Al girar la curva con el Ford, Ben comenzó a acelerar, pero entonces vio el sedán verde oscuro junto al portalón.
Frenó y las ruedas traseras del coche resbalaron, el volante dio una sacudida, pero no perdió el control ni cayó en ninguna de las cunetas laterales, logrando detener el vehículo a cincuenta metros del portalón, después de levantar una enorme polvareda.
Abajo, dos individuos de traje oscuro se habían apeado ya del coche. Uno de ellos se había quedado atrás, pero el otro, el más corpulento, corría por el sendero acercándose con rapidez, como un corredor de maratón que hubiera olvidado ponerse pantalón corto y zapatillas. El polvo amarillento creaba la ilusión de la solidez del mármol, al desplazarse por los rayos del sol que se filtraban entre las ramas de los árboles. Pero a pesar del polvo y de los treinta metros que los separaban del individuo que se le acercaba, Ben se dio cuenta de que llevaba una pistola en la mano.
También vio el silenciador y le sorprendió.
Ni la policía ni los agentes federales utilizaban silenciadores. Por otra parte, los socios de Eric habían disparado contra los policías de Palm Springs con una metralleta, por lo que parecía improbable que ahora actuaran con tanta discreción.
Entonces, sólo una fracción de segundo después de que Ben viera el silenciador, distinguió el rostro sonriente del individuo que se le acercaba y quedó simultáneamente atónito, confuso y asustado. Anson Sharp. Había transcurrido dieciséis años desde la última vez que le había visto en Vietnam, en 1972.
Sin embargo, no le cabía ninguna duda en cuanto a su identidad. Con el tiempo había cambiado, pero no excesivamente. Durante la primavera y el verano de 1972, Ben temía que aquel cabrón gigantesco le disparara por la espalda o contratase a algún delincuente de Saigón para que lo hiciera (Sharp era capaz de cualquier cosa), pero Ben se había andado con mucha cautela y no le había dado la más mínima oportunidad. Ahora volvía a tenerle delante, como si se hubiera desplazado por el túnel del tiempo. ¿Qué diablos le había llevado allí ahora, después de más de una década y media? Ben tuvo la extraña sensación de que Sharp le había estado buscando incesantemente, ansioso por saldar una vieja cuenta y el sino había querido que le hallara ahora, en medio de todos sus problemas. Pero evidentemente eso era improbable, imposible, por lo que Sharp debía de estar de algún modo involucrado en el asunto de Wildcard.
A menos de veinte metros, Sharp se abrió de piernas en el sendero y disparó su pistola. Con el ruido típico del cristal al romperse, una bala penetró por el parabrisas, treinta centímetros a la derecha del rostro de Ben.
Puso la marcha atrás, giró la cabeza para mirar por la ventana trasera y, conduciendo con una mano, retrocedió tan de prisa como pudo. Oyó otra bala que rebotaba de la carrocería del coche y le dio la impresión de tenerla muy cerca.
Entonces giró la curva y desapareció del campo de visión de Sharp.
Siguió retrocediendo hasta la cabaña, antes de detenerse. Entonces dejó el Ford en punto muerto, con el motor en marcha y el freno de mano echado, que era lo único que impedía que el coche bajara por la pendiente. Se apeó rápidamente del vehículo y dejó la escopeta y el Combat Magnum en el suelo. Agachado junto a la puerta del vehículo, agarró el freno de mano y vigiló el sendero.
Doscientos metros más abajo apareció el Chevy por la curva, a toda velocidad, y siguió hacia la cabaña. Al verle redujeron la velocidad, pero no se detuvieron y Ben esperó un par de segundos antes de soltar el freno de mano y echarse atrás.
Con la fuerza de la gravedad, el Ford comenzó a descender por el camino, que era demasiado estrecho para que el Chevy pudiera eludirlo. El Ford se encontró con un pequeño montículo, saltó y comenzó a dirigirse hacia una de las cunetas. Durante unos instantes Ben creyó que el vehículo iba a salirse inofensivamente del camino, pero dio con unas raíces que corrigieron su rumbo.
El conductor del Chevy se detuvo, comenzó a retroceder, pero el Ford ganaba velocidad y se les acercaba con demasiada rapidez para eludirlo. El Ford se encontró con otro montículo, que lo desvió hacia la izquierda y en el último momento el Chevy giró a la derecha, metiéndose casi en la cuneta. Ello no impidió que los vehículos chocaran, con un crujido metálico, a pesar de que el impacto no fue tan directo ni devastador como Ben esperaba. El guardabarros de la derecha del Ford chocó contra el del Chevy y parecía que iba a describir un semicírculo hasta detenerse junto al Chevy, con ambos vehículos mirando hacia la cabaña, pero al cruzarse en el camino, las ruedas traseras del Ford cayeron en la cuneta y se detuvo con una sacudida perpendicular al sendero y por consiguiente bloqueando el camino.
El Chevy siguió retrocediendo de un modo errático otros treinta metros, salvándose por los pelos de caer en la otra cuneta, hasta detenerse. Las dos puertas delanteras se abrieron inmediatamente. Anson Sharp salió por una, el conductor por la otra y ninguno de los dos parecía estar herido, que era lo que Ben sospechaba al no haber chocado de frente.
Cogió la escopeta y el Combat Magnum, dio media vuelta y echó a correr junto a la cabaña. Cruzó a toda prisa el patio de césped marchito, hacia la roca de granito desde donde Rachael y él habían observado antes la cabaña. Se detuvo un momento para echar un rápido vistazo al bosque, en busca del lugar más cercano donde ponerse a cubierto y entonces entró en el bosque, dirigiéndose hacia el mismo sendero por donde había subido antes con Rachael.
A su espalda, en la lejanía, Sharp le llamaba por su nombre.
Todavía atrapado en su terrible dilema, Jerry Peake se mantenía a cierta distancia de su jefe.
El subdirector había perdido la cabeza en el momento de ver a Shadway en el Ford azul. Había comenzado a correr por el sendero, disparando precariamente, cuando las posibilidades de alcanzar su objetivo eran mínimas o nulas.
Además, había podido comprobar que la mujer no estaba en el coche con Shadway y si le mataban antes de interrogarle, tal vez no podrían averiguar dónde se encontraba. Era una forma muy chapucera de proceder y Peake estaba aterrado.
Ahora Sharp observaba el perímetro posterior del patio de la cabaña, respirando como un toro furioso, en un estado de excitación y furor tan peculiar que parecía olvidar el peligro al que se exponía mostrándose de cuerpo entero. En varios lugares se adentró en los matorrales que le llegaban hasta la rodilla, para mirar entre los árboles.
Por tres costados del patio, el bosque descendía repleto de rocas y estrechos desfiladeros, con infinidad de lugares donde ocultarse. Habían perdido momentáneamente a Shadway. A Peake le parecía evidente. Aquel era el momento de pedir ayuda, porque de no hacerlo se les escabulliría por el bosque y no podrían encontrarle.
Pero Sharp estaba decidido a matar a Shadway y los mejores razonamientos no podían convencerle.
Peake se limitaba a observar, esperar y guardar silencio.
—El gobierno de los Estados Unidos, Shadway —chilló Sharp, dirigiéndose hacia el bosque—. Agencia de la Defensa de la Seguridad. ¿Me oyes? ADS. Queremos charlar contigo, Shadway.
Ahora el hecho de apelar a la autoridad no serviría absolutamente de nada, especialmente después de que Sharp comenzara a dispararle en el momento de darse cuenta de que era Ben Shadway.
Peake se preguntó si el subdirector se estaría volviendo loco, lo que explicaría su conducta con Sarah Kiel, su deseo de matar a Shadway y el ataque impropio e irresponsable que había llevado a cabo hacía sólo un par de minutos.
Acercándose nuevamente al borde del bosque y dando un par de pasos por los matorrales, Sharp volvió a chillar:
—¡Shadway! Soy yo, Shadway, Anson Sharp. ¿Te acuerdas de mí, Shadway? ¿Te acuerdas?
Jerry Peake retrocedió, como si acabara de recibir un bofetón. Válgame Dios, Sharp y Shadway se conocían, no sólo de un modo abstracto como el cazador y su presa, sino personalmente. Y a juzgar por el desdén que Sharp manifestaba, su rostro encarnado, lo abultado de sus ojos y su estentórea respiración, estaba claro que eran fieros adversarios. Había entre ellos algún tipo de rencoroso duelo, lo que eliminaba cualquier pequeña duda que Peake pudiera tener con respecto a la posibilidad de que algún superior de Sharp en la ADS hubiese ordenado la aniquilación de Shadway y de la señora Leben. Él y sólo él era quien había decidido eliminar a los fugitivos. A Peake no le habían traicionado sus instintos, pero tampoco le había servido de nada saber que estaba en lo cierto, con relación al engaño de Sharp. Estuviera o no equivocado, seguía teniendo que decidir si cooperar con el subdirector o apuntarle con un arma y en ambos casos tanto su carrera como su dignidad no permanecerían intactas.
Sharp se adentró en el bosque y comenzó a descender por un tenebroso sendero donde las copas de los pinos se entrelazaban con las de los abetos. Se dio la vuelta para ordenarle a Peake que le ayudara en la cacería, siguió avanzando entre los matorrales, echó otro vistazo atrás y llamó a Peake con mayor insistencia, al darse cuenta de que no se había movido.
Peake le siguió a contrapelo. Los hierbajos estaban tan altos y secos que le pinchaban a través de los calcetines. Los cardos y las asclepias se le adherían a los pantalones. Cuando se apoyó en el tronco de un árbol, la mano le quedó pegajosa de resina. Tropezaba con los matorrales y las zarzas le rasgaban el traje. Sus zapatos de suela de cuero resbalaban peligrosamente sobre las piedras, las hojas secas de los pinos, el musgo y todo lo demás. Al subirse sobre el tronco de un árbol caído pisó un nido de hormigas y, a pesar de que saltó rápidamente y se sacudió los insectos del zapato, algunas le subieron por la pierna, viéndose obligado finalmente a detenerse, subirse el pantalón y sacudir los insectos que le mordían el tobillo.
—No llevamos la ropa adecuada para este trabajo —le dijo a Sharp cuando le alcanzó.
—Silencio —replicó Sharp, escabulléndose bajo la rama de un pino.
Peake resbaló y estuvo a punto de caerse, lo que evitó precariamente agarrándose a una rama.
—¡Vamos a rompernos la crisma! —exclamó.
—¡Silencio! —susurró furiosamente Sharp.
Le miró enojado por encima del hombro. Su rostro era desalentador: ojos muy abiertos y feroces, piel enrojecida, las ventanas de la nariz muy abiertas, la dentadura descubierta, la mandíbula apretada, las arterias pulsando en los temporales. Su feroz expresión confirmaba la sospecha de Peake de que desde el momento de ver a Shadway, el subdirector había perdido el control, empujado por un odio casi maníaco y por una mera sed de venganza.
Pasaron por una apertura de un denso muro de vegetación espinosa, decorada con unos frutos color naranja de aspecto venenoso. Salieron a un estrecho sendero y vieron a Shadway. El fugitivo descendía por el sendero y les llevaba una ventaja de unos quince metros. Avanzaba de prisa y agachado, con una escopeta en la mano.
Peake se agachó a un lado, para no ofrecerle un buen blanco.
Sin embargo, Sharp se puso en medio del camino, como si se creyera Superman, llamando a Shadway por su nombre y disparándole con su pistola. Al disparar con silenciador, se pierde alcance y precisión a cambio de hacer menos ruido, por lo que considerando la distancia que los separaba, prácticamente se limitó a disparar en vano. O bien Sharp no conocía el alcance eficaz de su pistola, lo que parecía improbable, o estaba tan completamente dominado por el odio que ya no era capaz de actuar racionalmente. El primer disparo lastimó la corteza de un árbol, a dos metros a la izquierda de Shadway y el segundo rebotó con un silbido de una roca. Entonces Shadway giró hacia la derecha y desapareció de su campo de visión, pero Sharp realizó otros tres disparos, a pesar de no poder ver su objetivo.
Incluso los mejores silenciadores se deterioran rápidamente con el uso y el ruido de la pistola de Sharp aumentaba considerablemente con cada disparo que realizaba. El quinto y último sonó como una maza que golpeara sobre una superficie dura aunque flexible, sin producir un gran estruendo, pero lo suficientemente alto como para que durante unos instantes se oyera el eco en el bosque.
Cuando se hizo el silencio, Sharp escuchó atentamente durante unos segundos y entonces retrocedió por el mismo camino por donde habían venido.
—Vámonos, Peake. Ahora le cogeremos a ese cabrón.
—No podemos perseguirle por el bosque. Está mejor equipado que nosotros —replicó Peake, frunciendo el ceño.
—Maldita sea, vamos a salir del bosque —dijo Sharp, dirigiéndose efectivamente hacia el patio de la cabaña que se encontraba a su espalda—. Lo único que me proponía era obligarle a que se moviera, para que no se quedase a la espera y pudiera tendernos una trampa. Ahora le hemos puesto en movimiento y lo que hará será bajar de la montaña, para dirigirse a la carretera junto al lago. Intentará robar algún coche y con un poco de suerte le sorprenderemos cuando esté haciendo un puente en el vehículo de algún pobre pescador. Vamos.
El aspecto de Sharp seguía siendo feroz, frenético y poco cuerdo, pero Peake comprendió que el subdirector no estaba, después de todo, tan dominado por el odio incontrolable como al principio había creído. Estaba indudablemente furioso y no del todo racional, pero no había perdido su astucia. Seguía siendo peligroso.
Ben corría para salvar su propia vida, pero sentía también pánico por Rachael. Iba hacia Nevada en el Mercedes, sin saber que Eric la acompañaba oculto en el maletero. De algún modo tenía que alcanzarla, a pesar de que con cada minuto aumentaba la ventaja que le llevaba, disminuyendo sus esperanzas de reducir la distancia que los separaba.
Debía llegar como mínimo a un teléfono y llamar a Whitney Gavis, su hombre en Las Vegas, de modo que cuando Rachael llegara y le llamase para pedirle las llaves del motel, este pudiera advertirle de la presencia de Eric.
Evidentemente, cabía la posibilidad de que este se saliera solo del maletero, o de que alguien se lo abriera, pero esa alternativa era demasiado horrible para pensar en ella.
Rachael cruzando sola el desierto al caer de la noche…, un ruido extraño en el maletero…, su marido frío y difunto saliendo de pronto de su encierro, derribando a patadas el respaldo del asiento trasero…, introduciéndose en el coche.
Esa monstruosa imagen le conmocionó hasta tal punto que no quiso seguir pensando en ello. Si no lo alejaba de su mente, podía convertirse en el escenario inevitable y sería incapaz de seguir adelante.
Se negó decididamente a pensar en lo impensable y abandonó el sendero para seguir un camino abierto por los ciervos, por el que descendió unos treinta metros antes de girar a la derecha entre dos pinos, en una dirección que habría preferido no seguir. De allí en adelante, el camino se hizo más difícil y el terreno más peligroso, con abundantes zarzas y arbustos espinosos, que le obligaron a dar un rodeo de cincuenta metros, por un sendero de hojarasca podrida que tuvo que salvar zigzagueando, con el fin de no precipitarse de cabeza hasta el fondo de la pendiente. Abundantes troncos caídos y matorrales le obligaron a dar rodeos o encaramarse, arriesgándose a torcerse un tobillo o romperse una pierna. En más de una ocasión lamentó no llevar botas, en lugar de sus zapatillas Adidas, si bien los vaqueros y la camisa de manga larga le protegían considerablemente de los espinos y de las ramas. A pesar de las dificultades, siguió avanzando porque sabía que finalmente llegaría a la parte inferior de la ladera, donde podría avanzar con mayor facilidad, porque el terreno de alrededor de las casas situadas debajo de la cabaña de Eric Leben era menos peligrosa. Además, no le quedaba otra alternativa más que seguir adelante, porque no sabía si Anson Sharp aún le perseguía.
Anson Sharp.
Era difícil creerlo.
Durante su segundo año en Vietnam, Ben era teniente al mando de su propio grupo de reconocimiento, a las órdenes del capitán Olin Ashborn, organizando y ejecutando con éxito una serie de redadas en territorio enemigo. Su sargento, George Mendoza, había sido abatido por el fuego de una ametralladora cuando intentaba liberar a cuatro prisioneros norteamericanos detenidos en un campo provisional antes de su traslado a Hanoi.
Anson Sharp era el sargento a quien mandaron para reemplazar a Mendoza.
Desde el momento en que conoció a Sharp, Ben no sintió ningún aprecio por él. Se trataba sólo de una reacción instintiva, ya que inicialmente no le había descubierto ningún defecto grave. No era un gran sargento, incomparable a Mendoza, pero era competente y no tomaba drogas ni alcohol, lo cual le distinguía de muchos otros soldados en esa miserable guerra. Tal vez abusara un poco de su autoridad y se ensañara excesivamente con sus inferiores. Quizá su forma de hablar de las mujeres denotaba cierta falta de respeto hacia ellas, pero al principio parecía tratarse de la habitualmente aburrida y no del todo seria misoginia que algunos hombres suelen manifestar cuando están en grupo.
Ben no descubrió nada pernicioso, hasta más adelante. Puede que tuviera una tendencia excesiva a evitar el contacto con el enemigo y a ordenar la retirada en los enfrentamientos, pero al principio no le podía tildar claramente de cobarde. Sin embargo, Ben le observaba con cierta desconfianza, por lo que se sentía hasta cierto punto culpable, ya que no tenía ninguna prueba contra su nuevo sargento.
Una de las facetas de Sharp que le disgustaba era su aparente carencia de convicción. Parecía no tener opinión alguna sobre la política, la religión, la pena de muerte, el aborto, ni ninguno de los otros temas que interesaban a sus contemporáneos. Tampoco tenía ningún sentimiento acerca de la guerra, ni a favor ni en contra. No le importaba quién la ganara y para él la casi democracia del sur y el totalitarismo del norte eran moralmente equivalentes, si es que llegaba a pensar en términos morales. Se había alistado voluntario en los marines para evitar su reclutamiento en el ejército y no sentía el orgullo propio del cuerpo, que caracterizaba a los demás soldados. Se proponía seguir la carrera militar, a pesar de que lo que le había atraído no era su voluntad de servicio ni el orgullo, sino la esperanza de alcanzar una graduación de auténtica autoridad, retirarse después de veinte años de servicio y disfrutar de una buena jubilación.
Hablaba incesantemente de las pensiones y beneficios del ejército.
No sentía ninguna pasión especial por la música, el arte, los libros, el deporte, la caza, la pesca, ni ninguna otra cosa; sólo por sí mismo. Él constituía, en sí mismo, su única pasión. Sin llegar a hipocondríaco, estaba permanentemente obsesionado con el estado de su salud y hablaba incesantemente de su digestión, su restreñimiento o carencia del mismo y del aspecto de su evacuación de vientre matutina. Otro cualquiera se habría limitado a decir: «tengo un terrible dolor de cabeza», pero Anson Sharp, cuando esto le ocurría, utilizaba más de doscientas palabras para describir el grado y la naturaleza de su agonía, con sumo detalle e indicando con el dedo el lugar exacto donde el dolor se concentraba a lo largo de su frente. Pasaba mucho tiempo peinándose, siempre se las arreglaba para ir bien afeitado incluso en las batallas, sentía una atracción narcisista hacia los espejos y otras superficies brillantes, y no escaseaba esfuerzo alguno para disfrutar de todas las comodidades accesibles a un soldado en una zona bélica.
Era difícil que a uno pudiera gustarle alguien que sólo se gustaba a sí mismo.
Pero si Anson Sharp no era bueno ni malo al llegar al Vietnam, sino sólo egocentrista, la guerra transformó la esencia maleable de su personalidad y le convirtió gradualmente en un auténtico monstruo. Cuando los rumores detallados y convincentes de la participación de Sharp en el mercado negro llegaron a oídos de Ben, una investigación demostró su sorprendente carrera delictiva. Estaba involucrado en el robo de mercancías destinadas a diversos destacamentos y cantinas, cuya venta negociaba a continuación con compradores de los bajos fondos de Saigón.
También aparecieron pruebas de que, si bien Sharp no utilizaba ni vendía directamente drogas, facilitaba el comercio de sustancias ilegales entre la mafia vietnamita y los soldados estadounidenses. Lo más grave que Ben logró averiguar fue que Sharp había utilizado parte de sus beneficios de sus actividades delictivas para afianzarse en el distrito más depravado de Saigón, donde, con la ayuda de un maleante vietnamita extremadamente peligroso que cumplía a la vez la función de guardián y carcelero, Sharp tenía una niña de once años llamada Mal Van Trang prácticamente como esclava, de quien abusaba sexualmente cuando tenía oportunidad de hacerlo, dejándola a merced del maleante el resto del tiempo.
El inevitable consejo de guerra no procedió como Ben suponía. Quería que Sharp acabara en una cárcel militar con una condena de veinte años. Pero antes del juicio, los testigos potenciales comenzaron a morir o desaparecer a un ritmo alarmante. Dos soldados que trabajaban como camellos y que habían accedido a declarar contra Sharp a cambio de un trato de condescendencia, aparecieron degollados en un callejón de Saigón. A un teniente le volaron los sesos mientras dormía. El maleante con cara de comadreja y la pobre Mal Van Trang desaparecieron, y Ben estaba seguro de que el primero estaba vivo en algún lugar, mientras que la niña estaba ciertamente muerta y enterrada en una fosa sin identificar, nada difícil en un país atormentado por la guerra y repleto de cadáveres desconocidos. En la cárcel y a la espera de juicio, Sharp podía declararse claramente inocente de toda participación en aquella serie de convenientes asesinatos y desapariciones, aunque fue con toda seguridad gracias a su influencia en los bajos fondos vietnamitas por lo que todo se desarrolló de un modo tan favorable para él. Cuando llegó el momento del consejo de guerra, todos los testigos contra Sharp habían desaparecido y las únicas pruebas consistían esencialmente en la palabra de Ben y en la de sus investigadores, contra lo que Sharp protestó, declarándose inocente. No había suficientes pruebas concretas para mandarle a la cárcel, pero existía una excesiva cantidad de pruebas circunstanciales para dejarle completamente libre. Por consiguiente fue degradado al rango de soldado y expulsado del ejército.
Incluso una sentencia tan relativamente suave, supuso un grave contratiempo para Sharp, cuyo profundo engreimiento no le había permitido pensar en la posibilidad de castigo alguno. Su comodidad y bienestar personal constituían su principal (y probablemente única) preocupación y parecía dar por sentado que, como hijo predilecto del universo, jamás dejaría de sonreírle la fortuna. Antes de su deshonrosa salida de Vietnam, Sharp se había servido de los contactos que todavía le quedaban para obsequiar a Ben con una breve visita, demasiado breve para perjudicarle, pero suficiente para amenazarle.
—Escúchame, imbécil, no olvides que cuando te licencies te estaré esperando. Sabré cuándo regresas y estaré ahí, esperándote. Te prepararé una sorpresa —le había dicho.
Ben no se había tomado en serio la amenaza. Por una parte, antes del consejo de guerra, la indecisión de Sharp en el campo de batalla había ido en aumento, llegando casi a desobedecer órdenes, antes de poner en peligro su amado cuerpo. De no habérsele acusado de robo, actividades clandestinas en el mercado negro, tráfico de drogas y violación, probablemente se le habrían imputado cargos de deserción entre otros, relacionados con su creciente cobardía. Una cosa era que hablara de venganza y otra que tuviese agallas para llevarla a cabo. Por otra parte, a Ben no le preocupaba lo que pudiera ocurrir cuando regresase, porque en aquellos momentos, para bien o para mal, se había comprometido con la guerra hasta las últimas consecuencias, a lo que acompañaba el convencimiento absoluto de que sólo volvería en un ataúd y por consiguiente no estaría en condiciones de preocuparse de que Anson Sharp le esperara.
Ahora, al descender por el bosque sombrío, hasta las fincas semiocultas entre los árboles, Ben se preguntaba cómo se las había arreglado Anson Sharp, después de haber sido deshonrosamente expulsado del ejército, para que le aceptaran como agente de la ADS. Los tipos quemados como Sharp solían seguir hundiéndose una vez habían empezado a descender. Ahora tendría que estar cumpliendo su segundo o tercer período de cárcel, por delitos en la vida civil. A lo sumo, lo mejor que se podía esperar de él era que se hubiese convertido en un audaz delincuente que se ganaba deshonestamente la vida, a un nivel tan bajo que sus actividades les pasaran desapercibidas a las autoridades. Aunque se hubiera regenerado, no podía haber borrado lo de la expulsión del ejército de su ficha. Y con esa mancha, no le habrían aceptado en ninguna organización dedicada a la ejecución de la ley, especialmente una institución tan rigurosa como la Agencia de la Defensa de la Seguridad.
«¿Cómo diablos se las había arreglado?», pensaba Ben.
Pensaba en ello mientras saltaba una verja parcialmente derrumbada, rodeando cautelosamente un edificio de ladrillos de dos plantas, avanzando de árbol en árbol y matorral en matorral, procurando mantenerse lo más oculto posible. Si alguien miraba por la ventana y veía a un individuo con una escopeta en la mano y un enorme revólver al cinto, llamaría indudablemente al sheriff del condado.
Si Sharp no le había mentido al identificarse como agente de la Defensa de la Seguridad, que no tenía por qué hacerlo, Ben se preguntaba qué rango podía haber alcanzado en la ADS. Después de todo, parecía una casualidad excesiva que hubieran asignado a Sharp a una investigación relacionada con Ben. Lo más probable era que Sharp, después de leer la ficha del caso Leben y descubrir que Ben, su antigua y probablemente casi olvidada némesis, tenía relaciones con Rachael, se las había arreglado para ocuparse personalmente del caso. Vio la posibilidad de llevar a cabo la venganza que tenía pendiente desde hacía tanto tiempo y la aprovechó. Pero evidentemente un simple agente no podía elegir los casos en los que trabajaba, lo que significaba que Sharp debía ocupar un cargo lo suficientemente importante como para organizar su propio trabajo. Otra prueba más clara de su alto rango era el hecho de que le hubiera disparado sin provocación alguna, con la seguridad de que podía encubrir un asesinato cometido delante de otro agente de la ADS.
Con la amenaza de Anson Sharp, aparte de todas las demás que ya pesaban sobre su cabeza y la de Rachael, Ben comenzó a sentirse como si estuviera de nuevo en la guerra. En el campo de batalla, los disparos solían empezar cuando uno menos los esperaba y de la fuente y dirección más insospechadas. Que era exactamente lo que la presencia de Anson Sharp suponía: fuego inesperado de una fuente insospechada.
Al llegar a la tercera casa, Ben estuvo a punto de tropezarse con cuatro chiquillos que jugaban a batallas, a los que descubrió en el último momento, cuando uno de ellos salió de su escondrijo para disparar con una metralleta de juguete. Por primera vez en su vida, Ben experimentó retrospectiva y claramente la vivencia de la guerra, uno de esos traumas mentales que la prensa atribuye a todos los veteranos. Se echó al suelo y se ocultó rodando tras unos sanguiñuelos, donde permaneció medio minuto con el pulso acelerado y ahogando un chillido, hasta que superó la pesadilla.
Ninguno de los chiquillos le había visto y cuando reemprendió la marcha lo hizo acurrucado y arrastrándose, de un escondrijo a otro. De los matorrales a las azaleas. De estas hasta unas rocas, donde el cuerpo disecado de una ardilla yacía como un presagio. A continuación salvó un pequeño montículo, repleto de arbustos espinosos que le arañaron el rostro, cruzando otra verja casi derrumbada.
Después de otros cinco minutos, a los casi cuarenta desde que había abandonado la cabaña, bajó por una frondosa pendiente hasta acabar en la cuneta de la carretera estatal que daba la vuelta al lago.
Dios santo, cuarenta minutos. ¿Qué distancia habría recorrido ya Rachael por el solitario desierto en cuarenta minutos?
No pienses en ello. Sigue adelante.
Durante unos instantes permaneció agachado tras unos matorrales, recuperando el aliento antes de levantarse y mirar de un lado para otro. No se veía a nadie. No había ningún coche en la carretera asfaltada de dos carriles.
Considerando que no tenía intención de desprenderse de la escopeta ni del Combat Magnum, que le convertían en sumamente sospechoso, tenía suerte de que fuera martes y a aquella hora. En cualquier otro momento la carretera no habría estado tan desierta. A primera hora de la mañana transitaban los navegantes, los pescadores y los que se dirigían a acampar junto al lago, y más tarde muchos de ellos regresaban. Pero eran las tres menos cinco de la tarde, momento en el que estaban todos ocupados en sus respectivas tareas. También tenía suerte de que no fuera un fin de semana, ya que entonces el tráfico sería intenso a cualquier hora del día.
Convencido de que si venía algún coche le oiría antes de entrar en su campo de visión y de que, por consiguiente, tendría tiempo de ocultarse, salió de la cuneta y comenzó a caminar hacia el norte, en busca de un coche para robar.