13. REVELACIONES

Llevaron a Sarah Kiel al hospital en el Subaru gris robado. Rachael se comprometió a pagar la cuenta, le entregó un cheque de diez mil dólares a Sarah, llamó a sus padres a Kansas, salió con Ben del hospital y fueron en busca de un lugar adecuado donde pasar el resto de la noche.

A las 3.35 de la madrugada del martes, agotados y con los ojos turbios, encontraron un gran hotel en Palm Canyon Drive, con un sereno en la recepción. En su habitación había unas cortinas de color naranja y blanco, que a Ben le parecieron muy chillonas, y Rachael comentó que el cubrecamas le daba asco, pero la ducha y el aire acondicionado funcionaban, las dos camas de tres cuartos tenían buenos colchones, y el cuarto estaba situado en la parte posterior del edificio, alejado de la calle, donde podrían descansar incluso después de que comenzara el bullicio matutino, por lo que no era exactamente un infierno.

Rachael se quedó sola unos diez minutos, mientras Ben conducía el Subaru robado por la puerta trasera del hotel, hasta el aparcamiento de un supermercado a varias manzanas de distancia, y regresaba a pie. Tanto a la ida como a la vuelta, procuró no pasar frente a la recepción, con el fin de no despertar la curiosidad del sereno. Al día siguiente, sin prisas, se ocuparían de alquilar un vehículo.

En su ausencia, Rachael visitó las máquinas automáticas de hielo y de venta de bebidas. Sobre una mesilla junto a la ventana, había un cubo lleno de cubitos de hielo, varias latas de coca cola, unas normales y otras light, cerveza A. W. Root y zumo de naranja.

—He pensado que podías estar sediento —le dijo, a su llegada.

De pronto recordó que estaban en medio del desierto y que durante las últimas horas, mientras circulaban, no habían dejado de sudar. Se tomó un vaso de zumo de naranja de dos tragos, sin sentarse, bebió una cerveza casi con la misma rapidez y entonces se sentó, abriendo una lata de Coca Cola light.

—¿Cómo se las arreglan los camellos, a pesar de la joroba?

—¿Y bien? —dijo Rachael, dejando caer todo su peso al otro lado de la mesilla, mientras abría una lata de coca cola.

—¿Bien, qué?

—¿No vas a formularme ninguna pregunta?

Benny bostezó, no de un modo perverso, ni porque quisiera enojarla, sino porque en aquel momento le apetecía más dormir que enterarse finalmente de la verdad de sus circunstancias.

—¿Preguntar qué? —exclamó.

—Lo mismo que me has estado preguntando toda la noche.

—Has dejado perfectamente claro que no estabas dispuesta a responder.

—Ahora lo estoy. Ya es imposible evitar involucrarte.

Tenía el aspecto tan triste, que Ben sintió en su huesos el frío augurio de la muerte y se preguntó si en realidad no habría cometido una locura involucrándose en aquel asunto, aunque fuera para ayudar a la mujer que amaba. Ella le miraba como si contemplara un cadáver, como si ambos estuvieran muertos.

—Si estás dispuesta a contármelo —le dijo—, no necesito formularte ninguna pregunta.

—Vas a tener que prescindir de todo prejuicio. Lo que voy a contarte podrá parecerte increíble… muy extraño.

—¿Te refieres al hecho de que Eric haya vuelto a la vida después de morir? —preguntó, tomando un sorbo de su Coca Cola light.

Se estremeció sorprendida y le miró fijamente. Abrió la boca, pero no le salían las palabras.

En toda su vida jamás había provocado una reacción semejante y le produjo un inmenso placer.

—Pero… ¿cómo… cuándo… qué? —balbució finalmente.

—¿Cómo sé lo que sé? —dijo Ben—. ¿Cuándo lo he deducido? ¿Qué me ha dado la pista?

Rachael asintió.

—¡Diablos! —exclamó—, si alguien hubiera robado el cadáver de Eric, con toda seguridad habría ido en su propio coche para transportarlo. No habría tenido que asesinar a una mujer para robarle el coche. Además está lo de la ropa hospitalaria abandonada en el garaje de Villa Park. Por otra parte, me he dado cuenta de que estabas verdaderamente aterrorizada desde que he llegado a tu casa esta noche y no sueles asustarte con facilidad. Eres una mujer competente y capacitada, que no se deja vencer por la angustia. En realidad, jamás he visto que le tuvieras miedo a nada, a excepción posiblemente de… Eric.

—Realmente falleció en el accidente. No ha sido caso de diagnóstico equivocado.

—Su trabajo y su genio estaban al servicio de la ingeniería genética —dijo Ben, cuyo deseo de dormir había decrecido un poco—. Y estaba obsesionado por seguir siendo joven. Por consiguiente, sospecho que descubrió el sistema de manipular los genes relacionados con la vejez y con la muerte. O puede que construyera artificialmente un nuevo gen para acelerar la curación, la estasis de los tejidos… la inmortalidad.

—No dejas de asombrarme —dijo Rachael.

—Soy un tipo bastante sorprendente.

Sus propias aprensiones dieron paso a la energía de sus nervios. No podía estarse quieta. Se levantó y comenzó a andar de un lado para otro.

Él siguió sentado, tomando sorbos de su Coca Cola light. Había estado inquieto toda la noche; ahora le tocaba a ella.

—Cuando Geneplan patentó sus primeros microorganismos artificiales altamente rentables —dijo en un tono impregnado de temor y resignación—, Eric quería convertir el negocio en una empresa pública, con lo que habría vendido el treinta por ciento de sus acciones, con un beneficio de cien millones de un día para otro.

—¿Cien? ¡Dios mío!

—Sus dos socios y tres investigadores asociados, también accionistas de la empresa, estaban medio decididos a que lo hiciera, porque también habrían ganado mucho dinero. A todos, menos a Vincent Baresco, les atraía la perspectiva del dinero. Eric se negó a hacerlo.

—Baresco —dijo Ben—. El individuo que nos ha amenazado con el Magnum, con quien me he peleado en el despacho de Eric esta noche, ¿es socio de la empresa?

—Es el doctor Vincent Baresco. Es uno de los investigadores meticulosamente elegidos por Eric, uno de los pocos que conocen la existencia del proyecto Wildcard. En realidad, sólo ellos seis lo sabían todo. Y yo. A Eric le gustaba presumir ante mí. De todos modos, Baresco se unió con Eric, oponiéndose a la venta de acciones de Geneplan y logró convencer a los demás. Si seguían como empresa privada no tenían que dar explicaciones a los accionistas. Podían gastar el dinero en proyectos inverosímiles sin tener que justificar sus decisiones.

—Como investigar la inmortalidad o su equivalente.

—No se proponían alcanzar la inmortalidad, sino la longevidad, la regeneración. Tuvieron que dedicarle muchísimo dinero al proyecto, que los accionistas habrían querido cobrar en forma de dividendos. A pesar de ello, Eric y los demás se enriquecían con los modestos porcentajes de los beneficios corporativos que distribuían entre ellos, por lo que no necesitaban el capital que habrían acumulado vendiendo acciones.

—Regeneración —reflexionó Ben.

Rachael se detuvo frente a la ventana, abrió cuidadosamente las cortinas y observó el aparcamiento del hotel, sumido en el manto de la noche.

—Quién sabe —respondió—, no soy experta en ingeniería genética. Pero… lograron desarrollar un virus benigno que funciona como «transportador» para trasladar el material genético a las células del cuerpo y colocar los nuevos fragmentos con toda precisión en las cadenas de cromosomas. Es como si el virus fuera una especie de bisturí viviente que practica la cirugía genética. Al tratarse de un ser microscópico, puede realizar pequeñísimas operaciones, que serían imposibles con un bisturí real. Puede ser diseñado para que busque y se adhiera a cierta porción de la cadena cromosómica, destruyendo el gen con el que se encuentra o insertando uno nuevo.

—¿Y lo lograron?

—Sí. Entonces tuvieron que identificar positivamente los genes asociados por el proceso de envejecimiento, para eliminarlos y desarrollar material genético artificial, que el virus transportara al interior de las células. El objeto de los nuevos genes sería detener el proceso de envejecimiento y mejorar enormemente el sistema natural de inmunidad, estimulando el organismo para que produjera enormes cantidades de interferón y de otras sustancias curativas. ¿Me comprendes?

—Bastante.

—Incluso creyeron que podrían dotar al cuerpo humano de la habilidad de regenerar tejido destruido, huesos y órganos vitales.

Seguía contemplando la noche y parecía haber empalidecido, no a causa de lo que veía, sino al pensar en lo que lentamente le revelaba.

—Gracias a sus patentes ganaban muchísimo dinero —prosiguió—. Lo que les permitió gastar Dios sabe cuántas decenas de millones distribuyendo la investigación entre especialistas en genética fuera de la empresa, fragmentando el proyecto de modo que nadie pudiera comprender realmente lo que se proponían. Era como el equivalente privado del proyecto Manhattan y quizás incluso más secreto que el desarrollo de la bomba atómica.

—¿Con el fin de poder ser ellos quienes se aprovecharan de los resultados, si lo conseguían?

—En parte, sí —dijo soltando la cortina y alejándose de la ventana—. Además, guardando el secreto, imagínate el poder que tendrían, eligiendo a los que se beneficiarían del mismo. Esencialmente podrían crear una raza superior de élite, que les debería la existencia. La mera amenaza de no brindarle la panacea, podría obligar prácticamente a cualquiera a cooperar con ellos. Cuando Eric me lo contó, me pareció una tontería, una quimera, a pesar de que sabía que era un genio en su campo.

—Esos individuos del Cadillac que nos perseguían y que han disparado contra los policías…

—Son de Geneplan —respondió todavía muy nerviosa, nuevamente paseando—. He reconocido el coche. Es el de Rupert Knowls. Este fue quien aportó el primer capital, que le permitió a Eric fundar la empresa. Después de Eric, es el socio principal.

—Un hombre rico… ¿y está dispuesto a arriesgar su reputación y su libertad asesinando a un par de policías?

—Para proteger el secreto, eso parece. No ha sido jamás un tipo muy escrupuloso. Y ante esta oportunidad, supongo que sus escrúpulos serán más flexibles que nunca.

—De acuerdo. De modo que desarrollaron la técnica para prolongar la vida y estimular la curación con increíble rapidez. ¿Y entonces qué?

Su hermoso rostro, hasta entonces pálido, quedó ahora sumido en una inexistente penumbra.

—Entonces empezaron a experimentar con animales en el laboratorio. Principalmente con ratones blancos.

Ben se incorporó en su silla y dejó la lata de coca cola sobre la mesa, porque por la actitud de Rachael tuvo la sensación de que se acercaba al quid de la cuestión.

Ella se detuvo momentáneamente para examinar el cerrojo de la puerta, que daba a un pasillo abierto frente al aparcamiento. El cerrojo estaba perfectamente echado, pero después de titubear unos instantes cogió una silla, la inclinó sobre las patas traseras y encajó el respaldo bajo la manecilla de la puerta, para sentirse así más protegida.

Ben estaba seguro de que actuaba con excesiva precaución, casi de forma paranoica. Sin embargo, no se oponía a ello.

—Entonces inyectaron los ratones, los cambiaron —dijo sentándose nuevamente al borde de la cama—, utilizando naturalmente genes de ratón, en lugar de humanos, pero aplicando las mismas teorías y técnicas diseñadas para incrementar la longevidad de los seres humanos. Los ratones, de una variedad de vida corta, vivieron más que de costumbre… el doble de lo normal, y seguían tan tranquilos. Llegaron al triple de su vida habitual… cuatro veces… y seguían siendo jóvenes. A algunos les causaron diversos tipos de heridas, desde contusiones y abrasiones hasta perforaciones, huesos quebrados, o quemaduras, y curaron con sorprendente facilidad. Se recuperaron plenamente, después de haberles prácticamente destruido los riñones. Pulmones en estado avanzado de corrosión por ácido, se regeneraron. Incluso recuperaron la visión después de haber sido cegados. Y entonces…

Su voz fue apagándose, contempló la puerta reforzada, entonces la ventana, bajó la cabeza y cerró los ojos.

Ben esperó.

—Según su práctica habitual —prosiguió con los ojos cerrados—, mataron algunos ratones y los guardaron para diseccionarlos y examinar meticulosamente sus tejidos. La muerte de algunos se provocó con una inyección de aire, provocándoles una embolia y la de otros con una dosis mortal de formaldehído. No cabía la menor duda de que estaban muertos. Muy muertos. Pero los que no habían sido todavía diseccionados… volvieron a la vida. A las pocas horas. En las bandejas del laboratorio… comenzaron a… retorcerse y estremecerse. Al principio débiles y con la visión turbia… pero volvieron a la vida. Al poco rato comenzaron a caminar, a correr por sus jaulas y a comer como si nada.

Nadie lo había previsto. Por supuesto los ratones, antes de haber sido sacrificados, contaban con un sistema inmune inmensamente mejorado, una capacidad de curación asombrosa y una vida cuya duración era muy superior a la normal, pero… —continuó Rachael, abriendo los ojos y mirándole—, después de cruzar la línea de la muerte… ¿quién podía imaginar que regresaran?

A Ben comenzaron a temblarle las manos y sintió un escalofrío que le subía por la espalda, cuando comenzó a darse cuenta de la importancia y significado de lo que estaba en juego.

—Así es —le dijo Rachael, como si viera lo que ocurría en su mente y en su corazón.

Le invadía una extraña mezcla de terror, asombro y desmesurada alegría. El terror se lo producía la idea de que cualquier cosa, ratón u hombre, pudiera regresar del reino de los muertos; el asombro, el hecho de que el genio humano hubiese sido capaz de romper las terribles cadenas de la mortalidad, y le alegraba la idea de que la humanidad pudiera librarse para siempre de la pérdida de los seres queridos, del temor a la enfermedad y de la muerte.

—Puede que un día… quizás no lejano —dijo Rachael, como si le leyera el pensamiento—, no tengamos que seguir temiendo la muerte. Pero aún no. No ha llegado todavía el momento. Porque el éxito del proyecto Wildcard no es absoluto. Los ratones que volvieron a la vida eran… extraños.

—¿Extraños?

—Al principio los investigadores creyeron que la extraña conducta de los ratones se debía a algún tipo de atrofia cerebral —dijo Rachael, en lugar de responder directamente a su pregunta—, puede que no por causa de los tejidos cerebrales sino de la química fundamental del cerebro, que los ratones eran incapaces de reparar, a pesar de su extraordinaria capacidad curativa. Pero no era ese el caso. Seguían siendo capaces de recorrer complejos laberintos y repetir difíciles tareas, aprendidas antes de fallecer…

—De lo que se deduce que la memoria, el conocimiento y probablemente ciertos aspectos de la personalidad, sobreviven durante el breve período sin vida que media entre la muerte y el renacimiento.

—Lo que indicaría que incluso después de la muerte sigue existiendo durante algún tiempo una pequeña corriente, suficiente para mantener la memoria intacta hasta… la resurrección —asintió Rachael—. Al igual que los ordenadores en los cortes de corriente, capaces de conservar la memoria a corto plazo, gracias a la poca electricidad suministrada por unas pilas.

—Bien —dijo Ben, a quien ya se le había pasado el sueño—, los ratones eran capaces de correr por complejos laberintos, pero había en ellos algo extraño. ¿Qué? ¿Cómo de extraño?

—A veces, sobre todo al principio, tenían momentos de confusión, golpeándose contra los barrotes de la jaula o dando vueltas para alcanzar su propia cola. Este tipo de conducta anormal no tardó en desaparecer. Sin embargo, la sustituyó otra tendencia mucho más preocupante… y duradera.

Llegó un coche y se detuvo en el aparcamiento del hotel.

Rachael miró con intranquilidad hacia la barricada de la puerta.

En el aire inerte del desierto, la puerta de un vehículo se abrió y cerró de nuevo.

Ben se incorporó en su asiento, tenso.

Se oyeron suaves pasos en la negra noche. En dirección opuesta a la de su habitación. En otra parte del hotel, una puerta se abrió y cerró de nuevo.

—Evidentemente, los ratones son cobardes por naturaleza —dijo Rachael tranquilizada, relajando los hombros—. No se enfrentan jamás a sus enemigos. No están equipados para hacerlo. Sobreviven corriendo, esquivando y ocultándose.

Ni siquiera se pelean entre sí, por cuestiones de supremacía o de territorio. Son tímidos y sumisos. Pero los ratones resucitados no lo eran en absoluto. Se peleaban entre sí, atacaban a los demás e incluso intentaban agredir a los investigadores, a pesar de que un ratón no tiene posibilidad alguna de causarle daño a un hombre y suele ser perfectamente consciente de ello. Tenían ataques de ira, durante los que arañaban el suelo de la jaula, levantaban las patas delanteras como si se enfrentaran a enemigos imaginarios y en algunas ocasiones llegaban a agredirse a sí mismos. A veces dichos ataques duraban menos de un minuto, pero con mayor frecuencia seguían hasta desplomarse de agotamiento.

Guardaron momentáneamente silencio.

Un silencio profundo y sepulcral en la habitación del hotel.

—A pesar de esta peculiaridad de los ratones —dijo finalmente Ben—, Eric y sus investigadores debían de estar emocionadísimos. Dios mío, se habían propuesto prolongar la duración de la vida y habían logrado burlar la muerte.

Por consiguiente, debían de estar impacientes por desarrollar métodos similares de alteración genética para los seres humanos.

—Efectivamente.

—A pesar de la tendencia inexplicable de los ratones a la locura, los ataques de ira y la violencia indiscriminada.

—Sí.

—Pensando que eso no ocurriría con los seres humanos… o que lo solucionarían de algún modo.

—Efectivamente.

—Entonces… —prosiguió Ben—, el trabajo progresó paulatinamente, pero con excesiva lentitud para Eric. Con su interés y obsesión por la juventud, así como su miedo irracional a la muerte, decidió no esperar a que el descubrimiento fuera seguro y demostrado.

—Así es.

—Eso es a lo que te referías esta noche en el despacho de Eric, cuando le has preguntado a Baresco si sabía que Eric había violado la regla cardinal. Para un investigador genético u otros especialistas en las ciencias biológicas, ¿cuál podría ser la regla cardinal? No experimentar jamás con seres humanos, hasta haber resuelto todos los problemas y facetas inexplicables investigando con animales, o en etapas inferiores.

—Exactamente —respondió Rachael.

Se había cruzado las manos sobre las rodillas, para impedir que le temblaran, pero no dejaban de movérsele los dedos.

—Y Vincent no sabía que Eric hubiera violado la regla cardinal —prosiguió Rachael—. Yo lo sabía. Para ellos debe de haber supuesto una sorpresa muy desagradable enterarse de que el cuerpo de Eric había desaparecido. Al saberlo han comprendido que había cometido la más atroz e imperdonable de las locuras.

—¿Y ahora qué? —preguntó Ben—. ¿Se proponen ayudarle?

—No. Quieren matarle de nuevo.

—¿Por qué?

—Porque no podrá volver por completo, ni siquiera para ser como era. El producto no está todavía perfeccionado.

—Diablos, ¿será como los animales del laboratorio?

—Probablemente. Extraño, violento y peligroso.

Ben pensó en la terrible destrucción que había presenciado en la casa de Villa Park y en la sangre del maletero del coche.

—Recuerda que en vida era un tipo sin escrúpulos —dijo Rachael— y que difícilmente controlaba sus impulsos violentos. Los ratones empezaron como seres sumisos, pero no Eric. Imagínate cómo debe ser ahora. Fíjate en lo que le ha hecho a Sarah Kiel.

Ben no sólo recordó a la niña apaleada, sino la cocina destrozada de la casa de Palm Springs y los cuchillos clavados en la pared.

—Y si Eric mata a alguien en uno de esos arrebatos de ira —dijo Rachael—, es más probable que la policía se entere de que está vivo y Wildcard deje de ser un secreto. Por consiguiente sus socios quieren matarle de un modo definitivo, que excluya otra posible resurrección. No me sorprendería que le descuartizaran el cuerpo, que lo incineraran, o que lo esparcieran por varias localidades.

«Dios mío —pensó Ben—, ¿es realidad o una película de terror?».

—¿Quieren matarte porque sabes lo de Wildcard? —le preguntó.

—Sí, pero no es esa la única razón por la que quieren alcanzarme. Por lo menos tienen otras dos. En primer lugar, probablemente creen que sé dónde se oculta Eric.

—¿Lo sabes?

—Tengo cierta idea. Además Sarah Kiel me ha dado otra. Pero no estoy segura.

—¿Has dicho que había una tercera razón?

—Soy probablemente la heredera de Geneplan —asintió— y no confían en que siga financiando el proyecto Wildcard. Si logran eliminarme, tendrán muchas más probabilidades de mantener el control de la empresa y seguir guardando el secreto de Wildcard. Si hubiera llegado a la caja fuerte de Eric antes que ellos y hubiese encontrado su agenda, contaría con una prueba sólida de la existencia de Wildcard y no se atreverían a tocarme. Sin pruebas, soy vulnerable.

Ben se levantó, inquieto, y comenzó a pasear por la habitación.

En algún lugar de la noche, no muy lejos de los muros del hotel, un gato chilló de ira o de pasión. Duró mucho rato, subiendo y bajando, un ululato aterrador.

—Rachael —dijo finalmente Ben—, ¿por qué persigues a Eric? ¿Por qué tanta prisa en alcanzarle antes de que lo hagan los demás? ¿Qué piensas hacer si le encuentras?

—Matarle —dijo sin titubeo alguno, con una voluntad férrea reflejada en la frialdad de sus ojos verdes—. Matarle de un modo definitivo. Porque si no lo hago, se esconderá hasta que esté en mejores condiciones, hasta tener un mejor control de sí mismo y entonces vendrá a matarme a mí. Cuando murió estaba furioso conmigo, tan cegado por el odio que no vio el camión que se acercaba y estoy segura de que aún le consumía el mismo odio cuando recuperó la conciencia en el depósito de cadáveres. En su mente ofuscada y tortuosa, soy probablemente su primera obsesión y no creo que descanse hasta que esté muerta o hasta que lo esté él de un modo definitivo.

Sabía que tenía razón. Ella le inspiraba un miedo profundo.

Su preferencia por el pasado era tan fuerte ahora como de costumbre y habría deseado encontrarse en otra época. ¿En qué locura se había convertido el mundo moderno? Los delincuentes se apoderaban de la calle por la noche. Se podía destruir la totalidad del planeta en una sola hora, apretando simplemente unos pocos botones. Y ahora… hasta los muertos podían ser reanimados. Ben habría querido meterse en el túnel del tiempo y trasladarse a otra época mejor, por ejemplo al principio de los años veinte, cuando aún existía el sentido del asombro y una fe pura e ilimitada en el potencial humano.

Sin embargo, también recordaba la alegría que había sentido al oírle decir a Rachael que la muerte había sido derrotada, antes de que le contara que los que regresaban del más allá lo hacían horriblemente cambiados. Se había emocionado. Una actitud claramente impropia de un acérrimo reaccionario. Tal vez contemplara el pasado con enorme sentimentalismo, pero en su corazón, como los demás de su época, se sentía indiscutiblemente atraído por la ciencia y por su potencial para crear un futuro mejor. Quizás no fuera un habitante tan inusual del mundo moderno como pretendía. Quizás aquella experiencia le estaba enseñando algo sobre sí mismo, que había preferido no aprender.

—¿Podrías realmente apretar el gatillo contra Eric? —le preguntó.

—Sí.

—No estoy seguro de que fueras capaz. Sospecho que te quedarías helada al enfrentarte realmente a las implicaciones morales del asesinato.

—No sería un asesinato. Ha dejado de ser un ser humano. Está ya muerto. Un muerto viviente. Un muerto andante.

Ha dejado de ser un hombre. Es diferente. Cambiado. Al igual que cambiaron los ratones. Ahora es sólo una cosa, no un hombre, una cosa peligrosa y no tendría ningún reparo en volarle la cabeza. Aunque las autoridades llegaran a enterarse, dudo de que quisieran llevarme ante los tribunales. Y no existe ningún dilema moral que me perturbe en mi propia mente.

—Es evidente que lo has pensado detenidamente. Pero ¿por qué no ocultarte hasta que sus socios le encuentren y sean ellos quienes le maten?

—No puedo apostarlo todo a que ganen —respondió moviendo la cabeza—. Quizás no lo logren. Es posible que no le encuentren antes de que él dé conmigo. Estamos hablando de mi vida y por Dios que no confío en nadie, más que en mí misma, para defenderla.

—Y en mí —dijo Benny.

—Y en ti, sí. También en ti, Benny.

—Lo que estamos haciendo es perseguir a un muerto —dijo, sentándose junto a ella en la cama.

—Sí.

—Pero ahora debemos descansar.

—Estoy agotada.

—¿Adónde iremos mañana?

—Sarah me ha hablado de una cabaña que Eric posee en las montañas, cerca del lago Arrowhead. Parece un lugar recluido. Justo lo que necesita ahora, para pasar unos días, mientras tiene lugar el proceso inicial de curación.

—Claro —suspiró Ben—. Parece probable que le encontremos en un lugar como ese.

—No tienes por qué acompañarme.

—Lo haré.

—Pero no tienes por qué hacerlo.

—Lo sé. Pero lo haré.

Le besó suavemente la mejilla.

A pesar de que estaba preocupada, sudorosa y agotada, con el cabello desordenado y los ojos irritados, seguía siendo hermosa. Jamás se había sentido tan cerca de ella. Enfrentarse juntos a la muerte forja siempre un vínculo especial entre la gente, reforzando su unión, por muy fuerte que ya fuera. Lo sabía, porque había estado en la guerra del infierno verde.

—Descansemos un poco, Benny —le dijo con ternura.

—De acuerdo —respondió.

Sin embargo, antes de tumbarse y apagar las luces, tenía que verificar el cargador del Smith Wesson Combat Magnum que le había quitado a Vincent Baresco unas horas antes y ver cuántas balas quedaban. Tres. Baresco había descargado la mitad en el despacho de Eric, disparando a ciegas cuando Ben le atacó. Quedaban tres. No mucho. No las suficientes para que Ben se sintiera seguro, aun teniendo en cuenta que Rachael tenía su pistola del 32. ¿Cuántas balas hacían falta para detener a un muerto andante? Ben puso el Combat Magnum sobre la mesilla de noche, al alcance de la mano, por si lo necesitaba durante el resto de la noche.

Por la mañana compraría una caja de balas. Dos cajas.