendo hacia la zona donde había aparcado el Mercedes. Todavía más preocupante eran los malévolos rayos que caían cada vez con mayor frecuencia, lo que le hizo pensar que tarde o temprano acabaría carbonizada por uno de esos destellos.
Sin embargo, lo peor de todo era que el enorme y persistente ruido de la lluvia, con su siseo, cloqueo, sonido sibilante, crepitación, gorgoteo, efervescencia y profundo martilleo, ocultaría cualquier ruido que esa especie de Eric pudiera hacer al perseguirla, por lo que corría el terrible peligro de que la sorprendiera. Miraba frecuentemente a su espalda y observaba preocupada las cimas de las colinas que rodeaban las hondonadas por las que se desplazaba.
Reducía la velocidad cada vez que llegaba a una curva, temiendo tropezarse con él, salido de la tormenta, con su extraña mirada procedente de las tinieblas, dispuesto a echarle sus horribles garras encima.
Cuando, inesperadamente, se lo encontró, él no la vio. Al doblar una de esas curvas que tanto la preocupaban, vio a Eric a siete u ocho metros, arrodillado en medio de una hondonada, concentrándose en algo que al principio Rachael no pudo comprender. Junto a ella había una formación rocosa erosionada por el viento y se puso rápidamente a cubierto y fuera de su campo de visión. Estuvo a punto de volver por donde había venido, pero su postura y actitud le intrigaban. De pronto le pareció importante saber qué estaba haciendo, porque observándole en secreto quizás aprendería algo que le permitiera escapar o incluso que le diese cierta ventaja cuando volvieran a enfrentarse en algún tiempo futuro. Se deslizó por la roca mirando por diversas concavidades y agujeros, hasta que halló una perforación de unos cinco centímetros de diámetro, a través de la cual podía observar a Eric.
Seguía arrodillado en el suelo, con su enorme joroba contra la lluvia. Parecía haber… cambiado. Ya no tenía el mismo aspecto que cuando le había visto junto a los lavabos. Su aspecto seguía siendo monstruoso, pero ligeramente diferente. Una diferencia sutil, pero importante… ¿qué era exactamente? Mirando por el orificio de la roca, con el viento que circulaba por el mismo azotándole el rostro, Rachael forzó los ojos para verle con mayor claridad. La lluvia y la oscuridad del ambiente entorpecían la visibilidad, pero le pareció que su aspecto era ahora más similar al de un simio. Encorvado, con los hombros caídos y los brazos algo más largos. Puede que tampoco fuera tan mesozoico como antes, pero seguía siendo grotesco, con los huesos muy abultados, largos y unas horribles garras en lugar de manos.
Evidentemente los cambios que percibía debían de ser imaginarios, ya que la estructura de sus huesos y de su carne no podía haber cambiado visiblemente en menos de un cuarto de hora. ¿Podía? Por otra parte… ¿Por qué no? Si su estructura genética se había colapsado por completo desde que le pegó la paliza a Sarah Kiel la noche anterior, cuando su aspecto era todavía humano, si su cuerpo y extremidades habían cambiado tan radicalmente en las últimas doce horas, el ritmo de la metamorfosis era evidentemente muy acelerado y quizás podían apreciarse las diferencias en un solo cuarto de hora.
El descubrimiento era inquietante.
Lo que descubrió a continuación fue todavía peor. Eric tenía una enorme serpiente que se contorsionaba en sus manos, agarrándola con una cerca de la cabeza y con otra cerca de la cola, y se la estaba comiendo viva. Rachael vio cómo el animal abría y cerraba la boca, con sus dientes reflejados por la luz de los rayos, intentando inútilmente volver la cabeza para morder la mano del animal que la devoraba. Eric le daba enormes mordiscos en medio del cuerpo con sus dientes inhumanos, arrancando bocados de carne que masticaba con entusiasmo. Dado que su mandíbula era mucho mayor que la de cualquier ser humano, sus obscenos movimientos al masticar la serpiente se distinguían incluso a lo lejos.
Aturdida y asqueada, Rachael quería alejar la mirada, pero no lo hizo, ni llegó a vomitar, porque a las náuseas y a la repulsión le superaba su desconcierto y su necesidad de comprender a Eric.
Considerando lo mucho que anhelaba echarle la mano encima, ¿por qué había abandonado la persecución? ¿Se había olvidado de ella? ¿Le había mordido la serpiente y en su furor salvaje la recompensaba con la misma moneda?
Pero lo que hacía no era simplemente morderla, sino comérsela con deleite, consumiendo bocado tras bocado. En una ocasión, cuando Eric miró hacia el cielo, Rachael vio sus contorsionadas y aterradoras facciones en expresión de éxtasis inhumano. Con cada mordisco, se estremecía con evidente deleite. Su hambre parecía tan urgente e insaciable como incomprensible.
Caía la lluvia, aullaba el viento, retumbaban los truenos, zigzagueaban los rayos y Rachael se sentía como si estuviera mirando por una rendija del muro del infierno, contemplando a un demonio que devoraba las almas de los condenados. Su corazón latía con una fuerza comparable a la de la lluvia golpeando el suelo. Sabía que debía echar a correr, pero estaba como hipnotizada por el paisaje infernal que se le ofrecía a través del orificio.
Vio una y otra serpiente, seguida de una tercera, una cuarta y una quinta, emerger en el charco en el que estaba arrodillado Eric. Estaba frente a un nido, que al parecer se estaba inundando. Las serpientes avanzaban y al encontrarse con una especie de hombre en su camino, inmediatamente le mordían una y otra vez en las pantorrillas y en los brazos. A pesar de que Eric permanecía imperturbable, Rachael se sintió muy aliviada, convencida de que pronto sucumbiría a causa del veneno.
Tiró la serpiente medio devorada y cogió otra. Sin indicación alguna de que se hubiera amainado su hambre feroz, hincó sus afilados dientes en la carne viva del animal, arrancándole bocado tras bocado. Quizá su metabolismo alterado fuera capaz de contrarrestar al potente veneno de las serpientes de cascabel, tal vez convirtiéndolo químicamente en elementos inofensivos, o reparando los tejidos tan rápidamente como el veneno los destruía.
Se sucedieron varios relámpagos en el malévolo firmamento, iluminado con su incandescencia la afilada dentadura de Eric, como si de espejos se tratara. En sus ojos curiosamente brillantes, se reflejaba el fuego celestial. En su cabello húmedo y ensortijado se reflejaban fugaces destellos plateados, mientras la lluvia le cubría el rostro cual plata fundida y a su alrededor el agua parecía efervescente, como en una gigantesca sartén.
Por fin, Rachael despertó de su trance, dejó de mirar por el orificio y echó a correr por donde había llegado. Buscó otra hondonada entre las colinas, un camino alternativo que la condujera al lugar donde estaba aparcado el Mercedes.
Al abandonar la zona ondulada para entrar en la de arena, su altura era generalmente muy superior a la de la escasa vegetación. Una vez más temió que la alcanzara un rayo. A la escalofriante luz estroboscópica, el árido terreno parecía ascender y descender, como si numerosos eones de actividad geológica estuvieran comprimidos en unos pocos y frenéticos segundos.
Quiso entrar en otro arroyo para sentirse más a salvo de los rayos, pero su profundo cauce se había convertido en un torrente de agua y barro. En el mismo flotaban numerosos hierbajos secos y fragmentos de mezquite, que rodaban con la corriente.
Se vio obligada a rodear el torrente. Sin embargo, al cabo de un rato, llegó a los lavabos donde se había encontrado con Eric. El bolso seguía donde lo había arrojado y lo recogió. El Mercedes estaba también en el mismo lugar.
A los pocos pasos se detuvo repentinamente, porque vio que el maletero, antes abierto, estaba ahora cerrado. Tuvo la terrible sensación de que Eric, o esa cosa en la que se había convertido, había llegado antes que ella, se había metido nuevamente en el maletero y lo había cerrado desde el interior.
Temblorosa, indecisa y asustada, Rachael se quedó parada en la lluvia, sin atreverse a acercarse al coche. El área de aparcamiento, al no disponer de desagües apropiados, se estaba convirtiendo en un pequeño estanque. El agua le cubría las zapatillas.
Su pistola del 32 estaba bajo el asiento. Si pudiera alcanzarla antes de que Eric abriera de nuevo el maletero…
A su espalda, el martilleo del agua sobre la mesa recordaba el ruido de las ratas al escabullirse. El agua caía también del tejado de los servicios, precipitándose contra el suelo. Por todas partes salpicaba el agua en los innumerables charcos, con un crepitar que crecía segundo a segundo.
Dio un paso hacia el coche, otro, y se detuvo.
Puede que no estuviera en el maletero, sino dentro del vehículo. Tal vez después de cerrar el maletero se había introducido en el asiento trasero, o incluso en el delantero, donde podía estar agachado, silencioso, inmóvil, oculto, a la espera de que se abriera la puerta. Deseoso de hincarle el diente como lo había hecho con las serpientes…
La lluvia que cubría las ventanas del vehículo impedía ver con claridad el oscuro interior del mismo.
Temerosa de acercarse al coche, pero también con miedo de alejarse del mismo, Rachael dio por fin otro paso al frente.
Cayó otro rayo. La forma enorme y siniestra del Mercedes negro a la luz celeste, de pronto le recordó a un coche funerario.
Por la carretera pasó un enorme camión, con el motor ronroneando y sus enormes ruedas esparciendo el agua por la superficie.
Rachael llegó hasta el Mercedes, abrió de un tirón la puerta del conductor y no vio a nadie en el interior. Metió la mano bajo el asiento en busca de la pistola y la halló. Cuando todavía le quedaba valor para actuar, se dirigió a la parte trasera del vehículo, titubeó sólo unos instantes, agarró la manecilla y abrió el maletero, dispuesta a vaciar el cargador de su pistola si allí agachada estaba aquella cosa en la que Eric se había convertido.
El maletero estaba vacío. La alfombra estaba empapada de agua y en el centro había un charco, por lo que dedujo que había estado abierto hasta que una ráfaga lo había cerrado.
Lo cerró con llave y se sentó al volante. Dejó la pistola sobre el asiento adjunto, al alcance de la mano.
El coche arrancó inmediatamente y se puso en funcionamiento el limpiaparabrisas.
En el exterior, el desierto más allá de los servicios estaba sumido por completo en tonos oscuros de gris, negro, castaño y rojo. El único movimiento era el de la lluvia y el de los hierbajos azotados por el viento.
Eric no la había seguido.
Puede que, después de todo, las serpientes hubieran acabado con él. Era inconcebible que sobreviviera a tantas mordeduras de tantas serpientes. Tal vez su cuerpo genéticamente alterado, aunque capaz de reparar el tejido destruido, no pudiera contrarrestar los efectos tóxicos de un veneno tan potente.
Salió del aparcamiento, para entrar de nuevo en la carretera, en dirección hacia Las Vegas, agradecida de seguir con vida. La lluvia era excesivamente copiosa para conducir con seguridad a más de setenta u ochenta kilómetros por hora, por lo que se quedó en el carril de la derecha, dejando que la adelantaran los motoristas más audaces. Kilómetro tras kilómetro intentaba convencerse de que lo peor ya había pasado, pero no lo lograba.
Ben puso una marcha y entró de nuevo en la carretera.
La tormenta se desplazaba rápidamente hacia el este, en dirección a Las Vegas. Los truenos eran ahora más lejanos que antes, retumbando en la lejanía en lugar de estallar como si fueran a destruir el mundo. Los rayos, que antes caían peligrosamente cerca, se veían ahora a lo lejos, cerca del horizonte del este. La lluvia era todavía abundante, pero ya no tan intensa como antes y permitía seguir conduciendo.
El reloj del tablero le confirmó a Ben que eran las cinco y cuarto.
Sin embargo, era mucho más oscuro de lo normal para la época. El cielo encapotado había precipitado el atardecer y en el paisaje se percibía la caída gradual del ocaso.
A la velocidad a la que circulaba, no llegaría a Las Vegas hasta las ocho y media de la noche, probablemente dos o tres horas después de Rachael. Tendría que detenerse en Baker, único lugar civilizado en aquella parte del Mojave e intentar comunicarse nuevamente con Whitney Gavis. Pero tenía la sensación de que no le hallaría. Una sensación de que quizás su buena suerte y la de Rachael habían llegado a su fin.