21. ARROWHEAD

La tienda de objetos deportivos se encontraba cerca del lago. Estaba en una cabaña grande, construida de madera rústica, con un letrero que decía: «PESCA, CEPOS, ALQUILER DE BARCAS, MATERIAL DEPORTIVO». En una ventana había un anuncio de cerveza Coors y en otra, uno de Miller Lite. Había tres coches, dos furgonetas y un jeep en la parte descubierta del aparcamiento, con el sol de la tarde reflejándose en sus cromados y ventanas.

—Armas —dijo Ben al verlo—. Puede que vendan armas.

—Tenemos armas —respondió Rachael.

Ben condujo hacia la parte trasera, salió de la carretera asfaltada, cruzó una zona de gravilla donde crujían los neumáticos, pasó sobre una espesa capa de hojas de pino y aparcó finalmente a la sombra de uno de los enormes árboles de hoja perenne que rodeaban la propiedad. Más allá de los árboles se veía parte del lago con algunas embarcaciones y al fondo las montañas que se elevaban.

—Tu 32 no es exactamente un juguete, pero tampoco es nada impresionante —comentó Ben, parando el motor—. El 357 que le he cogido a Baresco no está tan mal, en realidad es lo mejor después de un cañón, pero lo perfecto sería una escopeta.

—¿Una escopeta? Me parece una exageración.

—Prefiero exagerar tratándose de cazar a un muerto andante —dijo Ben intentando ser gracioso, sin lograrlo.

La mirada ya turbada de Rachael se vio invadida por un nuevo presagio y se estremeció.

—Vamos —le dijo—, todo saldrá bien.

Salieron del coche alquilado y durante unos instantes se dedicaron a respirar el aire puro y agradable de la montaña.

Hacía calor y el ambiente no estaba turbado ni por la más mínima brisa. Los árboles permanecían inmóviles y silenciosos, como si sus copas hubiesen adquirido una consistencia pétrea. No había ningún coche en la carretera ni nadie a la vista. Ningún pájaro volaba ni cantaba. La quietud era profunda, perfecta, sobrenatural.

La inmovilidad le infundió a Ben un presagio. Parecía casi un augurio, una advertencia para que se alejaran de las vastas montañas y regresaran a un lugar más civilizado, con el ruido y movimiento de otra gente a quien, si era necesario, podrían acudir en busca de ayuda.

—Esto es una locura —dijo Rachael, invadida al parecer por el mismo presentimiento—. Puede que lo mejor fuera marcharnos e irnos a otro lugar.

—¿Y esperar a que Eric se recupere?

—Puede que jamás vuelva a funcionar debidamente.

—Pero si lo logra, vendrá a por ti.

Suspiró y asintió.

Cruzaron el aparcamiento y entraron en la tienda, con la esperanza de comprar una escopeta y municiones.

A Eric le ocurría algo extraño, más que su regreso de la muerte. Comenzó con otro dolor de cabeza, una de esas intensas jaquecas que había sufrido desde su resurrección y al principio no se dio cuenta de que esa era diferente, peculiar. Entornó los ojos para eludir la luz que le molestaba, negándose a sucumbir a las persistentes y debilitantes pulsaciones que le llenaban el cráneo.

Colocó un sillón frente a una de las ventanas de la sala de estar y se puso a vigilar, observando el camino que serpenteaba por el frondoso bosque. Si llegaba algún enemigo, tendría que hacerlo, por lo menos en parte, por aquel camino, antes de adentrarse en el bosque. En el momento en que viera dónde abandonaba el camino, saldría de la cabaña por la puerta trasera, se ocultaría entre los árboles hasta colocarse a su espalda y lo atacaría por sorpresa.

Esperaba que la jaqueca cediera al sentarse cómodamente en el sillón. Sin embargo, se estaba convirtiendo en algo peor de lo experimentado hasta entonces. Su sensación era casi la de que su cráneo estaba compuesto de arcilla blanda y cada pulsación era como un martillazo con el que se le daba forma. Cerró con fuerza la mandíbula, dispuesto a enfrentarse a su nuevo adversario.

Quizás la concentración con que observaba el camino sumido en la sombra, para descubrir la llegada de enemigos al acecho, empeoraba su jaqueca. Llegó a convertirse en algo insoportable, tendría que acostarse, pero se resistía a abandonar su puesto de observación. Presentía que se acercaba algún peligro.

Tenía el hacha y los dos cuchillos en el suelo, junto al sillón. Cada vez que contemplaba sus hojas, no sólo se sentía seguro, sino curiosamente emocionado. Al tocar el mango del hacha con la punta de los dedos, sintió que una emoción oscura y casi erótica le recorría el cuerpo.

«Dejémosles que vengan —pensó—. Les demostraré que Eric Leben es alguien a quien todavía hay que tener en cuenta. Que vengan».

A pesar de que aún tenía dificultad en comprender quién podía perseguirle, en el fondo sabía que su temor era razonable. De pronto le vinieron unos nombres a la mente: Baresco, Seltz, Geffels, Knowls, Lewis. Claro, por supuesto, sus socios de Geneplan. Ellos sabrían lo que había hecho. Decidirían que debían encontrarle rápidamente y eliminarle para proteger el secreto de Wildcard. Pero no eran los únicos a quienes debía temer. Había otros… personajes sombríos a quienes no recordaba, individuos más poderosos que sus socios de Geneplan.

En un momento dado tuvo la sensación de que estaba a punto de salir de las tinieblas para entrar en una zona claramente iluminada. Iba a alcanzar la claridad mental y plenitud de memoria que no había conocido desde el momento de levantarse de la camilla en el depósito de cadáveres. Con la emoción de dicha perspectiva, se aguantó la respiración y se incorporó en su sillón. Casi lo tenía todo al alcance de la mano: la identidad de los demás perseguidores, el significado de los ratones, el terrible recuerdo que le perseguía de la mujer crucificada…

Entonces el dolor irresistible de su jaqueca volvió a alejarle de la claridad, sumiendo una vez más su mente en las tinieblas. La claridad del río de sus pensamientos se vio nuevamente ofuscada por turbias corrientes y en unos instantes su mente volvió a estar tan confusa como antes. Lanzó un agudo chillido de frustración.

Un movimiento en el bosque llamó su atención. Entornando sus ojos cálidos y húmedos, Eric se incorporó en el sillón acercándose a la enorme ventana, escudriñó la arboleda y el serpenteante camino. No había nadie. El sonido era el de la brisa, que finalmente había interrumpido la quietud veraniega. Se movían los matorrales y las copas de los pinos, que subiendo y bajando sus ramas parecían abanicarse.

Estaba a punto de acomodarse en su sillón, cuando percibió un dolor muy agudo en la frente, que le obligó literalmente a desplomarse. Durante unos instantes la agonía fue tan horrenda, que no pudo moverse, chillar ni respirar. Cuando por fin logró llenar sus pulmones de aire, lanzó un grito, entonces ya más de furor que de dolor, ya que este había desaparecido tan inesperadamente como había llegado.

Temeroso de que la explosión de dolor indicara un empeoramiento de su condición, quizás incluso de que el cráneo se le estaba abriendo, Eric se llevó una mano temblorosa a la cabeza. Se tocó en primer lugar la oreja derecha, que el día anterior por la mañana estaba prácticamente arrancada, pero descubrió que estaba perfectamente unida y, aunque algo abultada y rugosa al tacto, ya no estaba desprendida ni descarnada. ¿Cómo podía estar curado tan rápidamente? El proceso debía durar varias semanas, no unas pocas horas.

Subió lenta y temblorosamente los dedos, para explorar la depresión de su cráneo, producida por el impacto del camión de la basura. Seguía ahí, pero no tan profunda como la recordaba y la concavidad era sólida. Antes era ligeramente mullida, como una fruta cuando está a punto de pudrirse, pero no ahora. Tampoco sintió que le doliera la piel. Revestido de valor, presionó con los dedos dentro de la herida, palpó, exploró la depresión de un lado a otro y por todas partes halló que el hueso estaba duro y cubierto de una sana capa de piel. Las múltiples fracturas del cráneo habían sanado en menos de un día y se habían rellenado los huecos con nuevo tejido óseo, algo completamente imposible, pero que había ocurrido. La herida había sanado y su tejido cerebral estaba nuevamente protegido por una coraza ósea intacta.

Estaba estupefacto, incapaz de comprenderlo. Recordaba que sus genes habían sido manipulados para mejorar el proceso de curación y estimular el de rejuvenecimiento de las células, pero no recordaba que debiera ocurrir con tanta rapidez. ¿,Heridas mortales que sanaran en pocas horas? ¿Músculos, arterias y venas reconstituidas casi visiblemente? ¿La reconstitución del tejido óseo en menos de un día? ¡Dios mío, ni las células del cáncer más maligno, en sus peores momentos, eran capaces de reproducirse con semejante rapidez!

Inicialmente se sintió emocionado, seguro de que su experimento había tenido mucho más éxito del previsto.

Entonces se dio cuenta de que su mente estaba todavía confusa, con lagunas en la memoria, a pesar de que su tejido cerebral debía haber sanado con la misma perfección que sus huesos. ¿Significaba eso que jamás recobraría la claridad en su mente de un modo completo, aunque el tejido estuviera reparado? La perspectiva le aterrorizó, especialmente porque entonces volvió a ver a su difunto tío Barry Hampstead, en un rincón de la sala, junto a una crujiente hoguera espectral.

Tal vez, a pesar de que había regresado del reino de los muertos, siempre seguiría siendo parcialmente un difunto, aunque su estructura genética estuviera milagrosamente reconstituida.

No. Se negaba a creerlo, porque eso significaría que todos sus esfuerzos, planes y riesgos habían sido en vano.

—Ven a darme un beso, Eric —le decía el tío Barry desde el rincón—. Demuéstrame que me quieres.

Quizás la muerte fuera algo más que el cese de la actividad física y mental. Tal vez se perdía otra cualidad… una cualidad espiritual que no se recuperaba con el mismo éxito que la de la carne, la sangre y la actividad cerebral.

De un modo casi involuntario, desplazó su mano exploradora hacia la frente, donde se había centrado su reciente explosión de dolor. Percibió algo extraño. Algo fuera de lugar. Su frente había dejado de ser lisa. Estaba llena de bultos y protuberancias. Estaba cubierta de extraños abombamientos aparentemente colocados al azar.

Oyó un aullido aterrador y al principio no se dio cuenta de que procedía de su propia garganta.

La zona ósea sobre los ojos era mucho más espesa de lo que correspondía.

Un par de centímetros sobre su temporal derecho, había aparecido una protuberancia ósea. ¿Cómo? Dios mío, ¿cómo?

Al explorarse la parte superior del rostro, del modo en que lo haría un ciego para formarse una idea del aspecto de su interlocutor, se sintió imbuido por un profundo terror.

Se le había formado un puente óseo en el centro de la frente, como continuación de la nariz.

Junto al cuero cabelludo, percibió arterias que pulsaban, donde normalmente no debía haberlas.

Incapaz de dejar de explorar, se le llenaron los ojos de cálidas lágrimas.

Incluso en su mente confusa, la horrible verdad de la situación era evidente. Técnicamente, su cuerpo modificado genéticamente había fallecido a raíz de su colisión con el camión de basura, pero había algún tipo de vida a nivel celular y sus genes manipulados funcionando de manera muy inferior a la normal habían mandado señales urgentes a los tejidos ya fríos, ordenándoles la rapidísima reproducción de todas las sustancias necesarias para la regeneración y el rejuvenecimiento. Y ahora, realizadas las reparaciones necesarias, sus genes alterados no cesaban su crecimiento frenético. Algo fallaba. Los interruptores genéticos permanecían abiertos. A pesar de que los nuevos tejidos eran, con toda probabilidad, perfectamente sanos, el cuerpo seguía construyendo furiosamente hueso, músculo y sangre, a un ritmo parecido al de un cáncer, pero reproduciéndose a una velocidad infinitamente superior a la de las células más virulentas.

Su cuerpo se estaba reformando.

Pero ¿en qué se convertía?

El corazón le latía con fuerza y sintió un sudor frío por todo el cuerpo.

Se levantó y fue en busca de un espejo. Tenía que ver su rostro.

No quería verlo, le repelía la idea de lo que descubriría, le aterrorizaba contemplar en el espejo a un grotesco desconocido, pero al mismo tiempo sentía la urgente necesidad de averiguar en qué se estaba convirtiendo.

En la tienda de deportes junto al lago, Ben eligió una escopeta Remington semiautomática del calibre 12, con un cargador de cinco cartuchos. En manos expertas, como las suyas, era un arma devastadora. Compró dos cajas de municiones para la escopeta, una para el Combat Magnum 357 Smith Wesson que le había arrebatado a Baresco y otra del calibre 32 para la pistola de Rachael.

Parecía que se estuvieran preparando para una guerra.

Aunque no se necesitaba permiso alguno para comprar una escopeta, o un arma corta, Ben tuvo que rellenar un formulario con su nombre, dirección, número de la seguridad social, y mostrar alguna prueba de su identidad, preferiblemente el permiso de conducir californiano, con la fotografía plastificada. Mientras Ben rellenaba el formulario en el mostrador, junto a Rachael, el empleado que los atendía, que les había dicho que se llamaba Sam, se disculpó para hablar con un grupo de pescadores en el otro extremo del mostrador, que deseaban que los informara sobre unas cañas.

El otro empleado estaba con otro cliente en el extremo de la sala, explicándole cuidadosamente las diferencias entre diversos sacos de dormir.

En una estantería detrás del mostrador, junto a un montón de latas de carne en conserva, había una radio sintonizada en una emisora de onda media de Los Ángeles. Mientras elegían la escopeta y las municiones, lo único que la radio transmitía era música popular y anuncios. Pero ahora transmitía las noticias de las doce y media y de pronto Ben oyó su propio nombre y el de Rachael por las ondas:

… Shadway y Rachael Leben por orden de las autoridades federales. La señora Leben es la esposa de un potentado hombre de negocios, Eric Leben, fallecido ayer en accidente de tráfico. Según un portavoz del departamento de justicia, se busca a Shadway y a la señora Leben en conexión con el robo de documentos secretos de varias dependencias de la corporación Geneplan, relacionados con proyectos financiados por el departamento de defensa, considerados además como sospechosos del asesinato de dos agentes de policía, anoche en Palm Springs, en un ataque brutal con metralletas.

—¡Es absurdo! —exclamó Rachael.

Cogiéndola del brazo para que guardara silencio, Ben miró, nervioso a los dos empleados, que seguían hablando con sus clientes en otros lugares de la tienda. Lo último que deseaba era que prestaran atención a las noticias de la radio.

El dependiente llamado Sam había visto su permiso de conducir antes de entregarle el formulario. Había visto su nombre y si lo oía por la radio casi con toda seguridad lo reconocería.

De nada serviría decirles que eran inocentes. Sam llamaría a la policía. Puede que incluso tuviera un arma detrás del mostrador, junto a la caja registradora, e intentara usarla para retenerlos hasta la llegada de la policía, y Ben no quería tener que arrebatársela, probablemente viéndose obligado a herirle.

… Jarrod McClain, director de la Agencia de la Defensa de la Seguridad, coordinador de la investigación y de la búsqueda de Shadway y de la señora Leben, hace menos de una hora ha declarado en Washington que consideraba el caso de suma gravedad y que era razonable considerarlo como una crisis de la seguridad nacional.

Sam, rodeado de aparejos de pesca, se rio de algo que dijo un cliente y comenzó a dirigirse hacia la caja registradora. Le acompañaba uno de los pescadores. Charlaban alegremente, por lo que si oían las noticias, sólo podían hacerlo a nivel subconsciente. Pero si dejaban de hablar antes de que acabara la información…

A pesar de haber afirmado que tanto Shadway como la señora Leben estaban ocasionando un grave perjuicio a la seguridad nacional, ni McClain ni el portavoz del departamento de justicia han querido especificar la naturaleza del proyecto de investigación que Geneplan llevaba a cabo para el Pentágono.

Los dos individuos que se acercaban estaban todavía a unos siete metros y seguían hablando de diferentes tipos de cañas y carretes.

Rachael los observaba con aprensión, mientras Ben le daba unos golpecitos para distraerla, con el fin de que su expresión no despertara el interés de los individuos por las noticias.

… ADN recombinado, como única ocupación de Geneplan…

Sam concluyó su venta al otro extremo del mostrador. Ambos siguieron hablando, mientras caminaban uno por cada lado hacia el lugar donde Rachael y Ben se encontraban.

… Se han distribuido fotografías y descripciones de Benjamin Shadway y Rachael Leben por todos los departamentos de policía de California y la mayoría del sudoeste, así como un aviso de las autoridades federales de que los fugitivos están armados y son peligrosos.

Sam y el pescador llegaron a la caja registradora, junto a la cual Ben se concentraba en el formulario.

El locutor hablaba ahora de otras noticias.

A Ben le sorprendió alegremente comprobar que Rachael comenzaba a charlar con el pescador de temas eminentemente superficiales. Era un tipo alto, robusto, de unos cincuenta años, con una camiseta negra que dejaba al descubierto sus musculosos brazos, con tatuajes azules y rojos. Rachael le dijo que le fascinaban los tatuajes y el pescador, como cualquier hombre, se sintió halagado por la atención que le dispensaba una joven hermosa. Cualquiera que oyese su charla alegre y desenfrenada, con esa actitud tan típica de las chicas en las playas californianas, jamás imaginaría que acababa de oír una noticia por la radio, en la que se la describía como fugitiva acusada de asesinato.

El mismo locutor hablaba ahora, en un tono ligeramente ostentoso, de un atentado terrorista en el Oriente Medio y Sam extendió la mano, para dejarle con la palabra en la boca.

—Estoy hasta las narices de oír hablar de esos malditos árabes —le dijo a Ben.

—¿Quién no lo está? —comentó Ben, acabando de rellenar el formulario.

—En lo que a mí se refiere —agregó Sam—, si siguen causándonos problemas, tendríamos que eliminarlos del mapa, exterminarlos.

—Exterminarlos —asintió Ben—. Volver a la Edad de Piedra.

—Habría que retroceder más allá de la Edad de Piedra —dijo Sam, mientras conectaba el magnetófono—. Esos ya existían en la maldita Edad de Piedra.

—Quizás habría que retroceder hasta la era de los dinosaurios —agregó Ben, en el momento en que comenzaba a sonar una canción de los Dak Ridge Boys.

Rachael lanzaba expresiones de asombro y aprensión, mientras el pescador de los tatuajes le contaba cómo las agujas que inyectaron la tinta penetraron bajo las tres capas de piel.

—La era de los dinosaurios —asintió Sam—. Me gustaría verlos practicar esa basura terrorista con los tiranosaurios, ¿no le parece?

Ben soltó una carcajada y le entregó el formulario rellenado.

Había pagado ya la cuenta con su tarjeta Visa, por lo que lo único que quedaba por hacer era unir el formulario a la factura, junto a la información del arma y meter las copias en la bolsa que contenía las cajas de municiones.

—No olvide visitarnos de nuevo.

—Lo haré —dijo Ben.

Rachael se despidió del pescador tatuado, Ben le dijo hola y adiós, y ambos se despidieron de Sam. Ben con la escopeta y Rachael con la bolsa de municiones, se dirigieron a sus anchas hacia la puerta, pasando junto a unos cubos con forro de plástico llenos de cepos metálicos, una hilera de redes que parecían raquetas deterioradas, armarios llenos de cubos de hielo, termos y pintorescos sombreros.

A su espalda, en un tono que creía más suave de lo que era en realidad, el pescador tatuado le dijo a Sam:

—Vaya mujer.

«No conoces de la historia ni la mitad», pensó Ben mientras le abría a Rachael la puerta.

A tres escasos metros, el ayudante del sheriff del condado de Riverside se apeaba de su coche patrulla.

La luz fluorescente se reflejaba en la baldosa verde y blanca con el suficiente brillo para poner de relieve cada uno de los detalles de su horrible diseño, demasiado brillo.

El espejo del baño, con marco de bronce, no estaba manchado ni deteriorado por la edad y el reflejo que presentaba era bien delineado, preciso y claro en todo detalle, excesivamente claro.

A Eric Leben no le sorprendió lo que vio, ya que sentado en su sillón de la sala de estar había explorado táctilmente los sorprendentes cambios experimentados en la parte superior de su rostro. Sin embargo la confirmación visual de lo que sus manos incrédulas habían descubierto le dejó atónito, asustado, deprimido y más fascinado que todo lo que le había ocurrido en la vida.

Hacía un año que se había sometido al tratamiento imperfecto del programa Wildcard, de manipulación y crecimiento genético. Desde entonces, no había cogido ningún resfriado, gripe, ninguna úlcera en la boca, jaquecas, ni siquiera acidez de estómago. Semana tras semana había ido acumulando pruebas de que el tratamiento le había aportado cambios beneficiosos, sin efectos secundarios indeseables.

Efectos secundarios.

Casi se río. Casi.

Mirándose horrorizado al espejo, como si fuera una ventana que se abría al infierno, levantó una mano temblorosa para acariciarse de nuevo la frente, el espinazo óseo que le había crecido desde el puente de la nariz hasta el cuero cabelludo.

Las heridas catastróficas sufridas el día anterior habían estimulado su capacidad de curación de un modo y en un grado muy superior al de los resfriados y gripes. La habían acelerado de tal forma que sus células habían comenzado a producir interferón, una amplia gama de anticuerpos anti infecciosos y especialmente hormonas y proteínas de crecimiento, a un ritmo asombroso. Por alguna razón desconocida, dichas sustancias seguían inundándole el sistema cuando la curación era ya completa, y su presencia ya no era necesaria. Su cuerpo ya no se dedicaba a reemplazar tejido dañado, sino que le crecían nuevos tejidos, sin ninguna función aparente, a un ritmo alarmante.

—No —dijo en voz baja—, no —repitió, intentando negar lo que veía.

Pero era cierto y lo comprobó palpándose la parte superior de la cabeza. El espinazo óseo era más abultado en la frente, pero continuaba por la parte superior del cráneo y creyó detectar también su crecimiento en la parte posterior.

Su cuerpo se estaba transformando de un modo azaroso, o con un fin que era incapaz de dilucidar y era imposible saber cuándo se detendría finalmente el proceso. Era posible que jamás lo hiciera. Quizás seguiría creciendo, cambiando, adquiriendo un sinfín de nuevas formas, a perpetuidad. Estaba experimentando una metamorfosis que le convertía en un monstruo… quizás, finalmente, en un ser tan diferente que ya no se le podría considerar como componente de la especie humana.

El espinazo se disolvía al llegar a la zona de la nuca. Movió la mano para palparse el grueso hueso que se le había formado sobre los ojos. Tenía el ligero aspecto de un hombre de Neandertal, si bien ellos carecían de la cresta ósea que le había crecido en la cabeza. Tampoco tenían el montículo que le había salido en uno de los temporales. El hombre de Neandertal, ni ninguno de los antepasados humanos, tampoco estaba dotado de esos enormes vasos sanguíneos oscuros y repugnantes que le pulsaban en la sien.

A pesar de su precaria condición mental, de lo impreciso y turbio de su memoria, Eric asimiló plenamente el horrible significado de lo que le ocurría. Jamás podría incorporarse a la sociedad humana en una forma aceptable. Se había convertido sin duda en su propio monstruo de Frankenstein y seguía transformándose inevitablemente en un desecho.

Su futuro era tan oscuro, que el término adquiría un nuevo significado. Cabía la posibilidad de que le capturaran y sobreviviera en algún laboratorio, sujeto a las miradas y observación de infinidad de científicos fascinados, que sin duda diseñarían multitud de experimentos válidos para ellos, pero que para él supondrían una simple tortura. O tenía la alternativa de refugiarse en la selva y vivir miserablemente, dando origen a leyendas de un nuevo monstruo, hasta que algún día se tropezara accidentalmente con un cazador que le abatiría. Sin embargo, fuera cual fuese el terrible destino que le esperaba, estaría dotado de dos características ineludibles: un miedo implacable, no tanto de lo que le pudieran hacer los demás, sino de lo que le estaba haciendo su propio cuerpo; y una soledad profunda y singular, como jamás la había experimentado ningún hombre, ya que sería el único de su especie en la capa de la tierra.

No obstante, su curiosidad mitigaba aunque sólo parcialmente su desesperación y su terror, esa misma curiosidad tan poderosa que le había convertido en un gran científico. Al estudiar su horrible reflejo, la catástrofe genética que se fraguaba, estaba fascinado, consciente de que presenciaba lo que jamás ningún hombre había visto. Más importante todavía; lo que el hombre no estaba destinado a ver. Era una sensación emocionante. Era el objeto vital de hombres como él. Hasta cierto punto, todo científico desea vislumbrar los aspectos oscuros subyacentes en la vida y espera comprenderlos si jamás se le presenta la oportunidad de hacerlo. Esto no era un simple vislumbre. Se trataba de una observación lenta y prolongada del enigma del crecimiento y desarrollo humano, cuya intensidad de contemplación dependía de su propia voluntad y de la capacidad de su valor.

La idea del suicidio cruzó de forma brusca por su mente, pero la desterró, ya que la oportunidad que se le presentaba era más importante que la inevitable angustia física, mental y emocional que experimentaría más adelante. Su futuro sería un paisaje desconocido, ensombrecido por el miedo, iluminado por el dolor, pero por el que se sentía forzado a viajar hacia un horizonte desconocido.

Tenía que averiguar en qué se convertiría.

Por otra parte, su miedo a la muerte no había disminuido a raíz de sus increíbles cambios. Si de algún modo le habían afectado, ahora que parecía estar más cerca de la tumba que en cualquier otro momento de su vida, había sido para que la necrofobia se apoderara plenamente de él. Independientemente de lo que el futuro le deparara, tenía que seguir viviendo. Aunque su metamorfosis era muy deprimente y aterradora, la alternativa a seguir viviendo le resultaba todavía más horrible.

Mientras se miraba al espejo volvió a dolerle la cabeza.

Creyó descubrir algo nuevo en sus ojos.

Se acercó al espejo.

Había algo definitivamente extraño, diferente en su mirada, que no era capaz de identificar.

La jaqueca empeoró rápidamente. La luz fluorescente le molestaba y entornó los ojos para protegerse del resplandor.

Dejó de mirarse a los ojos, para contemplar el resto de su imagen. De pronto creyó percibir ciertos cambios de su temporal derecho, así como en el hueso cigomático y alrededor del ojo derecho.

Se sintió invadido por un miedo más profundo del que jamás hubiera experimentado hasta entonces y se le aceleró el corazón.

Su jaqueca le llenaba ahora el cráneo y alcanzaba una buena parte de su rostro.

Se alejó repentinamente del espejo. Aunque difícil, era posible contemplar los cambios monstruosos después de que hubieran ocurrido, pero observar con sus propios ojos la transformación de su carne y de sus huesos era una labor mucho más dura, para la que no se sentía con fuerzas.

En su locura pensó en aquella vieja película, El hombre lobo, en la que Lon Chaney estaba tan horrorizado por su metamorfosis, que acababa dominado por el terror y la compasión de sí mismo. Eric contempló sus enormes manos, parcialmente convencido de que vería cómo se le cubrían de vello. Esto le provocó la risa, aunque al igual que antes, una risa áspera, fría y entrecortada, desprovista de humor, que se transformó rápidamente en sollozos desconsolados.

El dolor se había esparcido ahora por la totalidad de su cabeza y rostro, incluso los labios, y al salir del baño, tropezando primero con el lavabo, y a continuación con el marco de la puerta, emitió un gemido agudo que, en una sola nota, configuraba una sinfonía de temor y sufrimiento.

El ayudante del sheriff del condado de Riverside usaba gafas oscuras que le ocultaban los ojos y, por consiguiente, sus intenciones. Sin embargo, cuando se apeó de su vehículo, Ben no detectó ninguna tensión inusual en su cuerpo, ninguna indicación de que los hubiera reconocido como los traidores a la Verdad, justicia y estilo de vida norteamericano de los que acababan de hablar por la radio.

Ben cogió a Rachael del brazo y siguieron andando.

En las últimas horas, su descripción y fotografía había sido transmitida a todos los departamentos de policía de California y del sudoeste, pero ello no significaba que se hubieran convertido en la máxima prioridad de todos los agentes.

El policía parecía mirarlos fijamente.

Sin embargo, no todos los agentes eran lo suficientemente conscientes como para estudiar los últimos boletines antes de salir a la calle y los que habían entrado de guardia por la mañana, como podía ser el caso del que tenían delante, habrían salido antes de que se recibieran sus fotografías.

—Ustedes perdonen —dijo el ayudante del sheriff.

Ben se detuvo. Por la mano con la que cogía a Rachael del brazo, percibió que se había puesto tensa.

—Dígame —le respondió al policía, procurando mantenerse relajado.

—¿Es suya esa furgoneta Chevy?

—No, no es mía —respondió Ben, parpadeando.

—Tiene rota una de las luces traseras —agregó el policía, quitándose las gafas oscuras y mostrando unos ojos libres de toda sospecha.

—Nosotros vamos en aquel Ford.

—¿Saben a quién pertenece la furgoneta?

—No. Seguramente a alguno de los clientes que hay ahí dentro.

—Bien, amigos, que pasen un buen día, disfruten de nuestras maravillosas montañas —les dijo el agente, mientras se dirigía hacia la tienda.

Ben tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr hacia el coche y presintió que a Rachael le ocurría otro tanto.

Caminaban de un modo casi excesivamente indiferente.

La inmensa quietud que imperaba a su llegada había desaparecido y el día se había llenado de actividad. En el lago, un fueraborda zumbaba como un enjambre de avispas. Se había levantado la brisa, procedente de las azules aguas del lago, moviendo los árboles y acariciando la hierba, los matorrales y las flores silvestres. Pasaban varios coches por la carretera y desde uno de ellos, con las ventanas abiertas, se oía a todo volumen música de rock and roll.

Llegaron a su Ford alquilado, aparcado a la sombra de los pinos.

Rachael se instaló en su asiento y parpadeó al cerrar la puerta, como si el ruido pudiese atraer la atención del policía.

Sus ojos verdes estaban llenos de aprensión.

—Larguémonos de aquí.

—Inmediatamente —respondió Ben, poniendo el motor en marcha.

—Podemos detenernos en otro lugar, más reservado, para desenvolver la escopeta y cargarla.

Cogieron el camino asfaltado de dos carriles que daba la vuelta al lago, en dirección norte. Ben no dejaba de mirar por el retrovisor. Nadie los seguía. El miedo de que sus perseguidores les estuvieran pisando los talones era irracional, paranoico. A pesar de ello, siguió mirando por el retrovisor.

El lago, con sus aguas resplandecientes, estaba a su izquierda y a su derecha se levantaban las montañas. En el bosque se veía alguna que otra casa entre los árboles. Algunas eran magníficas, verdaderas mansiones, mientras que otras, aunque bien conservadas, eran más modestas. Había lugares en los que el terreno era propiedad del gobierno, o demasiado empinado para la construcción, donde imperaba la vegetación salvaje de matorrales y zarzas entremezclados con los árboles. Había también muchas ramas secas y carteles advirtiendo del peligro de incendio, amenaza permanente durante los veranos y otoños en el sur de California. El camino giraba y se retorcía, subía y caía, alternando la sombra con el sol radiante.

—No es posible que crean que hemos robado secretos del estado —dijo Rachael, al cabo de un par de minutos.

—No —afirmó Ben.

—Ni sabía que Geneplan tuviera contratos con el gobierno.

—Eso no es lo que les preocupa. Es una cortina de humo.

—¿Entonces por qué están tan ansiosos de echarnos las manos encima?

—Porque sabemos que Eric… ha regresado.

—¿Y crees que el gobierno también lo sabe? —preguntó Rachael.

—Me has dicho que el proyecto Wildcard era estrictamente secreto. Los únicos que conocían su existencia eran Eric, sus socios de Geneplan y tú.

—Así es.

—El caso es que si recibían dinero del Pentágono para otros proyectos, puedes estar completamente segura de que el Pentágono sabía todo lo necesario sobre los propietarios de Geneplan y acerca de lo que hacían. Es imposible mantener un lucrativo contrato de investigación con ellos y al mismo tiempo la intimidad.

—Parece lógico —comentó Rachael—. Pero quizás Eric no se diera cuenta de ello. Creía que podía aprovecharse de todo el mundo y en cualquier momento.

Un cartel en la carretera advertía de la presencia de un badén. Ben frenó y el Ford dio un salto, chirriando y traqueteando.

—Por consiguiente el Pentágono sabía lo suficiente sobre el proyecto Wildcard, para darse cuenta de lo que Eric había hecho cuando su cadáver desapareció del depósito —prosiguió Ben, al entrar de nuevo en la carretera asfaltada—. Y ahora se proponen acallar la historia, guardar el secreto, porque ellos lo ven como un arma, o por lo menos como una enorme fuente de poder.

—¿Poder?

—Una vez perfeccionado, el proceso Wildcard puede suponer la inmortalidad para quienes se sometan al tratamiento. De ese modo, los que controlen Wildcard podrán decidir quién vive para siempre y quién no lo hace. ¿Se te ocurre alguna arma mejor, o herramienta más eficaz para establecer un control político de la totalidad de este maldito mundo?

—Válgame Dios —susurró Rachael, después de unos momentos de silencio—. Me he concentrado tanto en los aspectos personales, en lo que esto significa para , que no lo he pesando desde una perspectiva más amplia.

—Por consiguiente, tienen que capturarnos —agregó Ben.

—No querrán que divulguemos el secreto de Wildcard hasta que esté perfeccionado. Si llegara a conocerse antes, no podrían proseguir la investigación sin trabas.

—Exactamente. Puesto que tú heredarás la mayor parte de las acciones de Geneplan, el gobierno debe pensar que podrá convencerte para que cooperes por el bien de tu país y por tu beneficio.

—No lograrán persuadirme —replicó Rachael, moviendo la cabeza—. No en lo concerniente a este tema. En primer lugar, si hay alguna esperanza de prolongar dramáticamente la vida humana y estimular genéticamente la curación, la investigación debe ser pública y sus beneficios accesibles a todo el mundo. Es inmoral enfocarlo de cualquier otro modo.

—Imaginaba que dirías eso —dijo Ben, tomando una curva a la derecha y otra muy cerrada a la izquierda.

—Además, no toleraría que la investigación prosiguiera por los mismos derroteros elegidos por el grupo de Wildcard, porque estoy segura de que es el camino equivocado.

—También sabía que dirías eso —asintió Ben.

—Confieso que sé muy poco sobre genética, pero me doy cuenta de que el camino que han elegido es demasiado peligroso. Recuerda los ratones de los que te hablé. Y recuerda… la sangre en el maletero del coche en la casa de Villa Park.

Ben lo recordaba y esa era una de las razones por las que quería la escopeta.

—Si llego a controlar Geneplan —prosiguió Rachael—, puede que esté dispuesta a seguir financiando la investigación sobre la longevidad, pero insistiré en la abolición de Wildcard y en un nuevo comienzo con otro enfoque.

—También estaba convencido de que dirías eso —comentó Ben—, e imagino que el gobierno está asimismo bastante seguro de que esa es tu opinión. Por lo tanto, no confío en que simplemente deseen persuadirte. Si conocen algo sobre ti, y siendo esposa de Eric debes de estar en sus ficheros, saben que no lograrán sobornarte y amenazarte para que hagas algo que tú consideres erróneo, que no podrán corromperte. De modo que probablemente ni siquiera lo intenten.

—Es mi influencia católica —dijo con cierta ironía—. Ten en cuenta que mi familia era muy religiosa, rígida y estricta.

Ben no lo sabía. Era la primera vez que hablaba de ello.

—De muy niña —siguió diciendo, con una voz muy suave— me mandaron a un internado de monjas. Llegué a odiarlo… las misas interminables… la humillación del confesonario revelando mis insignificantes pecados. Pero puede que a la larga me haya beneficiado, ¿no te parece? Tal vez no fuera tan incorruptible de no haber pasado tantos años con las hermanas.

Tuvo la impresión de que aquellas revelaciones no eran más que un pequeño resquicio de un inmenso arsenal, quizás muy desagradable, de tristes experiencias.

Dejó de fijarse momentáneamente en el camino, para ver su expresión. Pero en su intento se vio frustrado por un mosaico de sombras y luces que bombardeaban el parabrisas y ocultaban su rostro. Daban la impresión de una hoguera, en la que su cara sólo aparecía parcialmente, medio cubierta por la centelleante cortina de llamas imaginarias.

—De acuerdo —suspiró Rachael—, si el gobierno sabe que no logrará persuadirme, ¿por qué se molesta en extender órdenes para mi detención, con acusaciones imaginarias y dedica tantos esfuerzos a mi busca y captura?

—Quieren matarte —dijo escuetamente Ben.

—¿Cómo?

—Prefieren eliminarte y tratar con los socios de Eric: Knowls, Seltz y los demás; porque ya saben que ellos son corruptibles.

Rachael quedó atónita y a Ben no le sorprendió su reacción. No era recatada ni excesivamente ingenua. Sin embargo, por elección personal, era una persona que se centraba en el presente y que no se preocupaba demasiado en pensar en las complejidades del mundo que cambiaba a su alrededor, excepto cuando este obstaculizaba su deseo de obtener el mayor placer posible del momento presente. Aceptaba una serie de mitos por pura conveniencia, con el fin de simplificar su vida y uno de esos mitos era el de que, en el fondo, el gobierno se preocupaba siempre de sus mejores intereses, tanto si se trataba de una guerra, una reforma del sistema jurídico, un aumento de los impuestos, o cualquier otro tema. Era apolítica y no veía ninguna razón para preocuparse por quién ganara, o usurpara, unas elecciones, puesto que no era difícil creer en las intenciones benignas de aquellos que con tanto ardor deseaban servir al pueblo.

Le contempló boquiabierta. Aun sin ver su rostro, todavía parcialmente oculto por la luz y las sombras centelleantes, era consciente de su expresión por el cambio de su respiración y por la tensión que la obligó a incorporarse repentinamente en su asiento.

—¿Matarme? No, no puede ser, Benny. ¿El gobierno de los Estados Unidos ejecutando ciudadanos como si estuviéramos en una república bananera? No, imposible.

—No es necesariamente cosa del gobierno en pleno, Rachael. La Casa Blanca, el Senado, el Presidente y los ministros no se han reunido para hablar del obstáculo que supones, no ha habido una confabulación masiva para eliminarte. Pero alguien en el Pentágono, la ADS, o la CIA, ha decidido que eres un obstáculo para el interés nacional, que supones una amenaza para el bienestar de millones de habitantes. Cuando comparan el bienestar de varios millones de habitantes, con la posibilidad de cometer un par de asesinatos, para ellos la elección es clara, como siempre lo es para los pensadores colectivistas. Un par de asesinatos, o millares de muertes, son siempre justificables cuando está en juego el bienestar de las masas. Por lo menos así es como ellos lo entienden, aunque pretendan creer en los derechos individuales. Eso les permite ordenar un par de asesinatos e incluso sentirse virtuosos por ello.

—¡Dios mío! —exclamó Rachael, desde el fondo de su corazón—. ¿En qué te he metido, Ben?

—No me has metido en nada —replicó Ben—. Me he metido solo. No podías impedírmelo. Y no lo lamento.

Parecía incapaz de hablar.

Delante de ellos, a la izquierda, había un camino que se dirigía hacia el lago, con un cartel que decía: «AL LAGO. EMBARCADERO».

Ben entró en el camino secundario de gravilla, que circulaba entre una inmensa arboleda. A medio kilómetro salió del bosque y se encontró en una zona de dos metros de anchura, por cien de longitud, junto al lago. Manchas resplandecientes decoraban algunas zonas de la superficie del agua, con corrientes serpenteantes en otras que reflejaban la luz del sol, y las crestas brillantes de las olas agredían la mirada.

Había más de una docena de coches, furgonetas y caravanas aparcadas al fondo, así como varios remolques sin sus correspondientes embarcaciones. Una furgoneta negra y roja, con rayas grises, bañada por el sol, que se reflejaba en su reluciente superficie, estaba junto a la orilla, mientras tres individuos empujaban un Water King, de doble motor, hacia el agua. Había varias personas que comían en mesas junto a la orilla, un perro irlandés deambulaba en busca de desperdicios, un par de chiquillos jugaban con una pelota y había una decena de pescadores vigilando sus cañas, junto al embarcadero.

Todos parecían divertirse. Si alguno de los presentes era consciente de que el mundo se estaba volviendo lúgubre y loco, lo disimulaba.

Benny se dirigió hacia el aparcamiento, pero dejó el Ford oculto entre los árboles, tan lejos como pudo de los demás vehículos. Paró el motor y abrió la ventana. Tumbó el respaldo al máximo, para disponer del mayor espacio posible, cogió la funda de la escopeta, la abrió, retiró el arma y dejo la funda en el asiento trasero.

—Vigila —le dijo a Rachael—. Si ves que alguien se acerca, avísame. Saldré a recibirle. No quiero que nadie vea la escopeta y se asuste. Qué duda cabe de que no es temporada de caza.

—Benny, ¿qué vamos a hacer?

—Lo que habíamos decidido —respondió, mientras rompía la envoltura de plástico de la escopeta con una de las llaves del coche—. Seguir las indicaciones que te dio Sarah Kiel, encontrar la cabaña de Eric y ver si está ahí.

—Pero las órdenes de detención… la gente que intenta matarnos… ¿no cambia eso las cosas?

—No mucho —dijo arrancando el plástico y examinando la escopeta, que estaba ya perfectamente montada y caía bien en sus expertas manos—. Inicialmente nos proponíamos encontrar a Eric para liquidarle por completo, antes de que viniera él para liquidarte a ti. Seguramente lo que ahora tendremos que hacer, en lugar de matarle, será capturarle…

—¿Capturarle vivo? —preguntó Rachael, alarmada ante tal sugerencia.

—No es que esté exactamente vivo, ¿no te parece? Pero creo que tendremos que capturarle sea cual sea su condición, atarle y llevarle a algún lugar como… quizás la redacción de Los Angeles Time. Entonces podremos dar una conferencia de prensa realmente sorprendente.

—No. Benny, no, no podemos —dijo moviendo categóricamente la cabeza—. Es una locura. Será violento, sumamente violento. Ya te he contado lo de los ratones. Por Dios santo, viste la sangre del maletero con tus propios ojos. Ha ido sembrando la destrucción por todas partes, los cuchillos en la pared de la casa de Palm Springs, la paliza que le pegó a Sarah. No podemos arriesgarnos a acercarnos a él. No sentirá respeto alguno por la escopeta, si es eso lo que piensas.

No le tendrá miedo alguno. Si te acercas lo suficiente como para capturarle, te arrancará la cabeza a pesar del arma.

Puede que incluso esté armado. Si le vemos tenemos que destruirle inmediatamente, dispararle sin ningún titubeo, dispararle una y otra vez, causarle tanto daño que no pueda volver a regresar.

Se percibía una nota de pánico en su voz y hablaba cada vez con mayor rapidez, intentando convencer a Ben. Tenía la piel blanca como la cera y los labios ligeramente azulados. Estaba temblando.

Aun considerando lo muy precaria que era su situación y admitiendo que se hallaban en una encrucijada, a Ben le pareció que estaba demasiado asustada y se preguntó hasta qué punto su reacción ante la resurrección de Eric se veía afectada por su infancia ultrarreligiosa, que había forjado su personalidad. Sin comprender plenamente sus propios sentimientos, puede que no sólo le temiera a Eric por su posible violencia y por el hecho de ser un muerto andante, sino porque había osado desafiar el poder divino, derrotando a la muerte y convirtiéndose, no en un simple zombie, sino en una criatura infernal procedente del reino de las tinieblas.

—Rachael, cariño —le dijo, soltando la escopeta y cogiéndole las manos—, soy perfectamente capaz de vencerle; he vencido a individuos mucho peores que él.

—No te sientas tan seguro. Así es como lograrás que te maten.

—Estoy entrenado para la guerra, muy preparado para la lucha.

—Te lo ruego.

—Me he mantenido en forma a lo largo de estos años, porque en Vietnam aprendí que el mundo puede cambiar de la noche a la mañana, y que uno sólo puede confiar en sí mismo y en los amigos íntimos. Esta era una lección sobre el mundo moderno que no quería admitir que había aprendido, por cuya razón he pasado tanto tiempo inmerso en el pasado. Pero el hecho de haberme mantenido en forma demuestra que la aprendí. Estoy en forma, Rachael y bien armado —dijo, rogándole que se callara, cuando intentó protestar—. No tenemos otra alternativa, Rachael. Y esa es, a fin de cuentas, nuestra única salida. Si le matamos, si le llenamos el cuerpo de perdigones, le disparamos de tal modo que quede definitivamente muerto, no habrá ninguna prueba de lo que ha hecho consigo mismo. Lo único que tendremos será un cadáver. ¿Quién podrá demostrar que había resucitado? Parecerá que hemos robado el cadáver del depósito, lo hemos llenado de plomo y hemos inventado esta estúpida historia, quizás para ocultar los crímenes de los que el gobierno nos acusa.

Bastaría con analizar su estructura celular en el laboratorio —dijo Rachael—. Su material genético demostraría…

—Eso tardaría semanas. Antes, el gobierno se las arreglaría para reclamar su cadáver, eliminarnos a nosotros y falsificar el resultado de los análisis, de modo que no mostrarán nada extraordinario.

Rachael comenzó a hablar, titubeó y se detuvo, porque comprendió que Ben tenía evidentemente razón. Jamás había visto a una mujer tan desesperada en toda su vida.

—Nuestra única esperanza para librarnos de la amenaza del gobierno consiste en obtener pruebas de Wildcard y mostrárselas a la prensa —dijo Ben—. La sola razón por la que quieren matarnos es para guardar el secreto, de modo que si se divulga, estaremos a salvo. Puesto que no conseguimos los documentos de Wildcard en la caja fuerte de Eric, él constituye ahora la única prueba que podemos obtener. Y le necesitamos vivo. Tienen que ver cómo respira y cómo funciona, a pesar de su cabeza magullada. Deben poder comprobar el cambio que en tu opinión tiene que haber experimentado, su furor irracional, la cualidad tétrica de un muerto viviente.

—De acuerdo, pero tengo mucho miedo —asintió Rachael, tragando saliva.

—Debes ser fuerte. Tienes capacidad para serlo.

—Lo sé, lo sé, pero…

Ben se le acercó y le dio un beso.

Sus labios estaban helados.

Eric gruñó y abrió los ojos.

Evidentemente había pasado nuevamente un breve período en estado de letargo, un pequeño coma, ya que al recobrar lentamente el conocimiento estaba en el suelo de la sala de estar, tendido entre por lo menos un centenar de hojas de papel. Su acuciante jaqueca había desaparecido, a pesar de que tenía una sensación de ardor que, desde la coronilla hasta la barbilla, le recorría todo el rostro, así como la mayoría de sus músculos y articulaciones, en los hombros, brazos y piernas. La sensación no era desagradable, pero tampoco placentera, simplemente algo neutral que jamás había experimentado.

Se sentía como si estuviera hecho de azúcar, de chocolate, sobre una superficie bañada por el sol, derritiéndose, derritiéndose desde el interior.

Durante un rato pensó en la procedencia de esa curiosa idea. Estaba desorientado, mareado. Su mente era como un pantano, en la que aparecían ideas inconexas como burbujas punzantes en la superficie acuosa. Gradualmente el agua adquirió mayor claridad y el lodo pastoso del pantano mayor firmeza.

Haciendo un esfuerzo para sentarse, examinó los papeles que tenía a su alrededor, cuyo contenido no recordaba.

Cogió unas hojas en las manos e intentó leerlas. Al principio con aquellas letras borrosas no lograba formar palabras; a continuación estas no se ordenaban en frases coherentes. Cuando por fin logró leer un poco, sólo descifró un fragmento, pero le bastó para comprender que se trataba de la tercera copia del proyecto Wildcard.

Además de los datos del proyecto archivados en los ordenadores de Geneplan, había guardado una copia escrita en Riverside, otra en la caja fuerte de la central en Newport Beach y la tercera allí. La cabaña era su guarida secreta, conocida sólo por él y le había parecido prudente guardar una copia actualizada en la caja fuerte del sótano, en anticipación del día en que Seltz y Knowls, los capitalistas de la empresa, intentaran hacerse con el control de la corporación, con astutas manipulaciones financieras. Era improbable que le traicionaran porque le necesitaban, precisaban de su genio y con toda probabilidad seguirían necesitándolo, incluso cuando Wildcard estuviera perfeccionado. Pero él no se arriesgaba. (Sólo lo había hecho al inyectarse con el suero diabólico que estaba convirtiendo su cuerpo en arcilla moldeable). No había querido exponerse a que le echaran de Geneplan y quedara aislado de la información esencial necesaria para la producción del suero de la inmortalidad.

Evidentemente, después de salir a tropezones del baño, había bajado al sótano, había abierto la caja fuerte y había subido los documentos para examinarlos. ¿Qué estaba buscando? ¿Una explicación para lo que le ocurría? ¿La forma de contrarrestar los cambios que había experimentado y que seguía experimentando?

Era inútil. Esas monstruosas transformaciones no habían sido anticipadas. No había nada en los documentos que hiciera referencia a la posibilidad de un crecimiento descontrolado o que indicara la forma de contrarrestarlo. Debió de sufrir los efectos de un delirio, ya que sólo en ese estado se le habría ocurrido buscar una cura mágica en las hojas fotocopiadas.

Permaneció un par de minutos arrodillado entre los papeles, preocupado por la extraña sensación de ardor, aunque no dolorosa, que le recorría el cuerpo, procurando comprender su origen y significado. En algunas partes del cuerpo, principalmente en la espina dorsal, la parte superior del cráneo, la base de la garganta y los testículos, el ardor estaba acompañado de un terrible hormigueo. Era casi como si millares de hormigas le hubieran invadido el cuerpo, circulando por sus venas, arterias y un laberinto de túneles excavados en la carne y en los huesos.

Finalmente se puso de pie y, sin razón alguna ni objetivo específico, se sintió invadido por un terrible furor. Pataleó frenéticamente, despidiendo una nube de papeles por toda la sala.

El horripilante furor se hundió bajo la superficie del pantano de su mente y su percepción llegó a discernir que de algún modo era diferente a su ira anterior, a la que había sucumbido. En este caso la sensación era más… primaria, menos concentrada, menos parecida a la ira humana, semejante al furor irracional de un animal. Sintió como si se impusiera un recuerdo racial profundamente arraigado, algo que se escabullía de su pozo genético, donde había estado desde hacía diez millones de años, en la lejanía de los tiempos cuando los hombres eran sólo simios, o de una época todavía anterior, cuando los seres humanos eran aún criaturas anfibias, arrastrándose penosamente a la orilla volcánica y respirando aire por primera vez. Su furor en esta ocasión, al contrario de las anteriores, era frío como el corazón del ártico, mil millones de años de frialdad… mesozoico. Efectivamente, una frialdad de la era mesozoica, y cuando comenzó a asimilar su naturaleza, procuró dejar de pensar en ello, con la ferviente esperanza de poderlo controlar.

El espejo.

Estaba seguro de haber experimentado algunos cambios mientras estaba inconsciente en el suelo de la sala de estar y sabía que debía ir al baño para observarse al espejo. Pero de pronto volvió a horrorizarse ante la perspectiva de lo que le estaba ocurriendo y no logró dar un solo paso.

Optó por examinarse palpándose, como lo había hecho anteriormente. Si descubría las diferencias antes de verlas, no se sentiría tan aterrado por su apariencia. Levantó titubeando las manos para llevárselas al rostro, pero al hacerlo descubrió que estas estaban cambiando y se detuvo para examinarlas.

No eran radicalmente diferentes de antes, pero indiscutiblemente habían dejado de ser las mismas que había utilizado a lo largo de su vida. Los dedos eran más largos y delgados, puede que un par de centímetros, con abultaciones carnosas en el extremo de los mismos. Las uñas eran también diferentes: más gruesas, más duras, amarillentas y más puntiagudas que las normales. Qué duda cabía, eran garras incipientes y si la metamorfosis proseguía, se harían probablemente más puntiagudas, curvadas y afiladas como las navajas. Sus nudillos también se transformaban; eran más voluminosos, más óseos y con cierto aspecto artrítico.

Supuso que las tendría entumecidas y más torpes que antes, pero le sorprendió descubrir que sus nudillos transformados se movían con facilidad, fluidez y mayor destreza que los anteriores. Movió experimentalmente las manos y se dio cuenta de que eran increíblemente diestras, con una nueva plasticidad y asombrosa flexibilidad en sus prolongados dedos.

Además sintió que los cambios continuaban, aunque no con la suficiente rapidez como para ver crecer los huesos y comprobar cómo se moldeaba la nueva carne. Pero en el transcurso de un día sus manos cambiarían sin duda radicalmente.

Esto era electrificantemente diferente a la protuberancia ósea y carnosa que se le había formado en la frente. Sus manos no eran el simple resultado de un exceso hormonal y proteínico. Su crecimiento tenía un objeto, una dirección.

En realidad, de pronto se dio cuenta de que en ambas manos, entre el pulgar y el índice, a partir del primer nudillo, una membrana transparente había comenzado a llenar el espacio vacío.

Mesozoico. Al igual que el frío furor que, si se lo permitía, desembocaría en una sed de destrucción frenética.

Mesozoico.

Bajó las manos, temeroso de seguir observándolas.

No le quedaba valor para examinar el contorno de su rostro, ni siquiera para tocarlo. La mera idea de mirarse al espejo le aterrorizaba.

El corazón le latía con enorme fuerza y con cada poderoso latido parecía lanzar destellos de terror y soledad.

Durante unos instantes se sintió perdido, confuso y desconcertado. Dio un paso a la izquierda, otro a la derecha, giró en una dirección, después en la otra y los papeles de Wildcard crujían bajo sus pies como las hojas muertas de los árboles. No estaba seguro de lo que debía hacer, ni a dónde debía dirigirse, se detuvo con la cabeza y los hombros caídos, con el peso de la desesperación a cuestas…

… Hasta que de pronto al extraño ardor de su carne y aterrador hormigueo de su columna, se unió una nueva sensación: hambre. Le sonaron las tripas, sintió debilidad en las rodillas y comenzó a temblar de hambre. Su boca empezó a masticar y tragar por cuenta propia, involuntariamente, con tanta fuerza que casi le dolía, como si su cuerpo exigiera que se le alimentara. Se dirigió hacia la cocina, temblando cada vez con mayor violencia, las rodillas debilitándose con cada paso. El sudor de la necesidad le brotaba en abundancia, a torrentes. Jamás había conocido tanto hambre. Un hambre voraz. Dolorosa. Un hambre que lo descuartizaba. Se le ofuscó la visión y su mente se concentró en una sola idea: comida. Los cambios macabros que tenían lugar en su cuerpo requerían una cantidad muy superior a la habitual de combustible, energía para destruir el viejo tejido y construir nuevas moléculas. Evidentemente su metabolismo había enloquecido, como unos altos hornos descontrolados, un fuego implacable que, habiendo asimilado los bocadillos y salchichas que había comido antes, ahora necesitaba más, mucho más, de modo que cuando abrió las puertas del armario y comenzó a coger latas de sopa y de cocido de las estanterías, siseaba y jadeaba, susurraba sin palabras, gruñendo como un animal salvaje, con asco y náuseas por su pérdida de control, pero demasiado hambriento para preocuparse, aterrorizado pero hambriento, desesperado pero tan hambriento, hambriento, hambriento…

Siguiendo las indicaciones que Sarah Kiel le había dado a Rachael, Ben giró por un camino vecinal asfaltado, en muy malas condiciones, que subía por la montaña. El camino se adentraba en el bosque, donde los árboles caducos daban paso a los perennes, en su mayoría antiguos y gigantescos. Recorrieron un kilómetro, a lo largo del cual se encontraron con unos pocos caminos que conducían a casas y residencias veraniegas. Había un par de estructuras perfectamente visibles, si bien la mayoría estaban parcialmente ocultas detrás de los árboles y algunas totalmente tapadas por la vegetación.

Cuanto más se adentraban, menor era la luz del sol que llegaba al suelo del bosque y el humor de Rachael se oscurecía al mismo ritmo que el paisaje. Llevaba la pistola sobre la falda y miraba con ansia a su alrededor.

Llegaron al final del camino asfaltado, pero siguieron medio kilómetro por otro de gravilla. Pasaron junto a otros dos caminos particulares, más un par de furgonetas Dodge y una pequeña caravana motorizada aparcada junto al camino, antes de llegar a un portalón cerrado. Estaba construido de tubo metálico, pintado de color azul claro, cerrado con un candado y no estaba sujeto a ninguna verja, por lo que su única función era impedir el tráfico rodado por el camino al otro lado del portalón, cuya superficie era todavía peor que la del que habían circulado hasta entonces.

Firmemente sujeto en el centro del mismo, había un letrero en blanco y negro que decía:

«PROHIBIDA LA ENTRADA.
PROPIEDAD PARTICULAR».

—Exactamente como te lo contó Sarah —dijo Ben.

Al otro lado del portalón se encontraba la propiedad de Eric Leben, su guarida secreta. La cabaña no era visible, ya que se hallaba otro medio kilómetro más allá, totalmente protegida por una espesa arboleda.

—No es demasiado tarde para dar la vuelta —dijo Rachael.

—Sí, lo es —replicó Ben.

Se mordió el labio y asintió con tristeza. Quitó cuidadosamente el doble seguro de su pistola.

Con el abridor eléctrico, Eric cortó la tapa de una enorme lata de potaje de verduras, se dio cuenta de que necesitaba una olla para calentarlo, pero estaba temblando demasiado para seguir esperando, por lo que decidió tomarse el potaje frío directamente de la lata, la arrojó al suelo y se limpió despreocupadamente el caldo que le caía por la barbilla. No tenía comida fresca en la cabaña, sólo algunas cosas congeladas, sobre todo conservas, y decidió abrir una lata de tamaño familiar de carne guisada, que comió también fría, con tanta rapidez que no dejaba de atragantarse.

Masticó la carne con una especie de júbilo maníaco, rasgándola y desgarrándola entre los dientes con un extraño e intenso placer. Un placer como jamás había experimentado, primario, salvaje, que le deleitaba y asustaba simultáneamente.

A pesar de que el guiso estaba perfectamente cocido y lo único que debía hacer era calentarlo, e incluso a pesar de las especias y conservantes, Eric era capaz de oler los residuos de sangre que había en la carne. Si bien el contenido de sangre era minúsculo y perfectamente cocido, Eric lo percibía, no como un mero aroma lejano, sino como un olor avasallador, fuerte, un emocionante y perfectamente delicioso incienso orgánico, que hacía que se estremeciera de emoción. Al respirar hondo, la fragancia de la sangre estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento y era un néctar sobre su lengua.

Cuando acabó con el guiso de carne fría, transcurridos apenas un par de minutos, abrió una lata de alubias que comió todavía con mayor rapidez, seguida de otra sopa, en esta ocasión de pollo con pasta y por fin comenzó a aplacar ligeramente el hambre. Destapó un bote de manteca de cacahuete, cogió una buena cantidad con los dedos y se la comió. No le gustó tanto como la carne, pero sabía que le convenía, porque era rica en alimentos nutritivos que su acelerado metabolismo necesitaba. Siguió comiendo hasta vaciar prácticamente el bote y agotado de comer, jadeando, lo arrojó en cualquier parte.

Sentía aún en su interior aquel ardor no doloroso, pero había logrado mitigar considerablemente el hambre.

Vio de reojo a su tío Barry Hampstead, sentado en una silla junto a la mesa de la cocina, que le sonreía. En esta ocasión, en lugar de ignorar al fantasma, Eric se le acercó.

—¿Qué quieres hijo de puta? —le preguntó con una voz grave, muy diferente a la de antes—. ¿De qué te ríes, maldito depravado? Lárgate de aquí.

El tío Barry comenzó realmente a esfumarse, lo cual no le sorprendió, ya que se trataba de una mera ilusión de sus células cerebrales degeneradas.

Unas llamas irreales, que se alimentaban de las sombras, danzaban en la oscuridad más allá de la puerta del sótano, que Eric había dejado evidentemente abierta al regresar con el documento de Wildcard. Observó la hoguera especial.

Como antes, presintió que auguraba algún misterio y sintió miedo. Sin embargo, con el valor infundido por su éxito con el fantasma de Barry Hampstead, contempló fijamente las llamas rojas de bordes plateados, pensando que las ahuyentaría o que por fin vería lo que ocultaban.

Entonces se acordó del sillón de la sala, junto a la ventana, desde donde había estado vigilando. Una cadena de sucesos le habían distraído de su importante misión: una jaqueca inhabitualmente brutal, los cambios que había experimentado en su rostro, el reflejo macabro del espejo, los documentos de Wildcard, su hambre atroz, la aparición del tío Barry y por último el fuego fantasmagórico en la puerta del sótano. Era incapaz de concentrarse en una sola cosa durante un tiempo prolongado y esta última prueba de disfunción mental le obligó a lanzar un grito de frustración.

Cruzó la cocina, dándole una patada a una lata vacía de guiso de carne y a un par de latas de potaje, en dirección a la sala de estar, a su puesto de guardia abandonado.

Riiii, riiii, riiii.

La nota única del canto de las cigarras, monótono al oído humano, pero seguramente lleno de significado para otros insectos, impregnaba el ambiente del bosque con su tono agudo y penetrante.

Detrás del coche alquilado, observando el bosque con mucha precaución, Ben se llenó los bolsillos de cartuchos para la escopeta y balas para el Combat Magnum. Rachael vació el bolso y lo llenó con el resto de las municiones.

Evidentemente la cantidad de munición era excesiva, pero Ben no se opuso.

Llevaba la escopeta bajo el brazo, de modo que a la menor provocación podía levantarla y dispararla en menos de un segundo.

Rachael llevaba su propia pistola y el Combat Magnum, uno en cada mano. Quería que Ben llevara el 357, además de la Remington, pero no podía manejar ambas armas con eficacia y prefirió quedarse con la escopeta.

Entraron en la maleza sólo para pasar al otro lado del portalón y volvieron al camino.

El sendero, cubierto por las copas de los árboles, tenía cunetas a ambos lados, llenas de hierbajos secos crecidos durante la época de las lluvias y marchitos por la aridez de la primavera y del verano. A unos doscientos metros de donde se encontraban, el sendero giraba hacia la derecha y desaparecía. Según Sarah Kiel, después de la curva conducía directamente a la cabaña, que se encontraba a otros doscientos metros aproximadamente.

—¿Crees que es prudente acercarse por el camino? —susurró Rachael, aunque a la distancia a que se encontraban, era imposible que sus voces se oyeran desde la cabaña.

—Creo que podemos seguirlo hasta la curva —respondió Ben, también en un susurro—. Mientras no podamos verle, él tampoco podrá vernos a nosotros.

Rachael seguía preocupada.

—Suponiendo que esté en la cabaña —agregó Ben.

—Está ahí —dijo Rachael.

—Tal vez.

—Está ahí —insistió Rachael, señalando unas tenues huellas de neumático en el sendero.

Ben asintió. También las había visto.

—A la espera —declaró Rachael.

—No necesariamente.

—A la espera.

—Podría estar recuperándose.

—No.

—Incapacitado.

—No. Está listo para recibirnos.

Probablemente estaba también en lo cierto. Ben tenía la misma sensación que ella, la de un peligro inminente.

Curiosamente, aun a la sombra de los árboles, la cicatriz casi imperceptible de su mandíbula, donde Eric la había lastimado con un vaso, era visible, más visible que a la luz normal. En realidad, a Ben le dio la impresión de que brillaba ligeramente, como si la cicatriz reaccionara ante la proximidad de su autor, del mismo modo en que las articulaciones de un artrítico se sensibilizan ante la proximidad de una tormenta.

Evidentemente era fruto de su imaginación. La cicatriz no era más conspicua que hacía una hora. Aquella fantasía no era más que una indicación de lo mucho que temía perderla.

En el coche, de camino desde el lago, había intentado convencerla de que se quedara atrás y le permitiese ocuparse solo de Eric. Rachael se había opuesto a la idea, quizás porque tenía tanto miedo de perderle a él, como él de perderla a ella.

Comenzaron a subir por el sendero.

Mientras avanzaban, Ben miraba intranquilo de un lado para otro, lamentablemente consciente de que la ladera de la montaña, densamente poblada de árboles, tenebrosa incluso en pleno día, estaba repleta de lugares en los que ocultarse (donde tenderles una trampa), a ambos lados del camino.

El aire estaba fuertemente impregnado de olor a resina, de la fragancia vigorosa y apetecible de las hojas secas de los pinos, y del perfume rancio de madera podrida.

Riiii, riiii, riiii.

Había regresado a su sillón, con unos prismáticos que recordó que guardaba en el armario del dormitorio. A los pocos minutos de instalarse junto a la ventana, antes de que su enfermiza mente se saliera por otra tangente, logró discernir cierto movimiento a unos doscientos metros, en la curva del sendero. Ajustó el enfoque de los prismáticos y, a pesar de las sombras del camino, logró distinguir a dos personas con toda perfección: Rachael y aquel cabrón de Shadway con el que se había estado acostando.

No sabía quién vendría a por él, aparte de Seitz, Knowls y los demás de Geneplan, pero la llegada de Rachael y Shadway era ciertamente inesperada. Quedó atónito, incapaz de comprender cómo habían descubierto su paradero, aunque sabía que la respuesta sería evidente si su mente funcionara con normalidad.

Estaban agachados junto al camino, bastante bien escondidos. Pero tenían que asomar un poco la cabeza para poder ver la cabaña y eso le bastaba a Eric para identificarlos con la ayuda de sus prismáticos.

La presencia de Rachael le enfureció porque le había rechazado. Era la única mujer que lo había hecho en su vida de adulto. ¡La puta, la muy puta desagradecida! Además, había despreciado su dinero. Aun peor, en el confuso pantano de su tortuosa mente la consideraba responsable de su muerte, ya que prácticamente le había asesinado al enfurecerle hasta el punto de distraerle y obligarle a cruzar la calle, sin percibir el camión que se acercaba. La creía incluso capaz de haber organizado su muerte, con el fin de heredar la fortuna que decía no interesarle. Claro, por supuesto, ¿por qué no? Ahora ahí estaba con su amante, con el individuo con quien se acostaba a su espalda, claramente dispuesta a rematar la obra del camión de basura.

Retrocedieron más allá de la curva, pero a los pocos segundos vio movimiento en la maleza, a la izquierda del sendero y comprobó que se ocultaban entre los árboles. Se acercarían indirectamente y con mucha precaución.

Eric dejó caer los prismáticos y se puso de pie, tambaleándose, con un furor tan intenso que casi le aplastaba. Unos círculos de acero le comprimían los pulmones y durante unos instantes fue incapaz de respirar. Entonces se rompieron y respiró hondo.

—¡Oh, Rachael, Rachael! —exclamó una voz que parecía de ultratumba—. ¡Rachael, Rachael…!, —repitió encandilado.

Cogió el hacha que había dejado en el suelo, junto al sillón.

Se dio cuenta de que no podía utilizar el hacha y los dos cuchillos, por lo que eligió el de carnicero y dejó el otro en el suelo.

Saldría por la puerta trasera, daría un rodeo y los sorprendería por la espalda. Era lo suficientemente astuto para lograrlo. Se sentía como si hubiera nacido para cazar y matar.

Al cruzar apresuradamente la sala en dirección a la cocina, Eric vio una imagen en su ojo mental: le hundía el cuchillo en el abdomen, levantándolo, destripando su joven vientre. Lanzó un chillido de emoción y estuvo a punto de caerse al tropezar con las latas vacías que había en el suelo de la cocina, al apresurarse hacia la puerta trasera. Le hundiría el cuchillo, una y otra vez. Y cuando se desplomara, con el cuchillo clavado en el vientre, se le acercaría con el hacha, golpeándola primero con el reverso de la misma, machacándole los huesos, rompiéndole los brazos y las piernas, y entonces le daría la vuelta a aquel asombroso instrumento, en sus manos extrañas y poderosas, para descuartizarla con la hoja.

Cuando llegó a la puerta trasera, la abrió de par en par y salió de la casa; se sentía imbuido por aquel furor mesozoico que tanto le había asustado antes, un furor frío y calculador, reminiscente de la memoria genética de unos antepasados inhumanos. Después de someterse por fin a ese furor primitivo, descubrió sorprendido que la sensación era agradable.