17. GENTE EN MOVIMIENTO

En helicóptero desde Palm Springs, Anson Sharp había llegado a los laboratorios subterráneos de investigación, bacteriológicamente aislados, de Geneplan cerca de Riverside, donde le había recibido una fuerza de seis agentes de la Defensa de la Seguridad, cuatro jefes de policía federales y ocho ayudantes, que habían llegado unos minutos antes que él. Amparándose en una urgencia de la defensa nacional, armados con las correspondientes órdenes judiciales, se identificaron ante el personal nocturno de seguridad de Geneplan, entraron en el edificio, precintaron todos los ficheros y ordenadores, e instalaron el centro de operaciones en las suntuosas dependencias del doctor Vincent Baresco, jefe de personal de investigación.

Mientras el alba desplazaba la noche y el día se apoderaba del mundo sobre los laboratorios subterráneos, Anson Sharp, instalado cómodamente en el enorme sillón de cuero de Baresco, tomaba café solo y recibía informes por teléfono de sus subordinados esparcidos por el sur de California, confirmándole que todos los conspiradores de Eric Leben en el proyecto Wildcard se encontraban bajo arresto domiciliario. En el condado de Orange, el doctor Morgan Eugene Lewis, coordinador de investigación de Wildcard, estaba detenido con su mujer en su residencia de North Tustin. El doctor J. Felix Geffels estaba retenido en su domicilio de Riverside. El doctor Vincent Baresco, jefe de investigación de Geneplan, había sido hallado por unos agentes de seguridad en la central de la empresa en Newport, inconsciente en el suelo del despacho de Eric Leben, con muestras evidentes de haber participado en un tiroteo y en una encarnizada pelea.

En lugar de llevar a Baresco a un hospital público y exponerse a no controlarle debidamente, los subordinados de Sharp le trasladaron a una base de la infantería de marina en El Toro, donde le atendía un médico militar en la enfermería. Incapaz de hablar por los golpes que había recibido en la garganta, Baresco se sirvió de un papel y un lápiz para comunicarles a los agentes que había sido atacado por Ben Shadway, amante de Rachael Leben, al descubrirles vaciando la caja fuerte de Eric. Se sintió muy molesto cuando se negaron a creer que aquella fuera la historia completa y verdaderamente sobresaltado al descubrir que conocían todos los detalles del proyecto Wildcard y que sabían que Eric Leben había resucitado. También con la ayuda de papel y lápiz, Baresco exigió que se le trasladara a un hospital civil, que se le comunicaran los cargos que se le imputaban y que le permitieran hablar con su abogado. Evidentemente, hicieron caso omiso de sus exigencias.

Rupert Knowls y Perry Seltz, los financieros que habían aportado prácticamente la totalidad del capital de Geneplan, hacía casi diez años, estaban retenidos en la extensa finca de cuatro hectáreas que Knowls tenía en Havenhurst, en Palm Springs. Tres agentes de seguridad habían ido allí con órdenes de detención para Knowls y Seltz, y con una orden de registro. Les habían encontrado una metralleta Uzi, con modificaciones ilegales, que había sido utilizada sin duda alguna para el asesinato de dos policías en Palm Springs, dos horas antes.

Bajo arresto indefinido en Havenhurst, Knowls y Seitz no ofrecían objeción alguna. Eran conscientes de la situación. Se les ofrecería un trato poco atractivo para entregar al gobierno toda la investigación, derechos y títulos relacionados con el proyecto Wildcard, sin compensación alguna, y se les exigiría que jamás hablaran de ello ni de la resurrección de Eric Leben. También se les impondría como condición que firmaran una declaración confesándose autores del asesinato, lo cual garantizaría su lealtad durante el resto de sus vidas. A pesar de que la oferta no tenía ninguna base ni fuerza legal y que la Agencia de la Defensa de la Seguridad (ADS) violaría todos los principios de la democracia, así como innumerables leyes, Knowls y Seltz aceptarían sus condiciones. Tenían experiencia de la vida y sabían que si no cooperaban, especialmente intentando hacer valer sus derechos constitucionales, lo único que les esperaba era la muerte.

Esas cinco personas poseían un secreto que era quizás el más poderoso de la historia. Cierto que el proceso de inmortalidad era todavía imperfecto, pero acabaría por perfeccionarse. Entonces, el poseedor de los secretos de Wildcard controlaría el mundo. Con tanto en juego, al gobierno no le preocupaba respetar la fina línea divisoria entre la conducta moral e inmoral, y en este caso tan particular no tenía ningún interés en ajustarse a los procedimientos establecidos.

Después de recibir el informe sobre Seitz y Knowls, Sharp colgó el teléfono, se levantó del sillón de cuero y comenzó a pasear por el despacho subterráneo carente de ventanas. Movió sus enormes hombros, se estiró e intentó relajar su grueso y musculoso cuello.

Había empezado con ocho personas de quienes preocuparse, ocho fuentes potenciales de divulgación, de las cuales cinco habían sido atajadas con rapidez y eficacia. Se sentía bastante satisfecho de todo en general y, en especial, de sí mismo. Era un verdadero experto en su trabajo.

En momentos como aquel deseaba tener a alguien con quien compartir su éxito, un ayudante que le admirara, pero no podía permitirse que nadie se le acercara demasiado. Era subdirector de la Agencia de la Defensa de la Seguridad, el segundo en el mando de toda la organización y estaba decidido a ser director a los cuarenta años. Se disponía a alcanzar su propósito recopilando la suficiente cantidad de material destructivo contra el actual director, Jarrod McClain, como para obligarle a dimitir y a que le recomendara para el cargo. McClain le había tratado como a un hijo, haciéndole partícipe de todos los secretos de la organización y a estas alturas Sharp contaba ya con lo necesario para destruirle. Pero era un hombre cauteloso y no estaba dispuesto a actuar hasta que no hubiera ninguna posibilidad de que su golpe fracasase. Cuando ocupara el puesto de director, no cometería el error de confiar excesivamente en ninguno de sus subordinados, como McClain lo había hecho con él. La cúspide sería un lugar solitario, tendría que serlo si quería sobrevivir mucho tiempo, por lo que había comenzado ya a acostumbrarse a la soledad; si bien tenía algunos protegidos, no contaba con amigo alguno.

Después de relajar los hombros y el cuello, Sharp volvió a sentarse en el sillón de cuero, cerró los ojos y pensó en las tres personas que seguían libres, a quienes debía capturar: Eric Leben, la señora Leben y Ben Shadway. A ellos no les ofrecería ningún trato como a los demás. Si lograban capturar a Leben «vivo, le encerrarían para estudiarlo como un animal de laboratorio. A la señora Leben y a Shadway simplemente los eliminarían, y harían que sus muertes parecieran accidentales».

Tenía varias razones para querer matarlos. Por una parte, ambos eran pensadores independientes, duros y honrados, lo que suponía una peligrosa mezcla de cualidades volátiles. Serían perfectamente capaces de divulgar la historia de Wildcard, sin razón alguna o por puro idealismo desenfocado, asestándole un duro golpe a Sharp en su escalada hacia la cumbre. Los demás (Lewis, Geffels, Baresco, Knowls y Seitz) cederían por su propio interés, pero no se podía confiar en que Rachael Leben y Ben Shadway también lo hicieran. Además, no habían cometido ningún acto criminal, ni habían vendido su alma al gobierno como los demás miembros de Geneplan, y al no pender ninguna espada de Damocles sobre sus cabezas, no había ninguna amenaza verosímil que pudiera utilizar contra ellos para controlarlos.

Pero, sobre todo, Sharp quería que Rachael Leben muriera simplemente porque era la amante de Shadway, porque este la quería. Deseaba matarla personalmente, delante de Ben Shadway. Y quería que Shadway muriera, porque hacía casi diecisiete años que le odiaba.

Solo en el despacho subterráneo, con los ojos cerrados, Sharp sonreía. Se preguntaba qué haría Ben Shadway si supiera que su vieja Némesis, Anson Sharp, le estaba acechando. Sharp anhelaba el momento del inevitable encuentro, estaba ansioso por contemplar el asombro en el rostro de Shadway y estaba impaciente por cargarse a aquel hijo de puta.

Jerry Peake, el joven agente a quien Anson Sharp le había encargado la búsqueda de Sarah Kiel, examinó meticulosamente la propiedad de Eric Leben en Palm Springs, en busca de una fosa reciente. Con la ayuda de una potente linterna, diligente y concienzudo como era, Peake se adentró por los parterres y entre los matorrales, llenándose la parte baja del pantalón y los zapatos de barro, pero sin hallar nada sospechoso.

Encendió las luces de la piscina, medio a la expectativa de encontrarse con el cuerpo de una mujer flotando, o en el fondo con un contrapeso, mirando a través del agua cristalina. Al no hallar ningún cadáver en la piscina, Peake decidió que había leído demasiadas novelas policíacas, en las que siempre aparecían cadáveres ahogados, lo que jamás ocurría en la vida real.

Apasionado por la literatura detectivesca desde los doce años, Jerry Peake siempre había querido ser investigador, pero no un detective ordinario sino algo especial, como agente de la CIA, el FBI, o la ADS, pero tampoco un simple agente sino un genio de la investigación, como los personajes de John Le Carré, William F. Buckley, o Frederick Forsythe. Peake deseaba convertirse en una leyenda viviente. Hacía sólo cinco años que trabajaba en la Agencia y su reputación como investigador era inexistente, pero no estaba preocupado. Tenía paciencia. Nadie podía convertirse en una leyenda en sólo cinco años. Al principio era necesario pasar muchas horas haciendo tareas secundarias, como meterse en los parterres, rasgarse sus mejores trajes en los arbustos espinosos y examinar piscinas en plena noche.

Al no hallar el cadáver de Sarah Kiel en la finca de Leben, Peake visitó los hospitales, esperando hallarla entre los pacientes o en la lista de los que habían recibido tratamiento últimamente. Sus dos primeras visitas no tuvieron éxito.

Lo peor del caso era que, a pesar de que les mostraba sus credenciales de la ADS, en las que figuraba su fotografía, tanto las enfermeras como los médicos parecían tratarle con escepticismo. Cooperaban, pero con reticencia, como si sospecharan de que pudiera ser un impostor con intenciones ocultas y poco honorables.

Sabía que su aspecto era demasiado joven para un agente de la ADS, con un rostro excesivamente abierto y juvenil.

Además, tampoco era lo suficientemente agresivo cuando formulaba preguntas. Sin embargo, en esta ocasión estaba convencido de que el problema no lo causaba su rostro juvenil o su actitud ligeramente indecisa. Dudaban de él a causa del barro de sus zapatos, que había limpiado con toallas de papel, pero seguían hechos un asco. Asimismo, después de mojársele los pantalones, le habían quedado sucios y arrugados. Uno no podía esperar que le trataran seriamente, con respeto, o convertirse en una leyenda, cuando tenía el aspecto de haber estado cuidando cerdos.

Una hora después del amanecer, en el tercer hospital, el Desert General, a pesar de su poco ortodoxa presencia, dio con lo que buscaba. Sarah Kiel había ingresado durante la noche. Estaba todavía en el hospital.

La enfermera principal, Alma Dunn, era una mujer robusta de cabello blanco, de unos cincuenta y cinco años, que no se dejó impresionar por las credenciales de Peake e incapaz de ser intimidada. Después de comprobar el estado de Sarah Kiel, regresó al mostrador, donde había obligado a Peake a esperar y le dijo:

—La pobre chica sigue durmiendo. Hace relativamente poco que se le han administrado sedantes y, por consiguiente, no creo que despierte hasta dentro de unas horas.

—Le ruego que la despierte. Se trata de un asunto urgente de la seguridad nacional.

—No pienso hacerlo —le respondió la enfermera Dunn—. La chica está herida. Necesita descansar. Tendrá que esperar.

—En tal caso, esperaré en su habitación.

—Ni lo sueñe —replicó la enfermera, con los músculos de la mandíbula abultados y una terrible frialdad en sus alegres ojos azules—. Se quedará en la sala de espera.

Peake sabía que no iría muy lejos con Alma Dunn, porque tenía el mismo aspecto que Jane Marple, la indómita detective aficionada de Agatha Christie, y nadie parecido a la señorita Marple es susceptible de ser intimidado.

—Escúcheme, si no está dispuesta a cooperar, tendré que hablar con su superior.

—No tengo inconveniente alguno —replicó mirando críticamente sus zapatos—. Llamaré al doctor Werfell.

En el subterráneo de Riverside, Anson Sharp durmió una hora sobre el sofá tapizado en ante del despacho de Vincent Baresco, se duchó en el pequeño baño adjunto al mismo y se cambió de ropa, de la maleta que había llevado en todo momento consigo mientras se desplazaba durante la noche por el sur de California. Tenía la virtud de poderse dormir ineludiblemente a voluntad en menos de un minuto y de sentirse fresco y relajado después de una pequeña siesta. Era capaz de dormirse en cualquier lugar, independientemente del ruido ambiental. Estaba convencido de que esa virtud era una prueba más de que estaba destinado a alcanzar la cumbre, donde pertenecía, y demostraba que era superior a los demás mortales.

Perfectamente despierto, hizo unas cuantas llamadas a los agentes que custodiaban a los socios e investigadores de Geneplan, en diversos lugares de los tres condados. También recibió informes de otros agentes en las dependencias de Geneplan en Newport Beach, en la casa de Eric Leben en Villa Park y en la de la señora Leben en Placentia.

Los que custodiaban a Baresco en la base naval de El Toro, le informaron de que Ben Shadway le había arrebatado al científico un Magnum 357 Smith Wesson en el despacho de Geneplan la noche anterior, ya que el revólver no había sido hallado en ningún lugar del edificio. Shadway no lo había abandonado, ni se había deshecho del arma en ningún contenedor de basura cercano, sino que al parecer había optado por guardárselo. Por otra parte, los agentes de Placentia le comunicaron que una pistola semiautomática del calibre 32, registrada a nombre de Rachael Leben, no se hallaba en ningún lugar de la casa y se suponía que ella la llevaba consigo, a pesar de que sólo tenía permiso de tenencia domiciliaria.

A Sharp le encantó saber que estaban armados, ya que eso facilitaría la obtención de una orden de detención contra ambos. Cuando los cogieran, podría matarlos bajo pretexto de que habían disparado antes contra él, lo cual era en cierto modo plausible.

Mientras Jerry Peake esperaba en el mostrador el regreso de Alma Dunn con el doctor Werfell, comenzó la vida diurna en el hospital. Las salas se llenaron de enfermeras que llevaban medicamentos a los pacientes, enfermeros que empujaban sillas de ruedas, camillas que se dirigían hacia los quirófanos y unos pocos médicos que comenzaban a visitar temprano a sus pacientes. El penetrante olor a desinfectante reinante se vio superado por otros como el del alcohol, esencia de clavo, orina, vómito, como si el ajetreado personal hubiera estimulado la aparición de diversas pestilencias de todos los confines de las dependencias.

A los diez minutos, la enfermera Dunn regresó con un individuo alto con una bata blanca. Tenía facciones aguileñas, cabello canoso y un nítido bigote. Le era familiar, aunque Peake no estaba seguro del porqué. Alma Dunn le presentó como doctor Hans Werfell, supervisor del turno de la mañana.

—El estado físico de la señorita Kiel no reviste ninguna gravedad —le dijo a Peake, observando sus mugrientos zapatos y pantalón— y supongo que podrá marcharse hoy o mañana. Sin embargo ha sufrido un fuerte trauma emocional, por lo que es necesario permitirle que descanse. Ahora lo está haciendo; se encuentra profundamente dormida.

«Maldita sea, deje de mirarme los zapatos», pensó Peake.

—Doctor, comprendo su interés por la paciente, pero este es un caso urgente de seguridad nacional —dijo.

—¿Qué diablos puede tener que ver una chica de dieciséis años con la seguridad nacional? —exclamó Werfell, dejando finalmente de contemplarle los zapatos, con el ceño fruncido.

—Es secreto, estrictamente secreto —dijo Peake, intentando dar una expresión a su rostro juvenil lo suficientemente seria e impresionante, como para convencer al doctor Werfell de la gravedad de la situación y lograr que cooperara.

—En todo caso, de nada serviría despertarla —dijo Werfell—. Sigue bajo la influencia de los sedantes y no estará en condiciones de responder a sus preguntas.

—¿No podría darle algo para contrarrestar el efecto de las drogas?

—Señor Peake, esto es un hospital —le respondió el doctor con el ceño fruncido, mostrando su severa censura—. No le seríamos de gran ayuda a la señorita Kiel si le administráramos medicamentos con el único propósito de contrarrestar el efecto de otras drogas y satisfacer a un impaciente agente del gobierno.

—No le sugería que traicionara sus principios éticos —replicó Peake ligeramente sofocado.

—Me alegro —dijo Werfell con el rostro y la actitud de un patricio, que no daba pie al debate—. En tal caso, estoy seguro de que esperará hasta que despierte.

—Es que creemos que puede decirnos dónde se encuentra alguien a quien necesitamos desesperadamente localizar —protestó Peake lleno de frustración, todavía intentando descubrir a quién le recordaba Werfell.

—Estoy seguro de que cooperará cuando esté debidamente despierta.

—¿Y cuándo será eso, doctor?

—Imagino que dentro de unas cuatro horas… quizás un poco más.

—¿Cómo? ¿Por qué tanto tiempo?

—El médico de guardia por la noche le dio un sedante muy suave que no surtió efecto alguno y, cuando se negó a administrarle algo más fuerte, tomó uno de los que llevaba consigo.

—¿Qué llevaba consigo?

—No nos dimos cuenta hasta más tarde de que llevaba drogas en el bolso: unas cuantas tabletas de bencedrina envueltas en papel de aluminio…

—¿Bencedrina, estimulantes?

—Efectivamente. Y un paquete con tranquilizantes y otro con un par de sedantes. El suyo era mucho más fuerte que el que le habíamos administrado, por consiguiente ahora está profundamente dormida. Por supuesto le hemos confiscado el resto de las drogas.

—Esperaré en su habitación —dijo Peake.

—No —replicó Werfell.

—En tal caso esperaré junto a su puerta.

—Me temo que no.

—Entonces esperaré aquí.

—Aquí molestará al personal —dijo Werfell—. Acomódese en la sala de espera y le avisaremos cuando la señorita Kiel despierte.

—Esperaré aquí —insistió Peake, frunciendo tanto como pudo su rostro juvenil, para aparentar ser lo más duro posible.

—En la sala de espera —afirmó rotundamente Werfell—. Y si no va inmediatamente por su propio pie, llamaré al personal de seguridad del hospital para que le acompañe.

Peake titubeó, deseando poder ser más agresivo.

—De acuerdo, maldita sea, pero avíseme en el mismísimo momento en que despierte.

Furioso, dio media vuelta y se alejó por el pasillo en busca de la sala de espera, sin atreverse a preguntar dónde se encontraba. Cuando se giró para mirar a Werfell y le vio ahora hablando con otro médico, se dio cuenta de que era idéntico a Dashiell Hammett, el formidable detective y novelista de Pinkerton, por cuya razón le había resultado familiar a un lector tan asiduo del género como Peake. No era sorprendente que Werfell tuviera un aire tan extraordinariamente autoritario. Dashiell Hammett, válgame Dios. Peake se sintió algo mejor de haber cedido ante él.

Durmieron otras dos horas, despertaron casi simultáneamente y volvieron a hacer el amor sobre la cama del hotel.

Para Rachael fue todavía mejor que la vez anterior: más lento, más suave, con un ritmo aún más complaciente. Era sinuosa, mullida, firme y le producía un inmenso e intenso placer su excelente forma física, disfrutando cada flexión, cada suave arremetida y relajada fricción de su cuerpo, no limitándose al placer habitual del contacto de los órganos masculino y femenino, sino la emoción más sutil de los músculos, tendones y huesos actuando en perfecta armonía, lo que más que nada hacía que se sintiera joven, sana y viva.

Con su don especial para disfrutar del momento presente, recorrió el cuerpo de Benny con sus manos, saboreando su firmeza, comprobando la dureza pétrea de los músculos de sus hombros y sus brazos, palpando la musculatura de su espalda, deleitándose con la sedosa suavidad de su piel, el balanceo que unía sus caderas, pelvis contra pelvis, la cálida caricia de sus manos, la fuerza abrasadora de sus labios sobre sus mejillas, su boca, su cuello y sus senos.

Antes de esta experiencia con Benny, hacía casi quince meses que Rachael no hacía el amor. Y jamás lo había hecho de ese modo, nunca con tanto gusto, tan suave y excitante, jamás con tanta satisfacción. Se sentía como si hubiera estado medio muerta y esta fuera la hora de su resurrección.

Por fin exhaustos, permanecieron abrazados durante un rato en silencio, saboreando la quietud, pero la tierna emoción del amor dio gradualmente paso a un curioso descontento. Al principio no estaba segura de lo que le molestaba, pero no tardó en identificarlo como una sensación rara y peculiar de que alguien había caminado sobre su tumba, un presentimiento irracional pero convincentemente instintivo que le puso la carne de gallina y le produjo un escalofrío que le subió por la médula.

Contempló la dulce sonrisa de Benny, observó cada una de las muy queridas líneas de su rostro, le miró a los ojos y tuvo la asfixiante e ineludible sensación de que le perdería.

Intentó convencerse de que su inesperada aprensión no era más que la reacción comprensible de una mujer de treinta años que, después de un fracaso matrimonial, por fin había encontrado milagrosamente al hombre de su vida. Algo que podría denominarse el síndrome de «no me lo merezco». Cuando después de mucho esperar, la vida nos ofrece un hermoso ramo de flores, es lógico que examinemos cautelosamente sus pétalos temiendo que en ellos se oculte una avispa. Puede que la superstición, evidente especialmente en la desconfianza que merece la buena fortuna, constituya la misma esencia de la naturaleza humana y su miedo de perderle fuera perfectamente natural.

Eso era lo que intentaba decirse a sí misma, aun sabiendo que su inesperado terror no era mera superstición, sino algo más oscuro. El escalofrío le penetró por los huesos, hasta que cada vértebra parecía haberse convertido en bloque de hielo. La suave brisa que le había acariciado la piel le penetraba ahora hasta las entrañas.

Se sentó en la cama y se puso de pie, desnuda y temblando.

—¡Rachael! —exclamó Benny.

—Vámonos —dijo ella angustiada, dirigiéndose hacia el baño a la luz dorada, con las sombras de las palmeras, que se filtraba por la ventana esmerilada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ben.

—Aquí somos muy vulnerables. Puede que estemos en peligro. Debemos seguir circulando. Tenemos que mantenernos a la ofensiva. Debemos encontrarle antes de que él, u otros, den con nosotros.

Ben saltó de la cama, le cortó el paso y la rodeó con sus brazos.

—Todo saldrá bien.

—No digas eso.

—Ya lo verás.

—No desafíes al destino.

—Estando juntos somos fuertes —le dijo—. No hay nada más fuerte.

—Te lo ruego —insistió, llevándole la mano a los labios para silenciarle—. Por favor… no quiero perderte.

—No me perderás.

Pero al mirarle tuvo la terrible sensación de que ya le había perdido, de que la muerte estaba inevitablemente cerca.

El síndrome de «no me lo merezco».

O quizás un auténtico presagio.

No había forma de saber si era lo uno o lo otro.

La búsqueda del doctor Eric Leben no daba ningún resultado.

La terrible posibilidad del fracaso, para Anson Sharp, era como una enorme presión que se ejercía en las paredes de los laboratorios subterráneos de Geneplan en Riverside, comprimiendo las paredes sin ventanas, que parecían aplastarle lentamente. Era incapaz de asimilar el fracaso. Era un ganador, jamás perdía, superior a los demás mortales y sólo así podía pensar en sí mismo, sólo de ese modo era capaz de imaginarse, como miembro único de una especie superior, ya que esa visión de sí mismo justificaba cuanto deseara hacer, fuera lo que fuese, y era un hombre simplemente incapaz de ajustarse a las limitaciones morales y éticas de la gente común.

No hacían más que llegar informes negativos de todos los agentes en relación al difunto andante, que no había aparecido por ninguno de los lugares donde habría sido lógico que lo hiciera y, con el transcurso del tiempo, Sharp estaba cada vez más nervioso y furioso. Puede que la información de la que disponían sobre Eric Leben no fuera tan completa como suponían. Quizás anticipando esta situación, el genetista se había organizado un lugar secreto, desconocido incluso de la Agencia de la Seguridad. De ser así, se interpretaría como un fracaso personal de Sharp, ya que se había identificado excesivamente con la operación, esperando atribuirse el mérito de la captura de Leben.

Entonces cambió su suerte. Jerry Peake llamó para comunicar que Sarah Kiel, la amante juvenil de Eric Leben, había sido localizada en un hospital de Palm Springs.

—Pero el personal médico —aclaró frustrado, con su habitual sinceridad— se niega a cooperar.

A veces Anson Sharp se preguntaba si las ventajas de rodearse de agentes débiles y jóvenes, que por consiguiente no suponían ninguna amenaza para él, no se veía superada por la desventaja de la ineficacia. Evidentemente, ninguno de ellos pondría en peligro su situación cuando llegara a director, pero tampoco harían nada por su cuenta que demostrara positivamente lo que les había enseñado.

—Estaré ahí antes de que se le pasen los efectos del sedante —dijo Sharp.

Las investigaciones en los laboratorios de Geneplan podían proseguir algún tiempo sin su presencia. Los investigadores y los técnicos habían llegado para empezar el día, pero se les había mandado a su casa con la orden de no regresar hasta que se lo notificaran. Los expertos en informática de la ADS intentaban localizar las fichas del proyecto Wildcard en los bancos de datos de los ordenadores de Geneplan, pero su trabajo era tan extraordinariamente especializado, que Sharp no era capaz de supervisarlo ni comprenderlo.

Hizo algunas llamadas telefónicas a diversas agencias federales en Washington, buscando (y obteniendo) información sobre el hospital Desert General y el doctor Hans Werfell, que podría serle útil para presionarlos. Subió al helicóptero que le esperaba y cruzó nuevamente el desierto en dirección a Palm Springs, contento de estar nuevamente en movimiento.

Rachael y Benny cogieron un taxi hasta el aeropuerto de Palm Springs, alquilaron un impecable Ford en la Hertz y, cuando llegaron al centro de la ciudad, fueron los primeros clientes en una tienda de confección que abría a las nueve y media. Rachael se compró unos tejanos de color castaño, una blusa amarillo pálido, unos calcetines blancos de lana y unas zapatillas Adidas. Benny optó por los tejanos azules, camisa blanca, calcetines de lana, zapatillas deportivas y se cambiaron de ropa en los lavabos de una gasolinera, en el extremo norte de Palm Canyon Drive. Impacientes por seguir su camino, en parte por temor que los descubrieran, compraron café y unos bocadillos en McDonald’s, y desayunaron en el coche.

Rachael había contagiado a Benny con su presentimiento de que la muerte los acechaba y su repentina, casi clarividente, sensación de que el tiempo se les escapaba de las manos, cuyo impacto había acusado por primera vez en el hotel, cuando acababan de hacer el amor por segunda vez. Benny había procurado tranquilizarla, darle ánimos, pero lo único que había logrado era sentirse cada vez más intranquilo. Eran como dos animales que cada uno por su cuenta percibe instintivamente la proximidad de una terrible tormenta.

Lamentando no poder recoger su Mercedes rojo, que les habría permitido desplazarse con mayor rapidez que el Ford alquilado, Rachael se acomodó en su asiento, desayunando con poco entusiasmo, mientras Ben conducía hacia el norte por la carretera estatal 3 y después hacia el oeste por la interestatal 10. A pesar de que conducía el Ford tan rápido como cualquiera, manejándolo con una combinación de riesgo y seguridad poco característica de un vendedor de terrenos, no lograron llegar a la cabaña de Eric, sobre el lago Arrowhead, hasta casi la una de la tarde.

Rachael rogaba a Dios que no fuera demasiado tarde. E intentaba imaginarse cómo sería Eric, si le encontraban.