No se preocuparon de ordenar las fotocopias de la documentación de Wildcard que estaban esparcidas por el suelo del comedor y se limitaron a meterlas en una bolsa de plástico, de las diseñadas para la basura, que Benny encontró en un cajón de la cocina. Después de atarla con un cable, la colocó en el suelo del mercedes, detrás del asiento del conductor.
Bajaron por el sendero hasta el portalón, al otro lado del cual estaba aparcado el Ford. Tal como esperaban, en el llavero del coche había una llave que abría el candado del portalón.
Benny entró el coche en el sendero y Rachael condujo el Mercedes y lo aparcó al otro lado del portalón.
Esperaba intranquila en el 560 SEL, con la pistola del 32 en la mano y sin dejar de vigilar el bosque a su alrededor.
Benny descendió caminando, hasta perderse de vista, hacia el lugar del camino donde antes había visto tres vehículos aparcados junto a un sendero. Llevaba consigo las dos placas de la matrícula del Mercedes, un destornillador y unos alicates. Al poco rato regresó con las de una de las furgonetas Dodge, que fijó al Mercedes.
—Cuando llegues a Las Vegas —le dijo a Rachael, sentada junto a él en el coche—, mira en el listín telefónico de cualquier cabina y busca el número de un individuo llamado Whitney Gavis.
—¿Quién es?
—Un viejo amigo. Además trabaja para mí. Cuida de ese viejo motel del que te he hablado: el Golden Sand Inn. En realidad, fue él quien lo descubrió y me convenció de su potencial. Tiene las llaves y te dejará entrar. Dile que tienes que instalarte en las dependencias del director y que me reuniré contigo esta noche. Puedes decirle todo lo que desees, sabe tener la boca cerrada y si va a verse involucrado, es conveniente que conozca la gravedad del asunto.
—¿Qué ocurrirá si ha oído hablar de nosotros por la radio o la televisión?
—A Whitney no le importará. No creerá que seamos asesinos o agentes soviéticos. Tiene un buen cerebro, un excelente detector de mentiras y no hay nadie con mayor sentido de la lealtad que él. Puedes depositarle toda tu confianza.
—Si tú lo dices…
—Hay un garaje doble detrás de la recepción del motel. Asegúrate de guardar el Mercedes, para que nadie lo vea, tan pronto como llegues.
—No me gusta.
—A mí tampoco me encanta —dijo Ben—. Pero es lo que debemos hacer. Ya hemos hablado de ello —agregó acercándosele, colocándole una mano en el rostro y besándola.
—¿Saldrás inmediatamente después de registrar la cabaña? —preguntó Rachael, después de besarle con ternura—. ¿Aunque no encuentres ninguna pista relacionada con el paradero de Eric?
—Sí. Pienso desaparecer antes de que lleguen los federales.
—Y en el caso de que encuentres alguna pista, ¿no irás a perseguirle solo?
—¿Qué te he prometido?
—Quiero que me lo repitas.
—Antes vendré a buscarte —repitió Benny—. No me ocuparé de Eric solo, lo haremos juntos.
Rachael le observó los ojos, sin poder decidir si le hablaba con absoluta sinceridad. Pero aunque le mintiera, no podía hacer nada para evitarlo, porque el tiempo seguía transcurriendo. No podían seguir esperando.
—Te quiero —dijo él.
—Te quiero, Benny. Y si dejas que te maten, jamás te lo perdonaré.
—Eres una mujer extraordinaria, Rachael —sonrió—. Serías capaz de hacer latir el corazón de una roca y para mí eres un motivo lo suficientemente poderoso como para que necesite volver vivo. No te preocupes. Y ahora cierra las puertas cuando yo salga, ¿de acuerdo?
Volvió a besarla, ahora con mayor suavidad. Salió del coche, cerró la puerta, esperó hasta comprobar que bajaba el seguro y se despidió con la mano.
Bajó por el camino de gravilla, sin dejar de mirar repetidamente por el retrovisor, para seguir viendo a Benny hasta el último momento, pero por fin en una curva del camino le perdió de vista entre los árboles.
Benny subió por el sendero con el Ford alquilado y lo aparcó frente a la cabaña. En el cielo habían aparecido algunas nubes blancas y una de ellas proyectaba su sombra sobre la estructura de troncos.
Con la escopeta en una mano y el Combat Magnum en la otra, ya que Rachael se había llevado sólo su 32, subió por la escalera de la entrada, preguntándose si Eric le estaría observando.
Le había dicho a Rachael que Eric se había marchado para esconderse en otro lugar. Puede que fuera cierto. Había bastantes posibilidades de que así fuese. Pero existía también la posibilidad, aunque remota, de que el muerto siguiera ahí, quizás observándole escondido en el bosque.
Riiii, riiii…
Se metió el revólver bajo el cinturón, a la espalda y entró cautelosamente en la cabaña por la puerta principal, con la escopeta lista para disparar. Volvió a registrar las habitaciones, con la esperanza de encontrar algo que le indicara si Eric disponía de otro lugar parecido donde esconderse.
No le había mentido a Rachael. Era realmente necesario llevar a cabo el registro, pero no disponía de una hora para hacerlo, como había dicho. Si no encontraba nada útil en quince minutos, abandonaría la cabaña y examinaría los alrededores, en busca de alguna huella que indicara el lugar por donde Eric había entrado en el bosque, como hierbas pisoteadas, o la marca de los zapatos. Si hallaba lo que buscaba, seguiría su presa por el bosque.
No le había revelado esta parte de su plan a Rachael, porque de haberlo hecho se habría negado a irse a Las Vegas.
Pero no podía haber entrado en el bosque en busca de ese individuo acompañado de Rachael. Se había dado cuenta de ello al caminar juntos por el bosque, cuando iban por primera vez hacia la cabaña. No estaba tan segura de sí misma como Ben, ni era tan rápida. De haber ido juntos se habría preocupado por ella, le habría distraído, con la consiguiente ventaja para Eric, en el supuesto de que estuviera realmente en el bosque.
Antes le había dicho a Rachael que los ruidos que habían oído en el bosque eran de animales. Tal vez. Pero al encontrarse con la cabaña abandonada, había escuchado nuevamente esos ruidos en su memoria y comenzó a presentir que se había precipitado al negar la posibilidad de que Eric los estuviera acechando entre los árboles y los matorrales.
A lo largo del estrecho sendero de gravilla y después asfaltado, hasta llegar a la carretera estatal que rodeaba el lago, Rachael estaba prácticamente convencida de que Eric aparecería entre los árboles, se arrojaría contra el coche y con una fuerza sobrehumana propia de un furor demoníaco, puede que incluso introdujera un puño por la ventana. Pero no apareció.
En la carretera estatal, dando la vuelta al lago, se preocupó menos de Eric y más de la policía y de los agentes federales. Todos los vehículos que veía, a primera vista le parecían de la policía.
Las Vegas parecía estar a mil kilómetros de distancia.
Además, tenía la sensación de haber abandonado a Benny.
Cuando Peake y Sharp llegaron al aeropuerto de Palm Springs, inmediatamente después de su encuentro con La Roca, descubrieron que el helicóptero, un Bell jet Ranger, tenía el motor averiado. El subdirector, con toda la ira acumulada que no había podido descargar sobre La Roca, estuvo a punto de decapitar al piloto, como si el pobre hombre no sólo lo pilotara, sino que fuera responsable de su diseño, construcción y mantenimiento.
Peake le guiñó un ojo al piloto, cuando Sharp se volvió de espaldas.
No había otro helicóptero para alquilar y los dos pertenecientes al departamento del sheriff estaban siendo utilizados. Sharp decidió a regañadientes que no les quedaba otra alternativa más que ir en coche desde Palm Springs al lago Arrowhead. El sedán verde oscuro gubernamental tenía una luz roja intermitente, normalmente guardada en el maletero, que podía instalarse sobre el techo en menos de un minuto. Disponía también de una sirena. Se sirvieron de ambas para controlar el tráfico en la autopista 111 y a continuación casi volaron hacia el oeste por la interestatal 10, en dirección a la salida de Redland. Durante todo el camino, mientras el motor del Chevy ronroneaba y el chasis temblaba bajo sus asientos, no bajaron en ningún momento de los ciento cincuenta kilómetros por hora. A Jerry, que conducía, le preocupaba la posibilidad de que estallara un neumático, porque si lo hacía a esa velocidad, eran hombres muertos.
A Sharp parecía no preocuparle la posibilidad de un reventón, pero se quejaba de la falta de aire acondicionado y del viento cálido que le acariciaba el rostro, procedente de las ventanas abiertas. Era como si, conocedor de su destino, fuera incapaz de imaginar la posibilidad de fallecer en aquel momento, en un accidente de automóvil y como si, independientemente de las circunstancias, al igual que un príncipe, tuviera derecho a todas las comodidades. En realidad, Peake se dio cuenta de que con toda probabilidad así era como Sharp lo veía exactamente.
Ahora se encontraban en las montañas de San Bernardino, en la carretera estatal 330, a pocos kilómetros de Running Springs, obligados por las curvas a desplazarse a una velocidad más moderada. Sharp guardaba silencio, meditaba, como lo había estado haciendo desde que habían dejado la interestatal 10, en Redland. Su furor se había apaciguado.
Ahora estaba calculando, planificando. Peake era casi capaz de oír el traqueteo, el chirrido, el tic tac y el zumbido del mecanismo maquiavélico que era la mente de Anson Sharp.
Por fin, con un ambiente de movimiento fantasmagórico en el interior del vehículo, producido por los rayos y sombras del bosque intermitentes que azotaban el parabrisas, Sharp dijo:
—Peake, puede que se pregunte por qué hemos venido solos, sin avisar a la policía ni traer a otros agentes de nuestra organización.
—Sí, señor, me lo estaba preguntando —replicó Peake.
—Jerry, ¿es usted ambicioso? —le preguntó Sharp, después de observarle unos instantes.
«¡Ándate con cuidado, Jerry!», pensó Peake cuando oyó que le llamaba por su nombre, ya que Sharp no solía tomarse confianzas con sus subordinados.
—Bien, señor, quiero progresar, ser un buen agente, si es eso a lo que se refiere —respondió.
—Me refiero a algo más que eso. ¿Desea ascender, tener más autoridad, contar con la posibilidad de dirigir las investigaciones?
Peake sospechaba que Sharp desconfiaría de un agente tan joven que fuera excesivamente ambicioso, por lo que decidió no mencionarle su sueño de convertirse en un agente legendario.
—Aspiro a convertirme algún día en subdirector de la oficina de la agencia de California, donde podré ejercer cierto control en las operaciones —le respondió con picardía—. Pero todavía me queda mucho por aprender.
—¿Eso es todo? —pregunto Sharp—. Me da la impresión de que usted es un joven inteligente y muy capacitado. Me parecería lógico que tuviera mayores ambiciones.
—Gracias, señor, pero hay bastantes jóvenes de mi edad inteligentes en la agencia y con tanta competencia; me contentaría con llegar a subdirector de la oficina del distrito.
Sharp guardó unos minutos de silencio, pero Peake sabía que la conversación no había terminado. Tuvieron que reducir la velocidad para tomar una curva muy cerrada a la derecha y apareció un mapache en medio de la carretera, que los obligó a reducir aún más la velocidad, para no atropellar al animal.
—Jerry, he estado observándole cuidadosamente —dijo finalmente el subdirector— y me gusta lo que veo. Tiene todo lo necesario para progresar en la empresa. Si tiene interés en ir a Washington, estoy seguro de que hay varios cargos en la central donde no se desperdiciaría su talento.
De pronto Jerry Peake se sintió asustado. Los halagos de Sharp eran excesivos y su patrocinio implícito demasiado generoso. El subdirector quería algo de Peake y a cambio deseaba que este le comprara algo a él, algo con un precio muy elevado, quizás excesivo para Peake. Pero si no le aceptaba el trato que estaba a punto de proponerle, se convertiría en enemigo del subdirector para el resto de su vida.
—Lo que voy a decirle no es del conocimiento público, Jerry, y le ruego que no se lo revele a nadie —dijo Sharp—, pero en un par de años el director se retirará y me recomendará para que ocupe su cargo en la agencia.
Peake creía que Sharp era sincero, pero tenía también la sensación de que Jarrod McClain, director de la ADS, le sorprendería enterarse de su inminente jubilación.
—Cuando eso ocurra —prosiguió Sharp—, echaré a muchos de los individuos que Jarrod ha colocado en altos cargos. No pretendo faltarle al respeto al director, pero está demasiado vinculado con la vieja escuela y los individuos que ha ascendido son más burócratas que agentes. Me rodearé de hombres más jóvenes y agresivos, como usted.
—Señor, no sé qué decirle —le respondió Peake, con una sincera evasiva.
Con tanta atención como Peake se fijaba en la carretera, Sharp le observaba a él.
—Pero los hombres de los que me rodee, deben ser de absoluta confianza, plenamente comprometidos con mi visión de la agencia —prosiguió el subdirector—. Deben estar dispuestos a exponerse a cualquier riesgo, hacer cualquier sacrificio, hacer lo que sea necesario por el bien de la agencia y, por supuesto, de la patria. Habrá momentos, poco frecuentes pero inevitables, en los que las circunstancias los obligarán a no observar escrupulosamente la ley, o incluso a violarla totalmente, por el bien de la patria y de la agencia. Cuando a lo que uno se enfrenta es basura y tiene que tratar con terroristas o agentes soviéticos, no siempre es posible observar meticulosamente las reglas, no si uno quiere ganar, y nuestro gobierno, Jerry, ha creado la agencia para que gane. Usted es joven, pero estoy seguro de que tiene la suficiente experiencia para saber de qué le estoy hablando. No me cabe duda de que en algunas ocasiones usted también se habrá saltado la ley a la torera.
—Sí, señor, puede que un poco —respondió cautelosamente Peake, que comenzaba a sudar bajo el cuello blanco de su camisa.
Pasaron un cartel que decía: «LAGO ARROWHEAD. DIECISÉIS KILÓMETROS».
—Muy bien, Jerry, voy a hablarle con toda sinceridad y espero que tenga la integridad y merezca la confianza que le deposito. No he traído a otros agentes porque me han ordenado desde Washington que la señora Leben y Benjamín Shadway deben desaparecer. Y si vamos a ocuparnos de ellos, necesitamos que la fiesta sea pequeña, tranquila y discreta.
—¿Ocuparnos de ellos?
—Deben ser eliminados, Jerry. Si los hallamos en la cabaña con Eric Leben, procuraremos coger a Leben prisionero para que le estudien en el laboratorio, pero Shadway y la mujer deben ser eliminados sin ningún prejuicio. Eso sería prácticamente imposible si hubiera muchos policías presentes, tendríamos que postergar la eliminación hasta que Shadway y la señora Leben estuvieran bajo nuestra sola custodia, pretendiendo que habían intentado escapar. Y con demasiados agentes como testigos, aumentaría la posibilidad de que el hecho llegara a oídos de la prensa. En cierto modo, tenemos suerte de que usted y yo podamos ocuparnos solos de este asunto, porque esto nos permitirá hacerlo a nuestra manera, antes de que aparezcan la policía y los periodistas. ¿Eliminar? La agencia no tenía permiso para eliminar civiles. Era una locura.
—¿Por qué hay que eliminar a Shadway y a la señora Leben? —preguntó Peake.
—Me temo que eso es confidencial, Jerry.
—Pero la orden de captura los cita como sospechosos de espionaje y del asesinato de unos policías en Palm Springs…, debe de ser sólo una cortina de humo, ¿no es cierto? Sólo una estratagema para que la policía local nos ayude en su búsqueda.
—Efectivamente —afirmó Sharp—, pero hay mucho sobre este caso que usted no sabe, Jerry. Información muy secreta que no puedo compartir con usted, a pesar de que le pido que me ayude en algo que puede parecerle ilegal e incluso probablemente inmoral. Pero como subdirector le doy mi palabra de que Shadway y la señora Leben suponen un peligro mortal para este país, de tanta gravedad que no podemos permitirles que hablen con la prensa o con las autoridades locales.
«Pamplinas», pensó Peake sin decirlo, ni dejar de conducir bajo el verdor de los árboles, cuyas copas cubrían la carretera.
—La decisión de aniquilarlos no es sólo mía —agregó Sharp—. Procede de Washington, Jerry. Y no sólo de Jarrod McClain, Jerry, sino de mucho más alto. Mucho más arriba. De la cumbre.
«Pamplinas», pensó Peake. «¿Crees que voy a tragarme que el presidente haya ordenado el asesinato a sangre fría de dos ciudadanos indefensos, que se han visto metidos en este asunto accidentalmente contra su voluntad?».
Entonces se dio cuenta de que, antes de los descubrimientos que había realizado hacía poco en el hospital de Palm Springs, tal vez habría sido lo suficientemente ingenuo como para creer palabra por palabra lo que Sharp le contaba.
El nuevo Jerry, con lo que había aprendido del modo de tratar a Sarah Kiel de su jefe y de su reacción frente a La Roca, ya no era tan ingenuo como antes, pero Sharp no tenía forma de saberlo.
—De la misma cumbre, Jerry.
De algún modo, Peake sabía que Anson Sharp tenía sus propias razones para desear la muerte de Shadway y de Rachael Leben, y que en Washington nadie tenía idea alguna de sus planes. No sabía por qué estaba seguro, pero era así. Llamémosle un presentimiento. Los seres legendarios, y los que lo eran en potencia, tenían que confiar en sus corazonadas.
—Están armados, Jerry, y son peligrosos, se lo aseguro. A pesar de que no son culpables de los delitos que se les imputan, lo son de crímenes mucho más graves, de los que no puedo hablarle porque por su rango no tiene derecho a cierta información. Pero le aseguro que las personas a quienes vamos a ejecutar no son exactamente un par de ciudadanos perfectamente respetables.
Peake estaba asombrado de lo mucho que había aumentado la sensibilidad de su detector de pamplinas. Sólo el día anterior, cuando se quedaba con la boca abierta ante un agente de rango superior, seguramente no habría percibido el inconfundible aroma de la obsequiosa actitud de Sharp, pero ahora apestaba ineludiblemente.
—Pero, señor —dijo Peake—, en el caso de que se rindan y de que entreguen las armas, ¿también los aniquilaremos… sin prejuicio alguno?
—Sí.
—¿Somos juez, jurado y verdugo?
—¡Maldita sea, Jerry! —exclamó Sharp, con cierta impaciencia—, ¿cree que a mí me gusta? Maté en Vietnam cuando mi patria me decía que era necesario y no me gustó mucho hacerlo, a pesar de que el enemigo era claramente identificable, por lo tanto ahora no puedo decir que rebose de alegría ante la perspectiva de matar a Shadway y a la señora Leben, que superficialmente parecen merecer la muerte mucho menos que los soldados del Vietcong. Sin embargo, me hallo en posesión de información altamente secreta que me ha convencido de que suponen un peligro terrible para nuestro país y he recibido órdenes de la autoridad máxima de que hay que aniquilarlos, y sé cuál es mi obligación. No me gusta tener que matarlos. Si quiere que le diga la verdad, me da náuseas. Nadie quiere tener que enfrentarse al hecho de que en algunas ocasiones, lo que uno debe hacer es cometer un acto inmoral, que la moralidad del mundo no se plantea en blanco y negro, sino que está llena de tonalidades grises. No me gusta, pero conozco mi obligación.
«Sé que te encanta —pensó Peake—. Estás tan emocionado ante la perspectiva de coserlos a balazos, que casi te meas en los pantalones».
—¿Jerry? ¿Sabe usted también cuál es su obligación? ¿Puedo confiar en usted?
En la sala de estar de la cabaña, Ben descubrió algo que antes les había pasado desapercibido: un par de prismáticos junto al sillón, situado frente a la ventana. Al llevárselos a los ojos y mirar por la ventana, vio claramente la curva en el camino donde él y Rachael se habían agachado para examinar la cabaña. ¿Habría estado Eric en el sillón, observándolos con los prismáticos?
En menos de quince minutos, Ben había acabado de registrar la sala y las tres habitaciones. Desde la ventana del último cuarto, vio unos matorrales pisoteados al fondo del patio, en el extremo opuesto al lugar por donde él y Rachael habían salido del bosque. Sospechaba que aquel había sido el lugar por donde Eric se había ocultado entre los árboles, después de verlos a través de los prismáticos. Cuanto más pensaba en ello más convencido estaba de que los ruidos que había oído en el bosque eran los de Eric al acecho.
Probablemente seguía ahí, observando.
Había llegado el momento de ir a por él.
Salió de la habitación y cruzó la sala. En la cocina, al empujar la puerta mosquitera, vio el hacha de reojo, que estaba apoyada contra el frigorífico. ¿Hacha?
Retrocedió con el ceño fruncido, confuso y observó su afilada hoja. Estaba seguro de no haberla visto al entrar con Rachael por esa misma puerta.
Una sensación muy fría le subió por la columna vertebral.
Después de su primera vuelta por la casa, habían acabado en el garaje, donde habían hablado de sus planes. Después habían vuelto a entrar, cruzando la cocina y dirigiéndose a la sala para recoger la documentación de Wildcard. Hecho esto, habían regresado al garaje, habían cogido el Mercedes y habían bajado hacia el portalón. En ninguna de dichas ocasiones habían pasado por este lado del frigorífico. ¿Estaba el hacha ahí entonces?
La sensación de frialdad le llegó hasta el cráneo.
Para Ben, lo del hacha sólo tenía dos explicaciones. La primera era que Eric estuviera en la cocina, mientras ellos se encontraban en el garaje haciendo planes. Podía haber estado con el arma en la mano, a la espera de sorprenderlos cuando regresaran a la casa. Sin darse cuenta, habían estado a pocos pasos de Eric, a escasos momentos del corte veloz y agonizante del hacha. Entonces Eric pudo haberlos oído, por alguna razón cambiar de estrategia, decidir que no era el momento de atacarlos y abandonar el hacha. O puede que Eric no estuviera entonces en la cabaña, que sólo entrara más tarde, después de comprobar que se alejaban con el Mercedes. Podía haber abandonado el hacha pensando que no regresarían y haber huido al oír que Benny regresaba en el Ford.
Lo uno o lo otro. ¿Cuál? La necesidad de responder a aquella pregunta parecía urgente y sumamente importante. ¿Cuál?
Si Eric estaba en la cabaña en la primera ocasión, cuando Rachael y Ben se encontraban en el garaje, ¿por qué no había atacado entonces? ¿Qué le había hecho cambiar de opinión?
La cabaña estaba tan silenciosa como el propio vacío. Benny escuchó, intentando decidir si se trataba de un silencio de expectativa, compartido por él y otra presencia acechante, o un silencio de solitud.
No tardó en decidir que era de solitud. Era esa quietud vacía e inerte que uno sólo experimenta cuando está completa e incuestionablemente solo. Eric no estaba en la casa.
Ben miró al bosque a través de la puerta mosquitera, que empezaba más allá del césped marchito. Estaba perfectamente tranquilo y tuvo la extraña sensación de que Eric tampoco estaba allí y de que no le hallaría por mucho que buscara entre los árboles.
—¿Eric? —preguntó en voz alta, sin esperar ni recibir respuesta—. ¿Dónde diablos te has metido, Eric?
Bajó la escopeta, porque en su interior estaba convencido de que no hallaría a Eric en esa montaña.
Más silencio.
Un silencio pesado, opresor y profundo.
Tenía la sensación de estar al borde de comprender algo horrible. Había cometido un error. Un error fatal. Algo irreparable. Pero ¿de qué se trataba? ¿Qué error? ¿En qué se había equivocado? Miró fijamente el hacha abandonada, esforzándose por comprender.
De pronto se le paralizó la respiración.
—Dios mío —suspiró—. Rachael.
«LAGO ARROWHEAD. CINCO KILÓMETROS».
Peake tenía una caravana delante, en una zona donde no se podía adelantar, pero a Sharp no le preocupaba la lentitud, porque lo que quería era asegurarse de que contaba con su apoyo para el doble asesinato de Shadway y la señora Leben.
—Por supuesto, Jerry, si tiene alguna duda en cuanto a su participación en este asunto, déjelo todo en mis manos. Evidentemente cuento con cierta colaboración por su parte, en eso consiste después de todo su trabajo, pero si logramos desarmar a Shadway y a esa mujer sin problemas, me ocuparé personalmente de aniquilarlos.
«Seguiré siendo cómplice de un asesinato», pensó Peake, pero dijo:
—No tengo intención de defraudarle, señor.
—Me alegro de oírselo decir, Jerry. Me decepcionaría comprobar que le faltaban agallas. Estaba convencido de su lealtad y de su valor cuando he decidido que me acompañara solo en esta misión. Y no tengo palabras para expresarle el agradecimiento de la patria y de la agencia por su incondicional colaboración.
«Eres un psicópata repugnante, un saco de mierda hipócrita», pensó Peake.
—No quiero hacer nada que vaya contra los mejores intereses de mi país —dijo, en lugar de lo que pensaba—, o que supusiera una mala referencia en mi historial de la agencia.
Sharp sonrió, interpretando sus palabras como una capitulación total.
Ben se paseó con lentitud por la cocina, examinando cuidadosamente el suelo, donde restos de cocido y de potaje embadurnaban las baldosas. Tanto él como Rachael se habían preocupado de no pisar la porquería al cruzar la cocina y estaba seguro de que antes no había visto las huellas de Eric, que ahora distinguía con toda claridad.
Descubrió lo que antes no había visto: la huella casi completa de un zapato en la salsa de una lata de cocido desechada y la de un tacón en la manteca de cacahuete. Eran las de unas botas masculinas, de gran tamaño.
Había otras dos huellas claramente distinguibles junto al frigorífico, que Eric había dejado al acercarse para dejar el hacha y, evidentemente, para ocultarse. Ocultarse. Válgame Dios. Cuando Ben y Rachael cruzaron la cocina procedentes del garaje y se dirigieron hacia la sala para recoger las hojas esparcidas por el suelo de la documentación de Wildcard, Eric se ocultaba agachado tras el frigorífico.
Se le aceleró el pulso, dejó de contemplar las huellas y se dirigió a toda prisa hacia la puerta del garaje.
«LAGO ARROWHEAD».
Habían llegado.
La lenta caravana entró en el aparcamiento de la tienda junto al lago y Peake aceleró.
Después de consultar las direcciones que La Roca le había anotado en un papel, Sharp dijo:
—Vamos por buen camino. Siga la carretera estatal hacia el norte, junto al lago. A unos seis kilómetros hay una bifurcación a la derecha con diez buzones de correos, sobre uno de los cuales hay un gallo rojo y blanco.
Mientras Peake conducía, vio que Sharp se colocaba una cartera negra sobre las rodillas y la abría. En su interior había dos pistolas del 38. Colocó una entre ambos, sobre el asiento.
—¿Qué es eso? —preguntó Peake.
—Su arma para la operación.
—Ya llevo mi revólver reglamentario.
—No es temporada de caza. No debemos hacer mucho ruido, Jerry. Eso podría alarmar a los vecinos, o incluso atraer la atención de algún ayudante del sheriff que esté por los alrededores —dijo Sharp, mientras sacaba un silenciador de la cartera y comenzaba a colocárselo a su propia pistola—. Con el revólver no se pueden utilizar silenciadores y no queremos que nadie nos interrumpa hasta que la operación esté acabada y hayamos colocado los cuerpos de forma que el escenario parezca perfectamente normal.
«¿Qué diablos voy a hacer?», se preguntaba Peake mientras conducía el coche a lo largo del lago, a la espera de encontrarse con un gallo rojo y blanco sobre un buzón.
Por otra carretera, la estatal 138, Rachael había dejado el lago Arrowhead a su espalda. Se acercaba al lago Silverwood, donde el paisaje de las altas montañas de San Bernardino era todavía más sobrecogedor, a pesar de que su estado actual de ánimo no era exactamente contemplativo.
Desde Silverwood, la 138 salía de las montañas y se dirigía hacia el oeste para conectar con la interestatal 15. Allí intentaba llenar el depósito y seguir por la 15 hacia el noreste, atravesando el desierto hasta llegar a Las Vegas. Se trataba de un recorrido de más de trescientos kilómetros, a través de uno de los territorios más desolados y de mayor belleza del continente, durante el cual, incluso en las mejores circunstancias, uno podía sentirse extraordinariamente solo.
«Benny, —pensó—, ojalá estuvieras conmigo.»
Pasó junto a un enorme árbol que había sido alcanzado por un rayo, con sus enormes ramas negras erguidas hacia el cielo.
Las nubes blancas que habían comenzado a aparecer eran cada vez más espesas. Algunas no eran blancas.
En el desierto garaje, Ben vio la huella grasienta de una bota sobre el suelo de hormigón, brillando a la luz del sol que se filtraba por la puerta. Se agachó para olerla. Estaba seguro de que el aroma de salsa de ternera no era imaginario.
La huella debía haber estado allí cuando había regresado con Rachael al coche, con la documentación de Wildcard, pero le había pasado desapercibida.
Se puso de pie y siguió examinando cuidadosamente el suelo del garaje, hasta descubrir una pequeña mancha húmeda de color castaño, de la mitad del tamaño de un guisante. Era manteca de cacahuete, que Eric Leben había transportado en sus botas, mientras él estaba con Rachael en la sala, metiendo los papeles de Wildcard en la bolsa de plástico.
Al volver con Rachael y con la documentación, Ben tenía prisa porque le parecía que lo más importante en aquel momento era que Rachael abandonara la cabaña y la montaña, antes de que Eric o las autoridades hicieran acto de presencia. Por ello le habían pasado desapercibidas la huella y la mancha. Además, no consideraba que fuera necesario buscar huellas en un lugar que acababa de examinar hacía sólo unos minutos. No había anticipado que un muerto andante, con el cerebro gravemente lastimado, fuese capaz de actuar con tanta astucia, ya que si seguía la misma pauta que los ratones del laboratorio, tendría que estar desorientado, enloquecido, mental y emocionalmente inestable.
Por consiguiente Ben no podía culparse a sí mismo. Había tomado la decisión adecuada al mandar a Rachael con el Mercedes, pensando que se iba sola, sin darse cuenta de que había alguien en el coche. ¿Cómo podía haberse dado cuenta? Era lo único que podía hacer. Lo ocurrido no era culpa suya, no podía haberlo anticipado, era imprevisible, pero no por ello dejaba de maldecirse a sí mismo.
Mientras esperaba en la cocina con el hacha, escuchando cómo formulaban sus planes en el garaje, Eric debió de darse cuenta de que tenía la oportunidad de encontrarse con Rachael a solas y evidentemente la perspectiva le resultó tan atractiva, que optó por no atacar a Ben. Se había escondido junto al frigorífico hasta que llegaron a la sala, entonces se había dirigido sigilosamente al garaje, había cogido las llaves del contacto, había abierto silenciosamente el maletero, había vuelto a dejar las llaves en el contacto, se había metido dentro del maletero y lo había cerrado desde el interior.
Si Rachael tenía un pinchazo y abría el maletero…
O si en algún lugar tranquilo del desierto Eric decidía pegarle una patada al respaldo del asiento trasero y salir del maletero…
Su corazón latía con tanta fuerza, que le temblaba todo el cuerpo. Salió corriendo del garaje y se dirigió hacia el Ford alquilado que estaba frente a la cabaña.
Jerry vio el gallo rojo y blanco encima de un buzón y giró hacia la derecha, por un camino estrecho y empinado que pasaba junto a algunas casas parcialmente ocultas por la vegetación.
Sharp había acabado de instalar los silenciadores en ambas pistolas. Entonces sacó dos cargadores completamente llenos de su cartera, se quedó con uno y dejó el otro junto a la pistola que había preparado para Peake.
—Me alegro de contar con usted para este asunto, Jerry.
Peake no le había dicho exactamente que pudiera contar con él y en realidad no se creía capaz de participar en un asesinato a sangre fría y seguir viviendo consigo mismo. Evidentemente eso destrozaría su sueño legendario.
Por otra parte, si no cooperaba con Sharp destruiría su carrera en la ADS.
—El camino pronto tendría que dejar de ser asfaltado —dijo Sharp, consultando el papel que La Roca le había entregado.
A pesar de los recientes descubrimientos y de la ventaja que estos le proporcionaban, Jerry Peake no sabía qué hacer. No se le ocurría ninguna salida que le permitiera conservar su dignidad y su carrera. Al seguir por el camino que se empinaba por el bosque cada vez más frondoso, comenzó a sentir pánico y por primera vez en muchas horas se sintió inseguro.
—Gravilla —comentó Anson Sharp, en el momento de dejar atrás el camino asfaltado.
De pronto Peake se dio cuenta de que su encrucijada era todavía peor de lo que había supuesto, porque era probable que Sharp le matara también a él. Si intentaba impedirle que acabara con Shadway y con esa mujer llamada Leben, Sharp se limitaría a matarle primero a él y después organizarlo para que pareciera que le habían disparado los fugitivos. Eso le brindaría el pretexto necesario para matar a Shadway y a la señora Leben: «Después de que asesinaran al pobre Peake, no tuve más remedio que dispararles.» Puede que incluso se convirtiera en un héroe. Por otra parte, Peake tampoco podía echarse a un lado y dejar que el subdirector los abatiera, ya que a Sharp eso no le satisfaría. Si Peake no participaba en la matanza con entusiasmo, Sharp jamás confiaría en él y con toda probabilidad le mataría después de cargarse a Shadway y a la señora Leben, pretendiendo que había sido uno de ellos quien le había abatido. Dios mío. A Peake (cuya mente no había funcionado con tanta rapidez en toda su vida) le parecía que sólo tenía dos elecciones: participar en la matanza para ganarse la confianza plena de Sharp, o acabar con el subdirector antes de que este pudiera matar a nadie. No, esto tampoco era posible…
—Ya falta poco —dijo Sharp, incorporándose en su asiento y mirando atentamente a través del parabrisas—. Siga muy despacio.
No, eso tampoco era ninguna solución, porque si mataba a Sharp nadie creería que el subdirector hubiera estado dispuesto a abatir a Shadway y a la señora Leben. Después de todo, ¿qué motivo podía tener para ello? Peake acabaría en el juzgado, acusado de asesinar a su superior. Los tribunales no eran nunca condescendientes con asesinos de policías, aunque se tratara de otro policía, por lo que acabaría indudablemente en la cárcel, donde un sinfín de delincuentes de más de dos metros se deleitarían en violar a un ex agente del gobierno. ¿Qué alternativa le quedaba? Sólo una y horrible: participar en la matanza, descender al nivel de Sharp, olvidar lo de ser legendario y aceptar que no era más que un maldito verdugo. Era una locura verse atrapado en una situación sin respuestas correctas, sólo con soluciones erróneas, una locura y una injusticia, maldita sea, y Peake tenía la sensación de que estaba a punto de estallarle la tapa de los sesos, de tanto esforzarse en busca de una solución mejor.
—Este es el portalón que ha descrito —dijo Sharp—. Además, está abierto. Aparque aquí.
Jerry Peake detuvo el coche y paró el motor.
En lugar de la esperada quietud del bosque, oyeron otro sonido por las ventanas abiertas del coche, en el momento de parar el motor: el de otro vehículo que ronroneaba entre los árboles.
—Alguien viene —dijo Sharp, cogiendo la pistola con el silenciador y abriendo la puerta del coche, en el momento en que vislumbraron un Ford azul que bajaba a toda velocidad por el sendero.
Mientras el empleado de la gasolinera llenaba el depósito del Mercedes con carburante sin plomo, Rachael compró unas chocolatinas y una lata de Coca Cola en las máquinas automáticas. Se apoyó en el maletero, dando alternativamente mordiscos a una chocolatina y bebiendo sorbos de Coca Cola, con la esperanza de que el azúcar refinado le elevara el espíritu y el largo viaje que le esperaba le resultara menos solitario.
—¿Se dirige a Las Vegas? —preguntó el empleado.
—Así es.
—Lo suponía. Suelo acertar en mis corazonadas. Hay algo en su aspecto que encaja con Las Vegas. A lo primero que debe jugar cuando llegue es a la ruleta. Al número veinticuatro, porque al verla tengo el presentimiento de que ese es su número. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Veinticuatro.
El empleado le sostuvo la lata de Coca Cola mientras sacaba el dinero del bolso para pagarle.
—Si gana una fortuna, no olvide que la mitad es mía. Pero si pierde, será obra del diablo y no tendrá nada que ver conmigo. Además tenga cuidado en el desierto —le dijo el empleado, agachándose y hablándole por la ventana abierta del coche—. Puede ser peligroso.
—Lo sé —respondió Rachael.
Cogió la interestatal 15 en dirección nordeste, hacia el lejano Barstow, sintiéndose terriblemente sola.