Cuando estalló el neumático delantero, Benny apenas redujo la velocidad. Controló con esfuerzo el volante, a lo largo de otra media manzana, mientras el Mercedes traqueteaba y se estremecía, lisiado pero cooperativo.
Los faros de sus perseguidores no aparecieron. Le llevaban más de dos manzanas de ventaja al Cadillac. Pero no tardaría en aparecer, en breve.
Benny miraba desesperadamente de un lado para otro. Rachael se preguntaba qué tipo de escondrijo andaba buscando.
De pronto lo encontró: una casa estucada de una sola planta, con un letrero en el jardín que decía «EN VENTA», construida en una parcela de unos quinientos metros, con el césped sin cortar, separada de las demás casas por un muro de hormigón, de dos metros y medio de altura, también estucado que favorecía la intimidad. El jardín estaba además repleto de árboles y de vegetación excesivamente crecida y descuidada.
—¡Aleluya! —exclamó Benny.
Entró por el portalón, dio la vuelta a la casa y aparcó en la parte posterior, bajo un porche de pino. Apagó los faros y desconectó el motor.
Quedaron sumidos en la oscuridad.
El cálido metal del coche hizo una serie de ruidos al enfriarse.
La casa estaba desocupada y por consiguiente no se interesó nadie por lo que ocurría. Dada la altura del muro y los árboles que la separaban de las casas contiguas, tampoco despertó el interés de los vecinos.
—Dame la pistola —dijo Benny.
Rachael se la entregó, desde su improvisado aposento.
Sarah Kiel los contemplaba, todavía temblando, todavía asustada, pero ya no en su trance de terror. La violencia de la persecución parecía haberle sacudido la preocupación del recuerdo de la violencia anterior.
Benny abrió la puerta y se apeó del vehículo.
—¿Dónde vas? —le preguntó Rachael.
—Quiero asegurarme de que pasan de largo sin detenerse. Entonces iré a buscar otro coche.
—Podríamos cambiar la rueda…
—No. Es demasiado fácil descubrir este vehículo. Necesitamos un coche ordinario.
—Pero ¿dónde vas a encontrarlo?
—Lo robaré —respondió—. No os mováis, regresaré tan pronto como pueda.
Cerró suavemente la puerta, echó a correr por donde habían venido, dio la vuelta a la esquina de la casa y desapareció.
Acurrucado junto al edificio, Benny oyó un coro de sirenas en la lejanía. Los coches de policía y las ambulancias probablemente seguían circulando por Palm Canyon Drive, a dos o tres kilómetros de distancia, donde los policías acribillados a balazos habían metido su coche en el escaparate de una tienda.
Al llegar a la parte frontal de la casa, Benny vio que el Cadillac se acercaba por la calle. Se tumbó entre la frondosa vegetación de un parterre y miró cautelosamente entre las ramas de las descuidadas adelfas, repletas de flores rosas y frutos venenosos. El vehículo pasó lentamente, lo que le permitió comprobar que en su interior había tres ocupantes.
Sólo pudo ver con claridad al del asiento delantero, junto al conductor, que tenía entradas, bigote, facciones toscas y unos mezquinos labios apretados.
Evidentemente buscaban el Mercedes rojo y eran lo suficientemente inteligentes para deducir que Benny podía haber encontrado un buen escondrijo, para esperar hasta que se hubieran marchado. Esperaba no haber dejado huellas al conducir sobre la hierba, desde el portalón hasta la parte lateral de la casa. Era el tipo de césped de Bermuda, muy resistente, y no había sido regado con la frecuencia necesaria, por lo que había pequeñas zonas despobladas, que facilitaban un camuflaje natural para las marcas de los neumáticos del Mercedes. Sin embargo aquellos individuos podían ser cazadores, capaces de distinguir las pistas más sutiles de su recorrido.
Oculto entre las frondosas adelfas, todavía con su inadecuado traje, camiseta, camisa blanca y corbata ladeada, Benny se encontraba perfectamente ridículo. Y lo peor era que no se sentía con fuerzas para enfrentarse al peligro que le esperaba. Hacía demasiado tiempo que se dedicaba al negocio inmobiliario. Ya no se sentía con capacidad para desenvolverse en situaciones como aquella, durante un tiempo prolongado. Tenía treinta y siete años y había dejado de ser un hombre de acción a los veintiuno, que le parecía una edad perdida en la bruma de la era paleolítica. A pesar de que se había mantenido en forma a lo largo de los años, estaba algo oxidado. A Rachael le había parecido formidable cuando atacó a Vincent Baresco en el despacho de Newport Beach de Eric Leben y sin duda le había impresionado su forma de conducir, pero sabía que sus reflejos no eran los que habían sido. Como también sabía que aquella gente, sus desconocidos enemigos, eran muy peligrosos.
Tenía miedo.
Se habían cargado a los policías, como quien mata a un par de molestas moscas. Dios mío. ¿Cuál era el secreto que compartían con Rachael? ¿Qué podía ser tan importante como para matar a cualquiera, aunque fueran policías, con el fin de evitar que se divulgara? Si sobrevivía la próxima hora, le obligaría fuera como fuese a que le revelara la verdad. No le permitiría que le siguiera dando largas.
El motor del Caddy producía entre un susurro y un rugido al avanzar lentamente y durante un instante el individuo del bigote miró directamente a Benny; o pareció hacerlo, concentrando su mirada en las ramas de adelfa que este mantenía ligeramente separadas. Benny quiso soltarlas, pero temió que, por muy suave que fuera, percibiese el movimiento y se limitó a devolverle la mirada, convencido de que el vehículo se detendría, se abrirían las puertas, comenzaría a dispararse la metralleta y una lluvia de balas caería sobre los matorrales. Sin embargo, el coche siguió circulando lentamente a lo largo de la calle. Al ver las luces traseras que se alejaban, Benny lanzó un suspiro y se estremeció.
Se apartó de los matorrales, salió a la calle y se acercó a un enorme jacaranda que crecía cerca de la calzada. Vigiló el Cadillac hasta que se hubo alejado tres manzanas, subió sobre una pequeña colina y desapareció por el otro lado.
En la lejanía se oían aún sirenas, pero menos que antes. Al principio parecían enfurecidas, ahora eran más bien un lamento.
Con el 32 al costado, surcó la noche en busca de un coche para robar.
En el 560 SL, Rachael se había sentado en el asiento del conductor. Era más cómodo que el pequeño espacio posterior y estaba mejor situada para hablar con Sarah Kiel. Encendió la pequeña luz de navegación, convencida de que estaba perfectamente protegida por la abundante vegetación. El pálido resplandor iluminaba parte del cuadro de mandos, el rostro de Rachael y la lamentable figura de Sarah.
La chica vapuleada, después de salirse de su estado catatónico, ahora era capaz de responder a las preguntas que le formularan. Tenía la mano derecha doblada, en actitud defensiva junto al pecho, lo que le daba el aspecto de un pajarillo herido. Sus uñas quebradas habían dejado de sangrar, pero el dedo roto se le había hinchado de un modo grotesco. Con la mano izquierda se palpaba suavemente el ojo morado, el cuello contusionado y el labio partido, con frecuentes muecas y pequeños quejidos de dolor. No decía nada, pero cuando sus asustados ojos se cruzaron con los de Rachael, apareció en los mismos un destello de reconocimiento.
—Dentro de unos momentos te llevaremos al hospital, querida. ¿De acuerdo? —le dijo Rachael.
La chica asintió.
—Sarah, ¿tienes alguna idea de quién soy?
La chica negó con la cabeza.
—Soy Rachael Leben, la esposa de Eric.
El miedo pareció oscurecer el azul de sus ojos.
—No, querida, no te preocupes. Estoy contigo. Te lo aseguro. Estábamos tramitando el divorcio. Sabía lo de sus amiguitas, pero esa no fue la causa de que le abandonara. Estaba enfermo, querida. Retorcido, arrogante y enfermo.
Llegué a despreciarle y a temerle. Puedes hablarme con toda libertad. Soy tu amiga. ¿Me comprendes?
Sarah asintió.
Después de mirar a su alrededor en la oscuridad, más allá del coche, hacia las negras ventanas y el portalón del jardín de la casa por un lado, y la vegetación salvaje por el otro, Rachael echó el seguro de ambas puertas. Comenzaba a hacer calor dentro del coche. Sabía que debería abrir las ventanas, pero se sentía más segura sin hacerlo.
—Dime —dijo Rachael, dirigiendo su atención nuevamente hacia la muchacha—, ¿qué te ha ocurrido, querida?
Cuéntamelo todo.
La chica intentó hablar, pero se le quebró la voz y se estremeció violentamente.
—Tranquilízate —le dijo Rachael—. Ahora estás a salvo —agregó deseando que fuera cierto—. Estás a salvo. ¿Quién te ha lastimado?
A la pálida luz del coche, la piel de Sarah era tan blanquecina como un hueso. Se aclaró la garganta y susurró:
—Eric. Eric me ha pegado.
A pesar de que Rachael conocía la respuesta de antemano, se estremeció hasta la médula de los huesos cuando la oyó y permaneció muda durante unos instantes.
—¿Cuándo? —le preguntó—. ¿Cuándo te ha hecho esto?
—Ha llegado… a las doce y media.
—Dios mío, menos de una hora antes de que llegáramos nosotros. Debe de haberse marchado poco antes de nuestra llegada.
Desde su visita al depósito de cadáveres, aquella misma tarde, intentaba alcanzarle y debía haberse alegrado de saber que le seguían tan de cerca. Sin embargo, su corazón comenzó a latir con enorme fuerza y se le encogió el pecho, al darse cuenta de que debían haberse cruzado con él en la cálida noche del desierto.
—Ha llamado a la puerta, se la he abierto y… simplemente ha comenzado a golpearme —respondió Sarah, acariciándose suavemente el ojo morado, que estaba casi cerrado—. Me ha golpeado, me ha tirado al suelo, me ha pegado un par de patadas, me ha pisoteado las piernas…
Rachael recordó los horribles cardenales de sus muslos.
—Me ha tirado del pelo…
Rachael le cogió la mano izquierda a la chica.
—Me ha arrastrado hasta el dormitorio…
—Sigue —le dijo Rachael.
—… Me ha arrancado el pijama, ¿comprende?, y… ha seguido tirándome del cabello, golpeándome, dándome puñetazos…
—¿Te había pegado antes?
—No. Sólo algún bofetón. ¿Comprende?… alguna pequeña pelea. Eso es todo. Pero esta noche… esta noche estaba loco… lleno de odio.
—¿Ha dicho algo?
—Poca cosa. Me ha insultado. Me ha llamado cosas horribles, ¿comprende? Y su tono era extraño, peculiar, un balbuceo.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Rachael.
—¡Oh, Dios mío…!
—Cuéntamelo.
—Le faltaban un par de dientes. Estaba lleno de cortes y cardenales. Tenía muy mal aspecto.
—¿Cómo de malo?
—Gris.
—¿Cómo tenía la cabeza, Sarah?
—Su rostro… —respondió, estrujándole la mano a Rachael—, completamente gris, como la ceniza, ¿comprende?
—¿Y la cabeza? —insistió Rachael.
—Llevaba un gorro de lana cuando ha llegado. Muy hundido, ¿comprende? Como los que usan para ir por la nieve.
Pero cuando me estaba golpeando… cuando he intentado defenderme… se le ha caído el gorro.
Rachael esperó.
El aire del coche era pesado y estaba impregnado del hedor ácido del sudor de la chica.
—Su cabeza estaba… totalmente magullada —respondió Sarah, con la voz invadida por el terror, el horror y el asco.
—¿El costado del cráneo? —preguntó Rachael—. ¿Se lo has visto?
—Todo roto, hundido… terrible, terrible.
—Sus ojos. ¿Cómo eran sus ojos?
Sarah intentó hablar, pero se le formó un nudo en la garganta. Bajo la cabeza y cerró momentáneamente los ojos, esforzándose para recuperar el control de sí misma.
Invadida por una sensación irracional, aunque comprensible, de que alguien o algo se acercaba furtivamente al Mercedes, Rachael observó nuevamente la oscuridad que la rodeaba. Parecía empujar el coche, intentando entrar por las ventanas.
—Por favor, querida, háblame de sus ojos —dijo Rachael, cuando la pobre chica levantó de nuevo la cabeza.
—Extraños. Como si estuviera volando, colocado, ¿comprende? Y… empañados… —¿Con un aspecto parecido al del barro?
—Sí.
—Sus movimientos. ¿Había algo extraño en la forma en que se movía?
—A veces… parecía moverse a sacudidas… ¿comprende? Un poco espasmódico. Pero en otros momentos era rápido, demasiado para mí.
—Y me has dicho que balbuceaba.
—Sí. A veces no se entendía lo que decía. Y en un par de ocasiones ha dejado de golpearme, para quedarse inmóvil, balanceándose de un lado para otro, con aspecto… confundido, ¿comprende? Como si no supiera dónde estaba o quién era, olvidándose de mí.
Rachael se dio cuenta de que temblaba tanto como Sarah y de que su contacto era tan reconfortante para ella como para la chica.
—Su tacto —dijo Rachael—. Su piel. ¿Como era su tacto?
—No necesita preguntármelo, ¿no es cierto? Porque ya lo sabe, ¿me equivoco? —dijo la muchacha—. De algún modo… usted ya lo sabe, ¿no es cierto?
—Dímelo de todos modos.
—Frío. Excesivamente frío.
—¿Y húmedo? —preguntó Rachael.
—Sí… pero… no como el sudor.
—Grasiento —dijo Rachael.
Su recuerdo era tan vivo que sintió náuseas y se limitó a asentir.
La piel ligeramente grasienta, como en la primera etapa, la primerísima etapa, de la putrefacción, pensó Rachael, con el estómago demasiado revuelto y el corazón excesivamente compungido para decirlo en voz alta.
—Esta noche he visto las noticias de las once y me he enterado de que había muerto —dijo Sarah—. Le había atropellado un camión, por la mañana, y me preguntaba cuánto tiempo podría quedarme en la casa antes que alguien me echara.
Estaba intentado decidir adónde podía ir. Pero en menos de una hora después de haberme enterado de la noticia por televisión, aparece en la puerta de la casa y al principio he creído que debía de haber habido una confusión, pero entonces… válgame Dios… he comprendido que era cierto. Realmente había… muerto. Era cierto.
—Sí.
—Sin embargo, de algún modo… —decía la chica, lamiéndose cuidadosamente el labio partido.
—Sí.
—… Ha regresado.
—Sí —dijo Rachael—. Ha regresado. En realidad aún lo está haciendo. Todavía no ha recorrido el camino completo y es probable que no lo haga jamás.
—Pero cómo…
—Eso no importa. No tienes por qué saberlo.
—Y quién…
—Tampoco tienes por qué saber quién. Créeme, no te conviene saberlo, no puedes permitírtelo. Querida, debes escucharme atentamente y quiero que te fijes en lo que voy a decirte. No puedes decirle a nadie lo que has visto.
Absolutamente a nadie. ¿Comprendes? Si lo haces… correrás un terrible peligro. Hay gente que te mataría sin pensárselo dos veces, para impedir que hables de la resurrección de Eric. Hay mucho más en juego de lo que puedas imaginarte y matarán a tanta gente como sea necesario para guardar el secreto.
—En todo caso, ¿a quién podría decírselo que me creyera? —dijo la chica con una risa negra, irónica y no del todo cuerda.
—Exactamente —dijo Rachael.
—Creerían que estoy loca. Es todo completamente absurdo, claramente imposible.
La voz de Sarah era fría, con un toque lúgubre y era evidente que lo que había visto aquella noche la había cambiado para siempre, tal vez para mejorarla o quizás para empeorarla. Ya nunca volvería a ser la misma. Y durante mucho tiempo, tal vez durante el resto de su vida, ya no conciliaría con la misma facilidad el sueño, ya que siempre temería aquella posible pesadilla.
Bien, cuando llegues al hospital pagaré todas tus cuentas. Además te daré un cheque por diez mil dólares —le dijo Rachael—, que confío en que no malgastes en drogas. Y si lo deseas, llamaré a tus padres a Kansas para que vengan a recogerte.
—Creo… que eso me gustaría.
—Bien. Me parece que eso está muy bien, querida. Estoy segura de que deben estar preocupados por ti.
—Sabe que… Eric me habría matado. Estoy segura de que era lo que se proponía. Quería matarme. Puede que no a mí en particular. Quizás a cualquiera. Sentía deseos de matar a alguien, como si lo necesitara, lo llevaba en la sangre. Y yo estaba ahí. ¿Comprende? Me tenía a mano.
—¿Cómo has logrado escapar de él?
—Ha quedado… como si hubiera perdido el conocimiento durante un par de minutos. Como le decía, a veces parecía confundido. En un momento dado, sus ojos han quedado todavía más turbios que de costumbre y ha comenzado a emitir una especie de silbidos. Me ha dado la espalda y ha mirado a su alrededor, como si estuviera confundido… ¿comprende? Perplejo. También parecía quedarse sin fuerzas, porque se ha apoyado contra la puerta del baño y ha dejado caer la cabeza.
Rachael recordó la palma sangrienta en la pared de la habitación, junto a la puerta del baño.
—Y cuando estaba en ese estado —dijo Sarah—, cuando estaba distraído, yo estaba en el suelo del baño, malherida, casi incapaz de moverme y lo mejor que he podido hacer ha sido meterme a gatas en la ducha, convencida de que volvería a por mí cuando recobrara el sentido, pero no lo ha hecho. Ha recobrado el sentido y no se acordaba de mí o no sabía dónde me había metido. Entonces, al cabo de un rato, le he oído que tiraba y destrozaba cosas por otra parte de la casa.
—Ha destrozado prácticamente la cocina —dijo Rachael, recordando en un oscuro rincón de su memoria los cuchillos clavados en la pared.
—No lo entiendo… —dijo Sarah, mientras le brotaban las lágrimas en primer lugar del ojo sano y a continuación del hinchado.
—¿Cómo? —preguntó Rachael.
—¿Por qué me perseguiría precisamente a mí?
—Lo más probable es que no te persiguiera a ti —respondió Rachael—. Si hay una caja fuerte empotrada en la casa, seguramente ha querido retirar el dinero. Pero sobre todo creo que casi con toda seguridad está buscando un lugar donde instalarse, hasta que el proceso haga… su curso. Entonces, cuando ha perdido momentáneamente el sentido y tú te has ocultado, probablemente ha creído que habías ido en busca de ayuda y ha decidido irse a otro lugar.
—Apuesto a que ha ido a la cabaña.
—¿Qué cabaña?
—¿No conoce su cabaña en el lago Arrowhead?
—No —respondió Rachael.
En realidad no está junto al lago. Está más arriba, en la montaña. Fui una vez con él. Tiene una hectárea de bosque con su impecable cabaña…
Alguien golpeó en la ventana del coche.
Rachael y Sarah chillaron sorprendidas.
Se trataba de Benny. Abrió la puerta de Rachael y dijo:
—Vámonos. He conseguido otro vehículo. Se trata de un Subaru gris, mucho menos llamativo que este bólido.
Rachael titubeó, recuperando la respiración y a la espera de que su corazón latiera más lentamente. Se sentía como si ella y Sarah fueran un par de jovenzuelas que hubieran estado sentadas junto a una hoguera en el bosque, contándose historias de terror con la intención de asustarse mutuamente y haberlo logrado con creces. Momentáneamente y aunque pareciera una locura, había tenido la impresión de que los golpecitos en la ventana eran duros y secos; el clic clic óseo del dedo de un esqueleto.