18. LA MELANCOLÍA DEL ZOMBI

Pasó su oscuro furor y Eric Leben recuperó el control (del que era capaz) de los sentidos, entre las ruinas de la habitación de la cabaña, donde había destrozado todo lo que tenía a mano. Una acuciante jaqueca le retumbaba en la cabeza y un dolor más apagado le recorría todos los músculos. Sentía que sus articulaciones estaban rígidas e hinchadas, y sus ojos, turbios, húmedos y cálidos. Le dolía la dentadura y su boca sabía a ceniza.

Después de cada uno de sus frenéticos ataques, el estado de ánimo de Eric era gris, como ahora, en un mundo también gris, donde los colores había desaparecido, los sonidos acallados, donde los bordes de los objetos eran indefinidos y la luz, independientemente de la potencia de su procedencia, era turbia e insuficiente para iluminar el ambiente. Era como si el furor le hubiese dejado sin energía y se viera obligado a reducir la potencia de sus funciones hasta reponer nuevas reservas. Se movía con ineptitud, con cierta torpeza y le era difícil pensar con claridad.

Cuando acabara de curarse, los períodos de coma y las fases grises evidentemente desaparecerían. Sin embargo, dicha convicción no le tranquilizaba, ya que su turbio proceso mental le impedía pensar en el futuro. Su condición era preocupante, desagradable, incluso temible; tenía la sensación de no controlar su propio destino y de estar en realidad atrapado dentro de su propio cuerpo, encadenado a su carne ahora imperfecta y medio muerta.

Llegó con dificultad hasta el baño, se duchó lentamente y se lavó los dientes. En la cabaña guardaba un ropero completo, igual que en la casa de Palm Springs, para no tener que llevar equipaje consigo y se puso un pantalón caqui, una camisa roja a cuadros, calcetines de lana y unas botas de leñador. Con lo turbia que tenía la cabeza, aquellas labores matutinas duraron mucho más de lo debido. No le fue fácil ajustar los controles de la ducha, para que la temperatura del agua fuera adecuada; se le cayó varias veces el cepillo de las manos; maldijo sus anquilosados dedos que luchaban con los botones de la camisa; cuando intentó subirse las mangas, la tela se le resistía como si tuviera vida propia; y sólo logró abrocharse las botas después de realizar un enorme esfuerzo.

Volvieron a perturbarle las hogueras espectrales.

Varias veces, en la periferia de su campo de visión, la penumbra se convirtió en llamas. No eran más que cortocircuitos de los impulsos eléctricos de su deteriorado cerebro, pero que sanaba. Ilusiones nacidas de las chispas sinápticas cerebrales entre neuronas. Eso era todo. Sin embargo, cuando miraba directamente a la hoguera, no se desvanecía ni esfumaba como lo habría hecho un espejismo, sino que su brillo incluso aumentaba.

A pesar de que no producían humo ni calor, no se nutrían de combustible alguno ni tenían sustancia física, cada vez que contemplaba las llamas inexistentes lo hacía con mayor temor, en parte porque en su interior, o quizás más allá de las mismas, vislumbraba algo misterioso y temible: figuras monstruosas envueltas en la oscuridad que le seducían a través del brillo intermitente. A pesar de que sabía que los fantasmas eran producto de su distorsionada imaginación y de que no tenía ni la más ligera idea de lo que representaban o de por qué debía temerles, le aterrorizaban. Y en algunas ocasiones, magnetizado por las hogueras espectrales, se oía a sí mismo gemir como un niño asustado.

Comida. Si bien su cuerpo genéticamente alterado estaba capacitado para una regeneración milagrosa y una rápida recuperación, necesitaba una nutrición adecuada: vitaminas, minerales, hidratos de carbono, proteínas, es decir, los elementos básicos para la recuperación de los tejidos deteriorados. Y por primera vez desde que había despertado en el depósito de cadáveres, tenía hambre.

Llegó tambaleándose hasta la cocina y examinó con cierta dificultad el contenido del frigorífico.

De reojo le pareció ver algo que salía arrastrándose por las rendijas del enchufe. Algo largo y delgado, espantoso, una especie de insecto. Pero sabía que no era real. Había visto cosas parecidas. Era otro síntoma del deterioro de su cerebro. Debía ignorarlo, no permitir que le asustara, a pesar de que oía el tic tac de sus pies quitinosos en el suelo. Tic tac, tic tac. No quiso mirar. Lárgate. Se agarró con fuerza al frigorífico. Seguía el traqueteo. Rechinó los dientes. Lárgate. El ruido desapareció. Cuando contempló el enchufe, no había ningún insecto extraño ni nada anormal.

Pero ahora su tío Barry, que hacía mucho tiempo que había fallecido, estaba sentado junto a la mesa de la cocina, con una sonrisa burlona. De pequeño le habían dejado muchas veces con su tío Barry Hampstead, que abusaba sexualmente de él y el miedo le había impedido confesarlo. Hampstead le había amenazado con lastimarle, con cortarle el pene, si hablaba de ello y sus amenazas le habían impresionado tanto, que Eric no las puso jamás en duda. Ahora el tío Barry estaba sentado junto a la mesa, con una mano sobre las rodillas, sonriéndole burlonamente, y le decía:

—Ven aquí, querida criatura, vamos a divertirnos un rato.

Eric oía su voz con la misma claridad que hacía treinta y cinco años, a pesar de que sabía que ni el cuerpo ni la voz eran reales, y estaba tan aterrorizado de Barry Hampstead como cuando era niño, a pesar de que sabía que estaba fuera del alcance de su odioso tío.

Cerró los ojos e intentó alejar su imagen. Durante más de un minuto no dejó de temblar, sin querer abrir los ojos hasta estar seguro de que la ilusión había desaparecido. Pero entonces empezó a pensar que Barry estaba realmente allí, que se le acercaba mientras tenía los ojos cerrados y que de un momento a otro le agarraría los genitales y comenzaría a estrujárselos…

De pronto abrió los ojos.

El fantasma de Barry Hampstead había desaparecido.

Respirando con mayor tranquilidad, Eric cogió del congelador un paquete de salchichas empanadas Farmer John y las puso a calentar en una bandeja en el horno, prestando mucha atención para no quemarse. Torpe y pacientemente, preparó una cafetera de Maxwell House. Sentado a la mesa con los hombros caídos y la cabeza baja, tomó varias tazas de café solo mientras deglutía la comida.

Al principio tenía un apetito voraz y el mero acto de comer hacía que se sintiera más auténticamente vivo que con cualquier otra actividad desde su renacimiento. Acciones tan simples como morder, masticar, degustar y tragar le acercaban más al reino de los vivos que todo lo ocurrido desde su tropiezo con el camión de la basura. Durante algún tiempo, comenzó a mejorar su ánimo.

Gradualmente empezó a darse cuenta de que el sabor de la salchicha no era lo fuerte ni agradable que había sido cuando estaba completamente vivo y capaz de apreciarlo. Y aun acercando la nariz a la grasa caliente y aspirando profundamente, fue incapaz de percibir el aroma de las especias. Contempló sus manos frías, grises y viscosas, en las que tenía la salchicha empanada y comprobó que la carne humeante del cerdo parecía más viva que la suya.

De pronto la situación le pareció extraordinariamente cómica. Un difunto sentado a la mesa, deglutiendo salchichas Farmer John y vaciando una cafetera de Maxwell House, pretendiendo desesperadamente ser como los vivos, como si la muerte pudiera invertirse a voluntad y la vida recuperada limitándose a realizar actividades mundanas: ducharse, lavarse los dientes, comer, beber, defecar y consumir suficientes productos caseros. Debía de estar vivo, porque era improbable que ni en el cielo ni en el infierno tuvieran salchichas Farmer John o café Maxwell House. Debía de estar vivo porque había utilizado su cafetera Mister Coffee, el horno General Electric, sobre su cabeza oía el zumbido del refrigerador Westinghouse y a pesar de que sabía que la red de distribución de dichos fabricantes era muy amplia, no le parecía probable que sus productos hubieran llegado a la otra orilla del río Estige. Debía de estar vivo.

Era un humor ciertamente negro, muy negro, pero comenzó a reírse a carcajadas, hasta que él mismo las oyó. Tenían un sonido duro, ronco, frío, como una parodia de la auténtica risa, áspera y escabrosa, como si se estuviera ahogando, o hubiese tragado piedras que se agitaban en su garganta. Aterrado por el ruido, se estremeció y comenzó a sollozar.

Soltó la salchicha empanada, arrojó la comida y el plato al suelo, y se dobló sobre la mesa, con los brazos cruzados y la cabeza hundida en los mismos. Lloraba desconsoladamente y durante un rato sintió una profunda pena de sí mismo.

Los ratones, los ratones, recuerda los ratones golpeándose contra los barrotes de sus jaulas

Seguía sin saber qué significaba eso, no recordaba nada relacionado con ratones, pero presentía que estaba más cerca que nunca de comprenderlo. La memoria de unos ratones, de unos ratones blancos, pululaba ante él un poco más allá de su alcance.

Su ánimo gris oscureció.

Sus sentidos ya apocados perdieron aún más sensibilidad.

Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que entraba nuevamente en coma, en uno de esos períodos de aletargamiento durante los cuales los latidos de su corazón decrecían dramáticamente y la respiración llegaba a un nivel muy inferior al normal, dándole la oportunidad al cuerpo de proseguir con sus reparaciones y acumular nuevas reservas de energía. Cayó al suelo y quedó enroscado en posición fetal junto al frigorífico.

Benny salió de la interestatal 10 en Redlands y siguió la estatal 30 hasta la 330. Se encontraban a treinta y cinco kilómetros del lago Arrowhead.

La carretera de asfalto negro, de dos carriles, surcaba las montañas de San Bernardino. El firme era irregular y accidentado, con algunos baches, con un arcén que frecuentemente era de escasos centímetros, y una endeble barrera que los separaba del precipicio, dejando muy poco margen para cometer errores. Se vieron obligados a aminorar considerablemente la marcha, a pesar de que Benny conducía el Ford mucho más rápido de lo que Rachael habría sido capaz.

La noche anterior Rachael le había contado sus secretos a Benny, los detalles de Wildcard y las obsesiones de Eric, y esperaba que a cambio él le revelara los suyos, pero no le había dicho nada que explicara cómo había vencido tan fácilmente a Vincent Baresco, su pericia como conductor, o lo familiarizado que estaba con las armas. Aunque sentía mucha curiosidad, no quiso presionarle. Presentía que los secretos de Benny eran mucho más personales que los suyos y que había pasado mucho tiempo rodeándose de una coraza, que no le sería fácil derribar. Sabía que se lo contaría todo en el momento oportuno.

Habían recorrido sólo un par de kilómetros por la 330 y se encontraban todavía a unos treinta de Running Springs, cuando al parecer Benny decidió que el momento había llegado. Cuanto más se adentraba y encaramaba la carretera en las montañas, mayor era el número de árboles a ambos lados de la misma (al principio abedules y retorcidos robles, seguidos de una gran diversidad de pinos, alerces, e incluso algún abeto), que sumían casi permanentemente el camino en la sombra. Incluso a pesar del aire acondicionado del vehículo, no era difícil darse cuenta de que habían dejado atrás el calor del desierto y parecía que el hecho de alejarse de aquella sofocante temperatura incitaba a Benny a hablar. A la sombra de los enormes pinos, comenzó a charlar en un tono suave pero lejano.

—Cuando tenía dieciocho años me alisté en los marines y me presenté voluntario para ir a Vietnam. No estaba en contra de la guerra, como tantos otros, pero tampoco a favor. Sólo estaba a favor de mi país, para bien o para mal.

Resultó que tenía ciertas aptitudes, una habilidad natural, que me convertían en candidato al cuerpo de élite de reconocimiento de los marines, cuyos equivalentes existen también en el ejército y en la marina. Desde el primer momento se me propuso que me entrenara, me ofrecí voluntario y acabé convirtiéndome en un soldado tan peligroso como cualquiera en el mundo. Me podían poner cualquier arma en las manos y sabía cómo utilizarla. Incluso con las manos desnudas podía matar a alguien con tanta rapidez y facilidad, que no era consciente de que le atacaba hasta que le rompía la espina dorsal. Fui al frente como miembro de una unidad de reconocimiento, con la garantía de que la acción sería abundante, era lo que deseaba y durante unos meses, encantado de estar en pleno meollo, no dejé de disparar mi fusil.

Benny seguía conduciendo el coche con gran pericia, pero Rachael comprobó que la velocidad disminuía conforme se adentraba en las selvas del sudeste asiático.

Entornó los ojos cuando unos rayos de sol, que penetraban por las ramas de los árboles, cayeron sobre el parabrisas como una cascada luminosa.

—Pero después de varios meses en un ambiente tan sangriento, viendo caer a tus compañeros, esquivando una y otra vez la muerte, observando repetidamente a víctimas civiles del fuego cruzado, pueblos incendiados, niños mutilados… es inevitable que le comiencen a entrar a uno ciertas dudas. A mí me ocurrió.

—Benny, Dios mío, cuánto lo siento. Jamás imaginé que hubieras vivido algo tan horrible…

—No es de mí de quien hay que apiadarse. Regresé vivo y seguí con mi vida. Es mejor que lo que les ocurrió a muchos otros.

«Dios mío —pensó Rachael—, ¿qué habría ocurrido si no hubieras regresado? Jamás te habría conocido, nunca te habría amado, no habría sabido lo que me perdía».

—En todo caso —prosiguió, hablando con ternura—, comencé a dudar y durante el resto de aquel año mi mente estuvo convertida en un torbellino. Luchaba para conservar el gobierno democrático del Vietnam del Sur que, por otra parte, parecía ser irremediablemente corrupto. Luchaba para evitar que la cultura vietnamita fuera eliminada por el comunismo, al tiempo en que esa misma cultura estaba siendo destruida por decenas de millares de soldados norteamericanos, que con toda diligencia americanizaban el país.

—Queríamos paz y libertad para los vietnamitas —dijo Rachael—. Por lo menos así es como yo lo entendí.

No había cumplido aún los treinta años, es decir, tenía siete menos que Benny, una diferencia fundamental, y aquella no había sido su guerra.

—No es injusto luchar por la paz y por la libertad —agregó.

—Sí —dijo en un tono que parecía ahora de ultratumba—, pero parecía que lo que nos proponíamos era crear la paz matando a todo el mundo y arrasando la totalidad de ese maldito país, sin dejar a nadie para disfrutar de la libertad.

Tuve que reflexionar… ¿Estaba mi país desenfocado, claramente equivocado? ¿No era incluso posiblemente… malvado? ¿O es que yo era demasiado joven y excesivamente ingenuo, a pesar de mi entrenamiento con los marines, para comprender lo que ocurría?

Guardó unos momentos de silencio mientras tomaba una curva muy cerrada a la derecha, seguida de otra a la izquierda, por la carretera que serpenteaba por la montaña.

—Cuando acabó mi turno de servicio, no había hallado ninguna respuesta satisfactoria a mis preguntas… y me ofrecí voluntario para otro turno.

—¿Te quedaste en Vietman cuando podías haber regresado a casa? —le preguntó asombrada—. ¿A pesar de tus terribles dudas?

—Debía resolverlas —respondió—, tenía que hacerlo. Había matado a gente, a mucha gente, creyendo que lo hacía por una causa justa y debía averiguar si estaba en lo cierto o me había equivocado. No podía volverle la espalda, olvidarlo, alejarlo de mi vida como si jamás hubiera ocurrido. Diablos, era imposible. Tenía que averiguarlo, decidir si era un buen hombre o un asesino y descubrir mi relación con la vida, con mi propia conciencia. No había mejor lugar para estudiarlo, para analizar el problema, que en su propio seno. Además, para comprender la razón de que me hiciera voluntario por segunda vez, hay que conocerme, tal como era en aquel momento: muy joven, idealista, con el patriotismo tan arraigado como el color de mis propios ojos. Quería a mi país, creía en él, de un modo incondicional y era incapaz de deshacerme de mis creencias… como una serpiente desecha su vieja piel.

Pasaron junto a una señal en la que se informaba que se encontraban a veinticuatro kilómetros de Running Springs y treinta y tres del lago Arrowhead.

—¿Entonces te quedaste otro año en Vietnam? —preguntó Rachael.

—A fin de cuentas… resultaron ser dos —suspiró con hastío.

En su cabaña por encima del lago Arrowhead, durante un período que no era capaz de cuantificar, Eric Leben entró en un peculiar estado de flotación, ni despierto ni dormido, ni vivo ni muerto, mientras sus células genéticamente alteradas aumentaban la producción de encimas, proteínas y otras sustancias que contribuían a su proceso de recuperación. Su mente se veía invadida por breves sueños y disociadas pesadillas, como odiosas sombras que brincaban a la luz sangrienta de unas velas.

Cuando finalmente salió de su especie de trance, lleno nuevamente de energía, era claramente consciente de que tenía necesidad de armarse y prepararse para un ataque. La claridad de su mente no era absoluta y en su memoria había lagunas, por lo que no sabía exactamente quién le acechaba, pero su instinto le indicaba que alguien le perseguía.

«No cabe duda de que alguien hallará este escondrijo a través de Sarah Kiel», se dijo a sí mismo.

La idea le sobresaltó, porque no recordaba quién era Sarah Kiel. Estaba de pie con una mano sobre la mesa de la cocina, tambaleándose, esforzándose por recordar el rostro y la identidad que acompañaban a aquel nombre.

Sarah Kiel…

De pronto la recordó y se maldijo a sí mismo por haberla llevado a la cabaña. Aquella debía haber sido su guarida secreta. Jamás debía habérselo revelado a nadie. Uno de sus problemas consistía en necesitar chicas jóvenes para sentirse también él joven, y siempre intentaba impresionarlas. Con Sarah lo había logrado al mostrarle la cabaña de cinco habitaciones, equipada como estaba con todas las comodidades, varias hectáreas de bosque y una vista espectacular del lago. Habían disfrutado haciendo el amor al aire libre, sobre una manta, bajo las enormes copas de los pinos y se había sentido maravillosamente joven. Pero ahora Sarah sabía dónde estaba su guarida secreta y a través de ella podían conocerla otros, los perseguidores cuyas identidades era incapaz de descifrar, lo que les permitiría llegar hasta él.

Con una nueva sensación de urgencia, Eric se dirigió hacia la puerta que iba de la cocina al garaje. Se movía con menor dificultad que antes, con más energía, la luz ya no le molestaba tanto a los ojos y no le apareció ningún fantasma ni insectos arrastrándose por las esquinas. Al parecer, el período de coma le había sentado bien. Pero cuando puso la mano en la manecilla de la puerta, se detuvo, sobresaltado por otra idea. Sarah no podría revelarle a nadie el paradero de la cabaña porque estaba muerta, él mismo la había matado unas horas antes…

Eric se sintió invadido por una ola de terror y se agarró con fuerza a la manecilla de la puerta, como para impedir que le arrastrara permanentemente a la oscuridad, a la locura. De pronto recordó su visita a la casa de Palm Springs, los golpes que le había asestado a la chica, desnuda, sin ninguna compasión y con los puños cerrados. En su deteriorada memoria aparecían destellos distorsionados de su rostro lacerado y ensangrentado, contorsionado por el terror. Pero ¿la había realmente matado? No, claro que no. Le gustaba tratar a las mujeres en plan duro, cierto, no podía negarlo, le gustaba maltratarlas, le encantaba ver cómo se acobardaban delante de él, pero nunca llegaría a matar a nadie, jamás lo había hecho ni lo haría, por supuesto que no, era un ciudadano respetuoso de la ley, un vencedor en la sociedad y en las finanzas, no era un delincuente o un psicópata. Entonces le sobresaltó inesperadamente el recuerdo confuso, pero temible, de haber clavado a Sarah en la pared de la casa de Rachael en Placentia, su cuerpo desnudo frente a la cama, en el dormitorio, y se estremeció al tiempo que recordaba que no había sido Sarah sino otra persona a la que había clavado en la pared, alguien que ni siquiera sabía cómo se llamaba, una desconocida parecida lejanamente a Rachael; pero eso era absurdo, no había podido matar a dos mujeres, ni siquiera a una; sin embargo, también recordó un contenedor de basura, un callejón asqueroso y todavía otra mujer, la tercera, una atractiva latina, degollada por un bisturí, cuyo cuerpo había arrojado en el contenedor…

«No. Dios mío, ¿en qué me he convertido? —se preguntó, con el estómago revuelto—. Soy al mismo tiempo investigador y objeto, creador y creación, y esto debe haber sido un terrible error. ¿Es posible que me haya convertido… en mi propio monstruo de Frankenstein?».

Durante un temible instante se le aclaró la mente y la verdad le iluminó como un rayo de sol matutino que cruza el impecable cristal de una ventana.

Movió violentamente la cabeza, como si pretendiera deshacerse de los últimos resquicios de niebla que habían ofuscado su mente, cuando en realidad lo que quería desesperadamente era alejar la desagradable e intolerable claridad. Gracias al mal estado de su cerebro y a su precaria condición física, no le fue difícil desterrar la verdad. El movimiento violento de la cabeza bastó para que se mareara, se ofuscase su visión y volvieran a su memoria los mantos de niebla, entorpeciendo su pensamiento y sumiéndole nuevamente en la confusión y el desconcierto.

Las mujeres muertas eran un falso recuerdo, por supuesto, no podían ser reales, ya que era incapaz de matar a nadie a sangre fría. Eran tan irreales como su tío Barry y los insectos que veía de vez en cuando.

Recuerda los ratones, los ratones, los ratones frenéticos, mordiendo, furiosos

¿Qué ratones? ¿Qué tienen que ver los furiosos ratones con todo esto? Olvidemos los malditos ratones.

Lo importante era que no podía haber matado a una sola persona, ni hablar de tres. Él, no. No Eric Leben. En la confusión de su turbulenta memoria parcial, esas pesadillas no podían ser más que ilusorias, al igual que las hogueras espectrales que aparecían de la nada. Eran el simple resultado de los cortocircuitos de los impulsos eléctricos en su deteriorado tejido cerebral y no dejarían de atormentarle hasta que dicho tejido sanara por completo. Entretanto no se atrevía a profundizar en las mismas, ya que comenzaría a dudar de sí mismo y de su percepción, así como de su frágil condición mental, y no tenía suficiente energía para dudar de sí mismo.

Temblando, sudando, abrió la puerta del garaje y encendió la luz. Su Mercedes negro 560 SEL estaba aparcado donde lo había dejado la noche anterior.

Al contemplar el coche, repentinamente le vino a la memoria otro vehículo, más viejo y menos elegante, en cuyo maletero había metido el cadáver de una mujer…

No. Volvía a traicionarle la memoria. Ilusiones. Quimeras.

Se apoyó cuidadosamente contra la pared con la mano abierta, descansó unos segundos, recuperando fuerzas y procurando aclarar la cabeza. Cuando por fin levantó esta, no recordaba por qué estaba en el garaje.

Sin embargo, volvió gradualmente a presentir que le acechaban, que alguien iba a por él y que debía armarse. En su mente confusa era incapaz de tener una imagen clara de quiénes podían ser sus perseguidores, pero sabía que estaba en peligro. Se apartó de la pared, pasó junto al coche, al banco de trabajo y se acercó a una estantería repleta de herramientas.

Lamentaba no haber tenido la precaución de guardar un arma de fuego en la cabaña. Ahora tendría que contentarse con un hacha, que descolgó de la pared, rompiendo una telaraña anclada en la misma. Estaba bastante afilada; era una buena arma.

A pesar de ser incapaz de matar a sangre fría, sabía que podía hacerlo, si era necesario, para defenderse. No había mal alguno en defenderse. La autodefensa no era lo mismo que el asesinato. Era justificable.

Levantó el hacha para comprobar su peso. Justificable.

Dio un hachazo en el aire a guisa de prueba. La herramienta se desplazó cortando el viento. Justificable.

A unos diez kilómetros de Runnings Springs y a veinticuatro del lago Arrowhead, Benny salió de la carretera y aparcó en un mirador, donde había un par de mesas, un cubo de basura y abundante sombra de los pinos. Paró el motor y abrió la ventana. El aire de la montaña era bastante más fresco que el del desierto de donde procedían, todavía caluroso pero no agobiante, y a Rachael le resultó muy agradable la suave brisa que entró por la ventana, impregnada con el aroma de las flores silvestres y la resina de los pinos.

No le preguntó por qué se detenía, ya que su razón era evidente. Era de vital importancia para él que comprendiera las conclusiones a las que había llegado en Vietnam, que supiera el tipo de hombre en que la guerra le había convertido y no se creía capaz de explicárselo adecuadamente, al mismo tiempo que conducía por las múltiples curvas de aquel camino montañoso.

Le habló de su segundo año en la guerra. Había comenzado de un modo confuso y desesperado, con la terrible comprensión de que no estaba participando en una guerra limpia, como lo había sido la segunda guerra mundial, con unas elecciones morales claramente delimitadas. Mes tras mes su unidad de reconocimiento se adentró más profundamente en la zona bélica. Cruzaron frecuentemente las líneas enemigas para llevar a cabo misiones clandestinas. Su misión no consistía solamente en buscar y enfrentarse al enemigo, sino en establecer contacto pacífico con los civiles, para ganarse sus simpatías. Esos contactos le permitieron comprobar la brutalidad despiadada del enemigo y llegó finalmente a la conclusión de que aquella sucia guerra obligaba a los participantes a elegir entre diversos grados de inmoralidad. Por una parte, era inmoral quedarse y seguir luchando, ser agente de la muerte y de la destrucción; por otra, era todavía más inmoral darle la espalda, ya que la matanza política masiva que se produciría a la caída del Vietnam del Sur y de Camboya, sería con toda seguridad mil veces peor que las bajas que producía la guerra.

En un tono de voz que le recordó a Rachael los oscuros confesionarios en los que se había arrodillado de jovencita, Benny dijo:

—En cierto sentido, comprendí que por muy mala que fuera nuestra actuación en Vietnam, lo que vendría a continuación sólo podía ser mucho peor. Después de nosotros, la aniquilación. Millones serían ejecutados o morirían en los campos de trabajo. Después de nosotros… la hecatombe.

En lugar de mirarla a ella, contempló las montañas de San Bernardino a través del parabrisas.

Rachael esperó.

—No había héroes —prosiguió finalmente—. No había cumplido aún los veintiún años y fue muy duro para mí comprender que no era ningún héroe, sino simplemente un mal menor. A los veintiún años se supone que uno debe ser idealista y optimista, pero me di cuenta de que quizás gran parte de la vida se elabora a base de esas elecciones, escogiendo entre males y procurando elegir el menor.

Benny se llenó los pulmones con el aire de la montaña que entraba por la ventana abierta, lo expulsó con fuerza como si se sintiera sucio por el mero hecho de hablar de la guerra y como si aquel aire de las alturas, aspirado en cantidad suficiente, pudiera purificarle el alma.

Rachael no dijo nada, en parte porque no quería romper el encanto antes de que se sincerara plenamente con ella.

Pero estaba también atónita por el descubrimiento de que había sido un luchador profesional, ya que ahora se sentía obligada a reevaluarle por completo.

Siempre se lo había imaginado como un hombre maravilloso, sin complicaciones, un simple vendedor de propiedades inmobiliarias, cuya mera sencillez le atraía. Dios era testigo de que ya había tenido suficiente color y exuberancia con Eric. La imagen sencilla que Benny proyectaba era tranquilizadora, infundía equilibrio, confianza, dependencia. Era como un riachuelo profundo, plácido y refrescante, que avanzaba lenta y relajadamente. Hasta estos momentos, el interés de Benny por los trenes, las novelas antiguas y la música de los años cuarenta le había parecido que confirmaba que en su vida no había habido ningún trauma grave, ya que parecía imposible que un hombre que hubiera tenido una vida complicada y con dificultades pudiese deleitarse con placeres tan simples. Cuando se dedicaba a sus pasatiempos, lo hacía con una pureza tan infantil e ingenua, que hacía difícil pensar que jamás hubiera conocido la desilusión o la angustia.

—Mis compañeros murieron —agregó—. No todos, pero, maldita sea, demasiados. Cayeron en la lucha, destrozados por las minas, víctimas de los francotiradores y algunos regresaron lisiados y mutilados, con el rostro desfigurado, con cicatrices permanentes en el cuerpo y en la mente. Fue un precio muy alto si no luchábamos por una causa justa, si lo único que defendíamos era un mal menor, un maldito precio. Pero me pareció la única alternativa posible. Darle la espalda habría equivalido a cerrar los ojos al hecho de que existen diferentes grados de maldad.

—Entonces volviste a hacerte voluntario —dijo Rachael.

—Efectivamente. Me quedé y sobreviví. Sin ser feliz, ni sentirme orgulloso. Simplemente haciendo lo que debía.

Fuimos muchos los que nos comprometimos y no fue nada fácil. Aquel fue el año en que se retiraron las tropas, que jamás perdonaré ni olvidaré, porque no sólo se abandonaba a los vietnamitas, sino también a . Comprendía los términos y seguía dispuesto a sacrificarme. Pero entonces mi país, en el que tanto creía, me obligó a retirarme, a permitir que triunfara el mayor de los males, como si pudiese negar fácilmente la complejidad de los aspectos morales que estaban en juego, después de haber llegado a comprender su complicada naturaleza, como si todo hubiera sido una especie de jodido juego o algo por el estilo.

Jamás había oído tanto furor en su voz, un furor duro como el acero y frío como el hielo, del que nunca le había creído capaz. Era un furor sosegado y perfectamente controlado, pero profundo y algo atemorizante.

—Fue muy duro para un chico de veintiún años descubrir que se le negaba la oportunidad de ser un auténtico héroe, pero todavía fue peor descubrir que su propio país le obligaba a ser injusto. Cuando nos marchamos, los comunistas aniquilaron a tres o cuatro millones de personas en Camboya y Vietnam, y otro medio millón falleció intentando escapar en pequeñas embarcaciones. De algún modo que no soy capaz de explicar, siento que esas muertes pesan sobre mi conciencia, sobre nuestra conciencia, y en algunos momentos su peso llega a ser tan enorme que no sé si seré capaz de soportarlo.

—Te juzgas con excesiva dureza.

—No. Nunca se es excesivamente duro.

—Nadie puede llevar el mundo a cuestas —dijo Rachael.

—Supongo que esa es la razón por la que miro más allá —comentó Benny, evidentemente decidido a no renunciar, ni parcialmente, a dicha responsabilidad—. He comprendido que el mundo en el que me toca vivir, tanto el presente como el futuro, no es un mundo limpio, nunca lo será y no nos permite elegir entre el blanco y el negro. Pero siempre nos queda la ilusión de que las cosas fueron mejor en otra época.

Rachael siempre había admirado su sentido de la responsabilidad y su inquebrantable honradez, pero ahora se daba cuenta de que esas cualidades estaban mucho más profundamente arraigadas de lo que suponía, quizás con exceso.

Incluso las virtudes como la responsabilidad y la honradez podían ser obsesivas. Pero qué obsesiones tan maravillosas, comparadas con las de otros hombres que había conocido.

Por fin la miró directamente, con unos ojos llenos de tristeza, casi de melancolía, que Rachael nunca había visto.

Pero también había otras emociones evidentes en su mirada: un calor muy especial, ternura, un enorme afecto y amor.

—Anoche y esta mañana… —dijo Benny—, después de haber hecho el amor… he visto la posibilidad de elegir entre blanco y negro, por primera vez desde antes de la guerra, sin grises y con una especie de… salvación que creí que nunca hallaría.

—¿Qué elección? —preguntó Rachael.

—La de pasar o no la vida contigo —respondió—. Pasarla contigo supone elegir correctamente, sin compromisos ni ambigüedades. Y separarme de ti sería erróneo. No me cabe la menor duda.

Desde hacía semanas, quizás meses, Rachael sabía que estaba enamorada de Benny. Pero había mantenido sus sentimientos bajo control, sin hablar de la profundidad de los mismos y no había querido pensar en un compromiso a largo plazo. Su infancia y adolescencia se habían caracterizado por la soledad y la terrible sensación de no ser querida, lo que había generado en ella una enorme capacidad afectiva. Ese deseo, esa necesidad de ser querida y amada, era lo que la había convertido en presa fácil para Eric Leben y la había conducido a un desastroso matrimonio. La obsesión de Eric por la juventud en general y en particular por la suya, le había parecido a Rachael amor, ya que deseaba desesperadamente ser amada. Había pasado los siete años siguientes comprendiendo y asimilando la triste y dolorosa verdad, de la ausencia de amor en sus relaciones. Ahora, para evitar el sufrimiento, era sumamente cautelosa.

—Te quiero, Rachael.

Con fuertes latidos de su corazón, deseando creer que podía ser amada por un hombre tan bueno y tierno como Benny, pero temiendo que no fuera cierto, intentó no mirarle a los ojos, aunque cuanto más se esforzaba más cerca estaba de perder el control y la serenidad que aparentaba. Pero no pudo alejar la mirada. Intentó no decir nada que la convirtiera en vulnerable, pero con una mezcla de consternación, alegría y enorme regocijo, dijo:

—¿Es eso lo que parece?

—¿A ti qué te parece?

—Una propuesta.

—No es el lugar ni el momento adecuado para una propuesta, ¿no es cierto? —dijo Benny.

—Efectivamente.

—Sin embargo… eso es lo que es. Ojalá las circunstancias fueran más románticas.

—Bien…

—Champán, velas, violines…

Rachael sonrió.

—Lo que más me preocupó anoche cuando Baresco nos encañonaba con el revólver y cuando nos perseguían por Palm Canyon Drive, no fue el miedo a perder la vida, sino la posibilidad de morir antes de decirte lo que sentía por ti. Ahora ya lo sabes. Quiero estar contigo, Rachael, para siempre.

—Yo también quiero pasar toda mi vida contigo, Benny —dijo con mayor facilidad de lo que suponía.

Benny le acarició el rostro, ella se le acercó y le dio un suave beso.

—Te quiero —le dijo.

—Dios mío, yo también te quiero.

—Si salimos con vida, ¿querrás casarte conmigo?

—Sí —respondió Rachael, con un inesperado escalofrío—. Pero maldita sea, Benny, ¿por qué has tenido que introducir el si?

—Olvídalo.

Pero no pudo. Aquella misma mañana, en la habitación del hotel de Palm Springs, cuando acababan de hacer el amor por segunda vez, el presentimiento de la muerte la había conmocionado y la había instigado a ponerse en movimiento, como si un peso mortal estuviera a punto de caer sobre ellos si no se marchaban. Ahora volvía a tener el mismo presentimiento. El paisaje de las montañas, que había sido sereno y fascinante, adquirió entonces un aspecto sombrío y amenazador que le producía escalofríos, a pesar de que sabía que el cambio era enteramente subjetivo. Los árboles parecían convertirse en formas mutantes, sus ramas en extremidades óseas y su sombra más oscura.

—Marchémonos —le dijo a Benny.

Asintió, al parecer comprendiendo lo que pensaba y compartiendo su nueva percepción.

Puso el motor en marcha y entró de nuevo en la carretera. Después de la próxima curva, vieron un letrero que decía: «LAGO ARROWHEAD 24 KILÓMETROS».

Eric siguió examinando las herramientas del garaje, en busca de otro instrumento para su arsenal. No vio nada útil.

Volvió a entrar en la casa, dejó el hacha sobre la mesa de la cocina y abrió varios cajones, en busca de un juego de cuchillos. Eligió dos: uno de carnicero y otro pequeño, puntiagudo y afilado.

Con un hacha y dos cuchillos estaba preparado para cualquier tipo de lucha. Habría preferido tener un arma de fuego, pero por lo menos no estaba indefenso. Si alguien iba a por él podría defenderse. Les causaría algunos daños antes de que le alcanzaran, de lo cual se alegraba y, ante su propio asombro, le produjo una inesperada sonrisa.

Los ratones, los ratones, mordiendo, frenéticos, los ratones

Maldita sea. Movió la cabeza.

Los ratones, los ratones, los ratones, enfurecidos, atacando con las garras, escupiendo

Aquella perturbadora idea le daba vueltas por la mente, como si se tratara de un fragmento de una demente nana, aterrorizándole, y cuando intentaba concentrarse en ella, procuraba comprenderla, su pensamiento volvía a ofuscarse y no alcanzaba a comprender el significado de los ratones.

Los ratones, los ratones, con sus ojos enrojecidos, golpeándose contra las paredes de la jaula

Al intentar alcanzar el esquivo recuerdo de los ratones, un fuerte dolor le llenó la cabeza desde la coronilla hasta los temporales, con sensación de ardor en el puente de la nariz, pero cuando dejó de intentarlo, procurando alejar la idea de los ratones, en lugar de disminuir el dolor aumentó, golpeándose rítmicamente como un martillo detrás de los ojos. Tuvo que rechinar los dientes para soportarlo, comenzó a sudar y con el sudor llegó el frenesí, más apagado que el dolor, pero creciendo con él, al principio disperso, pero luego concentrado.

—Rachael, Rachael —exclamó agarrando fuertemente el cuchillo de carnicero—. Rachael…