Era una larga noche para Julio y para Reese.
Llegadas las 00.32, toda la basura del contenedor había sido examinada, pero el otro zapato azul de Ernestina Hernández no había aparecido.
Habiéndolo examinado todo y después de transportar el cadáver al depósito, la mayoría de los detectives se habrían ido a su casa para acostarse, con el fin de levantarse descansados al día siguiente, pero no el teniente Julio Verdad. Era consciente de que la pista era más fresca durante las primeras veinticuatro horas después del descubrimiento del cadáver. Además, cuando le asignaban a un nuevo caso, por lo menos durante un día, tenía dificultad en dormir, ya que le trastornaba particularmente la sensación de horror del asesinato.
Y en esta ocasión se sentía especialmente obligado hacia la víctima. Por razones que podían parecerles inadecuadas a los demás, pero que eran de fuerza mayor para él, sentía una profunda obligación para con Ernestina. Llevar a su asesino ante los tribunales no era sólo su misión, sino una cuestión de honor para Julio.
Su compañero, Reese Hagerstrom, se quedaba junto a él sin hacer un solo comentario con relación a lo avanzado de la hora. Para Julio y sólo para él, Reese estaba dispuesto a trabajar las veinticuatro horas del día, dispuesto a sacrificar no sólo el sueño sino los días de descanso y las comidas regulares, así como realizar todos los esfuerzos que fueran necesarios. Julio sabía que si llegaba a ser necesario que Reese se interpusiera en la trayectoria de una bala para salvarle la vida, aquel corpulento individuo estaría dispuesto a realizar incluso aquel último sacrificio, sin titubear un instante. Era algo que ambos sabían en el fondo de su corazón, en sus huesos, pero de lo que jamás habían hablado.
A las 00.42 de la madrugada, fueron a comunicar la muerte brutal de Ernestina a sus padres, con quienes vivía en una modesta casa, al este de Main Street, con dos magnolias junto a la entrada. Fue preciso despertar a la familia, a quienes al principio, convencidos de que Ernestina se había acostado, les costó creer la noticia. Pero, evidentemente, su cama estaba vacía.
A pesar de que Juan y María Hernández tenían seis hijos, la noticia les afectó tanto como si hubiera sido hija única.
María estaba sentada en el sofá de color rosa de la sala de estar, incapaz de sostenerse de pie. Sus hijos menores, de unos quince o dieciséis años, estaban sentados junto a ella, con los ojos enrojecidos y demasiado afectados para mantener la imagen masculina, habitual de los jóvenes latinos. María tenía una fotografía enmarcada de Ernestina en las manos, llorando y hablando alternativamente de los buenos tiempos con su adorada hija. Otra hija, Laurita, de diecinueve años, se había refugiado en el comedor, sin que nadie pudiera acercársele, inconsolable, con un rosario en las manos. Juan Hernández andaba nervioso de un lado para otro, con la mandíbula apretada, abriendo y cerrando furiosamente los ojos para impedir que le brotaran las lágrimas. Como patriarca, era su obligación dar ejemplo de fuerza a la familia, mantener el temple y no desmoronarse, a pesar de la irrupción de la muerte en su seno. Sin embargo, era demasiado para él, y en dos ocasiones tuvo que retirarse a la cocina, donde, tras la puerta cerrada, manifestaba su incontrolable tristeza.
Julio no podía hacer nada para aliviar la angustia, pero les inspiraba confianza y esperanza en la justicia, tal vez porque su compromiso para con Ernestina era evidente y convincente. Quizás porque en su tono suave transmitía una perseverancia de sabueso, en la que estaba claramente implícita la promesa de que se haría justicia con toda rapidez. O puede que su enorme furor contra la mera existencia de la muerte, de toda muerte, fuera dolorosamente evidente en su rostro, en su mirada y en su voz. Después de todo, aquel furor le consumía desde hacía muchos años, desde aquella tarde en que había descubierto las ratas devorando la garganta de su pequeño hermano y que había aumentado lo suficiente con el transcurso del tiempo como para que los demás se dieran cuenta de ello.
Por el señor Hernández, Julio y Reese se enteraron de que Ernestina había salido aquella noche con su mejor amiga, Becky Klienstad, con quien trabajaba como camarera en el restaurante mexicano del barrio. Habían salido en el coche de Ernestina, un Ford Fiesta azul claro, de diez años.
—Si mi Ernestina ha sido asesinada —dijo el señor Hernández—, ¿qué le habrá ocurrido a la pobre Becky? A ella también debe de haberle pasado algo. Algo terrible.
Desde la cocina de la casa, Julio llamó por teléfono a la familia Klienstad en Orange. Becky, cuyo auténtico nombre era Rebecca, no había llegado todavía a casa. Sus padres no estaban preocupados porque, después de todo, era ya una mujer y algunos de los lugares a donde solía ir a bailar con Ernestina no cerraban hasta las dos de la madrugada. Pero ahora se quedaron muy preocupados.
1.20 de la madrugada.
En el coche sin distintivos aparcado frente a la casa de la familia Hernández, Julio estaba sentado al volante, contemplando ensimismado la noche impregnada de aroma de magnolia.
Por las ventanas abiertas llegaba el susurro de las hojas producido por la suave brisa de junio. Un sonido solitario y frío.
Reese utilizó la terminal del coche para mandar una orden de busca y captura del coche de Ernestina, cuyo número de matrícula había obtenido de sus padres.
—Averigüe si hay algún mensaje para nosotros —dijo Julio.
En aquellos momentos no se atrevía a operar el teclado. Hervía de furor y deseaba desahogarse contra algo, contra cualquier cosa, con ambos puños, y si el ordenador no respondía adecuadamente, o si se confundía de tecla, podría haberlo vapuleado, simplemente porque era lo que tenía a mano.
Reese obtuvo acceso al banco de datos del departamento de policía y solicitó los mensajes que hubiera en el archivo.
Una serie de suaves letras verdes comenzaron a aparecer en la pantalla del monitor. Se trataba del informe de los policías uniformados que habían ido al depósito de cadáveres, siguiendo las instrucciones de Julio, para averiguar si el bisturí y la bata manchada de sangre que habían hallado en el contenedor podían relacionarse con algún empleado del depósito. Allí les confirmaron que el bisturí, una bata de laboratorio, un traje y un gorro quirúrgico, y un par de zapatos antiestáticos habían sido sustraídos de un armario del depósito. Sin embargo, no era posible relacionar a ningún empleado con el robo de dichos artículos.
Levantando la mirada del monitor, para contemplar la noche, Julio dijo:
—Este asesinato está relacionado de algún modo con la desaparición del cadáver de Eric Leben.
—Podría ser una coincidencia —dijo Reese.
—¿Cree en coincidencias?
—No —suspiró Reese.
Una polilla revoloteaba junto al parabrisas.
—Puede que el mismo que robó el cadáver haya asesinado a Ernestina —dijo Julio.
—Pero ¿por qué?
—Eso es lo que debemos averiguar.
Julio arrancó el coche y se alejaron de la casa de los Hernández.
La polilla y el susurro de las hojas quedaron a su espalda.
Giró hacia el norte y se alejaron del centro de Santa Ana.
Sin embargo, a pesar de que conducía por la Main Street, perfectamente iluminada por abundantes farolas, no lograba alejarse ni un solo momento de la oscuridad, ya que esta procedía de su interior.
1.38 de la madrugada.
Gracias al inexistente tráfico, acababan de llegar a la moderna casa de estilo español de Eric Leben. La noche en aquel opulento barrio era respetablemente tranquila. Sus pasos retumbaban sobre las baldosas y el eco del timbre parecía proceder de un profundo pozo.
Julio y Reese no tenían ninguna autoridad en Villa Park, situada dos ciudades más allá de su propia jurisdicción. Sin embargo, en las dispersas zonas residenciales del condado de Orange, que consistía realmente en una gran ciudad dividida en numerosas comunidades, muchos crímenes no quedaban convenientemente limitados a una sola jurisdicción y no se podía permitir que los delincuentes ganaran tiempo simplemente cruzando una frontera política artificial entre una ciudad y otra. Cuando era necesario seguir una pista en otra jurisdicción, debían pedir que los acompañaran las autoridades locales, o solicitar su permiso, o incluso pedirles que fueran ellos quienes realizaran las investigaciones, lo que se conseguía de un modo rutinario.
Pero Julio y Reese, para no perder tiempo con los procedimientos establecidos, se los saltaban frecuentemente a la torera. Iban a donde tenían que ir, hablaban con quien fuera necesario y sólo después informaban a las autoridades locales, si les parecía pertinente al caso, o si sospechaban que la situación podía desembocar en la violencia.
Pocos detectives actuaban con tanta audacia. Podían ser sancionados por no obedecer los procedimientos establecidos. La violación sucesiva de las reglas podía ser interpretada como falta de respeto hacia la estructura de mando, conduciendo a la suspensión disciplinaria. En caso de reincidencia, hasta el mejor de los policías podía olvidarse de toda promoción y puede que incluso acabara por perder su pensión.
A Julio y a Reese les importaba poco el riesgo. Deseaban evidentemente ser promocionados. Y no querían perderse su pensión. Pero más importante que su carrera y su seguridad económica era resolver los casos y meter a los criminales en la cárcel. No tenía sentido ser policía si uno no estaba dispuesto a arriesgarse por sus ideales y a poner en peligro la propia vida, en cuyo caso era absurdo preocuparse de pequeñeces como el salario y la jubilación.
Cuando nadie acudió a su llamada, Julio intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. No intentó manipular la cerradura ni forzar la puerta. Al no disponer de una orden judicial, lo que necesitaban para entrar en la casa de Leben era la sospecha de que en su interior tenía lugar algún tipo de actividad delincuencial, que algún inocente corría peligro y que la acción era de urgencia pública.
Cuando dieron la vuelta a la parte posterior de la casa, hallaron lo que necesitaban: un cristal roto en la puerta que comunicaba el patio con la cocina de la casa. Habrían dudado de no haber temido lo peor; que un intruso armado había forzado la puerta para robar o causar algún daño a los legítimos residentes de la casa.
Desenfundando sus revólveres, entraron cautelosamente. El cristal roto crujió bajo sus zapatos.
Al ir de sala en sala, encendieron las luces, vieron lo suficiente para justificar una intrusión. La huella sangrienta de una mano en el sofá blanco de la sala de estar. La destrucción en el dormitorio principal. Y en el garaje… el Ford azul claro de Ernestina Hernández.
Al inspeccionar el vehículo, Reese descubrió manchas de sangre en el asiento trasero y en las esterillas del suelo.
—Está todavía pegajosa —le dijo a Julio.
Julio probó la manecilla del maletero y descubrió que no estaba cerrado con llave. Dentro había más sangre, un par de gafas y un zapato azul.
El zapato era de Ernestina y su presencia le oprimió el pecho. Que Julio supiera, Ernestina no llevaba gafas. Sin embargo, según la fotografía que había visto en la casa de los Hernández, Becky Klienstad, su amiga y compañera de trabajo, usaba unas idénticas a las que tenía delante. Evidentemente ambas habían sido asesinadas y sus cadáveres metidos en el maletero del Ford. Más adelante habían arrojado el cuerpo de Ernestina en el contenedor. Pero ¿qué había ocurrido con el otro cadáver?
—Llame a la policía local —dijo Julio—. Ha llegado el momento de ajustarse al protocolo.
1.52 de la madrugada.
Cuando Reese Hagerstrom regresó de su coche, se detuvo para abrir las puertas eléctricas del garaje, con el fin de ventilar el aire putrefacto que procedía del maletero del Ford, y miró por todos los rincones de la gran estancia. Cuando se abrieron las puertas, vio un uniforme quirúrgico y unos zapatos antiestáticos en uno de los rincones.
—Julio, venga a ver esto.
Julio había estado contemplando fijamente el interior del maletero, sin querer tocar nada para no estropear ninguna prueba, pero con la esperanza de descubrir alguna pequeña pista con su profunda observación. Entonces fue junto a Reese para examinar el nuevo hallazgo.
—¿Qué diablos está ocurriendo? —preguntó Reese.
Julio no respondió.
—La noche ha empezado con un cadáver desaparecido —dijo Reese—. Ahora ya son dos: Leben y la chica Klienstad. Y nos hemos encontrado con un tercero, que preferiríamos no haber hallado. Si alguien se dedica a recoger cadáveres, ¿por qué no se quedaron también con el de Ernestina Hernández?
Perplejo ante este peculiar descubrimiento y el confuso vínculo existente entre el robo del cadáver de Leben y el asesinato de Ernestina, Julio se ajustó inconscientemente la corbata, tiró de sus puños y se arregló los gemelos. Incluso en pleno verano, jamás dejaba de usar corbata y camisa de manga larga, como lo hacían otros detectives. Al igual que el de un sacerdote, el trabajo del detective era algo sagrado, dedicado al servicio de los dioses de la justicia y de la ley, y vestir de un modo menos formal le habría parecido una falta de respeto, semejante a la de un cura que celebrase misa con tejanos y camiseta.
—¿Vienen los locales? —le preguntó a Reese.
—Sí. Y en cuanto les hayamos explicado la situación, debemos ir a Placentia.
—¿Placentia? ¿Por qué? —preguntó Julio, parpadeando.
—Por la terminal del coche he averiguado que había un mensaje importante para nosotros en la central. La policía de Placentia ha encontrado a Becky Klienstad.
—¿Dónde? ¿Viva?
—Muerta. En casa de Rachael Leben.
Atónito, Julio repitió la pregunta que Reese había formulado unos minutos antes:
—¿Qué diablos está ocurriendo?
1.58 de la madrugada.
Para llegar a Placentia desde Villa Park, tuvieron que cruzar parte de Orange, por un sector de Anaheim y por el puente de la avenida Tustin, sobre el río Santa Ana, que durante la época seca no era más que un cauce polvoriento. Pasaron junto a unos enormes pozos petrolíferos semejantes a gigantescas mantis religiosas, removiéndose hacia arriba y hacia abajo, poco más claras que la propia noche, formas identificables y al mismo tiempo misteriosas, que daban un toque tétrico a la oscuridad.
Por lo general, Placentia era uno de los barrios más tranquilos de la zona, ni rico ni pobre, simplemente cómodo y relajado, sin graves problemas ni graves ventajas con relación a otras áreas circundantes, a excepción quizás de las hermosas y enormes palmeras a lo largo de sus calles. La magnífica densidad de palmeras en la calle donde vivía Rachael Leben y su exuberante vegetación parecían estar incendiadas por las luces rojas intermitentes de los múltiples coches de policía aparcados delante de la casa.
Cuando Julio y Reese llegaron, los recibió un corpulento agente uniformado de la policía de Placentia, llamado Orin Mulveck. Estaba pálido. Tenía algo extraño en la mirada, como si hubiese visto algo que no quisiera recordar, pero que jamás lograría olvidar.
—Recibimos una llamada de un vecino, que vio a un hombre salir de esta casa a toda prisa y le pareció que ocurría algo sospechoso. Cuando llegamos nos encontramos la puerta abierta y las luces encendidas.
—¿Estaba la señora Leben en casa?
—No.
—¿Se sabe dónde está?
—No —respondió Mulveck después de quitarse la gorra, frotándose nerviosamente la cabeza—. Dios mío —exclamó más para sí que dirigiéndose a Julio y a Reese—. No, la señora Leben no está. Pero hemos encontrado un cadáver en su dormitorio.
—Rebeca Klienstad —dijo Julio, entrando en la acogedora casa detrás de Mulveck.
—Eso es.
Mulveck los condujo a través de la encantadora sala de estar, con sus tonos color melocotón, blanco, toques de azul oscuro y lámparas de bronce.
—¿Cómo han identificado el cadáver? —preguntó Julio.
—Llevaba una de esas medallas de alerta médica —respondió Mulveck—. Tenía varias alergias, incluida una a la penicilina. ¿Sabe a qué medallas me refiero? Nombre, dirección y condición médica. En cuanto a cómo hemos llegado a ustedes con tanta rapidez ha sido después de verificar la identidad de Klienstad en el banco de datos y enterarnos por el mismo que la buscaban con relación al asesinato de Hernández en Santa Ana.
El banco de datos judiciales, a través del cual intercambiaban información diversas agencias policiales, consistía en un programa organizado por el departamento del sheriff y las policías locales. Eso les permitía ahorrar horas, o incluso días, y Julio estaba satisfecho de ser un policía en la era de los microordenadores.
—¿Ha sido asesinada aquí? —preguntó Julio, esquivando a un técnico que buscaba huellas dactilares.
—No —respondió Mulveck—. No hay suficiente sangre —agregó, sin dejar de frotarse el cabello—. La han asesinado en otro lugar y la han traído aquí.
—¿Por qué?
—Verá el porqué, pero dudo que lo comprenda.
Con la confusión propia de su comentario críptico, Julio le siguió por el pasillo hasta el dormitorio principal. Suspiró para coger ánimos y durante unos instantes fue incapaz de respirar.
—¡Santo cielo! —exclamó Reese, a su espalda.
Las dos lámparas de las mesitas de noche estaban encendidas y a pesar de que algunos rincones de la habitación quedaban sumidos en la penumbra, el cuerpo de Rebeca Klienstad estaba perfectamente iluminado, con la boca abierta, y la muerte reflejada en su mirada. Estaba desnuda y clavada contra la pared, frente a la enorme cama. Tenía cada mano atravesada por un clavo. Otro debajo de cada codo. Uno en cada pie. Y un enorme pincho atravesándole la garganta. No era exactamente la pose clásica de la crucifixión, ya que tenía las piernas impúdicamente abiertas, pero se le acercaba.
Un fotógrafo de la policía tomaba fotos desde todos los ángulos. Con cada disparo de su flash, el cadáver de la mujer parecía moverse en la pared; era una mera ilusión, pero parecía contorsionarse con el dolor de los clavos.
Julio no había visto jamás algo tan salvaje como un cadáver de mujer crucificado y, sin embargo, evidentemente que no era producto de un arrebato de locura, sino algo calculado fríamente. Era evidente que la mujer estaba ya muerta cuando la llevaron allí, ya que los agujeros de sus manos no sangraban. La habían degollado y no cabía duda de que aquella era la causa de su muerte. El asesino, o asesinos, había dedicado bastante tiempo y energía para encontrar los clavos y el martillo (que ahora estaba en el suelo, en un rincón de la habitación), para levantar el cuerpo contra la pared, aguantarlo y clavar con precisión las púas que lo sostenían, a través de la fría carne muerta. Al parecer la cabeza le había caído sobre el pecho y el asesino deseaba que el cadáver mirara hacia la puerta de la habitación (una tétrica sorpresa para Rachael Leben), por lo que le había puesto un cable bajo la barbilla y lo había atado a un clavo incrustado en la pared sobre su cráneo, para mantenerle la cabeza levantada. Finalmente, había usado esparadrapo para que tuviera los ojos abiertos, mirando sin ver a quien la descubriera.
—Lo comprendo —dijo Julio.
—Sí —replicó estremeciéndose Reese Hagerstrom.
Mulveck parpadeó sorprendido. Tenía pequeñas gotas de sudor en la frente, probablemente no relacionadas con el calor veraniego.
—Está usted bromeando. ¿Comprende esta… locura? ¿Comprende qué razón puede haber para ello?
—La razón principal por la que Ernestina y su compañera han sido asesinadas ha sido el hecho de que el asesino necesitaba un coche —dijo Julio— y ellas lo tenían. Pero al darse cuenta del aspecto de esta chica, se ha deshecho del otro cadáver y ha traído a Klienstad aquí, para dejar un mensaje.
Mulveck seguía frotándose nerviosamente la cabeza.
—Pero si lo que se proponía ese psicópata era asesinar a la señora Leben, si ella es su verdadero objetivo, ¿por qué no asesinarla directamente a ella? ¿Para qué le deja un… mensaje?
—El asesino debe de haber tenido una buena razón para sospechar que no la encontraría en casa. Incluso es posible que haya llamado antes por teléfono —respondió Julio.
Recordaba lo muy nerviosa que estaba Rachael Leben al hablar con ella por la tarde en el depósito de cadáveres. Había intuido que le ocultaba algo y que estaba muy asustada. Ahora comprendía que ella ya sabía que su vida corría peligro.
Pero ¿de quién tenía miedo y por qué no acudía a la policía? ¿Qué ocultaba?
El fotógrafo de la policía seguía disparando su flash.
—El asesino sabía que no podría echarle inmediatamente las manos encima —prosiguió Julio—, pero quería que supiera que vendría a por ella. Él, o ellos, ha querido aterrorizarla. Y al observar esa chica que acababa de matar, ha sabido lo que debía hacer.
—¿Cómo? —dijo Mulveck—. No lo entiendo.
—Rebeca Klienstad es voluptuosa —dijo Julio, señalando a la mujer crucificada—. También lo es Rachael Leben. Tienen tipos muy similares.
—Y el cabello de la señora Leben es muy parecido al de esta chica —dijo Reese—. Castaño bronceado.
—Caoba dorado —precisó Julio—. Y a pesar de que esta chica no es tan hermosa como la señora Leben, tienen un lejano parecido, una estructura facial similar.
El fotógrafo cambió de carrete.
—Veamos si lo comprendo —dijo el agente Mulveck, moviendo la cabeza—. Lo que debía haber ocurrido era que, tarde o temprano, la señora Leben llegara a su casa, entrase en su habitación, se encontrara con esa mujer crucificada y comprendiera, por su semejanza, que era a ella a quien el psicópata deseaba realmente crucificar.
—Efectivamente —dijo Julio—. Eso creo.
—Sí —dijo Reese.
—Dios mío —exclamó Mulveck—, ¿se dan cuenta de lo negro, amargo y profundo que debe de ser su odio? Quienquiera que sea, ¿qué puede haberle hecho la señora Leben para que la odie tanto? ¿Qué clase de enemigos tiene?
—Enemigos muy peligrosos —dijo Julio—. Eso es todo lo que sé. Y… si no la encontramos rápido, no la hallaremos viva.
Volvió a dispararse el flash del fotógrafo.
El cadáver pareció contorsionarse.
Flash, contorsión.
Flash, contorsión.