Rachael llegó a Barstow a las tres y cuarenta del martes por la tarde. Pensó en detenerse a comer un bocadillo, ya que para desayunar sólo había comido un huevo y un par de chocolatinas en la gasolinera donde se había detenido antes de entrar en la carretera interestatal. Además, el café y la Coca Cola que se había tomado por la mañana comenzaban a surtir su efecto en el organismo y sentía cierta necesidad de ir al lavabo, pero decidió seguir en la carretera. Barstow era lo suficientemente grande como para tener su propia policía, además de una delegación de las patrullas de tráfico de California. A pesar de que la probabilidad de encontrarse con algún policía y de que se la identificara como a la infame traidora de la que había hablado la radio era mínima, su apetito y sus necesidades biológicas eran lo suficientemente leves como para no arriesgarse.
Entre Barstow y Las Vegas estaría relativamente a salvo, ya que la policía de tráfico raramente patrullaba por aquella solitaria carretera. En realidad, el peligro de ser detenida por exceso de velocidad era tan mínimo (y tan ampliamente comprendido) que la mayoría del tráfico circulaba entre ciento cuarenta y ciento cincuenta kilómetros por hora. Lanzó el Mercedes a ciento treinta y comprobó que otros coches la adelantaban, lo que le hizo confiar en que, aunque apareciera un coche de la policía, no la pararían.
Entonces recordó que a unos cincuenta kilómetros había un aparcamiento con unos lavabos públicos. Decidió que esperaría y se detendría allí. En cuanto a la comida, no corría peligro de desnutrición por el simple hecho de esperar hasta cenar en Las Vegas.
Desde que había cruzado el paso de El Cajón, comprobó que las nubes aumentaban en cantidad y tamaño, y que cuanto más se adentraba en el Mojave, más tenebroso se ponía el cielo. Al principio las nubes eran blancas, después comenzaron a tener los bordes grises y ahora eran predominantemente grises con rayas negras como el carbón. Las precipitaciones eran escasas en el desierto, pero en verano los cielos podían abrirse como en una repetición del diluvio bíblico, descargando una cantidad de agua que el árido terreno era incapaz de absorber. Casi la totalidad del recorrido de la carretera se encontraba por encima de las vías de desagüe, pero de vez en cuando se veían carteles que advertían del peligro de inundación. Eso no le preocupaba particularmente. Sin embargo, lo que la molestaba era que si llovía mucho tendría que reducir considerablemente la velocidad y estaba ansiosa por llegar a Las Vegas entre las seis y cuarto y las seis y media.
No se sentiría segura hasta que estuviera instalada en el motel de Benny. En realidad, no se sentiría completamente segura hasta que él hubiera llegado, con las cortinas corridas y la puerta cerrada con llave.
A los pocos minutos de salir de Barstow, pasó junto a la salida de Calico. Después de dejar atrás las gasolineras, moteles y restaurantes que había junto al cruce, a lo largo de los cien kilómetros que tenía delante hasta llegar al pequeño poblado de Baker, le esperaba un vacío prácticamente absoluto. La carretera y el poco tráfico que circulaba por la misma constituían las únicas pruebas de que el planeta no estaba deshabitado y de que no era una simple masa rocosa, estéril y sin vida, que se desplazara silenciosamente por el espacio vacío.
Siendo martes, había muy poco tráfico y en su mayoría camiones. De jueves a lunes, decenas de millares de personas iban y venían de Las Vegas. Frecuentemente, los viernes y los domingos, el tráfico era tan intenso que parecía sorprendentemente anacrónico en el desierto, como si todos los conductores de la gran ciudad hubieran sido transportados simultáneamente en el tiempo, a una era anterior a la época mesozoica. Pero ahora, en diversas ocasiones, el vehículo de Rachael era el único que circulaba por la carretera.
Conducía por un paisaje esquelético de colinas despellejadas y llanuras óseas, donde las rocas blancas, grises y pardas sobresalían como costillas, o a veces como clavículas y omoplatos, cúbitos y radios, aquí un íleon, allá un fémur, de este lado un peroné y del otro un montón de tarsos y metatarsos, como si se tratara de un gigantesco cementerio de otra era, con las tumbas expuestas por los vientos a lo largo de los siglos. Las yucas de múltiples ramas, que recordaban las estatuas de Siva y otras especies de cactus comunes en desiertos más elevados brillaban por su ausencia en aquellas regiones más bajas y calurosas. La vegetación se limitaba a escasos matorrales y algún que otro montón de hierbajos secos. La mayor parte del Mojave era arena, roca, llanuras alcalinas y capas de lava solidificada.
A lo lejos, hacia el norte, se encontraban las montañas de Calico, todavía más allá se levantaban majestuosas en el horizonte las montañas de granito y en la lejanía, hacia el sudeste, la cordillera del Cady. Todos los montes tenían el aspecto monolítico, duro y abrupto de inaccesibles rocas.
A las tres y diez llegó al aparcamiento en el que había pensado cuando decidió no detenerse en Barstow. Redujo la velocidad, salió de la carretera y entró en un amplio aparcamiento completamente vacío. Se detuvo frente a un pequeño edificio de hormigón, donde se encontraban los lavabos. A la derecha, bajo un sólido toldo de tela metálica, sostenido por ocho postes también metálicos, había tres mesas a la sombra para merendar. El área estaba libre de hierbajos y matorrales, dejando sólo arena pura y papeleras azules con unos carteles que solicitaban en letras muy grandes que no se tirara basura.
Salió del Mercedes, llevándose sólo las llaves y el bolso, y dejando la pistola y la munición bajo el asiento, donde la había colocado al detenerse en la gasolinera. Cerró la puerta con llave, más por costumbre que por necesidad.
Durante unos instantes contempló el firmamento, que estaba cubierto en un noventa por ciento por nubes grises como el plomo, como si se preparase para una batalla. Seguía haciendo muchísimo calor, a pesar de que en las últimas dos horas la temperatura había descendido probablemente en unos diez o quince grados.
Por la carretera pasaron dos enormes camiones de dieciocho ruedas, en dirección este, rompiendo el gran silencio del desierto, pero sumiéndolo en una tranquilidad todavía más absoluta al desaparecer.
En los lavabos, cuya única ventilación era una ventana de celosía en la parte alta de la pared, hacía mucho calor, pero por lo menos estaban limpios. Olían a desinfectante de pino. También se percibía el olor de la cal, expuesta permanentemente al sol del desierto.
Eric despertó lentamente de un sueño intenso y realista, o quizás de un inimaginable antiguo recuerdo racial, en el que era algo inhumano. Se arrastraba por una madriguera de rugosas paredes, no la suya sino la de otra bestia, deslizándose hacia abajo, atraído por el olor almizcleño de lo que con toda seguridad serían unos suculentos huevos, que devoraría en la tenebrosa profundidad de la madriguera. La aparición de unos ojos amarillentos que brillaban en la oscuridad era indicación de que algo se interponía en sus planes. Una bestia peluda de sangre caliente, bien protegida de dientes y garras, se le echó encima para proteger su nido subterráneo y de pronto se vio envuelto en una feroz batalla, que era al mismo tiempo horripilante y excitante. El frío furor mesozoico que le imbuía le hizo olvidar el hambre que le había impulsado a buscar los huevos. En la oscuridad, él y su adversario se mordían, rasgaban y golpeaban mutuamente. Eric siseaba, la otra bestia berreaba y escupía, y logró causar más heridas que las que recibió, hasta que la madriguera quedó impregnada del exquisito aroma de sangre, heces y orina…
Al recuperar la conciencia humana, Eric se dio cuenta de que el coche no se movía. No sabía cuánto hacía que estaba parado; podían ser sólo un par de minutos o quizás varias horas. Esforzándose por abandonar el mundo hipnótico del que acababa de emerger, que quería trasladarle de nuevo a la emoción violenta y reconfortante de las necesidades y placeres primitivos, se mordió el labio inferior y le asombró, aunque pensándolo bien no le sorprendió, descubrir que sus dientes estaban más afilados que antes.
Durante unos instantes escuchó, pero no oyó voces ni ruido alguno en el exterior. Se preguntó si habrían llegado hasta Las Vegas y si el coche estaría aparcado en el garaje del motel del que Shadway le había hablado a Rachael.
El furor frío e inhumano que había sentido en el sueño no le había abandonado todavía, pero ahora ya no se dirigía contra el mamífero de ojos amarillentos que moraba en la cueva, sino contra Rachael. El odio que sentía hacia ella era descomunal y la necesidad de echarle las manos encima, destrozarle la garganta y destriparla estaba adquiriendo un ímpetu frenético.
Palpó en el negro maletero en busca del destornillador. A pesar de que había tan poca luz como antes, parecía estar menos ciego. Si bien no alcanzaba a ver las dimensiones de su celda infernal, las intuía por medio de una especie de sexto sentido recién hallado, ya que tenía por lo menos un lejano conocimiento de la posición de cada una de las paredes metálicas. También intuyó el lugar donde se encontraba el destornillador, junto a la pared, cerca de sus rodillas, y cuando acercó la mano para poner a prueba su percepción, tocó inmediatamente la empuñadura de la herramienta.
Abrió la tapa del maletero.
Entró la luz y de momento le dolieron los ojos, pero pronto se acostumbraron.
Levantó la tapa.
Le sorprendió ver el desierto.
Salió del maletero.
Rachael se lavó las manos en un lavabo donde había agua caliente pero no jabón y utilizó el secador eléctrico que sustituía a las toallas de papel.
Al salir, cuando la pesada puerta se cerró a su espalda, comprobó que no había ninguna serpiente de cascabel en el pasillo. Había dado sólo tres pasos, cuando vio que el maletero del Mercedes estaba completamente abierto.
Se detuvo con el ceño fruncido. Aunque no hubiera estado cerrado con llave, la tapa no se habría abierto espontáneamente.
De pronto lo comprendió: Eric.
En aquel mismo momento apareció por la esquina del edificio, escasamente a cinco metros de donde ella se encontraba. Se detuvo y la contempló con admiración, mientras Rachael quedaba paralizada ante su presencia.
Era Eric y sin embargo no lo era.
Rachael le contemplaba con horror e incredulidad, sin poder comprender inmediatamente su extraña metamorfosis, pero con la sensación de que la manipulación de su estructura genética había provocado de algún modo aquellos cambios monstruosos. Parecía tener el cuerpo deformado. Sin embargo, a través de la ropa, era difícil saber exactamente lo que le había ocurrido. Algo había cambiado en sus rodillas y en sus caderas. Además tenía una joroba; su camisa roja a cuadros le cubría con dificultad la protuberancia que le había salido entre los hombros. Los brazos le habían crecido varios centímetros, lo cual habría sido evidente aunque sus abultadas y extrañas muñecas no le hubieran salido tanto de los puños de la camisa. Sus manos, deformadas desde un punto de vista humano, tenían el aspecto de ser horriblemente poderosas, pero diestras y flexibles; tenían manchas amarillas, castañas y grises, sus enormemente nudosos y prolongados dedos acababan en forma de garra, y en algunas zonas en lugar de piel tenía escamas de aspecto pétreo.
Su rostro extrañamente alterado era lo peor. Todos los aspectos de sus apuestas facciones habían cambiado y sin embargo se conservaba lo suficiente para ser reconocible. Los huesos se le habían reestructurado, convirtiéndose en más anchos y planos en algunos lugares, más estrechos y redondos en otros, más voluminosos alrededor de sus ojos hundidos y en su prognata mandíbula. Se le había formado un horrible puente óseo con protuberancias intermitentes en el entrecejo, que se extendía difuminándose por el centro del cráneo.
—Rachael —dijo.
El tono de su voz era bajo, rasposo y ronco. Ella creyó distinguir una nota de lamento, incluso de melancolía.
En su abultada frente había dos protuberancias cónicas que parecían estar sólo parcialmente formadas, aparentemente destinadas a convertirse en cuernos del tamaño de un pulgar. Los cuernos no habrían tenido ningún sentido, a no ser porque al igual que en las manos tenía algunas escamas en el rostro y zonas de piel muy curtida debajo de la mandíbula y en el cuello, parecidas a los de ciertos reptiles, y aunque eran pocos los lagartos con cuernos, puede que en algún momento lejano de la evolución, los anfibios hubieran tenido semejantes protuberancias, aunque parecía improbable. Algunos elementos de su torturado rostro seguían siendo humanos, mientras que otros tenían aspecto de simio. Se insinuaban lejanamente las decenas de millones de años de herencia genética que se habían desencadenado en él, así como la lucha que cada etapa de la evolución libraba para hacerse con el control simultáneamente, incluidas algunas formas abandonadas, con multitud de posibilidades, que se esforzaban por establecerse como si los tejidos fueran de arcilla.
—Rachael —repitió sin moverse—. Quiero… quiero…
Parecía no hallar las palabras para expresar su deseo o quizás simplemente no supiera lo que quería.
Ella tampoco era capaz de moverse, en parte porque estaba paralizada por el terror y en parte porque deseaba desesperadamente comprender lo que le había ocurrido. Si en realidad estaba siendo arrastrado en direcciones opuestas por los numerosos recuerdos raciales de sus genes, si era objeto de una involución hacia un estado subhumano al tiempo en que su forma e intelecto modernos luchaban para mantener el dominio de sus tejidos, en tal caso todos los cambios que experimentaba debían ser funcionales, de acuerdo con algún criterio evidentemente prehumano. Sin embargo, ese no parecía ser el caso. En su rostro tenía arterias que pulsaban, abultadas venas, protuberancias óseas y diversas concavidades que parecían no tener razón de ser, sin vínculo alguno con los animales conocidos de la escala evolutiva. Otro tanto ocurría con su joroba. Sospechaba que, además de afirmar diversas formas de la herencia biológica humana, sus genes transformados le provocaban cambios azarosos o, quizás, le empujaban hacia una forma ajena, totalmente diferente a la especie humana.
—Rachael…
Tenía los dientes muy afilados.
—Rachael…
La pupila azul grisácea de sus ojos ya no era perfectamente redonda, sino que se extendía en sentido vertical, como en los ojos de las serpientes. Sin embargo, todavía le quedaba camino por recorrer. Parecía estar en plena metamorfosis. Pero sus ojos ya no eran los de un ser humano.
—Rachael…
La nariz parecía habérsele hundido parcialmente en el rostro, con las ventanas más abiertas que antes.
—Rachael… por favor… por favor… —dijo tendiéndole tristemente una monstruosa mano, en un tono ronco que inspiraba tristeza y compasión.
Pero en su voz había también una nota evidente de amor y de deseo, que parecía sorprenderle tanto a él como a ella.
—Por favor… por favor… quiero…
—Eric —dijo Rachael, en un tono casi tan extraño como el suyo, caracterizado por el miedo y afectado por la tristeza—. ¿Qué quieres?
—Quiero… quiero… no tener…
—¿Sí?
—… Miedo…
No sabía qué decirle.
Eric dio un paso hacia ella.
Rachael retrocedió inmediatamente.
Dio otro paso y Rachael comprobó que tenía cierta dificultad para andar, como si sus pies se hubieran transformado dentro de sus botas y ya no se sintieran cómodos en el espacio limitado de las mismas.
De nuevo retrocedió para contrarrestar su avance.
—Lo que quiero… eres tú… —dijo con un esfuerzo agonizante.
—Eric —replicó Rachael en un tono suave y triste.
—… Tú… tú…
Dio tres saltos al frente y ella retrocedió.
—No… no me rechaces… no… Rachael, no lo hagas… —dijo en una voz que parecía proceder de ultratumba.
—Eric, no puedo ayudarte.
—No me rechaces.
—No se te puede ayudar, Eric.
—No me rechaces… una vez más.
No iba armada. Llevaba el bolso en una mano, las llaves en la otra y se maldijo por haber dejado la pistola en el Mercedes. Retrocedió un poco más.
Con un grito salvaje que dejó a Rachael helada en pleno verano, Eric se lanzó hacia ella.
Rachael le arrojó el bolso a la cabeza, dio media vuelta y echó a correr hacia el desierto, detrás de los lavabos. Sus pies se hundían en la arena blanda y en un par de ocasiones estuvo a punto de torcerse el tobillo y de caerse. Los escasos matorrales le azotaban las piernas y casi tropezó con ellos, pero no se cayó y siguió corriendo rápida como el viento, con la cabeza agachada y los codos pegados al cuerpo. Corrió y corrió para salvar la vida.
Al encontrarse con Rachael junto a los lavabos, a Eric le había sorprendido su reacción inicial. Al ver su hermoso rostro, su cabello color caoba y el cuerpo encantador junto al que en otro tiempo se había acostado, Eric sintió inesperadamente remordimiento por el modo en que la había tratado y se sintió imbuído por un profundo vacío. El furor primario que le atormentaba cedió inesperadamente y se sintió dominado por emociones más humanas, aunque sólo tenuemente. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Le era difícil hablar, no sólo por la dificultad que presentaban los cambios que habían tenido lugar en su garganta, sino por el peso del remordimiento, la tristeza y la profunda soledad que sentía.
Pero volvió a rechazarle, confirmando sus peores sospechas y alejando la angustia y compasión que sentía de sí mismo. Como una oscura ola repleta de hielo en movimiento, volvió a sentirse invadido por el furor frío de aquella conciencia arcaica. El deseo de tocarle el cabello, de acariciar tiernamente su piel suave, de cogerla en sus brazos, se esfumó inmediatamente y se vio reemplazado por otro anhelo mucho más fuerte: el deseo profundo de matarla. Quería destriparla, hundir la cabeza en su carne todavía caliente y proclamar finalmente su victoria orinando sobre los restos inanimados. Se lanzó hacia ella, todavía queriéndola, pero con otro fin.
Ella corrió y él la persiguió.
El recuerdo instintivo y racial de incontables persecuciones, no sólo en los recovecos de su mente sino circulando por su sangre, le colocaba en una situación ventajosa. La alcanzaría; sólo era cuestión de tiempo.
Aquel animal arrogante corría con rapidez, pero siempre lo hacían cuando les impulsaba el terror y el instinto de supervivencia, mucha rapidez al principio, pero no duradera. Además, por el miedo, la presa no era nunca tan astuta como el depredador. La experiencia se lo confirmaba.
Deseaba haberse quitado las botas, porque ahora le molestaban. Sin embargo, su propio nivel de adrenalina era tan alto que le permitía superar el dolor de los apretujados dedos de los pies y de los tacones. En aquel momento la incomodidad no le importaba.
La presa se dirigió hacia el sur, a pesar de que en aquella dirección no se vislumbraba lugar alguno donde pudiera refugiarse. Hasta las lejanas montañas los únicos habitantes de aquel inhóspito territorio eran sólo cosas que se arrastraban, gateaban y se deslizaban, cosas que mordían, picaban y que en algunos casos se comían a sus propios retoños para sobrevivir.
Después de correr apenas doscientos metros, a Rachael le faltaba oxígeno y sus piernas parecían de plomo.
No es que no estuviera en forma, lo que ocurría era que el calor del desierto era tan intenso, que parecía tener cuerpo y correr por él era casi tan difícil como hacerlo por el agua. En su mayor parte, no procedía del cielo, cuya casi totalidad estaba cubierta de nubes. Se elevaba de la cálida arena, donde el sol ahora oculto lo había acumulado, desde el amanecer hasta la llegada de las nubes hacía aproximadamente una hora. El calor era todavía muy intenso, más de treinta y cinco grados, pero el aire que se levantaba de la arena debía de estar por lo menos a cuarenta. Tenía la impresión de estar corriendo sobre la rejilla de un horno.
Miró hacia atrás.
Eric la seguía a unos veinte metros de distancia.
Miró hacia adelante y forzó el paso, estimulando sus piernas al máximo, con el mayor esfuerzo del que era capaz, empujando el muro de calor, seguido de infinidad de muros semejantes, aspirando el aire cálido hasta que la boca le quedó seca, la lengua pegada al paladar, la garganta comenzó a dolerle y le ardían los pulmones. Delante tenía una línea natural de mezquites enanos, que se extendía veinte o treinta metros hacia la izquierda y una distancia parecida hacia la derecha. No quiso rodearla, porque temía perder la ventaja que le llevaba a Eric. El mezquite sólo le llegaba a la altura de la rodilla y, por lo que podía ver, no era demasiado sólido ni profundo, por lo que avanzó decididamente, descubriendo que se extendía más allá de lo que parecía, de cinco a siete metros y era más espeso de lo que aparentaba. Las plantas espinosas y aceitosas le rasgaban las piernas y reducían su marcha con tal tenacidad, que parecían estar conscientemente aliadas con Eric. Su corazón ya acelerado comenzó a latir con mayor fuerza, excesiva, golpeando contra el esternón. Cuando finalmente acabó de cruzarlas, tenía infinidad de fragmentos de hojas y de corteza pegados a los vaqueros y a los calcetines. Empapada de sudor, parpadeando para que este no le turbara la vista, y con el sabor salado del mismo en las esquinas de la boca, aceleró el paso. Si seguía sudando de aquel modo, corría un verdadero peligro de deshidratarse. Comenzaba ya a ver colores en la periferia de su campo de visión, a sentir ligeras náuseas en el estómago y estaba un poco mareada. Pero siguió forzando las piernas, avanzando sobre el terreno árido, porque era lo único que podía hacer.
Volvió a echar un vistazo atrás.
Eric estaba más cerca. Escasamente a unos quince metros.
Con un enorme esfuerzo, Rachael logró sacar más fuerzas de su interior, un poco más de energía y algo de vigor adicional.
El terreno era ahora rocoso y menos peligrosamente mullido que antes. La roca había sido erosionada por la arena transportada por el viento a lo largo de los siglos, en forma de redondeles ensortijados: las huellas del viento.
Constituía una superficie ideal para correr y ganó velocidad. Sin embargo, pronto agotaría sus energías y comenzaría a sentir los efectos de la deshidratación, aunque prefería no pensar en ello. La clave consistía en pensar positivamente y lo hizo a lo largo de otras cincuenta zancadas, con la seguridad de que aumentaría la distancia de su perseguidor.
Cuando se volvió para mirar por tercera vez, soltó un grito involuntario de desesperación.
Eric estaba más cerca. Diez metros.
Entonces fue cuando tropezó y se cayó.
Había acabado la roca y el suelo volvía a ser de arena. Al no mirar, no se había dado cuenta del cambio y se dobló el tobillo. Procuró mantenerse en pie, intentó seguir corriendo, pero la torcedura le impedía mantener un buen ritmo.
Volvió a torcerse el mismo tobillo al apoyarlo contra el suelo. Lanzó un grito y rodó hacia la izquierda sobre unos matorrales, unas piedras y algunos hierbajos secos.
Acabó al borde de un arroyo, muy caudaloso cuando llovía, pero ahora, como la mayor parte del tiempo, completamente seco. Tenía unos diecisiete metros de anchura y aproximadamente diez de profundidad, con las paredes laterales casi verticales. Al detenerse comprendió inmediatamente la situación, supo lo que debía hacer y lo hizo. Se dejó caer rodando por la empinada pendiente, con la esperanza de no lastimarse con ninguna roca ni encontrarse con ninguna serpiente de cascabel.
Fue un duro descenso y cuando llegó al fondo había perdido la mitad de sus fuerzas. No obstante, se levantó, miró hacia arriba y vio a Eric, o a esa cosa en la que Eric se había convertido, contemplándola desde la parte superior de la pared del arroyo. Estaba sólo a diez o doce metros, pero la distancia en sentido vertical no era lo mismo que horizontal y parecía que se encontraba en la calle de una ciudad, con Eric observándola desde un cuarto piso. La audacia de Rachael y la vacilación de Eric le permitieron ganar un poco de tiempo. De haberse lanzado tras ella, probablemente la habría alcanzado en seguida.
Le había ganado un poco de terreno y debía aprovecharse de ello. Girando hacia la derecha, comenzó a correr por el cauce del arroyo, sin apoyarse excesivamente en el tobillo torcido. No sabía hacia dónde se dirigía, pero siguió avanzando con los ojos muy abiertos, esperando ver algo que pudiera favorecerla, algo que la salvara, algo…
Algo.
Cualquier cosa.
Lo que necesitaba era un milagro.
Suponía que Eric descendería cuando comenzara a correr, pero no lo hizo. Se quedó en la parte superior, corriendo a su altura, observándola y guardando paso por paso el mismo ritmo que ella.
Supuso que él también estaba a la espera de algo que le beneficiara.