15. EL AMOR

Los sueños de Ben eran oscuros y tormentosos, cruzados por rayos que iluminaban la nada de un paisaje deforme, habitado por seres invisibles pero temibles, que le amenazaban desde las tinieblas, donde todo era basto, frío y solitario. Era, sin serlo, el infierno verde donde había pasado tres años de su juventud, simultáneamente familiar y desconocido, tal como lo había conocido y sin embargo con los paisajes cambiados, como sólo ocurre en los sueños.

Poco después del alba, le despertaron unos gritos agudos como los de un pájaro, llenos de temor, de escalofríos y descubrió que Rachael estaba junto a él. Se había trasladado de la otra cama y le abrazaba para confortarle. Su tacto cálido y suave desalojó el sueño frío y solitario. El latido rítmico de su corazón era como un brillante faro en una costa invadida por la niebla, cada pulsación repleta de seguridad.

Ben creía que lo único que pretendía ofrecerle era el consuelo de una buena amiga, si bien quizás inconscientemente le brindaba el mayor regalo del amor, que a su vez deseaba. En el estado semiconsciente que sigue al sueño, cuando su visión parecía filtrada por un paño traslúcido, cuando la invisible finura de la seda cálida parecía interponerse entre sus manos y todo lo que tocaba, y cuando los sonidos estaban todavía empañados por el sueño, su percepción no era lo suficientemente clara para estar seguro de cómo y cuándo el consuelo ofrecido (y aceptado) se había convertido en amor. Sólo sabía que había ocurrido y que al unirse a su cuerpo desnudo, sintió una rectitud que no había experimentado jamás en sus treinta y siete años de vida.

Estaba finalmente dentro de ella y ella llena de él. Era refrescante y portentoso, sin tener que buscar los ritmos y pautas que le satisfacieran, porque conocían perfectamente sus gustos respectivos, como si hiciera diez años que fueran amantes.

A pesar de que el suave zumbido del aire acondicionado mantenía la habitación refrigerada, Ben tenía una percepción casi psíquica del calor del desierto empujando las ventanas. Aquel cuarto acondicionado era como una burbuja suspendida fuera de la realidad de una tierra inhóspita, al igual que aquel momento especial de tierna copulación era como una burbuja que flotaba ajena al paso normal de los segundos y los minutos.

Había sólo una ventana opaca, de cristal esmerilado, en la parte alta de la pared, desprovista de cortina y sobre la misma, el sol naciente construía un creciente fuego. En el exterior, las palmeras que se mecían lánguidamente en la brisa, filtraban los rayos del sol; cuales plumas, las sombras tropicales y la luz esmerilada acariciaba sus cuerpos desnudos, ondulándose con su movimiento.

Ben le veía claramente el rostro, a pesar de la inconstancia de la luz. Sus ojos estaban cerrados y su boca abierta. Su respiración al principio era profunda y después más acelerada. Cada una de las líneas de su rostro era exquisitamente sensual, pero al mismo tiempo de una preciosidad infinita. La percepción de su sublimidad suponía muchísimo más para él que su desbordante sensualidad, ya que su reacción era más emocional que física, como consecuencia de los meses que habían pasado juntos y del gran afecto que sentía por ella. Dado lo muy especial que era para él, su copulación no era un mero acto sexual sino una expresión de amor, inmensamente más gratificante.

Presintiendo que la observaba, abrió los ojos y los fijó en los suyos, formando un vínculo electrificante.

La luz matutina filtrada por las palmeras adquirió rápidamente brillo, convirtiendo la tenue palidez en amarillo limón y después en oro. Los colores bañaban el rostro de Rachael, su esbelto cuello y sus generosos senos. Al aumentar la riqueza de la luz, también lo hizo su ritmo, hasta que ambos jadearon, hasta que ella chilló y volvió a chillar, en cuyo momento la brisa exterior se convirtió inesperadamente en un fuerte vendaval que agitaba las palmeras, proyectando furiosas sombras sobre la cama, a través de la empañada ventana. En el preciso momento en que las sombras esculpidas por el viento brincaban y se contorsionaban, Ben profundizó estremeciéndose, al tiempo que descargaba una copiosa medida de sí mismo en el interior de Rachael y en el preciso momento en que acababa de dar paso a la última semilla, amainó también el viento, dirigiéndose hacia otros confines del mundo.

Al cabo de un rato se retiró y permanecieron el uno junto al otro, mirándose, con las cabezas muy juntas, entremezclando el aire que respiraban. Pero no intercambiaron palabra ni sintieron necesidad de hacerlo y gradualmente cayeron de nuevo en el sueño.

Jamás se había sentido tan colmado y satisfecho como entonces. Incluso en los buenos tiempos de su juventud, antes del infierno verde, antes de Vietnam, jamás se había sentido ni remotamente tan a gusto.

Ella se durmió antes que él y durante un largo y agradable momento la observó mientras se le formaba una burbuja de saliva entre los labios y se fundía. Comenzaron a cerrársele los ojos y lo último que vio antes de conciliar el sueño fue una cicatriz casi imperceptible, a lo largo de su mandíbula, producida cuando Eric le había arrojado un vaso.

Flotando hacia el oscuro reposo, Ben sintió casi compasión de Eric Leben, porque el científico jamás se había dado cuenta de que el amor era lo más cercano a la inmortalidad que el ser humano podía conocer y que la única y mejor respuesta a la muerte era el amor. El amor.