16. EN LA ZONA ZOMBI

Durante parte de la noche permaneció tumbado en la cama, completamente vestido, en la cabaña que tenía más arriba del lago Arrowhead, en un estado más profundo que el del sueño, más que si estuviera en coma, con la temperatura corporal en descenso, sólo veinte pulsaciones por minuto, la sangre apenas circulando, aspirando superficial e intermitentemente. De vez en cuando, tanto su respiración como sus latidos se paraban por completo, por períodos de diez o quince minutos, durante los cuales la única vida en su cuerpo era a nivel celular, que más que vida era estasis, extraño crepúsculo de la existencia que ningún hombre en la tierra había conocido jamás. Durante esos períodos de aletargamiento, en los que las células se renovaban lentamente y desempeñaban sus funciones a un ritmo enormemente reducido, el cuerpo acumulaba energía para cuando volviera a estar despierto y para acelerar el proceso de curación.

Se estaba curando con una rapidez asombrosa. Hora tras hora, de un modo casi visible, sus múltiples heridas y laceraciones se cerraban y sanaban. Bajo el morado oscuro de las contusiones sufridas en el brutal impacto con el camión de la basura, se percibía ya un tono amarillento, prueba de que la sangre derramada por los capilares lastimados era absorbida por los tejidos. Cuando estaba despierto, percibía los fragmentos del cráneo que le presionaban insistentemente el cerebro, a pesar que según la sabiduría médica, al carecer este órgano de terminales nerviosos, debería ser insensible; más que dolor era presión, semejante a la sensación que produce el taladro del dentista, en una muela anestesiada con novocaína. Y percibía, sin comprender cómo, que su cuerpo genéticamente mejorado se ocupaba de resolver paso a paso la herida de la cabeza, con la misma seguridad con que lo hacía con sus demás lesiones. Durante una semana necesitaría muchísimo descanso, pero los períodos de estasis serían más breves, menos frecuentes y menos atemorizadores. Eso era lo que quería creer. En un par o tres de semanas, su condición no sería peor que la de alguien que abandona el hospital después de una operación de gran envergadura. En un mes podía haberse recuperado por completo, a pesar de que siempre tendría una pequeña o pronunciada depresión en la zona del temporal derecho.

Sin embargo, su recuperación mental no se realizaba al ritmo acelerado de la regeneración de sus tejidos. Incluso cuando estaba despierto, con las pulsaciones y la respiración casi normales, era raro que tuviera la mente del todo despejada. Y durante los breves períodos en que su capacidad intelectual era aproximadamente la misma que antes de fallecer, era perfecta y lamentablemente consciente de que la mayor parte del tiempo funcionaba en un estado robótico, con frecuentes lapsus, en un estado de confusión y, a veces, auténticamente animal.

Se le ocurrían extrañas ideas.

En algunas ocasiones se creía joven, recién licenciado de la universidad, pero en otras era consciente de que tenía más de cuarenta años. A veces no sabía exactamente dónde estaba, en especial cuando iba por la carretera, conduciendo, sin puntos de vista familiares referentes a su vida anterior; apabullado por la confusión, con la sensación de estar y de que siempre estaría perdido, tenía que detenerse hasta que cediera el pánico. Sabía que tenía un gran objetivo, una importante misión, pero jamás era capaz de definir su camino o su destino. En otras ocasiones se creía muerto, cruzando las diferentes etapas del infierno en un viaje dantesco. Había momentos en que creía haber matado a alguien, a pesar de que no podía recordar a quién, y cuando lo recordaba brevemente lo alejaba de su memoria, con el convencimiento de que no se trataba de un recuerdo sino de una fantasía, ya que, evidentemente, era incapaz de matar a alguien a sangre fría. Por supuesto. Sin embargo, en otros momentos pensaba en lo emocionante y satisfactorio que sería matar a alguien, a cualquiera, a todo el mundo, porque en el fondo de su corazón sabía que todos le perseguían, querían cazarle, los muy cabrones que siempre habían querido deshacerse de él, pero que ahora estaban más decididos que nunca. Algunas veces le venía al pensamiento: los ratones, los ratones, los ratones perturbados que se lastiman contra las paredes de la jaula. Y en más de una ocasión, sin tener la más ligera idea de lo que las palabras significaban, decía en voz alta:

—Recuerda los ratones, los ratones. ¿Qué ratones, dónde, cuándo?

También veía cosas extrañas.

En ciertas ocasiones veía a gente que no podía estar allí: su madre, que había fallecido hacía mucho tiempo; un tío odioso que le había resultado muy molesto durante su infancia y un matón callejero que le amargaba la vida cuando iba a la escuela. De vez en cuando, como si sufriera el delirium tremens de un alcohólico crónico, veía bichos que se encaramaban por la pared, insectos, serpientes y animales más temibles que era incapaz de definir.

En varias ocasiones estaba seguro de haber visto un camino de baldosas negras que conducía hacia la terrible oscuridad del interior de la tierra. Incapaz de resistir la tentación, descubría repetidamente que se trataba de un camino ilusorio, producto de su imaginación morbosa y febril.

Entre todas las apariciones e ilusiones que circulaban ante sus ojos y por su deteriorada mente, las más inusuales y perturbadoras eran las hogueras espectrales. Saltaban inesperadamente con unos crujidos que no sólo oía, sino que sentía en sus huesos. Iba andando con cierta seguridad, caminando entre los vivos con bastante convicción y funcionando mejor de lo que se suponía capaz, cuando de pronto le aparecía una hoguera en la penumbra de la sala, en la sombra de un árbol, o en cualquier oscuridad le sobresaltaban las llamas de sangre húmeda con bordes plateados. Y al mirarlo de cerca, comprobaba que no había fuego alguno, que la hoguera había emergido del aire y se alimentaba de la nada, como si la propia penumbra hubiera estado en llamas y constituyera un excelente combustible, a pesar de ser insustancial. Cuando las hogueras decrecían y se extinguían, no quedaba rastro de ellas: ni cenizas, ni rescoldos, ni manchas de humo.

A pesar de que jamás le había temido al fuego antes de morir, ni había pensado nunca en la idea pirofóbica de que pudiera estar destinado a morir entre las llamas, esas hogueras espectrales le tenían aterrorizado. Al contemplar su intermitente resplandor, intuía que más allá había un misterio que debía resolver, a pesar de que le causaría una angustia inimaginable.

En sus pocos momentos de lucidez relativa, cuando su capacidad intelectual era casi como antes, se decía a sí mismo que la ilusión de las llamas no era más que la consecuencia de cruces sinápticos en su cerebro dañado, cortocircuitos de los impulsos eléctricos a través del tejido deteriorado. Además se decía que aquellas ilusiones le asustaban porque sobre todo había sido un intelectual, un hombre con una vida cerebral, por lo que tenía perfectamente derecho a asustarse de los síntomas de deterioro cerebral. El tejido sanaría, las hogueras espectrales desaparecerían para siempre y se recuperaría por completo. Esto era también lo que decía. Pero en los momentos menos lúcidos, cuando el mundo era tenebroso y aterrador, cuando se apoderaba de él la confusión y el miedo animal, las hogueras espectrales le producían un horror inconmensurable y quedaba paralizado por algo que creía haber vislumbrado en las llamas, o más allá de las mismas.

Ahora, cuando el alba acechaba persistentemente sobre la oscuridad de las montañas, Eric Leben ascendía de su estasis, gruñó suavemente durante un rato, después con mayor volumen y finalmente despertó. Se sentó al borde de la cama. Tenía la boca seca, con gusto a ceniza. El dolor le invadía la cabeza. Se tocó el temporal quebrado. No estaba peor; no se le desintegraba el cráneo.

La tenue luz del alba se filtraba por las ventanas y había una pequeña lámpara encendida, cuya luz no bastaba para eliminar todas las penumbras de la sala, pero era lo suficientemente intensa para herir la sensibilidad extrema de sus ojos. Húmedos y cálidos, sus ojos eran menos capaces de adaptarse al brillo de la luz desde que se había levantado de la fría plataforma de acero del depósito de cadáveres, como si la oscuridad se hubiera convertido en un medio natural, como si no perteneciera a un mundo iluminado por el sol o por la luz artificial.

Durante un par de minutos se concentró en la respiración, ya que era irregular, unas veces demasiado lenta y profunda, y otras excesivamente rápida y superficial. Cogió un estetoscopio de la mesilla de noche y se auscultó también el corazón. Latía con suficiente velocidad como para estar seguro de que no estaba a punto de caer en un estado de aletargamiento, si bien de un modo preocupantemente arrítmico.

Además del estetoscopio, había llevado allí otros instrumentos para medir su progreso. Un esfigmomanómetro para medir la presión sanguínea, y un oftalmoscopio que, con la ayuda de un espejo, le permitía estudiar la condición de sus retinas y la reacción de las pupilas. Tenía también una libreta en la que se disponía a tomar nota de sus propias observaciones, ya que era consciente, unas veces mucho y otras poco, de que era el primer ser humano que había muerto y regresado del más allá, de que era algo completamente nuevo en la historia y de que sus notas tendrían un valor incalculable cuando se hubiera recuperado por completo.

Recuerda los ratones, los ratones

Movió la cabeza enojado, como si un mosquito le rondara por la cara. Recuerda los ratones, los ratones. No tenía ni la más ligera idea de lo que eso significaba, a pesar de que a lo largo de la noche esa extraña y urgente idea le había asediado de forma persistente. Sospechaba vagamente que en el fondo conocía realmente el significado de los ratones y que reprimía la información porque le aterrorizaba. Sin embargo, cuando intentaba centrarse en el tema y procurar comprenderlo, no sólo no lo lograba sino que se sentía crecientemente frustrado, agitado y confuso.

Dejó el estetoscopio en la mesilla de noche, pero no cogió el esfigmomanómetro porque no tenía la paciencia ni la destreza necesaria para subirse la manga, enrollarse la banda de goma en el brazo, manipular la bomba y aguantar simultáneamente el indicador para poder leerlo. Lo había intentado antes de acostarse, pero su torpeza había acabado enfureciéndole. Tampoco cogió el oftalmoscopio para examinarse los ojos, porque habría tenido que ir al cuarto de baño para usar el espejo. No podía soportar verse con su aspecto actual: rostro grisáceo, ojos empañados, con un decaimiento de los músculos faciales que parecía que estaba… medio muerto.

Las páginas de su cuaderno estaban casi en blanco y en aquel momento no intentó agregar ninguna observación en su diario de recuperación. Por una parte, había descubierto que era incapaz de concentrarse intensa y prolongadamente, como para escribir de un modo legible e inteligente. Además, su torpe escritura, que antes había sido muy nítida y precisa, era algo que también tenía el poder de enfurecerle terriblemente.

Recuerda los ratones, los ratones lastimándose contra las paredes de la jaula, persiguiendo su propia cola, los ratones, los ratones

Con ambas manos en la cabeza, como para reprimir físicamente el desagradable y misterioso pensamiento, Eric Leben bajó de la cama y se puso de pie. Tenía ganas de orinar y estaba hambriento. Buena señal, eso indicaba que estaba vivo, por lo menos más vivo que muerto, y se alegró de experimentar esas simples necesidades biológicas.

Se dirigía hacia el baño, cuando de pronto se detuvo al ver una hoguera en la esquina de la habitación. Las llamas no eran reales, sino espectrales. Lenguas de sangre roja con bordes plateados. Crujían sedientas, consumiendo la penumbra en que habían nacido y, no obstante, sin reducir la oscuridad. Entornando los ojos para protegerse de la molestia que le producía la luz, Eric descubrió, como le había ocurrido antes, que algo le obligaba a escudriñar en las llamas, en las que extrañas formas se contorsionaban y le llamaban…

A pesar de que esas hogueras le producían un terror atroz, una parte de sí mismo, perversa más allá de su comprensión, no podía resistir la tentación de entrar en las llamas, atravesarlas como quien cruza una puerta y averiguar lo que ocultaban.

—¡No!

Al sentir que el deseo se convertía en necesidad inminente, quiso alejarse desesperadamente del fuego y se tambaleó con miedo, azorado, sentimientos que en el frágil estado en el que se encontraba no tardaron en transformarse en enojo y este en furor. Todo parecía conducir al furor, como si este fuera la esencia y el último fin de todas las demás emociones.

Había una lámpara de pie, de bronce y peltre con la pantalla de cristal esmerilado, a su alcance, junto a un sillón. La levantó con ambas manos, la alzó por encima de la cabeza y la arrojó al otro lado de la sala. La pantalla se estrelló contra la pared y los crujientes fragmentos de cristal esmerilado cayeron sobre el suelo. La base y el pedestal metálicos se estrellaron contra la cómoda lacada en blanco y cayeron estruendosamente al suelo.

La emoción de la destrucción que corrió por su interior estaba dotada de una oscura intensidad, semejante a la de un instinto sexual sádico y con una potencia casi tan enorme como la de un orgasmo. Antes de morir, le obsesionaba el éxito, la construcción de imperios, la adquisición de riquezas; sin embargo, después de la muerte se había convertido en una máquina de destrucción, con tanta necesidad por destruir la propiedad como antes había tenido por adquirirla.

La cabaña estaba decorada en estilo ultramoderno, con toques de arte contemporáneo, como el de la lámpara destrozada, no muy idóneo para una cabaña de cinco habitaciones en la montaña, pero que satisfacía la necesidad de Eric por lo nuevo y moderno en todas las cosas. En un estado frenético, comenzó a reducir el elegante decorado a un montón de escombros. Levantó el sillón como si sólo pesara un par de kilos y lo arrojó contra la triple luna de la pared, detrás de la cama. El espejo se rompió en mil pedazos y el sillón cayó sobre la cama, acompañado de múltiples pedacitos de cristal resplandeciente. Con la respiración agitada, Eric cogió los restos de la lámpara del suelo, la agarró por el pedestal, descargó un fuerte golpe contra una estatua de bronce que había sobre la cómoda, sirviéndose de la base como si fuera un enorme martillo, derribando la escultura; asestó otro gran golpe contra el espejo de la cómoda, destruyendo, destruyendo; la lanzó contra un cuadro que colgaba de la pared cerca de la puerta del baño, derribó la pintura, rematándola a martillazos en el suelo. Se sentía a gusto, muy a gusto, mejor que nunca, vivo. Mientras se entregaba por completo y con satisfacción a su alocada furia, gruñía como un animal feroz o chillaba incoherentemente, a pesar de que había una palabra especial que pronunciaba con inconfundible claridad: «Rachael».

—¡Rachael, Rachael! —exclamaba con indiscutible odio, escupiendo las palabras.

Descargó la fuerza de su martillo improvisado contra una mesilla lacada en blanco, antes situada junto al sillón, golpeando y golpeando hasta que quedó reducida a astillas.

—Rachael, Rachael.

Golpeó la lámpara de la mesilla de noche, arrojándola contra el suelo. Las arterias pulsaban furiosamente en su cuello y en sus sienes, la sangre cantaba en sus oídos, siguió golpeando la mesilla hasta romper las manecillas de los cajones, golpeó la pared.

—Rachael.

Siguió asestando golpes hasta que el pedestal estaba tan doblado que ya no tenía uso alguno, lo arrojó enojado, arrancó las cortinas, destrozó otro cuadro de la pared y lo pisoteó.

—Rachael, Rachael, Rachael.

Empezó a tambalearse y a mover sus enormes brazos en el aire, girando en círculos, como un toro desbocado, y de pronto le costó respirar. Sintió que la fuerza de la locura le abandonaba, la sed de destrucción se alejaba paulatinamente y cayó de rodillas al suelo, boca abajo, jadeando, con la cabeza ladeada y el rostro hundido parcialmente en la gruesa alfombra. Su mente estaba todavía más confusa que los extraños y empañados ojos que no se atrevía a mirar al espejo, pero a pesar de que la energía demoníaca le había abandonado, aún tenía suficiente fuerza para pronunciar aquel nombre especial, una y otra vez, tumbado en el suelo:

—Rachael… Rachael… Rachael…