12. SHARP

A partir del momento en que Julio vio a Anson Sharp, le desagradó. Con el transcurso de los minutos, su aversión era cada vez mayor.

Sharp entró en la casa de Rachael Leben, en Placentia, bamboleándose más que caminando, mostrando sus credenciales de la Agencia de la Defensa de la Seguridad, como si todos los policías tuvieran que arrodillarse y adorar a un agente federal de su elevada posición. Miró a Becky Klienstad crucificada en la pared, movió la cabeza y dijo:

—Lástima. Era una chica muy atractiva, ¿no les parece?

En un tono autoritario con el que parecía querer ofenderlos deliberadamente, les dijo que los asesinatos de Hernández y Klienstad formaban ahora parte de un caso federal extremadamente delicado, que por razones que no podía, o no deseaba, divulgar, no era ya de la competencia de las policías locales. Formuló preguntas y exigió respuestas, sin dar información alguna por su parte. Era un individuo corpulento, incluso mayor que Reese, con un tórax, unos hombros y unos brazos que parecían construidos en unos astilleros, y su cuello era casi tan grueso como su cabeza. Al contrario de Reese, le gustaba utilizar su corpulencia para intimidar a los demás, a quienes se acercaba demasiado, violando intencionadamente su espacio, mirando hacia abajo cuando hablaba con alguien, con una sonrisa apenas perceptible, pero sumamente molesta. Era apuesto, aparentemente vanidoso, con el cabello rubio cortado impecablemente a la navaja y unos atractivos ojos verdes con los que parecía decir: soy mejor que tú, más astuto que tú, más inteligente que tú y siempre lo seré.

Sharp le dijo a Orin Mulveck y a los demás policías de Placentia que debían marcharse de la casa y abandonar inmediatamente sus investigaciones.

—Deberán entregar inmediatamente a los miembros de mi equipo todas las pruebas que han recogido, las fotografías que han tomado y los documentos. Dejen un coche patrulla, con dos agentes aparcados en la acera y ordénenles que nos ayuden en lo que creamos necesario.

Claramente, a Orin Mulveck, Sharp no le caía mejor que a Julio y a Reese. Habían quedado todos reducidos a la categoría de meros recaderos del agente federal, lo que no les gustaba a ninguno de ellos, a pesar de que se habrían sentido considerablemente menos ofendidos si Sharp hubiera tratado la situación con el más mínimo tacto.

—Tendré que comprobar sus órdenes con mi jefe —dijo Mulveck.

—Por supuesto —respondió Sharp—. Entretanto, haga el favor de sacar a su gente de esta casa. Además, se les prohíbe rotundamente a todos ustedes decir una sola palabra de lo que han visto. ¿Comprendido?

—Lo comprobaré con mi jefe —repitió Mulveck, con el rostro sofocado y las arterias palpitándole en las sienes, cuando salió por la puerta.

Sharp había llegado con dos individuos de traje oscuro, ninguno de ellos tan imponente como él, pero ambos elegantes y seguros de sí mismos. Estaban uno a cada lado de la puerta del dormitorio, como los guardianes de un templo, observando a Julio y a Reese sin disimular su desconfianza.

Julio no se había encontrado jamás con ningún agente de la Defensa de la Seguridad. Eran muy diferentes a los del FBI, con los que había trabajado en alguna ocasión, con una actitud menos policial. El elitismo les salía por los poros, como el olor punzante de la colonia.

—Sé quiénes son —les dijo Sharp a Julio y a Reese— y sé que tienen la reputación de ser un par de sabuesos. Cuando huelen un caso, no lo sueltan. Habitualmente esto es admirable. Sin embargo, en esta ocasión deben hacer un esfuerzo y olvidarlo. No puedo decírselo con mayor claridad. ¿Me comprenden?

—El caso es básicamente nuestro —respondió Julio, de mala gana—. Ha comenzado en nuestra jurisdicción y hemos atendido a la primera llamada.

—Les estoy diciendo que se ha acabado y que ya no tiene nada que ver con ustedes —dijo Sharp, frunciendo el ceño.

—En lo que a su departamento se refiere, no hay caso alguno en el que ustedes puedan trabajar. Toda la documentación relacionada con Hernández, Klienstad y Leben ha sido retirada de sus archivos, como si jamás hubiera existido, y de ahora en adelante nosotros nos ocupamos de todo. En estos momentos nuestros propios forenses están de camino desde Los Ángeles. No necesitamos ni deseamos nada de lo que nos puedan ofrecer. ¿Comprende, amigo?

—Escúcheme, teniente Verdad, usted ya no trabaja en el caso. Si no me cree, compruébelo con sus superiores.

—No me gusta —dijo Julio.

—No tiene por qué gustarle —replicó Sharp.

Julio sólo condujo un par de manzanas desde la casa de Rachael Leben, hasta que se vio obligado a parar junto a la acera. Pegó un violento frenazo, dio un golpe de volante y exclamó:

—¡Maldita sea! Sharp es tan engreído que probablemente cree que alguien tendría que embotellar su orina y venderla como perfume.

En los diez años que hacía que Reese trabajaba con Julio, no le había visto jamás tan enojado. Estaba furioso. Tenía la mirada dura y encendida. Un tic en la mejilla derecha le movía medio rostro. Los músculos de la mandíbula se tensaban y relajaban sucesivamente, y tenía el cuello agarrotado. Parecía estar dispuesto a destruir lo que se le pusiera por delante. A Reese se le ocurrió la curiosa idea de que si Julio hubiera sido un personaje de dibujos animados, le habría salido humo de las orejas.

—No cabe duda de que es un cretino —dijo Reese—, pero un cretino con mucha autoridad y contactos.

—Actúa como si fuera el jefe de un comando.

—Supongo que tiene que hacer su trabajo.

—Claro, pero el trabajo que está haciendo es el nuestro.

—Olvídelo —dijo Reese.

—No puedo.

—Olvídelo.

—No —replicó Julio, moviendo la cabeza—. Este es un caso especial. Me siento obligado hacia esa chica, Hernández.

No me pida que se lo explique. Creería que me estoy ablandando con la madurez. De todos modos, si fuera un caso ordinario, un simple homicidio habitual, lo olvidaría inmediatamente, no me preocuparía, se lo aseguro, pero este es especial.

Reese suspiró.

Para Julio, casi todos los casos eran especiales. Era bajito, especialmente para ser detective, pero, maldita sea, estaba muy comprometido y de un modo u otro siempre encontraba algún pretexto para perseverar en el caso, cuando otro policía lo habría abandonado, cuando el sentido común demostraba que no valía la pena proseguir y cuando según la ley de la compensación era perfectamente evidente que había llegado el momento de dedicarse a otra cosa. En algunos casos decía:

«Reese, me siento especialmente comprometido con esta víctima, porque se trataba de un chico tan joven que jamás había tenido ninguna oportunidad en su vida y no es justo, me perturba».

En otros casos le decía: «Reese, este caso es personal y especial para mí porque la víctima era tan vieja, tan vieja e indefensa, y si no nos esforzamos para proteger a los viejos, somos una sociedad enferma; me perturba, Reese».

A veces el caso era especial para Julio porque la víctima era atractiva y le parecía trágico que tanta belleza se perdiera para la humanidad, y le perturbaba. Pero podía estar igualmente perturbado por una víctima fea, por consiguiente con desventaja en la vida, que además convertía su muerte en algo injusto e intolerable. En esta ocasión, Reese sospechaba que Julio había establecido un vínculo especial con Ernestina, porque su nombre era tan similar al de su fallecido hermanito. No era difícil lograr que Julio Verdad se comprometiera profundamente. Su único problema era que sus reservas de compasión y comprensión eran tan enormes, que corría el peligro de que le asfixiaran.

—Evidentemente —dijo Julio, sentado rígidamente detrás del volante, golpeándose repetida y suavemente el muslo con el puño—, el robo del cadáver de Eric Leben y los asesinatos de esas dos mujeres están relacionados. Pero ¿por qué? ¿La misma gente que robó el cadáver mató a Ernestina y a Becky? Y en tal caso, ¿por qué? ¿Y por qué han clavado a esa chica en la pared del dormitorio de la señora Leben? ¡Es tan sumamente grotesco!

—Olvídelo —dijo Reese.

—¿Y dónde está la señora Leben? ¿Qué sabe sobre este asunto? Algo sabe. Cuando la he interrogado he intuido que me ocultaba algo.

—Olvídelo.

—¿Y por qué este caso afecta la seguridad nacional, precisando que Anson Sharp y su Agencia de la Defensa de la Seguridad se ocupen del mismo?

—Olvídelo —dijo Reese, como si fuera un disco rayado, consciente de que era imposible hacerle cambiar de opinión, pero intentándolo a pesar de todo.

Era su letanía habitual. Se habría sentido incompleto de no haber mantenido su actitud hasta el fin.

—Debe de estar relacionado con algún trabajo que la empresa de Leben realiza para el gobierno —dijo Julio, menos enojado y más meditabundo—. Algún contrato con el departamento de defensa.

—Piensa seguir investigando, ¿no es cierto?

—Ya se lo he dicho, Reese, me siento especialmente comprometido con esa pobre chica, Hernández.

—No se preocupe, ellos descubrirán al asesino.

—¿Sharp? ¿Se supone que debemos confiar en él? Es un imbécil. ¿Se ha dado cuenta de cómo viste? —comentó Julio, quien por supuesto vestía siempre impecablemente—. Las mangas de la chaqueta le quedaban un par de centímetros cortas y la costura posterior era demasiado estrecha. Además, no se lustra los zapatos con la frecuencia necesaria, daba la impresión de haber estado andando por el monte. ¿Cómo puede encontrar al asesino de Ernestina si es incapaz de lustrarse debidamente los zapatos?

—Tengo la sensación, Julio, que si no abandonamos el caso se nos caerá el pelo.

—No puedo abandonarlo —afirmó obstinadamente Julio—. Todavía es mío. Lo será hasta que acabe. Abandónelo usted si lo desea.

—Me quedo.

—No se sienta presionado.

—Me quedo —insistió Reese.

—No tiene por qué hacer nada que no desee.

—He dicho que me quedo y me quedo.

Cinco años antes, en un acto heroico sin precedentes, Julio Verdad había salvado la vida de Esther Susanne Hagerstrom, hija única de Reese, cuando era todavía una criatura indefensa de cuatro años. Para Reese Hagerstrom, en el mundo se sucedían las estaciones, el sol se levantaba y ponía, la marea subía y bajaba, todo ello por una sola razón: para complacer a Esther Susanne. Ella era el centro, la mitad, el fin y la circunferencia de su vida, y había estado a punto de perderla, pero Julio la había salvado. Había matado a un hombre y casi a otros dos para rescatarla, por lo que ahora Reese antes despreciaría un millón de dólares que abandonar a su compañero.

—Puedo ocuparme solo del caso —dijo Julio—. De veras.

—¿No ha oído que decía que me quedaba?

—Corremos el riesgo de que nos abran un expediente disciplinario.

—Me quedo.

—Nos exponemos a perder toda posibilidad de promoción.

—Me quedo.

—Se queda, ¿y entonces?

—Me quedo.

—¿Está seguro?

—Estoy seguro.

Julio volvió a poner el coche en marcha y se alejaron de Placentia.

—Los dos estamos bastante agotados y necesitamos descansar. Le dejaré en su casa, para que duerma unas horas y le recogeré a las diez de la mañana.

—¿Y adónde piensa ir mientras duermo?

—Quizás también intente descansar —respondió Julio.

Reese vivía con su hermana Agnes y Esther Susanne en la avenida Adams Este, en la ciudad de Orange, en una casa muy agradable que había arreglado personalmente en sus días libres. Julio tenía un apartamento en un atractivo complejo de estilo español, a una manzana de la calle 4, en el extremo este de Santa Ana.

Ambos iban a acostarse en camas frías y solitarias. La esposa de Julio había muerto siete años antes de un cáncer. La de Reese, la madre de Esther, había fallecido de un balazo en el mismo incidente en que había estado a punto de perder a su hija, por lo que hacía cinco años que estaba viudo, dos menos que Julio.

—¿Y si no puede dormir? —preguntó Reese, cuando iban por la carretera 57, en dirección hacia Orange y Santa Ana.

—Iré a husmear al despacho, procuraré enterarme de si alguien sabe algo sobre ese Sharp y qué hace que sea tan importante como para dirigir el espectáculo. Puede que también haga alguna indagación relacionada con el doctor Eric Leben.

—¿Qué haremos exactamente cuando me recoja a las diez de la mañana?

—Todavía no lo sé —respondió Julio—. Pero para entonces se me habrá ocurrido algo.