24. UN MIEDO PARTICULAR DEL INFIERNO

El doctor Easton Solberg había llegado con más de quince minutos de retraso a su cita de la una con Julio Verdad y Reese Hagerstrom. Le habían esperado junto a la puerta cerrada de su despacho y finalmente había llegado corriendo por el amplio vestíbulo, con un montón de libros y carpetas bajo el brazo, semblante atareado y el aspecto de un estudiante veinteañero que llega tarde a clase, más que el de un profesor de sesenta años, con retraso para una cita.

Llevaba un traje castaño excesivamente holgado, camisa azul y una, corbata a rayas verdes y naranjas, que a Julio le dio la impresión de que sólo se vendía en las tiendas de disfraces. Aun siendo extremadamente amable, no se podía calificar a Solberg de atractivo, ni siquiera de ordinario. Era bajo y robusto. En el centro de su cara alunada tenía una pequeña nariz, que en algunos casos se habría calificado de chata, pero que en el suyo era más bien porcina, unos ojos grises pequeños, muy cerca el uno del otro, húmedos y miopes, tras unas sucias gafas, una extraña boca curiosamente ancha, considerando la estructura del resto de su rostro y la barbilla hundida.

En la puerta de su despacho, sin dejar de disculparse, insistió en estrecharles la mano a los detectives, a pesar de la carga que llevaba bajo el brazo, por lo que no dejaban de caerse libros, que Julio y Reese recogieron.

El despacho de Solberg era caótico. Los libros y las publicaciones científicas llenaban todas las estanterías, cubrían buena parte del suelo formando montones en las esquinas, y pilas sobre todos los muebles. Sobre su enorme escritorio había carpetas, fichas y píldoras amarillas, aparentemente en un gran desorden. El catedrático retiró montones de papeles de un par de sillas y se las ofreció a Julio y a Reese.

—Fíjense en el hermoso paisaje —dijo inesperadamente Solberg, mirando por la ventana después de dar la vuelta al escritorio, como si lo viera por primera vez.

El colegio Irvine de la Universidad de California tenía la suerte de estar rodeado de muchos árboles, colinas cubiertas de césped y parterres llenos de flores, ya que estaba construido en una considerable extensión de terreno fértil del condado de Orange. Bajo el despacho del segundo piso del doctor Solberg, serpenteaba un camino de césped impecable, flanqueado por millares de hermosas flores color coral, rojo, rosado y púrpura, que se perdían bajo las ramas de los jacarandas y los eucaliptos.

—Caballeros, por el hecho de estar aquí nos encontramos entre la gente más afortunada del mundo, en esta hermosa tierra, bajo ese templado firmamento, en el país de la abundancia y de la tolerancia —dijo acercándose a la ventana y abriendo sus rechonchos brazos, como si pretendiera abrazar todo el sur de California—. Y los árboles, especialmente los árboles. Aquí tenemos algunas especies hermosas. Realmente me encantan los árboles. Es mi debilidad: los árboles, el estudio de los árboles y el cultivo de especies poco conocidas. Supone un cambio agradable con relación a la biología humana y a la genética. Son tan majestuosos, tan nobles. Los árboles dan incesantemente (fruta, nueces, belleza, sombra, calor, oxígeno) sin coger nada a cambio. Si creyera en la reencarnación, rezaría para regresar en forma de árbol —agregó mirando a Julio y a Reese—. ¿Qué opinan ustedes? ¿No les parece que sería magnífico regresar como árbol, disfrutando de la larga y majestuosa vida de un roble o de un pino gigantesco, dando de sí mismo como lo hace un naranjo o un manzano, y desarrollando fuertes extremidades en las que puedan encaramarse los niños? —parpadeó, sorprendido por su propio monólogo—. Pero ustedes, por supuesto, no han venido para hablar de árboles ni de la reencarnación, ¿no es cierto? Les ruego que me perdonen… pero es que este paisaje… ¿Lo comprenden?

Momentáneamente se ha apoderado de mí…

A pesar de su rostro lamentablemente porcino, de su andrajosa apariencia, de su desorganización y de su evidente tendencia a llegar tarde, el doctor Easton Solberg tenía por lo menos tres virtudes recomendables: una aguda inteligencia, entusiasmo por la vida y optimismo. En el mundo de la hecatombe, donde la mitad de los intelectuales esperaban casi con ansia el día del juicio final, Solberg le produjo a Julio un efecto refrescante. De un modo casi inmediato, se sintió atraído por el catedrático.

En el momento en que Solberg se instaló detrás de su escritorio, sentándose en un enorme sillón de cuero y casi desapareciendo detrás de los inmensos montones de papel, Julio le dijo:

—Por teléfono me ha dicho que había un lado oscuro de la personalidad de Eric Leben, del que sólo podía hablar en privado…

—Y de un modo estrictamente confidencial —agregó Solberg—. La información, si es pertinente al caso que les ocupa, tendrán que archivarla en algún lugar, por supuesto, pero si no lo es, espero discreción.

—Le doy mi palabra —dijo Julio—. Pero como ya le he dicho, se trata de una investigación de suma importancia, en la que ha habido ya dos muertes y una posible fuga de documentos altamente secretos.

—¿Se refiere a que la muerte de Eric puede no haber sido accidental?

—No —respondió Julio—. Eso fue definitivamente un accidente. Pero han habido otras muertes… los detalles de las cuales no estoy autorizado a revelar. Y puede que haya más muertes antes de que se cierre el caso. Por lo cual, el detective Hagerstrom y yo confiamos en que nos brinde su cooperación plena e inmediata.

—¡Por supuesto, por supuesto! —exclamó Easton Solberg, moviendo una de sus regordetas manos, indicando que era impensable que no cooperara—. Y a pesar de no tener una certeza absoluta de que los problemas emocionales de Eric estén relacionados con su caso, supongo (y temo) que probablemente lo estén. Como le dije… hay un lado oscuro en su personalidad.

Sin embargo, antes de hablarles del lado oscuro de Leben, Solberg pasó un cuarto de hora alabando al genetista fallecido, al parecer incapaz de hablar mal de alguien, antes de enumerar sus virtudes. Eric era un genio. Eric era un trabajador infatigable. Eric colaboraba generosamente con sus colegas. Eric tenía un gran sentido del humor, capacidad para apreciar el arte, buen gusto en la mayoría de las cosas y le gustaban los perros.

Julio comenzaba a pensar que tendrían que organizar un comité para solicitar contribuciones, con el fin de construirle un monumento a Leben, que se erigiría en la impresionante entrada del edificio principal. Miró a Reese de reojo y comprobó que su compañero se divertía con la charla de Solberg.

—Pero, lamentablemente, era un hombre perturbado —dijo finalmente el catedrático—. Profundamente perturbado. En una época fui su profesor, aunque pronto me di cuenta de que el estudiante superaría al maestro. Cuando dejó de ser alumno mío, seguimos siendo amigos. Éramos amigos, pero no íntimos, porque Eric mantenía siempre cierta distancia en sus relaciones. Así, pues, a pesar de nuestra estrecha colaboración profesional, tardé muchos años en enterarme de su… obsesión para con las jovencitas.

—¿De qué edad? —preguntó Reese.

—Me siento como si le estuviera traicionando —titubeó Solberg.

—Puede que ya sepamos bastante sobre lo que nos va a contar —dijo Julio—. Es probable que sólo confirme lo que ya sabemos.

—¿En serio?… Conocí a una que sólo tenía catorce años. Por aquellos entonces, Eric contaba treinta y uno.

—¿Esto era antes de Geneplan?

—Sí. Eric estaba entonces en la universidad. Todavía no era rico, pero todos sabíamos que un buen día abandonaría la vida académica para entrar en el mundo como un huracán.

—Un profesor respetable no iría presumiendo de acostarse con niñas de catorce años —dijo Julio—. ¿Cómo se enteró?

—Fue un fin de semana —respondió el doctor Solberg—, cuando su abogado había salido de la ciudad necesitaba a alguien para que depositara una fianza. Yo era el único en quien confiaba que no revelaría las terribles circunstancias de su detención. Eso me producía también cierto resentimiento. Él sabía que me sentiría moralmente obligado a apoyar cualquier medida de censura contra un colega involucrado en un asunto tan sórdido, pero también sabía que me sentiría obligado a corresponder a la confianza que había depositado en mí y confiaba en que mi segunda obligación superara a la primera. Puede que para vergüenza mía, así fue.

Easton Solberg se iba hundiendo gradualmente en su sillón mientras hablaba, como si pretendiera ocultarse tras los papeles amontonados sobre el escritorio, avergonzado por la historia escabrosa que les revelaba. Aquel sábado, del que ya habían transcurrido once años, después de recibir la llamada de Leben, el doctor Solberg fue a una comisaría de policía de Hollywood, donde se encontró a Eric Leben con un aspecto muy diferente del hombre a quien conocía: nervioso, inseguro de sí mismo, avergonzado y perdido. La noche anterior, Eric había sido detenido por la brigada antivicio en un hotel de Hollywood, a donde las prostitutas callejeras, muchas de ellas jovencitas que habían huido del hogar paterno y con problemas de drogas, llevaban a sus clientes. Le habían cogido con una niña de catorce años y según la ley, al tratarse de una menor de edad, tuvieron que acusarle de violación, aunque fuera la chica quien hubiese solicitado el acto sexual y recibiera dinero a cambio.

Al principio, Leben le dijo a Easton Solberg que la chica parecía considerablemente mayor y que no había forma de saber que fuera menor de edad. Sin embargo, más adelante, quizás conmovido por la amabilidad y consideración de Solberg, Leben se desahogó hablando de su obsesión por las jovencitas. Solberg habría preferido que no se lo contara, pero tampoco quiso negarse a escucharle. Intuyó que Eric, que era un tipo solitario y autosuficiente, incapaz de agobiar a los demás con sus problemas, en aquella encrucijada de su vida necesitaba desesperadamente confiar sus sentimientos más íntimos a alguien. Y Easton Solberg le escuchó, con una mezcla de asco y compasión.

—No era simplemente que le gustaran las jovencitas —les dijo Solberg a Julio y Reese—. Era una obsesión, una compulsión, una terrible necesidad que le roía las entrañas.

Cuando tenía sólo treinta y un años, Leben sentía ya un miedo atroz a envejecer y a la muerte. La investigación sobre la longevidad era ya el tema central de su carrera. Pero el tema del envejecimiento no le preocupaba sólo desde un punto de vista científico; en privado, en su vida personal, lo trataba de un modo emocional e irracional. Por una parte, creía que de algún modo absorbía la energía vital de las jovencitas con las que se acostaba. A pesar de que sabía que la idea era absurda, casi supersticiosa, se sentía obligado a perseguirlas. No abusaba realmente de las menores en el sentido clásico, no las forzaba contra su voluntad. Sólo perseguía a las que estaban dispuestas a cooperar, generalmente chicas que habían huido del hogar y se dedicaban a la prostitución.

—Y a veces —prosiguió Easton Solberg, ligeramente acongojado—, le gustaba… darles algunas bofetadas. No exactamente pegarles una paliza, sino maltratarlas. Cuando me lo contó, tuve la sensación de que se lo explicaba a sí mismo por primera vez. Esas chicas eran tan jóvenes, que estaban llenas de esa arrogancia especial propia de la juventud, la arrogancia que se desprende de la certeza de que vivirán eternamente y a Eric le parecía que lastimándolas las despojaba de dicha arrogancia, enseñándolas a temer la muerte. Utilizando sus propias palabras, las desposeía de su ingenuidad, de la energía de su inocencia juvenil y sentía que de algún modo eso le rejuvenecía a él, que la inocencia y juventud que les arrebataba se convertía en suya propia.

—Un vampiro psíquico —comentó Julio, de mala gana.

—Efectivamente —afirmó Solberg—. Exactamente. Un vampiro psíquico capaz de mantenerse joven eternamente, desposeyendo a esas chicas de su juventud. Sin embargo, al mismo tiempo también sabía que no era más que una fantasía, que las chicas no podían mantenerle joven, pero el saberlo y reconocerlo no le libró de su fantasía. Y a pesar de que era consciente que estaba enfermo, hasta el punto de reírse de sí mismo, de autodenominarse degenerado, era incapaz de librarse de su obsesión.

—¿Qué ocurrió con su acusación de violación? —preguntó Reese—. No hay constancia de ningún juicio ni condena contra él. No está fichado.

—La chica pasó al tribunal tutelar de menores —respondió Solberg— y se la puso bajo vigilancia mínima. Escapó y huyó de la ciudad. No llevaba identificación alguna cuando la detuvieron y el nombre que dio resultó ser falso, por lo que no hubo manera de localizarla. Sin la chica no había caso contra él y fue sobreseído.

—¿Le sugirió tratamiento psiquiátrico? —preguntó Julio.

—Sí. Pero no quiso escucharme. Era un hombre sumamente inteligente, introspectivo y él mismo ya se había analizado. Conocía la causa, o al menos así lo creía, de su condición mental.

—¿Y cuál era, según él, la causa? —preguntó Julio, incorporándose en su silla.

Solberg se aclaró la garganta, comenzó a hablar y movió la cabeza como para indicar que necesitaba un momento antes de decidir cómo proseguir. La conversación le resultaba evidentemente embarazosa y le preocupaba también traicionar la confianza de Eric Leben, a pesar de que estuviera muerto. Los montones de papeles sobre el escritorio no le servían para ocultarse debidamente, por lo que Solberg se levantó y se dirigió hacia la ventana, con el fin de poderles volver la espalda a Julio y a Reese, ocultando su rostro.

La preocupación y autorreproche de Solberg por el hecho de revelar información confidencial acerca de un muerto, con quien sólo había tenido una amistad relativamente superficial, podían parecer excesivos, pero para Julio era motivo de admiración. En una época en que pocos creían en una moralidad absoluta, mucha gente traicionaría a un amigo sin pensárselo dos veces y un dilema moral de esta naturaleza les sería incomprensible. La anticuada angustia moral de Solberg sólo parecía excesiva según los decadentes criterios actuales.

—Eric me contó que de niño tenía un tío que abusaba sexualmente de él —dijo Solberg, hablándole al cristal de la ventana—. Se llamaba Hampstead. Los abusos comenzaron cuando Eric tenía cuatro años y continuaron hasta los nueve. Su tío le tenía aterrorizado, pero estaba demasiado avergonzado para confesar lo que ocurría. Avergonzado porque su familia era muy religiosa. Como podrán comprobar, esto es muy importante. La familia Leben era muy devota y fervorosa. Nazarenos. Muy rigurosos. Nada de música ni de baile. Una de esas religiones frías y ceñidas que convierten la vida en algo tenebroso. Evidentemente, Eric se sentía como un pecador por lo que había hecho con su tío, a pesar de haberlo realizado contra su voluntad y tenía demasiado miedo para contárselo a sus padres.

—Es una pauta común —afirmó Julio—, incluso en las familias que no son religiosas. El niño se acusa a sí mismo de los pecados del adulto.

—El terror que sentía por Barry Hampstead —prosiguió Solberg—, que así era como se llamaba, si mal no recuerdo, creció mes tras mes y semana tras semana. Finalmente, cuando Eric cumplió los nueve años, asesinó a Hampstead a puñaladas.

—¿Nueve? —preguntó Reese, horrorizado—. Válgame Dios.

—Hampstead estaba dormido sobre el sofá —siguió diciendo Solberg— y Eric le mató con un cuchillo de la cocina.

Julio reflexionó sobre los efectos de aquel trauma en un niño de nueve años, trastornado ya emocionalmente por el sufrimiento del prolongado abuso físico. Mentalmente, vio el cuchillo agarrado por las manos infantiles, subiendo y bajando, con su hoja reluciente cubierta de sangre y la mirada horrorizada del niño ante su obra macabra, lleno de repugnancia por lo que hacía y al mismo tiempo sintiéndose obligado a completarlo.

Julio se estremeció.

—A pesar de que entonces todo el mundo supo lo que había estado ocurriendo —dijo Solberg—, los padres de Eric, en su tortuosa mente, le consideraron de algún modo un fornicador y un asesino, y desencadenaron una siniestra campaña psicológica para salvar su alma del infierno, rezando por él día y noche, con una rigurosa disciplina, obligándole a leer fragmentos de la Biblia en voz alta, hasta que perdía la voz y le dolía la garganta. Incluso después de alejarse de aquella nefasta casa, de pagarse los estudios trabajando y ganándose becas, e incluso después de haber conseguido un montón de títulos y de haberse convertido en un científico respetable, Eric seguía creyendo parcialmente en el infierno y en su inevitable condena. Puede incluso que su creencia no fuera sólo parcial.

De pronto Julio intuyó lo que venía y sintió el peor escalofrío de su vida que le subía por la espalda. Miró a su compañero y vio que el rostro de Reese reflejaba un horror tan profundo como el suyo.

Sin dejar de contemplar el hermoso paisaje, que a pesar del radiante sol parecía haber oscurecido, Easton Solberg prosiguió:

—Ya saben lo comprometido que estaba Eric con la investigación encaminada a la longevidad y su sueño por alcanzar la inmortalidad a través de la ingeniería genética. Pero ahora puede que comprendan su obsesión por alcanzar esa meta irreal, que algunos calificarían de irracional e imposible. A pesar de su educación y de su capacidad de raciocinio, en esta única cuestión seguía siendo ilógico: en lo más profundo de su corazón creía que cuando muriera iría al infierno, no sólo por haber pecado con su tío, sino también por haberle matado, lo que le convertía en un fornicador y en un asesino. En una ocasión me dijo que temía encontrarse de nuevo con su tío en el infierno y que la eternidad significaría para él una sumisión total a la lujuria de Barry Hampstead.

—¡Dios mío! —exclamó Julio tembloroso, santiguándose, que era algo que no había hecho fuera de la iglesia desde su niñez.

—Por consiguiente —siguió diciendo el catedrático, alejándose de la ventana y mirando finalmente a los detectives—, para Eric Leben la inmortalidad en la tierra no era sólo una meta que se propusiera por lo mucho que amaba la vida, sino por el miedo que le producía el infierno. Imagino que comprenderán que con una motivación tan fuerte, estaba destinado a ser un hombre de mucho empuje, obsesionado.

—Inevitablemente —dijo Julio.

—Obsesionado por las chicas, obsesionado por prolongar la vida, obsesionado por vencer al diablo —dijo Solberg.

—Año tras año fue empeorando. Se alejó de mí a la semana siguiente de habérmelo confesado, probablemente porque lamentaba haberme hecho partícipe de sus secretos. Dudo que le contara lo de su tío a su esposa, cuando se casó unos años más tarde. Seguramente yo fui el único. Pero a pesar de estar cada vez más alejados el uno del otro, veía al pobre Eric con la frecuencia suficiente para darme cuenta de que su miedo por la muerte y por la condena eterna empeoraban con el transcurso del tiempo. En realidad, después de los cuarenta años, estaba realmente frenético.

Lamento que haya fallecido. Era un hombre brillante, capacitado para contribuir muchísimo en beneficio de la humanidad. Por otra parte, la suya no era una vida feliz. Y puede que incluso su muerte haya sido indirectamente una bendición, porque…

—¿Sí? —preguntó Julio.

Solberg suspiró y se pasó una mano por su rostro alunado, ligeramente hundido por el cansancio.

—Algunas veces llegué a preocuparme por lo que Eric haría si realizaba algún descubrimiento importante en el campo de la investigación al que se dedicaba. Si creía disponer de los medios para manipular su estructura genética, con el fin de prolongar espectacularmente su vida, puede que cometiera el disparate de experimentar personalmente un proceso todavía no demostrado. Sería consciente del terrible riesgo que corría alterando su propia estructura genética, pero comparado con el miedo a la muerte, al más allá, puede que dicho riesgo tuviera poca importancia. Y quién sabe lo que podía ocurrirle, de haberse utilizado a sí mismo como conejillo de indias.

«¿Qué opinaría si supiera que su cuerpo había desaparecido del depósito de cadáveres anoche?», pensó Julio.