El detective Reese Hagerstrom se acostó a las cuatro de la madrugada del martes, después de regresar de la casa de la señora Leben en Placentia, y se despertó a las diez y media, agotado, después de una noche llena de pesadillas. Vio cadáveres con la mirada empañada en contenedores de basura, mujeres clavadas en las paredes y muchas pesadillas relacionadas con Janet, su difunta esposa. En el sueño estaba siempre agarrada a la puerta de la furgoneta Chevy azul, la maldita furgoneta, y chillaba:
—¡Han cogido a Esther, han cogido a Esther!
Cada vez que se repetía el sueño, uno de los individuos le disparaba, al igual que había ocurrido en la realidad, a quemarropa y la bala de gran calibre le destrozaba su hermoso rostro, lo pulverizaba…
Reese se levantó y se duchó con agua muy caliente. Le habría gustado poderse abrir el cráneo y retirar esas horrendas imágenes que persistían de la pesadilla.
Agnes, su hermana, le había dejado una nota pegada al frigorífico de la cocina. Se había llevado a Esther al dentista para una revisión.
Junto al lavaplatos, contemplando un enorme bucare que había en el jardín, Reese tomaba café solo y comía un buñuelo bastante seco. A Agnes le habría disgustado ver lo que comía para desayunar. Pero después de sus pesadillas se sentía nauseabundo y no tenía apetito. Incluso el buñuelo era difícil de tragar.
—Café solo y buñuelos grasientos —habría dicho Agnes, de saberlo—. Lo uno te produce úlceras y lo otro colesterol en las arterias. Dos métodos lentos de suicidarte. Si deseas hacerlo, puedo recomendarte un centenar de formas más rápidas y menos dolorosas.
A pesar de la tendencia de Agnes, como hermana mayor, a regañarle por un montón de cosas, desde su forma de comer hasta las corbatas que elegía, le daba gracias a Dios por tenerla. Puede que sin ella no hubiera sobrevivido después de la muerte de Janet.
Agnes era lamentablemente corpulenta, robusta, poco agraciada, con una deformación en la mano izquierda, destinada a quedarse para vestir santos, pero tenía un corazón y un instinto maternal como no había otro en el mundo.
Después de la muerte de Janet, había llegado con una maleta y su libro de cocina predilecto, anunciando que cuidaría de Reese y de la pequeña Esther «sólo durante el verano», hasta que pudieran arreglárselas solos. Como maestra de segunda etapa en Anaheim, disponía de todo el verano para dedicarse pacientemente a reconstruir el hogar de los Hagerstrom. Habían transcurrido cinco años desde entonces y estarían completamente perdidos sin ella.
A Reese incluso le gustaba su forma cariñosa de regañarlos. Cuando insistía en que su comida fuera equilibrada, se sentía protegido y querido.
Mientras se servía la segunda taza de café solo, decidió que por la noche le traería a Agnes una docena de rosas y una caja de bombones. Puesto que no era uno de esos individuos que expresara sus sentimientos de un modo espontáneo, de vez en cuando lo compensaba sorprendiendo a sus seres queridos con algún regalo. A Agnes le emocionaban las sorpresas más insignificantes, aun procediendo de su hermano. Las mujeres corpulentas, robustas y poco agraciadas no estaban acostumbradas a recibir regalos en ocasiones que no fueran muy especiales.
La vida no sólo era injusta, sino que a veces decididamente cruel. Esto no era nada nuevo para Reese. Ni siquiera se lo había inspirado la muerte brutal e inesperada de Janet, o el hecho de que el espíritu cálido, amoroso y generoso de Agnes estuviera permanentemente atrapado en un cuerpo que la mayoría de los hombres, centrados excesivamente en las apariencias, jamás podrían amar. Como policía, que se enfrentaba frecuentemente a lo peor de la humanidad, hacía mucho tiempo que había aprendido que la crueldad era característica del mundo y que la única defensa contra la misma era querer a la propia familia y a los pocos amigos íntimos.
El más íntimo de estos, Julio Verdad, llegó en el momento en que se servía una tercera taza de café. Cogió otra taza del armario, la llenó para Julio y se sentaron junto a la mesa de la cocina.
Julio no aparentaba haber dormido poco y, en realidad, probablemente sólo Reese era capaz de detectar sus síntomas sutiles de agotamiento. Como de costumbre, Julio iba muy elegante, con un traje azul oscuro a medida, una impecable camisa blanca, corbata azul con un nudo perfecto y una cadena de oro, pañuelo de bolsillo castaño y mocasines granates Bally. Estaba tan elegante y perspicaz como siempre, pero tenía unas pequeñas ojeras y su voz era algo más suave que de costumbre.
—¿Toda la noche sin dormir? —preguntó Reese.
—He dormido.
—¿Cuánto tiempo? ¿Una hora o dos? Eso me ha parecido. Usted me preocupa —le dijo—. Acabará sólo con la piel y el hueso.
—Este caso es especial.
—Para usted todos lo son.
—Me siento especialmente obligado hacia la víctima, Ernestina.
—Ya son miles las víctimas por las que se ha sentido especialmente obligado —comentó Reese.
—Sharp no mentía —dijo Julio encogiéndose de hombros, mientras saboreaba su café.
—¿Sobre qué?
—En lo de quitarnos el caso de las manos. Los nombres de las víctimas (Ernestina Hernández y Rebecca Mienstad) están todavía en nuestro fichero, pero sólo los nombres. Además hay una nota indicando que las autoridades federales han solicitado que el caso pase a su jurisdicción, por «razones de seguridad nacional». Esta mañana, cuando le he pedido a Folbeck que nos permitiera colaborar con los federales, se ha puesto frenético. «Santo Dios, Julio, no meta las narices en el caso. Es una orden». Estas han sido sus palabras.
Folbeck, jefe de la sección de detectives, era un devoto mormón capaz de enfrentarse a cualquiera, pero que jamás llegaba a blasfemar. Ahí era donde establecía sus límites. A pesar de su iracundo temperamento, Nicholas Folbeck era perfectamente capaz de echarle un sermón a cualquier detective a quien hubiera oído susurrar una blasfemia. En una ocasión, había llegado a decirle a Reese: «Hagerstrom, se lo ruego, no diga “Dios mío” o “Válgame Dios”, ni nada por el estilo en mi presencia. Me repugnan las blasfemias y no estoy dispuesto a tolerarlas». El hecho de que Folbeck hubiera llegado a hablar de aquella manera con Julio, significaba que la presión que se ejercía sobre el departamento procedía de autoridades superiores a la de Anson Sharp.
—¿Y la ficha del cadáver desaparecido de Eric Leben? —preguntó Reese.
—Ha ocurrido otro tanto —respondió Julio—. La han eliminado de nuestra jurisdicción.
Al hablar de trabajo, las pesadillas se alejaron de la mente de Reese e incluso recuperó un poco el apetito. Cogió otro buñuelo del armario y le ofreció uno a Julio, pero este no lo aceptó.
—¿Qué otras cosas ha estado haciendo? —le preguntó Reese.
—Por una parte… he ido a la biblioteca a primera hora, para leer todo lo que pudiera encontrar sobre el doctor Eric Leben.
—Rico, científico genial, gran negociante, sin escrúpulos, frío, demasiado estúpido para darse cuenta de que tenía una mujer maravillosa… ya conocemos su vida.
—También estaba obsesionado —agregó Julio.
—Supongo que los genios suelen estarlo, con una cosa u otra.
—Lo que le obsesionaba era la inmortalidad.
—¿Cómo? —preguntó Reese, frunciendo el ceño.
—Cuando estaba todavía en la universidad, poco después de obtener su doctorado y cuando era ya uno de los mejores especialistas en ingeniería genética en el mundo entero, escribió para un montón de revistas y publicó artículos sobre diversos aspectos de la prolongación de la vida humana. Muchísimos artículos; tiene mucho ímpetu.
—Tenía. Recuerde el camión de la basura —dijo Reese.
—Incluso los más pesados de sus artículos, los de mayor contenido técnico, tienen una… fuerza, una pasión que uno detecta —explicó Julio, sacándose una hoja de papel del bolsillo de la chaqueta y desdoblándola—. Aquí hay algo que publicó en una revista de divulgación científica, más amena que las publicaciones especializadas: «… puede que algún día sea posible reformar al hombre genéticamente y de ese modo burlar la muerte, prolongando la vida más allá de la de Matusalén, convirtiéndose incluso en Jesucristo y Lázaro simultáneamente, pudiendo llegar a levantarse de la mesa del depósito de cadáveres, desafiando abiertamente a la muerte».
—Curioso, ¿no le parece? Su cadáver ha sido robado del depósito, que en cierto modo es como si se hubiera «levantado», aunque no en el sentido en el que él lo dijo —comentó Reese, parpadeando.
—Puede que no sea tan curioso —dijo Julio, con un brillo extraño en la mirada—. Quizás no ha sido robado.
Reese experimentó una sensación extraña en sus propios ojos.
—No querrá decir que… No, por supuesto que no.
—Era un genio de recursos ilimitados, quizás el investigador más brillante en el campo de la ingeniería genética, obsesionado por seguir joven y burlar la muerte. Por consiguiente, cuando todo indica que se levantó del depósito y salió caminando… ¿Es imposible imaginar que realmente lo hiciera?
Reese percibió que se le formaba un nudo en el pecho y le sorprendió sentirse azotado por una ráfaga de miedo.
—¿Pero sería eso posible después de las heridas que sufrió?
—Hace algunos años, habría sido definitivamente imposible. Pero ahora vivimos en la época de los milagros, o por lo menos en la de las posibilidades infinitas.
—Pero, ¿cómo?
—Eso es lo que tendremos que averiguar. He llamado a la universidad y me he puesto en contacto con el doctor Easton Solberg, cuyo trabajo sobre el envejecimiento se menciona en los artículos de Leben. Resulta que Leben conocía a Solberg, sentía un gran respeto por él y durante algún tiempo tuvieron bastante intimidad. Solberg habla de Leben con gran admiración, dice que no le sorprende en absoluto que haya ganado una fortuna con la ingeniería genética, pero también dice que hay un lado oscuro en el temperamento de Eric Leben. Y está dispuesto a hablarnos de ello.
—¿Qué lado oscuro?
—No ha querido decírmelo por teléfono. Pero me ha citado en la universidad para la una.
—¿Cómo nos las arreglaremos para seguir investigando, sin meternos en ningún lío con Nick Folbeck? —preguntó Reese, en el momento en que Julio separaba la silla de la mesa para levantarse.
—Estoy de baja por enfermedad —respondió Julio—. Mientras siga enfermo, oficialmente no investigo nada.
Llamémosle curiosidad personal.
—Eso no servirá de gran cosa si nos descubren. Se supone que los policías no deben sentir curiosidad personal en una situación como esta.
—No, pero si estoy de baja por enfermedad, a Folbeck no le preocupará lo que esté haciendo. Es más improbable que me controlen. En realidad, le he dicho que no quería saber nada de este asunto porque era demasiado peligroso. Le he dicho que, dada la importancia del caso, lo mejor sería que desapareciera unos cuantos días, por si llegaba a oídos de la prensa y decidían formularme preguntas. Folbeck ha estado de acuerdo.
—Lo mejor será que yo también llame para decirles que estoy enfermo —dijo Reese, levantándose.
—Ya se lo he dicho —dijo Julio.
—De acuerdo. Entonces, vamos.
—Me he tomado la libertad de hacerlo, pero si prefiere no comprometerse…
—Julio, me quedo.
—Sólo si está seguro.
—¡Me quedo! —exclamó desesperadamente Reese.
Y pensó sin decirlo: «Salvaste a mi Esther, mi hijita, perseguiste a aquellos individuos de la furgoneta y la rescataste con vida, actuabas como un poseído, debieron de creer que les perseguía el diablo, te jugaste la vida para salvar a Esther y yo, que ya antes te quería por ser mi mejor compañero, después de lo ocurrido te quise mucho más, pequeño cabrón que estás como una cabra, y mientras viva estaré donde me necesites, ocurra lo que ocurra».
A pesar de su dificultad natural para expresar sus sentimientos más profundos, Reese quería sincerarse con Julio, pero no lo hizo porque este no quería su gratitud y se habría sentido avergonzado. Lo único que Julio deseaba era el compromiso de amistad y compañerismo. La gratitud, si se expresaba abiertamente, crearía una barrera entre ellos colocando a Julio en una posición superior y jamás podrían volver a relacionarse con la misma desenvoltura.
Evidentemente, en su relación cotidiana, Julio había ocupado siempre un cargo superior, decidiendo cómo proceder en casi todas las etapas de una investigación criminal, pero era importantísimo el hecho de que jamás ejercía un control evidente de la situación. A Reese no le habría importado que lo hiciera, se sometía gustoso a Julio, a quien consideraba más rápido e inteligente.
Sin embargo, Julio, habiendo nacido y crecido en México, antes de instalarse e integrarse en los Estados Unidos, sentía reverencia y pasión por la democracia, no sólo en el campo político sino en todas las cosas, incluidas las relaciones personales. Era capaz de dirigir y dominar la relación, siempre y cuando no se hablara de ello, pero si hubiera tenido que desempeñar abiertamente su papel, no habría sido capaz de hacerlo y su relación se habría deteriorado.
—Me quedo —repitió Reese, mientras enjugaba las tazas en el fregadero—. No somos más que un par de policías, de baja por enfermedad. Vayamos juntos a recuperarnos.