19. SHARP Y LA ROCA

Al llegar al hospital de Palm Springs, Anson Sharp logró con facilidad lo que a Jerry Peake le había resultado imposible, a pesar de sus esfuerzos. En diez minutos redujo a cenizas a la enfermera Alma Dunn y destruyó la relajada autoridad del doctor Werfell, convirtiéndolos en un par de ciudadanos nerviosos, desconcertados, respetuosos y cooperativos. Cooperaban a regañadientes, pero lo hacían de todos modos y Peake estaba profundamente impresionado. A pesar de que Sarah Kiel seguía bajo la influencia de los sedantes que había tomado durante la noche, Werfell accedió a despertarla por los medios que fueran necesarios.

Como de costumbre, Peake observaba atentamente a Sharp, procurando aprender cómo el subdirector lograba lo que quería, del mismo modo en que un joven mago estudia cada uno de los movimientos de un maestro prestidigitador en el escenario. Por una parte, Sharp se servía de su enorme corpulencia para intimidar, situándose muy cerca de sus adversarios y mirándolos ominosamente, con la espalda erguida, repleto de violencia implícita y la impresión de que era un individuo volátil. Sin embargo, jamás llegaba a amenazar abiertamente y, en realidad, sonreía con frecuencia.

Evidentemente su sonrisa era también un arma, ya que lo hacía con la boca muy abierta, mostrando una enorme dentadura, extraña y desprovista de todo sentido del humor.

Más importante que su corpulencia eran los trucos que un agente gubernamental de su rango tenía a su disposición.

Antes de salir de los laboratorios de Geneplan en Riverside, escudándose en la autoridad de la ADS, había hecho varias llamadas telefónicas a diversas agencias federales, de cuyos bancos de datos había obtenido la información disponible sobre el hospital Desert General y el doctor Hans Werfell, que utilizaría para presionarlos.

El historial del Desert General era prácticamente impecable. El nivel del personal médico, enfermeras y técnico era muy alto, habían transcurrido nueve años desde la última queja formulada contra dicho establecimiento y nunca habían perdido ningún pleito. Su promedio de recuperación de enfermos y operados era superior a la media de los Estados Unidos. En veinte años, la única mancha negra en el historial del Desert General, había sido «el caso de las píldoras robadas». Eso fue a lo que Peake denominó el asunto, cuando Sharp le informó brevemente a su llegada, antes de enfrentarse a Dunn y a Werfell. Peake no le reveló a Sharp el calificativo que había elegido, ya que este último no era lector de novelas policíacas y no compartía su sentido aventurero. Lo que había ocurrido era que el año anterior habían descubierto a tres enfermeras del Desert General, que falsificaban recetas y los libros de la farmacia, y al investigar se averiguó que habían estado robando medicamentos desde hacía varios años. Por despecho, habían acusado en falso a seis superiores, entre los que se encontraba la enfermera Dunn, si bien la policía no halló prueba alguna contra ninguno de ellos. A raíz de dicho incidente, la Agencia de Control de Drogas colocó al Desert General en la «lista de vigilancia» de instituciones médicas y a pesar de que Alma Dunn salió libre de todo cargo, la experiencia supuso un trauma para ella y todavía consideraba que peligraba su reputación.

Sharp se aprovechó de este punto débil. En una sesión discreta con Alma Dunn en la sala de enfermeras, con Peake como único testigo, le amenazó con una revisión muy pública de la investigación original, ahora a nivel federal y no sólo le pidió su cooperación sino que la redujo a un estado casi de llanto, lo que a Peake, que la comparaba con la indómita señorita Jane Marple de Agatha Christie, le había parecido imposible.

Al principio parecía que el doctor Werfell sería un hueso más duro de roer. Su historial médico era impecable.

Gozaba de una inmejorable reputación en la comunidad médica, se le había otorgado el premio al mejor médico del año, contribuía gratuitamente seis horas semanales a una clínica de desvalidos y desde cualquier punto de vista parecía un santo. Desde todos, menos uno: hacía cinco años que se le había acusado de evasión de impuestos y había perdido el caso por razones técnicas. La forma de llevar su contabilidad personal no se ajustaba exactamente a las normas de Hacienda y a pesar de que no lo había hecho deliberadamente, la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento.

En una habitación de dos camas, en aquel momento desocupada, Sharp tardó cinco minutos en doblegarle, con la amenaza de abrir de nuevo la investigación de Hacienda. Werfell estaba seguro de que sus libros eran ahora correctos y de que no hallarían fallo alguno, pero también sabía lo caro y engorroso que era defenderse ante una acusación de Hacienda y que aunque no le condenaran su reputación se vería afectada. Miró a Peake en varias ocasiones en busca de compasión, sabiendo que no la hallaría en Sharp, pero Peake se esforzó en imitar a su jefe con una actitud sólida e indiferente como el granito. Inteligente como era, Werfell no tardó en decidir que lo mejor era seguirle la corriente a Sharp, con el fin de evitar la pesadilla de los impuestos, aunque eso significaba sacrificar sus principios con relación a Sarah Kiel.

—No tiene por qué culparse ni perder el sueño sobre su equívoca ética profesional, doctor —le dijo Sharp, colocándole una de sus enormes manos sobre el hombro para darle confianza, con actitud inesperadamente amigable y comprensiva, ahora que Werfell había accedido a cooperar—. La salud del país se antepone a todo lo demás. Nadie lo discutiría, ni pensaría que ha tomado una decisión equivocada.

El doctor Werfell no se echó atrás, pero se sintió evidentemente molesto por el contacto físico de Sharp. Miró a Jerry Peake sin cambiar de expresión.

Peake retrocedió.

Salieron juntos de la habitación y Werfell los condujo por un pasillo, pasando junto a la sala donde se encontraba Alma Dunn, que los miró pretendiendo que no lo hacía, hasta la habitación privada donde Sarah Kiel permanecía bajo el efecto de los sedantes. Al entrar, Peake se dio cuenta de que Werfell, que antes le había recordado a Dashiell Hammett con un aspecto tremendamente imponente, ahora parecía haberse encogido, disminuido. Su rostro era gris y parecía mayor que antes.

A pesar de que admiraba la capacidad de mando de Anson Sharp y su eficacia, no se creía capaz de adoptar los métodos de su jefe. Peake no se contentaba con ser un agente eficaz sino que quería convertirse en una leyenda, lo que sólo era posible combinando la eficacia con la ecuanimidad. Ser famoso no era lo mismo que legendario y, en realidad, era imposible que ambos aspectos coexistieran. Tal vez no había aprendido gran cosa de las cinco mil novelas policíacas que había leído, pero esto lo tenía claro.

La habitación de Sarah Kiel estaba silenciosa, a excepción del pequeño ronquido de su respiración, iluminada sólo por una tenue lámpara junto a la cama y unos pocos rayos del sol del desierto, que se filtraban por la gruesa cortina que cubría la ventana.

Los tres individuos se colocaron junto a la cama, el doctor Werfell y Sharp a un lado, y Peake al otro.

—Sarah —dijo suavemente Werfell—. ¿Sarah?

Puesto que la paciente no reaccionó, el médico repitió su nombre y le sacudió suavemente el hombro. Ella roncó, susurró, pero no despertó.

Werfell le levantó un párpado, estudió su pupila, le cogió la muñeca y le comprobó el pulso.

—Seguramente tardará más o menos una hora en despertarse por cuenta propia.

—Entonces haga lo necesario para que despierte ahora —ordenó Anson Sharp con impaciencia—. Ya lo hemos hablado.

—Le pondré una inyección —dijo Werfell, dirigiéndose hacia la puerta.

—Quédese aquí —exclamó Sharp, indicando el timbre sujeto a los barrotes de la cama—. Ordene que se la traiga una enfermera.

—El tratamiento es cuestionable —replico Werfell— y no quiero involucrar a ninguna enfermera —agregó saliendo por la puerta, que se cerró suavemente a su espalda.

—Deliciosa —exclamó Sharp, contemplando la niña que dormía.

Peake parpadeó sorprendido.

—Muy apetecible —agregó Sharp, sin alejar la mirada de la chiquilla.

Peake observó la jovencita, intentando ver algo delicioso y apetecible en ella, pero no era fácil. Su cabello rubio estaba enmarañado y grasiento, sus rizos revueltos y pegados sin atractivo alguno a la frente, mejillas y sudoroso cuello. Su ojo derecho hinchado y morado, con varios regueros de sangre coagulada. La mejilla derecha cubierta por un moretón que se extendía desde su ojo hinchado hasta la mandíbula y el labio superior partido e hinchado. Las sábanas la cubrían prácticamente hasta el cuello, a excepción del brazo derecho, en cuya mano tenía un dedo escayolado, dos uñas prácticamente arrancadas y con un aspecto parecido al de la garra de un pájaro.

—Tenía quince años cuando fue a vivir con Leben —dijo Sharp en voz baja—. Ahora tiene poco más de dieciséis.

Jerry Peake desvió la vista de la chica para concentrarse en Sharp, mientras este seguía observando a Sarah Kiel y lo que comprendió no sólo le pareció increíble, sino que tuvo que hacer un esfuerzo para no caerse de espaldas. Anson Sharp, subdirector de la ADS, era un pervertido y un sádico.

Su perversión se reflejaba en sus duros ojos verdes y en su expresión depredadora. Evidentemente pensaba que Sarah era deliciosa y apetecible no porque su aspecto en aquellos momentos fuera maravilloso, sino porque sólo tenía dieciséis años y había recibido una soberana paliza. Paseó su lasciva mirada por su ojo hinchado y por los moretones, que evidentemente le producían el mismo efecto erótico que los senos y los glúteos a los hombres normales. Sí, era un sádico perfectamente controlado y un pervertido que no daba rienda suelta a su líbido, que dirigía su perversión y tortuosas necesidades por canales perfectamente aceptables, convirtiéndolas en la agresividad y ambición que le habían permitido llegar casi a la cima de su organización, pero era sádico y pervertido.

Peake estaba tan asombrado como aterrado. Su asombro se debía no sólo a su descubrimiento, sino al hecho de haberlo realizado. A pesar de que quería convertirse en una leyenda, Jerry Peake sabía que a sus veintisiete años, especialmente para ser un agente de la ADS, era bastante ingenuo y que solía contentarse con una visión superficial de la gente y de los hechos. A veces, a pesar de la importancia de su trabajo y de su formación, se sentía como un niño, o por lo menos como si su faceta infantil fuera demasiado dominante en su carácter. Ahora, contemplando el apetito que Sarah Kiel había despertado en Anson Sharp, totalmente sobrecogido por su descubrimiento, Jerry Peake estaba emocionado. Se preguntaba si finalmente lograría madurar, incluso a los veintisiete años.

Anson Sharp contemplaba la mano lastimada de la niña, con sus radiantes ojos verdes y una ligera sonrisa en los labios.

Con un ruido inesperado que sobresaltó a Peake, se abrió la puerta de la habitación y apareció el doctor Werfell.

Sharp parpadeó e hizo un esfuerzo para salir de lo que parecía un pequeño trance, retrocedió y observó como Werfell levantaba la sábana, cogía el brazo izquierdo de Sarah y le administraba una inyección para contrarrestar los efectos de los sedantes.

En un par de minutos la niña despertó, relativamente consciente, pero confundida. No recordaba dónde estaba, cómo había llegado allí, o que hubiera recibido una paliza y por qué estaba dolorida. Les preguntaba a Werfell, Sharp y a Peake quiénes eran, y mientras el médico respondía pacientemente a sus preguntas, le tomaba el pulso, auscultaba su corazón y le examinaba los ojos.

—¿Le ha dado una dosis lo suficientemente fuerte como para contrarrestar los sedantes, doctor, o estamos perdiendo el tiempo? —preguntó Anson Sharp con impaciencia, ante la lenta recuperación de la chica.

—Hay que tener paciencia —dijo fríamente Werfell.

—No tenemos tiempo —replicó Sharp.

—¡Eric! —exclamó Sarah Kiel al cabo de un momento, dejando de hacer preguntas y recuperando de pronto su memoria.

Peake no creía que su rostro pudiera aún empalidecer, pero lo hizo. Comenzó a temblar.

—Eso es todo, doctor —dijo decididamente Sharp.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Werfell, frunciendo el ceño.

—Me refiero a que ahora ha despertado y ya podemos interrogarla. Usted puede marcharse y dejar que hagamos nuestro trabajo. ¿Comprendido?

El doctor Werfell insistió en que debía quedarse, en caso de que la inyección le produjera alguna reacción. Sharp insistió, apelando a su autoridad federal. Werfell titubeó, pero se dirigió hacia la ventana para abrir las cortinas. Sharp le dijo que no las tocara y entonces Werfell intentó encender la luz fluorescente, pero Sharp también le ordenó que no lo hiciera.

—La luz potente le molestará a los ojos a esta pobre chica —dijo Sharp, inesperadamente preocupado por Sarah, con una carencia transparente de sinceridad.

Peake presintió que Sharp se proponía ser duro con la chica, atemorizándola aunque no fuese necesario. Aunque les dijera todo lo que querían saber, el subdirector la asustaría por puro placer. Probablemente para él el abuso mental y emocional era parcialmente satisfactorio y una alternativa socialmente aceptable a lo que le hubiera gustado hacer, que habría sido pegarla y acostarse con ella. Aquel cabrón quería que la habitación estuviera lo más oscura posible, porque las sombras contribuían al ambiente amenazador que se proponía crear.

Cuando Werfell salió de la habitación, Sharp se acercó a la cama de la chica, bajó la baranda lateral y se sentó sobre el colchón. Le cogió la mano sana con las suyas, se la estrujó ligeramente, le sonrió, después de presentarse le dijo que deseaba hablar con ella y comenzó a acariciarle el brazo con una de sus enormes manos, metiéndola incluso por debajo de la manga del camisón, lentamente de un extremo al otro del brazo, lo que más que reconfortante era provocativo.

Peake retrocedió hasta un rincón de la habitación, al cobijo de la penumbra, en parte porque sabía que no tendría que intervenir en el interrogatorio, pero también para que Sharp no viera la expresión de su rostro. A pesar de que por primera vez en su vida había logrado ver más allá y que a partir de entonces ya no volvería a ser el mismo, no había cambiado lo suficiente como para controlar u ocultar su asco.

—No puedo hablar de ello —le dijo Sarah Kiel a Sharp, observándole con recelo y alejándose tanto como podía de él.

—La señora Leben me ha dicho que no se lo diga a nadie.

Sin soltarle la mano, Sharp levantó su mano derecha y le acarició suavemente la mejilla izquierda con los nudillos.

Parecía casi un gesto de compasión o afecto, pero no lo era.

—La señora Leben es una delincuente buscada por la policía, Sarah —le dijo—. Hay una orden de detención contra ella.

La he cursado personalmente. Se la acusa de graves violaciones de la Ley de la Defensa de la Seguridad. Puede que haya robado secretos importantes, incluso es posible que se los haya pasado a los soviéticos. ¿No querrás proteger a una delincuente?

—Se ha portado muy bien conmigo —respondió Sarah, temblando.

Peake se dio cuenta de que la chica intentaba alejarse de la mano que la acariciaba el rostro, pero tenía demasiado miedo de ofender a Sharp. Evidentemente no estaba todavía segura de que la estuviera amenazando. Pronto lo sabría.

—La señora Leben me paga la cuenta del hospital, me ha dado dinero y ha llamado a mis padres —prosiguió—. Ha sido… muy amable y me ha dicho que no hablara de esto con nadie, por lo tanto no quiero romper mi promesa.

—Qué interesante —dijo Sharp, colocándole la mano bajo la barbilla y levantándole la cabeza para obligarla a mirarle, con su ojo sano—. Es interesante que una putita como tú tenga principios.

—No soy ninguna puta. Nunca… —exclamó atónita.

—Sí que lo eres —dijo Sharp, agarrándole la barbilla e impidiéndole que moviera la cabeza—. Puede que seas demasiado estúpida para comprender la verdad sobre ti misma, o que estés demasiado drogada, pero eso es lo que eres, una putita, una aprendiza de prostituta, una gorrinita que se convertirá en una gran guarra.

—No puede hablarme de ese modo.

—Encanto, hablo con las putas como me da la gana.

—Usted es un policía, algún tipo de policía, un servidor público —dijo—, no puede tratarme así…

—Cállate, encanto —interrumpió Sharp.

La luz de la única lámpara se proyectaba lateralmente sobre su rostro, distorsionando parte de sus facciones y sumiendo otras en la penumbra, con lo que su deformado rostro adquiría un aspecto demoníaco. Al sonreír, causó todavía peor efecto.

—Cierra esa asquerosa boca y ábrela sólo cuando estés dispuesta a decirme lo que deseo saber.

La chica emitió un pequeño y lamentable quejido de dolor, al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas. Peake se dio cuenta de que Sharp le estrujaba los dedos con su enorme mano.

Durante un rato, la chica habló para evitarse la tortura. Les habló de la visita de Leben la noche anterior, de la depresión que tenía en el cráneo, de lo gris que estaba y de lo fría que tenía la piel.

Pero cuando Sharp le preguntó si tenía alguna idea de adónde se había dirigido Eric Leben, después de abandonar la casa, volvió a encerrarse en sí misma.

—Ah, lo sabes —dijo Sharp, comenzándole a estrujar de nuevo la mano.

A Peake le daba asco y habría querido hacer algo para ayudar a la chica, pero era imposible.

—Se lo ruego —dijo en el momento en que Sharp dejó de estrujarle la mano—, eso era precisamente… lo que la señora Leben me pidió a toda costa que no revelara.

—Vamos, encanto —exclamó Sharp—, es absurdo que una putita como tú pretenda tener escrúpulos. Yo no lo creo posible y tú sabes que no los tienes, por tanto deja de hacer teatro. Ahórranos un poco de tiempo y te evitarás muchos problemas.

Comenzó a estrujarle nuevamente la mano y a acariciarle la garganta y los senos con la otra, a través de la fina tela del camisón.

En la oscuridad de su rincón, Peake estaba casi demasiado atónito para respirar y lo que deseaba era marcharse. No quería ver a Sarah Kiel objeto de abuso y humillada, pero tampoco podía cerrar los ojos, porque la inesperada conducta de Sharp era lo más morboso y horriblemente fascinante que había visto en su vida.

No había logrado aún asimilar su primer descubrimiento y estaba ya experimentando otra gran revelación. Siempre había pensado en los policías, entre los que incluía a los agentes de la ADS, como buena gente, con sombrero blanco, los hombres de los caballos blancos, caballerosos defensores de la ley, pero de pronto aquella imagen dejaba de ser posible si se podía considerar a alguien como Sharp miembro ejemplar de la noble fraternidad. Por supuesto, Peake sabía que había malos policías, malos agentes, pero siempre había supuesto que a estos los descubrían al principio de su carrera, que les impedían llegar a ocupar cargos importantes, que se autodestruían, que esa basura recibía lo que se merecía y, además, con rapidez. Creía que sólo la virtud era recompensada. Además, siempre se había creído capaz de oler la corrupción en otro policía, que se manifestaría a partir del momento en que le echara los ojos encima. Jamás había imaginado que un completo pervertido pudiera ocultar su depravación y hacer carrera en la policía. Puede que la mayoría de los hombres hubieran dejado de ser tan ingenuos antes de llegar a los veintisiete años, pero Jerry Peake, sólo cuando vio que el subdirector se comportaba como un verdadero delincuente, como un maldito bárbaro, comenzó a comprender que el mundo consistía en diferentes tonalidades de gris, en lugar de blanco y negro, y esa revelación fue tan poderosa para él que no podía apartar la mirada del repugnante comportamiento de Sharp, como tampoco habría podido hacerlo si hubiera visto a Jesucristo regresando al mundo en un carro de fuego, escoltado por los ángeles en el firmamento.

Sharp seguía estrujando la mano de la chica con una de las suyas, lo que la hacía llorar de dolor, y con la otra sobre su pecho la empujaba contra la cama, diciéndole que se callara. Ella intentaba cooperar, aguantándose las lágrimas, pero Sharp seguía estrujándole la mano y Peake estaba a punto de entrar en acción. Al diablo con su carrera, al diablo con su futuro en la ADS, era incapaz de seguir aguantando tanta brutalidad e incluso dio un paso hacia la cama…

Entonces fue cuando se abrió la puerta de par en par y, como nacido del fajo de luz procedente del pasillo, apareció La Roca. Eso fue lo que Jerry Peake pensó de aquel hombre desde el momento en que le vio: La Roca.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó La Roca, con una voz suave, tierna y profunda, aunque implícitamente autoritaria.

El individuo no llegaba al metro ochenta y cinco, puede que ni al metro ochenta y dos, medía quizás metro ochenta, por lo que Anson Sharp le llevaba varios centímetros de ventaja y unos veinte kilos. Sin embargo, desde el momento en que cruzó la puerta, parecía el más robusto de los presentes y siguió pareciéndolo después de que Sharp soltara a la chica y se pusiera de pie para decirle:

—¿Quién diablos es usted?

La Roca encendió la luz fluorescente y entró hacia el centro de la habitación, dejando que la puerta se cerrara a su espalda. Peake dedujo que aquel individuo debía de tener unos cuarenta años, a pesar de que parecía mayor porque su rostro estaba lleno de sabiduría. Tenía el cabello corto y oscuro, la tez curtida por los elementos y unas facciones que parecían esculpidas en granito. Sus intensos ojos azules eran del mismo tono que los de la chica de la cama, aunque más claros, directos y penetrantes. Cuando los dirigió brevemente hacia Jerry Peake, este habría querido ocultarse debajo de la cama. La Roca era compacta y poderosa, y aunque su estatura era realmente menor que la de Sharp, parecía infinitamente más fuerte, más impresionante, como si su peso fuese el mismo pero condensado en una densidad fuera de lo natural.

—Le ruego que salgan de la habitación y esperen en el vestíbulo —dijo La Roca, sin levantar la voz.

—Le he preguntado quién diablos era —repitió Sharp, perplejo, acercándosele para mirarle desde arriba.

Las manos y muñecas de La Roca eran desproporcionadamente grandes para el resto de su cuerpo, con unos dedos largos y gruesos, enormes nudillos, tendones y venas abultados, como esculpidos exageradamente en mármol para apreciar cada uno de sus detalles. Peake intuyó que no eran las manos con las que La Roca había nacido, sino que se habían forjado día tras día, con el duro y largo trabajo. La Roca tenía el aspecto de estar en su elemento con el duro trabajo de unos altos hornos o de una cantera, aunque dado el bronceado de su piel, trabajaba probablemente en el campo. Pero no en una de esas granjas modernas de gran tamaño, fácil manejo, con centenares de máquinas y abundantes peones. No; si era granjero, había empezado con poco dinero, en una tierra agreste donde había estado sometido a las inclemencias del tiempo y a las catástrofes de la naturaleza, para sacarle provecho a un suelo difícil, alcanzando el éxito después de mucho sudor, sangre, tiempo, esperanzas y sueños, porque la fuerza de esas empresas victoriosas había quedado grabada en su rostro y en sus manos.

—Soy su padre, Felsen Kiel —le dijo La Roca a Sharp.

—Papá… —exclamó Sarah, con una voz suave, desprovista de temor y llena de asombro.

La Roca intentó pasar junto a Sharp, para dirigirse hacia su hija, que se había incorporado en la cama y le tendía la mano.

—Podrá verla cuando terminemos de interrogarla —dijo Sharp cortándole el paso y mirándole desde arriba.

La Roca le miró con una expresión plácida, ecuánime e imperturbable, y Peake no sólo se alegraba sino que estaba emocionado de comprobar que Sharp no lograría intimidar a ese individuo.

—¿Interrogar? ¿Qué derecho tienen ustedes para hacerlo?

Sharp se sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y le mostró sus credenciales de la ADS.

—Soy agente federal y estoy investigando un caso urgente que afecta a la seguridad nacional. Su hija tiene información que necesito cuanto antes y no se está mostrando nada cooperativa.

—Si tiene la amabilidad de salir al vestíbulo —le dijo La Roca con toda tranquilidad—, hablaré con ella. Estoy seguro de que no le crea dificultades deliberadamente. Es cierto que está algo perturbada y que ha sido mal aconsejada, pero jamás ha sido perversa ni rencorosa. Hablaré con ella, averiguaré lo que desean saber y se lo diré.

—No —replicó Sharp—. Será usted quien espere en el vestíbulo.

—Le ruego que se aparte de mi camino —le contestó La Roca.

—Escúcheme, amigo —dijo Sharp acercándosele y mirándole fijamente—, si lo que busca son problemas, tendrá más de los que sea capaz de digerir. Obstruir a un agente federal equivale a darle pie a que haga lo que le dé la gana.

—Señor Sharp —dijo La Roca, que había leído su nombre en su documento de identidad—, anoche me despertó una llamada de la señora Leben, diciéndome que mi hija me necesitaba. Hace mucho tiempo que esperaba recibir ese mensaje. Estamos en primavera y tenemos mucho trabajo en el campo…

Dios mío, el individuo era granjero, lo que hizo que Peake se sintiera más seguro de sus nuevos poderes de observación. Con sus zapatos lustrados, pantalón poliéster y camisa blanca almidonada, La Roca tenía el aspecto incómodo de un hombre de campo, que se ha visto obligado por las circunstancias a cambiar su ropa de trabajo por la de ciudad.

—Mucho trabajo —prosiguió—. Pero me vestí en el momento en que colgué el teléfono, conduje mi camioneta ciento sesenta kilómetros hasta Kansas City en plena noche, cogí el primer avión a Los Ángeles, otro vuelo hasta Palm Springs, un taxi…

—Los detalles de su viaje no me importan un comino —interrumpió Sharp, sin dejar de cortarle el paso.

—Señor Sharp, lo que intento es que comprenda que estoy muy agotado, que tengo muchas ganas de ver a mi hija y que a juzgar por su aspecto ha estado llorando, lo que me entristece profundamente. Si bien no suelo perder los estribos ni me gusta causar problemas, no sé de lo que seré capaz si sigue tratándome de ese modo e impidiéndome que averigüe por qué mi hija está llorando.

A Sharp se le encendió el rostro de furor. Dio un paso atrás, para poder extender el brazo y colocar una de sus enormes manos sobre el pecho de La Roca.

Peake no sabía si lo que se proponía era dirigirle hacia la puerta o pegarle un soberano empujón contra la pared.

Nunca lo averiguaría, porque La Roca le cogió por la muñeca y, al parecer sin esfuerzo alguno, le retiró la mano. En realidad debió de aplicarle tanta presión en la muñeca, como Sharp lo había hecho en los dedos de Sarah, ya que el rostro iracundo del subdirector se tornó pálido y se reflejó una extraña sensación en su mirada.

—Sé que usted es un agente federal —agregó La Roca soltándole la mano—, y siento un gran respeto por la ley. Soy consciente de que pueden interpretar esto como una obstrucción, utilizándolo como pretexto para detenerme y esposarme. Pero no creo que maltratarme fuera útil para su organización, especialmente cuando ya le he dicho que procuraré que mi hija coopere. ¿Qué opina?

Peake quería aplaudir, pero no lo hizo.

Sharp se quedó con la respiración acelerada, temblando, pero gradualmente desapareció el furor de su mirada y se estremeció, del modo que a veces lo hacen los toros, después de embestir la capa del torero.

—De acuerdo. Lo único que deseo es obtener la información cuanto antes. La forma no me importa. Puede que usted la consiga con mayor rapidez que yo.

—Gracias, señor Sharp. Concédame media hora…

—¡Cinco minutos! —exclamó Sharp.

—Tenga en cuenta —dijo La Roca, sin levantar la voz— que necesito tiempo para saludar a mi hija y darle un abrazo.

Hace casi dieciocho meses que no nos vemos. Necesito tiempo para que me cuente toda su historia, para averiguar qué tipo de problemas tiene. Ahí es por donde hay que empezar, antes de formularle preguntas.

—Media hora es demasiado tiempo —replicó Sharp—. Estamos persiguiendo a un hombre, a un hombre muy peligroso y…

—Si llamo a un abogado para que aconseje a mi hija, que es su derecho constitucional, tardará horas en venir…

—Media hora —le dijo Sharp a La Roca— y ni un minuto más. Estaré en el vestíbulo.

Antes Peake había descubierto que el subdirector era un sádico y un pervertido, que era algo importante de saber.

Ahora acababa de hacer otro descubrimiento sobre Sharp; en el fondo el hijo de puta era un cobarde. Podía dispararle a uno por la espalda o acercársele cautelosamente y degollarle, de eso era perfectamente capaz, pero en un enfrentamiento cara a cara, se acobardaba si lo que estaba en juego le superaba. Y ese descubrimiento era todavía más importante.

Peake permaneció inmóvil durante unos instantes, paralizado, mientras Sharp salía por la puerta. No podía dejar de mirar a La Roca.

—¡Peake! —gritó Sharp en el momento en que abría la puerta.

Por fin Peake le siguió, pero sin dejar de mirar a Felsen Kiel, La Roca. ¡Dios mío!, eso sí que era una leyenda.