A las tres menos cinco, Rachael acababa de cruzar el puerto de El Cajón, todavía dieciséis kilómetros al sur de Victorville y a sesenta y cuatro de Barstow.
Este era el último tramo de la interestatal donde aún se vislumbraban frecuentes indicios de civilización. Incluso allí, a excepción de Victorville y de algunas casas y comercios aislados entre Hesperia y Apple Valley, el paisaje consistía esencialmente en una gran extensión de arena blanca, rocas estriadas, matorrales raídos, yucas y cactus. En los doscientos cincuenta kilómetros que separan Barstow de Las Vegas, sólo se encuentran Calico, el pueblo fantasma con unos cuantos restaurantes, gasolineras y un par de moteles, y Baker, puerta de entrada al monumento nacional denominado Valle de la Muerte y que se cruzaba con tanta rapidez, que parecía casi un espejismo. También había unos lugares llamados Halloran Springs, Cal Neva y Stateline, que ni merecían llamarse pueblos, y uno de ellos tenía menos de cincuenta habitantes. Allí, donde comenzaba el gran desierto del Mojave, los seres humanos habían intentado el dominio del territorio, pero más allá de Barstow su supremacía seguía siendo absoluta.
De no haber estado tan preocupada por Benny, Rachael podía haber disfrutado del maravilloso paisaje, la potencia y prestaciones del Mercedes, y de la sensación de libertad que siempre había experimentado al cruzar el Mojave. Pero no podía dejar de pensar en él y deseaba no haberle dejado sólo, a pesar de que le había dado razones muy convincentes de que su plan era el mejor y no le había dejado prácticamente otra alternativa. Pensó en dar la vuelta y regresar, pero seguramente ya se habría marchado cuando llegara a la cabaña. Puede que incluso acabara en manos de la policía si regresaba a Arrowhead, por lo que siguió con el Mercedes a cien kilómetros por hora, en dirección a Barstow.
Ocho kilómetros al sur de Victorville le sorprendió un extraño traqueteo que parecía proceder de la parte inferior del vehículo, unos cuatro o cinco golpecitos, seguidos de silencio. Echó una maldición entre dientes, pensando en la posibilidad de que se le averiara el coche. Descendió a ochenta kilómetros por hora y luego a setenta, escuchando cuidadosamente a lo largo de un kilómetro.
El ruido de los neumáticos sobre el asfalto.
El susurro del motor.
El lejano murmullo del aire acondicionado.
Ningún traqueteo.
Al no oír nada extraño, aceleró de nuevo hasta los cien kilómetros por hora y siguió escuchando atentamente, pensando que el desconocido problema sólo se manifestaba a altas velocidades. Sin embargo, transcurridos otros dos kilómetros sin oír ningún ruido extraño, pensó que probablemente se había encontrado con algún bache en la carretera. No lo había visto, ni recordaba que el coche se hubiera movido en el momento de oír el ruido, pero no se le ocurría otra explicación. La suspensión y los amortiguadores del Mercedes eran excelentes, por lo que habrían absorbido gran parte de un pequeño traqueteo, y puede que al concentrarse en el sonido le pasara desapercibida alguna vibración mínima.
Durante algunos kilómetros Rachael condujo intranquila, no porque esperara que se le rompiese la dirección o que le estallara el motor, pero con cierto temor de tener algún problema que la retrasara. Sin embargo, cuando el coche siguió funcionando con su habitual perfección, se relajó y volvió a pensar en Benny.
El Chevy sedán verde había sufrido algunos daños en su colisión con el Ford azul (rejilla doblada, faro roto y guardabarros abollado), pero seguía funcionando perfectamente. Peake lo había conducido por el sendero de gravilla, hasta el camino asfaltado y la carretera que daba la vuelta al lago, con Sharp sentado junto a él, observando el bosque a su alrededor, con la pistola con silenciador sobre las rodillas. Sharp estaba seguro, según decía, de que Shadway había ido en otra dirección, alejado del camino, pero se mantuvo atento de todos modos.
Peake temía que en cualquier momento recibiría una perdigonada por la ventana lateral y no lo contaría, pero llegó vivo a la carretera estatal.
Fueron de un lado para el otro de la carretera, hasta encontrar seis vehículos aparcados juntos en el arcén.
Probablemente pertenecían a pescadores que habían ido por el bosque a otro lago cercano, ideal para la pesca, pero de difícil acceso. Sharp decidió que Shadway saldría de la montaña por la parte sur y, quizás recordando aquellos coches que había visto de camino hacia la cabaña, se dirigiría hacia el norte por la carretera, quizás por la cuneta o tal vez sin salir del bosque, con la intención de robar uno de los vehículos. Peake había aparcado el Chevy detrás del sexto coche, una furgoneta Dodge sucia y destartalada, metiéndose un poco más que los demás vehículos, con el fin de que Shadway no los viera cuando llegara procedente del sur.
Peake y Sharp estaban hundidos en sus asientos respectivos, asomando sólo un poco la cabeza para ver a través del parabrisas y de las ventanas de la furgoneta que tenían delante. Estaban listos para entrar en acción, en el momento en que oyeran a alguien tocando algún vehículo. O por lo menos Sharp lo estaba. Peake seguía confuso.
Los árboles se estremecieron en la brisa racheada.
Una curiosa libélula pasó volando frente al parabrisas, con sus alas tornasoladas.
Se oía el suave tic tac del reloj del coche y Peake tenía la extraña, aunque quizás comprensible, sensación de que estaban sobre una bomba de relojería.
—Aparecerá en los próximos quince minutos —dijo Sharp.
«Espero que no», pensó Peake.
—No le quepa duda de que nos cargaremos a ese cabrón —agregó Sharp.
«Yo no», pensó Peake.
—Supondrá que estamos circulando, buscándole. No pensará que nos hemos anticipado a sus movimientos y le estamos esperando. Caerá en nuestras manos por su propio pie.
«Dios mío, espero que no —pensó Peake—. Ojalá se dirija al sur, en lugar del norte. O quizás escale la montaña y baje por el otro lado, sin acercarse a donde estamos. Oh, Dios mío, te lo ruego, ¿por qué no dejarle que cruce la carretera, se acerque al lago, camine sobre las aguas y llegue a la otra orilla?».
—Me parece que va mejor armado que nosotros —dijo Peake—. Me refiero a que he visto una escopeta. Esto es algo a tener en cuenta.
—No la utilizará contra nosotros —respondió Sharp.
—¿Por qué no?
—Porque es un mojigato moralista. Un individuo de principios. Se preocupa demasiado de su maldita alma. Los tipos como él sólo son capaces de matar en una guerra, en la que además deben creer, o en una situación en la que no tengan más alternativa que hacerlo, para salvarse.
—Sí, pero si le disparamos a él, no tendrá más alternativa que devolver los disparos. ¿No es cierto?
—Usted no le comprende. En una situación como esta, que no es la de una maldita guerra, si tiene espacio para correr, que no se vea acorralado, huirá en lugar de pelearse. Desde un punto de vista moral, es la mejor elección, ¿comprende? Y él se considera moralmente superior. En estos bosques tiene mucho espacio para correr. Por lo tanto, si le disparamos y le alcanzamos, todo habrá terminado. Pero si no le alcanzamos, no nos devolverá los disparos, no, ese hipócrita con cara de conejo, se limitará a correr y nos brindará la oportunidad de volver a perseguirle e intentarlo de nuevo, y seguirá dándonos oportunidades hasta que, tarde o temprano, se nos escapará o le abatiremos. «Por lo que más quiera, no le acorrale jamás, déjele siempre una salida». Mientras corra, tendremos la oportunidad de dispararle por la espalda, que sería lo más sensato, porque ese individuo estaba en el grupo de reconocimiento de los marines y es muy bueno, mejor que la mayoría, eso hay que reconocérselo, es el mejor. Y parece haberse mantenido en forma.
Si se ve obligado a hacerlo, le arrancará la cabeza sin ningún arma en las manos.
Peake era incapaz de decidir cuál de las nuevas revelaciones era más aterradora: el hecho de que por la sed de venganza de Sharp se propusieran matar a un inocente con un código moral inusualmente completo y meticulosamente observado; o que le iban a disparar por la espalda si se presentaba la oportunidad; o que su objetivo arriesgaría extremadamente su propia vida antes de matarlos innecesariamente, a pesar de que ellos estaban dispuestos a liquidarle a él; o que, si no tenía otra alternativa, ese individuo era capaz de liquidarlos a ambos sin el menor esfuerzo. Hacía más de veintidós horas que Peake no dormía y estaba verdaderamente agotado, pero mantenía los ojos muy abiertos y la mente muy despierta, pensando en la abundancia de malas noticias que acababa de recibir.
De pronto Sharp se incorporó, como si acabara de vislumbrar a Shadway procedente del sur, pero debió de ser una falsa alarma, porque volvió a acomodarse en su asiento y vació el aire atrapado en sus pulmones.
«Está tan asustado como enojado» pensó Peake.
—¿Le conoce usted, señor? —se atrevió a preguntarle a Sharp, sabiendo que se enfurecería, o por lo menos irritaría.
—Sí —respondió escuetamente, sin entrar en detalles.
—¿De dónde?
—De otro lugar.
—¿Cuándo?
—Hace mucho tiempo —respondió Sharp en un tono que no dejaba lugar a dudas en cuanto a que no debía seguir formulando preguntas.
Desde el principio de la investigación el día anterior, a Peake le había sorprendido que alguien de un rango tan elevado como el de subdirector se dedicara al trabajo de campo, junto a los agentes más novatos, en lugar de coordinar la operación desde un despacho. Se trataba de un caso importante, pero Peake había trabajado en otros que también lo eran y Jamás había visto a ningún oficial de la agencia de alto rango ensuciándose las manos. Ahora lo comprendía.
Sharp había decidido inmiscuirse en el asunto al descubrir que su viejo enemigo, Shadway, estaba involucrado en el caso y porque sólo en el campo tendría oportunidad de matarle y organizarlo de tal manera que pareciera legítimo.
—Hace mucho tiempo —repitió Sharp, hablando más consigo mismo que respondiendo a Jerry Peake—. Hace mucho tiempo.
El interior del espacioso maletero del Mercedes-Benz estaba caliente porque lo calentaba el sol. Pero Eric Leben, acurrucado en la oscuridad, sentía otro calor todavía más fuerte, el fuego peculiar y casi agradable que le ardía en la sangre, la carne y los huesos, que parecía que le derretía y… le convertía en otro hombre.
Entre el calor interior y el exterior, la oscuridad, el movimiento del vehículo y el susurro hipnótico de los neumáticos, había entrado en una especie de trance. Durante algún tiempo se olvidó de quién era, de dónde estaba y de por qué se había metido en aquel lugar. Las ideas pululaban aletargadas por su mente, como capas opalescentes de aceite flotando, rizándose, entremezclándose y formando torbellinos en cámara lenta, sobre la superficie de un lago. A veces sus pensamientos eran dulces y agradables: las suaves curvas y texturas de la piel de Rachael, Sarah y otras mujeres con las que se había acostado; el osito predilecto que se llevaba a la cama cuando era niño; fragmentos de películas que había visto; y estrofas de canciones favoritas. Pero a veces las imágenes mentales eran oscuras y aterradoras: el tío Barry sonriendo y llamándole; el cadáver de una desconocida en un contenedor de basura; otra mujer desnuda, muerta, mirándole, clavada en la pared; la imagen de la muerte encapuchada entre las tinieblas; un rostro deformado en el espejo; unas manos extrañas y monstruosas unidas a sus propias muñecas…
En un momento dado el coche se detuvo y al cesar el movimiento despertó de su trance. No tardó en orientarse y se sintió rápidamente invadido por aquel frío furor mesozoico. Movió repetidamente sus poderosas y crecidas manos, dotadas de afiladas uñas, ansioso por estrangular a Rachael; la mujer que le había rechazado, que le había impulsado hacia la muerte. Estaba a punto de salir del maletero, cuando oyó una voz masculina y titubeó. A juzgar por los fragmentos de conversación superficial que oía y el ruido de la boca de la manga de gasolina en el depósito de combustible, Eric comprendió que Rachael se había parado en una gasolinera, donde con toda seguridad habría algunas personas y quizás muchas. Debía esperar otra oportunidad mejor.
En la cabaña, al abrir el maletero, se había dado cuenta inmediatamente de que entre este y el interior del coche había una pared metálica, que no le permitiría pasar al interior del vehículo derribando el respaldo del asiento trasero.
Además, el mecanismo del cerrojo era inaccesible desde el interior, porque estaba cubierto por una plancha sujeta por varios tornillos de estrella. Afortunadamente, mientras Rachael y Shadway se ocupaban de recoger la documentación de Wildcard, Eric había tenido tiempo de coger un destornillador del banco de trabajo, eliminar la plancha protectora, introducirse en el maletero y cerrarlo. Incluso en la oscuridad era capaz de hallar el cerrojo, meter el destornillador en el mecanismo y abrirlo sin dificultad.
Si no oía voces la próxima vez que se detuvieran, tardaría menos de dos segundos en salir del maletero y echarle mano a Rachael antes de que se diera cuenta de lo que ocurría.
En la gasolinera, mientras esperaba silenciosa y pacientemente en el interior del maletero, se llevó las manos al rostro y creyó detectar cambios adicionales a los descubiertos en la cabaña. Asimismo, cuando se exploró el cuello, los hombros y la mayor parte del cuerpo, no parecía estar formado exactamente como correspondía.
Creyó detectar una capa de… escamas.
El asco le hizo rechinar los dientes.
Dejó rápidamente de examinarse a sí mismo.
Quería saber en qué se estaba convirtiendo.
Sin embargo, prefería no saberlo.
Necesitaba saberlo.
Y no se atrevía a averiguarlo.
Tenía la lejana sospecha de que, habiendo modificado intencionalmente una pequeña parte de su material genético, había creado un desequilibrio químico y de las fuerzas vitales, desconocido y quizás imposible de conocer. El desequilibrio no había sido severo hasta que, a su muerte, sus células alteradas habían comenzado a actuar de un modo distinto al habitual, curando a un ritmo y con un alcance antinaturales. Dicha actividad, el enorme influjo de hormonas y proteínas de crecimiento, de algún modo liberaba los vínculos de estabilidad genética, y desequilibraba el gobierno no biológico que garantizaba un ritmo de evolución lento y lógico. Ahora evolucionaba a un ritmo alarmante. Para ser más preciso, quizás devolucionaba y su cuerpo intentaba recrear formas de la antigüedad, todavía archivadas entre las decenas de millones de años de experiencia racial en sus genes. Sabía que mentalmente fluctuaba entre la moderna familiaridad de Eric Leben y la conciencia lejana de diversos estados primitivos de la raza humana y temía ser objeto de una regresión tanto mental como física, que le convirtiera en una forma tan remota de la experiencia humana que dejara de existir como Eric Leben, con su personalidad dispersa para siempre en una prehistoria de los simios o en la conciencia mesozoica.
Ella era la responsable de lo que le ocurría. Le había matado, desencadenando así la reacción incontrolada de sus células genéticamente alteradas. Tanta era su sed de venganza, que le dolía. Quería destripar a aquella puta y arrancarle sus cálidos intestinos, deseaba vaciarle los ojos y abrirle el cráneo, quería desgarrarle su atractivo rostro, aquel rostro relamido y odioso, masticarle la lengua, acercar la boca a sus arterias y beber, beber…
Volvió a estremecerse, pero en esta ocasión impulsado por una necesidad primaria, un temblor de placer y excitación inhumanos.
Después de llenar el depósito, Rachael reemprendió el camino y Eric volvió a caer en un estado de semitrance. En esta ocasión sus pensamientos eran más extraños y difusos que la vez anterior. Se vio a sí mismo galopando a través de un tenebroso paisaje, apenas medio erecto, con lejanas montañas humeantes en el horizonte y el cielo de una pureza y un azul oscuro que jamás había visto, pero que sin embargo le era familiar, al igual que la brillante vegetación, también diferente a todas las plantas con las que Eric Leben se había encontrado, aunque conocida de otro ser que yacía en lo más profundo de su interior. A continuación, en su semisomnolencia, ya no estaba ni parcialmente erecto, no era el mismo ser el que se arrastraba por la tierra húmeda y cálida, se acercaba a un tronco podrido y esponjoso, lo arañaba con sus garras desmenuzando la corteza y la mullida madera, revelando un inmenso nido de larvas retorciéndose, sobre las que lanzó una hambrienta boca…
Transportado por su tenebrosa emoción salvaje, pataleó con fuerza contra la pared lateral del maletero, despertando brevemente de su lóbrego sueño y alejando momentáneamente los pensamientos que llenaban su mente. Comprendió que los golpes podían advertir a Rachael de su presencia y se detuvo, después de lo que esperaba hubieran sido sólo unas cuantas patadas.
El vehículo redujo la velocidad y se apresuró a buscar el destornillador en la oscuridad, por si tenía que abrir el cerrojo y salir con rapidez. Pero entonces el coche volvió a acelerar, ya que Rachael evidentemente no había sabido interpretar lo que había oído y cayó de nuevo en el sueño de sus recuerdos y deseos primarios.
Ahora, trasladándose mentalmente a algún lugar lejano, seguía cambiando físicamente. El oscuro maletero era como un útero en el que un ser inimaginablemente mutante se formaba, se reformaba y de nuevo se transformaba. Era a la vez viejo y nuevo en el mundo. Su tiempo había pasado y, sin embargo, estaba por llegar.
Ben calculó que esperarían que recordara la línea de coches aparcados en la ladera oeste de la carretera estatal y estarían esperando que fuera a robar uno de ellos. Además, probablemente contarían con que se dirigiera hacia el norte por la carretera, utilizando la cuneta de la parte este para ponerse a cubierto cuando oyera algún coche. O puede que creyeran que se quedaría en la ladera este de la montaña, siguiendo cautelosamente la carretera y utilizando la cobertura de los árboles y los matorrales. Sin embargo, no creía que contaran con que atravesara la carretera, entrase en el bosque del lado oeste, el del lago, utilizando la cobertura de esos árboles y llegando finalmente por detrás a los coches aparcados.
Sus cálculos eran correctos. Después de recorrer cierta distancia en dirección norte, con la carretera a su derecha y el lago a la izquierda, subió cautelosamente para acercarse al asfaltado, miró de un lado para otro y observó los coches aparcados al sur de donde se encontraba. Vio a dos individuos acurrucados en los asientos delanteros del Chevy verde.
Se habían aparcado detrás de la furgoneta Dodge, de modo que no los habría visto de haber llegado por el norte, en lugar de dar un rodeo. Miraban en dirección contraria, observando fragmentos geométricos de la carretera, a través de las ventanas del vehículo que tenían delante.
Descendiendo un poco por la pendiente, Ben permaneció durante un minuto tumbado de espaldas. Su colchón lo constituían hojas de pino, hierbajos marchitos y plantas para él desconocidas, de hoja jaspeada parecida a la del caladio, que con la presión de su cuerpo supuraban un líquido fresco que se impregnaba en la tela de su camisa y de sus vaqueros. Estaba tan sucio y manchado después de su frenético descenso por la ladera de la montaña, desde la cabaña de Eric, que no le preocupaba la suciedad adicional de dichas plantas.
El Combat Magnum, metido en la parte trasera del cinturón, se le clavaba dolorosamente en la espalda y se giró un poco para aliviar la presión del mismo. Por incómodo que fuera, el Magnum hacía también que se sintiera seguro.
Al ver a los individuos que le esperaban en la carretera, pensó en dirigirse más hacia el norte en busca de otro vehículo. Tal vez podría robar un coche en otro lugar y abandonar la zona antes de que se dieran cuenta de que lo había hecho.
Por otra parte, quizás tendría que caminar varios kilómetros antes de encontrarse con algún coche que no estuviera aparcado a la vista de su propietario.
Era improbable que Sharp y su compañero permanecieran ahí mucho tiempo. Si Ben no aparecía pronto, creerían que se habían equivocado. Empezarían a circular, tal vez deteniéndose de vez en cuando para echar un vistazo en el bosque y a pesar de que era más experto que ellos, no podía estar seguro de que en un momento dado no le sorprendieran.
En aquel momento contaba con la ventaja de la sorpresa, ya que sabía dónde estaban ellos, mientras que ellos no sabían dónde estaba él. Decidió aprovecharse de dicha ventaja.
En primer lugar, buscó una piedra lisa del tamaño de un puño, la encontró y comprobó su peso. Parecía correcta. Se desabrochó parcialmente la camisa, la metió en el interior de la misma y volvió a abrochársela.
Con la Remington semiautomática del calibre 12 en la mano derecha, se desplazó cautelosamente a lo largo del terraplén, hasta que calculó que debía estar bajo la parte trasera del Chevrolet. Al acercarse a la superficie de la carretera, descubrió que había calculado perfectamente la distancia. El parachoques trasero del sedán estaba a pocos centímetros de su rostro.
Sharp tenía la ventana abierta, ya que los coches del gobierno raramente están equipados con aire acondicionado y Ben sabía que debía cubrir la última etapa de su recorrido en el silencio más absoluto. Si Sharp oía cualquier ruido sospechoso y miraba por la ventana, o por el retrovisor exterior, vería a Ben detrás del vehículo.
Lo ideal habría sido algún ruido natural que ocultara el suyo y Ben deseaba que se levantara el viento. Una buena ráfaga que sacudiera los árboles, encubriría…
Le sonrió la suerte, ya que en aquel momento se oyó el ruido de un motor que se acercaba por el norte, más allá del Chevy. Ben se mantuvo atentamente a la espera y apareció un Pontiac Firebird de color gris. Al acercarse, aumentó también el volumen de la música rock. En el interior del vehículo, una pareja de jóvenes, con las ventanas abiertas, escuchaban a Bruce Springsteen que cantaba con entusiasmo sobre el amor, los coches y los obreros de los altos hornos. Perfecto.
En el momento preciso en el que el Firebird trucado pasaba junto al Chevy, cuando el ruido del motor y de la música de Springsteen alcanzaron el máximo volumen y cuando Sharp estaba casi con toda seguridad mirando en dirección opuesta, Ben remontó apresuradamente el terraplén y se acurrucó detrás del sedán. Se mantuvo agachado, por debajo de la ventana trasera del coche, para no ser visto si al otro agente se le ocurría mirar por el retrovisor.
Cuando el Firebird y Springsteen desaparecieron, Ben se acercó cautelosamente a la esquina posterior izquierda del Chevy, respiró hondo, se puso de pie y disparó un tiro contra la rueda trasera del vehículo. El ruido que impregnó el tranquilo aire de la montaña fue tan ensordecedor, que Ben se asustó a pesar de que se lo esperaba y los dos individuos del interior del vehículo chillaron alarmados. Uno le ordenó al otro que se mantuviera agachado. El coche se ladeó del costado del conductor. Con las manos todavía doloridas del retroceso del primer disparo, Ben volvió a disparar, con el solo propósito de asustarles, de modo que los perdigones rebotaran sobre el techo del vehículo, cuyo efecto para los ocupantes sería el de que habían disparado en el interior del vehículo. Estaban ambos agachados en el asiento delantero, procurando mantenerse por debajo de la línea de fuego, lo que les impedía ver a Ben o dispararle.
Realizó otro disparo contra el suelo mientras corría, se detuvo para disparar contra la rueda delantera del lado del conductor y el coche se inclinó todavía más en dicha dirección. Realizó otro disparo por puro efecto dramático, cuyo ruido fue horripilante incluso para él, por lo que debió paralizar a Sharp y a su compañero, miró hacia el parabrisas para asegurarse de que no se asomaban. No los vio y disparó su sexto y último cartucho contra el parabrisas, convencido de que no heriría gravemente a nadie, pero que estarían lo suficientemente asustados como para permanecer agachados otro medio minuto.
Cuando los perdigones se estaban todavía incrustando en el asiento trasero del Chevy y no había acabado de caer el cristal del parabrisas, Ben dio tres zancadas, se echó al suelo y se escondió debajo de la furgoneta Dodge. Cuando tuvieran el valor de levantar la cabeza, supondrían que se había refugiado en el bosque, a un lado u otro de la carretera, cargando la escopeta a la espera de que hicieran su aparición. Jamás esperarían encontrarle debajo del coche adjunto al suyo.
Sus pulmones intentaron respirar con violencia, pero se obligó a hacerlo lenta, fácil, rítmica y silenciosamente.
Quería frotarse las manos y los brazos, que le dolían después de disparar la escopeta con tanta rapidez y en posiciones tan inusuales. Pero no lo hizo, se aguantó, convencido de que el dolor y el calambre desaparecerían por sí solos.
Al poco rato los oyó que hablaban y que se abría una puerta del coche.
—¡Maldita sea, Peake, vamos! —exclamó Sharp.
Se oyeron pasos.
Ben giró la cabeza hacia la derecha, mirando por debajo de la furgoneta y vio los zapatos negros Freeman de Sharp aparecer junto al vehículo. Ben tenía un par idéntico. Los de Sharp estaban rasgados y llenos de cadillos.
Por la izquierda no apareció zapato alguno.
—¡Vamos ya, Peake! —dijo Sharp en un ronco susurro, con tanta fuerza como un grito.
Se abrió otra puerta, seguida de pasos titubeantes y aparecieron otros zapatos, también a la izquierda de la furgoneta.
Los de Peake eran también negros, pero más modestos y en peor estado que los de Anson Sharp. Tanto la superficie como los tacones y las suelas estaban cubiertas de barro, y muchos más cadillos en los cordones.
Estaban uno a cada extremo de la furgoneta, sin hablar, sólo escuchando y mirando.
Ben tuvo la absurda sensación de que oirían los latidos de su corazón, ya que a él le sonaban como un tímpano.
—Puede que esté más adelante, entre los coches, a la espera de echársenos encima —susurró Peake.
—Ha vuelto a refugiarse en el bosque —replicó Sharp en un tono tan suave como el de Peake, pero con sorna—. Probablemente nos está observando en estos momentos, haciendo un esfuerzo para no reírse.
La piedra que Ben se había metido bajo la camisa se le hundía en la barriga, pero no quiso cambiar de posición porque temía que el menor ruido le delatara.
Por fin Sharp y Peake avanzaron en paralelo y los perdió de vista. Probablemente miraban en el interior y alrededor de los coches.
Sin embargo, era improbable que se agacharan para mirar debajo de los mismos, ya que era absurdo que Ben se hubiera escondido ahí, tumbado en el suelo, casi indefenso, sin poder escapar con rapidez y donde si le descubrían era hombre muerto. Si su estratagema funcionaba, lograría que se alejaran, que buscaran en otra dirección y tendría oportunidad de hacerse con un vehículo. Sin embargo, si sospechaban que era lo suficientemente estúpido (o inteligente) como para ocultarse debajo de la furgoneta, era hombre muerto.
Ben rezaba para que no se le ocurriera al propietario regresar en aquel momento tan inoportuno y llevarse el vehículo, dejándole al descubierto.
Sharp y Peake llegaron hasta el último coche, no habiendo descubierto al enemigo, regresaron caminando todavía uno por cada lado de los coches. Ahora hablaban algo más fuerte.
—Usted me había dicho que no dispararía contra nosotros —comentó Peake, de mala gana.
—No lo ha hecho.
—Yo estoy seguro de que ha disparado contra mí —dijo Peake, levantando el tono de la voz.
—Ha disparado contra el coche.
—¿Cuál es la diferencia? Dentro del coche estábamos nosotros.
Volvieron a detenerse junto a la furgoneta.
Ben miró a la izquierda y después a la derecha hacia sus zapatos, esperando que no tuviera que estornudar o toser.
—Ha disparado contra los neumáticos —dijo Sharp—. ¿No lo ve? No se molestaría en destruirnos el coche si se propusiera matarnos.
—Ha disparado por el parabrisas —replicó Peake.
—Sí, pero estábamos agachados, por debajo de la línea de fuego y él sabía que no nos alcanzaría. Ya le he dicho que es un mojigato, un maldito puritano, que se imagina a sí mismo con un sombrero blanco. Sólo nos disparará si no le dejamos otra elección y nunca será el primero en hacerlo. La acción tendremos que empezarla nosotros. Escúcheme, Peake, si hubiera querido matarnos, habría metido el cañón de esa escopeta por una de las ventanas laterales y nos habría liquidado en menos de dos segundos. Piénselo.
Ambos guardaron silencio.
Peake probablemente reflexionaba.
Ben se preguntó en qué estaría pensando Sharp. Esperaba que no recordara La carta envenenada, de Edgar Allan Poe. Pero le pareció que era improbable que lo hubiera leído, porque Sharp sólo leía revistas ilustradas.
—Está en el bosque —dijo finalmente Sharp, dándole la espalda a la furgoneta y mostrándole a Ben sus tacones—. En dirección hacia el lago. Apuesto a que ahora nos está observando. Dejará que tomemos la iniciativa.
—Debemos procurarnos otro vehículo —dijo Peake.
—Antes tendrá que meterse en el bosque, echar un vistazo e intentar obligarle a que se muestre.
—¿Yo?
—Usted —afirmó Sharp.
—Tenga en cuenta, señor, que no voy vestido de un modo adecuado para este trabajo. Mis zapatos…
—Aquí la vegetación no es tan espesa como alrededor de la cabaña de Leben —dijo Sharp—. Se las arreglará.
—¿Qué piensa hacer usted mientras yo merodeo por el bosque? —preguntó finalmente Peake, después de unos momentos de indecisión.
—Desde aquí —respondió Sharp— puedo ver casi todo el bosque a través de los árboles. Si se le acerca por el bosque, es posible que se mantenga oculto de usted al amparo de las rocas y de los matorrales. Pero desde aquí, lo más probable es que le vea si se mueve. Y si le veo, iré inmediatamente a por ese cabrón.
Ben oyó un ruido extraño, parecido al de un tapón de un tarro de mayonesa. De momento no sospechó de qué se trataba, pero entonces comprendió que Sharp le estaba quitando el silenciador a su pistola.
—Puede que con la escopeta goce todavía de cierta ventaja con relación a nosotros… —comenzó a decir Sharp, confirmando sus sospechas.
—¿Puede? —preguntó Peake asombrado.
—… Pero nosotros somos dos, con dos pistolas y sin los silenciadores mejorará nuestro alcance. Adelante, Peake.
Entre en el bosque y oblíguele a que se manifieste.
Peake parecía estar a punto de sublevarse, pero obedeció.
Ben esperó.
Pasaron un par de coches por la carretera.
Ben permanecía inmóvil, observando los zapatos de Anson Sharp. Al cabo de un rato Sharp se alejó un paso del coche y no podía seguir avanzando, porque de haberlo hecho habría caído por el terraplén hacia el interior del bosque.
Cuando pasó el próximo coche, Ben aprovechó el ruido del motor para salir de debajo de la furgoneta, por el lado del conductor, agachándose junto a la puerta delantera, por debajo del nivel de la ventana. Él y Sharp estaban uno a cada lado del vehículo.
Con la escopeta en la mano, se desabrochó algunos botones de la camisa y cogió la piedra que había recogido en el bosque.
Al otro lado del Dodge, Sharp se movió.
Ben permaneció inmóvil, escuchando.
Era evidente que Sharp sólo se había desplazado un poco lateralmente, para no perder de vista a Peake.
Ben sabía que tenía que actuar con rapidez. Si pasaba algún coche, los ocupantes verían a un individuo con la ropa sucia, con una piedra en una mano, una escopeta en la otra y un revólver en el cinto, lo cual era todo un espectáculo.
Con un simple bocinazo, cualquier conductor podría advertir a Sharp de la presencia de aquel loco a su espalda.
Incorporándose, Ben miró a través de las ventanas de la furgoneta y vio la nuca de Sharp. Si se daba la vuelta en aquel momento, no tendrían más remedio que dispararse mutuamente.
Ben esperó con mucha tensión, hasta estar seguro de que Sharp estaba plenamente concentrado en la porción nordeste del bosque. Entonces tiró la piedra tan fuerte como pudo, por encima de la furgoneta, a mucha altura, y muy lejos de la cabeza de Sharp, para que no percibiera el viento de la piedra. Confiaba en que Sharp no la viera volando y que no golpeara la copa de ningún árbol cercano, sino que cayera lo más lejos posible.
Era mucho en lo que confiaba.
Sin esperar el desenlace, volvió a agacharse junto a la furgoneta y oyó el ruido de su misil en la copa de algún pino o en los matorrales y por fin su impacto hueco y resonante.
—¡Peake! —exclamó Sharp—. A su espalda, a su espalda. Por allí. Se ha movido algo en esos matorrales, junto al desagüe.
Ben oyó raspaduras, ruidos y crujidos, probablemente obra de Anson Sharp, que bajaba por el terraplén para adentrarse en el bosque. Temiendo que no fuera más que un sueño, se levantó con suma cautela.
Sorprendentemente, Sharp había desaparecido.
Con la carretera para él solo, se apresuró a ir de coche en coche probando las manecillas. Encontró un Chevette de cuatro años que no estaba cerrado. Era de un color amarillo asqueroso, con la tapicería de un verde violento, pero las circunstancias no le permitían preocuparse de la estética.
Entró en el vehículo y cerró cuidadosamente la puerta. Se sacó el Combat Magnum del cinto y lo colocó sobre el asiento, al alcance de la mano. Golpeó el interruptor del contacto con la culata de la escopeta, hasta que se desprendió de la dirección.
Se preguntó si el ruido habría llegado hasta el bosque, donde Sharp y Peake se encontraban.
Dejando la Remington a un lado, tiró a toda prisa de los cables, los cruzó y apretó el acelerador. El motor tosió y se aceleró.
A pesar de que Sharp probablemente no había oído los golpes, oyó sin duda el coche que arrancaba, supo exactamente lo que ocurría y sin duda subía frenético por el terraplén que acababa de bajar.
Ben soltó el freno de mano, puso la primera y salió a la carretera. Se dirigió hacia el sur porque aquella era la dirección en la que estaba enfocado el coche y no tenía tiempo para dar la vuelta.
A su espalda, oyó el sonido duro y apagado del disparo de una pistola. Experimentó un ligero sobresalto, ladeó la cabeza, miró por el retrovisor y vio a Sharp entre el Dodge y el sedán, en medio de la carretera, para poder apuntar mejor.
—¡Demasiado tarde, imbécil! —exclamó Ben, acelerando a fondo.
El Chevette tosió como un viejo jamelgo tuberculoso, al que obligaran a correr en el derby de Kentucky.
Una bala pasó rozando por el parachoques, o quizás el guardabarros, con un ruido agudo que parecía el balido sorprendido y doloroso del Chevette.
El vehículo dejó de toser y estremecerse, saliendo finalmente disparando, mientras escupía una nube de humo azulado.
Por el retrovisor, vio que Anson Sharp se esfumaba tras la nube, como si de un demonio se tratara de regreso a los infiernos. Puede que le disparara de nuevo, pero Ben sólo oía el ruido del motor del Chevette.
Subió una cuesta, comenzó a bajar, giró a la derecha, siguió bajando y Ben redujo un poco la velocidad. Se acordó del ayudante del sheriff en la tienda de deportes. Era posible que el policía siguiera en la zona. Ben calculó que después de la racha de buena suerte que le había permitido escapar de Sharp sería absurdo desafiar el destino excediendo el límite de velocidad, en su afán por alejarse de Arrowhead. Después de todo, la ropa que llevaba estaba hecha un asco, conducía un coche robado, llevaba consigo una escopeta y un Combat Magnum, y si le detenían por exceso de velocidad, no se libraría sólo con una multa.
Estaba de nuevo en la carretera. Esto era ahora lo más importante, seguir en la carretera hasta alcanzar a Rachael, en la interestatal 15 o en Las Vegas.
Rachael estaría a salvo.
Ben estaba seguro de que no le ocurriría nada.
Unas nubes blancas habían aparecido en el cielo azul veraniego. Ganaban espesor. Los bordes de algunas de ellas parecían de plomo. A ambos lados de la carretera, el bosque se aposentaba en la oscuridad.