En una cálida noche del mes de junio, desplazándose a toda velocidad desde la carretera de Riverside hacia el este por la interestatal 15, cruzando Beaumont y Banning por la interestatal 10, rodeando la reserva india de Morongo y atravesando Cabazon en su largo recorrido, a Rachael le sobró tiempo para pensar. Kilómetro tras kilómetro fue dejando atrás el paisaje metropolitano del sur de California y las luces de la civilización cada vez eran menos y más tenues. Se adentraban en el desierto, donde la enorme oscuridad se extendía a ambos lados, cuyas llanuras y colinas estaban tan sólo adornadas por algunas escarpadas formaciones rocosas y aisladas yucas iluminadas por la pálida luz de la luna, que crecía y decrecía con el paso de algunas rizadas nubes que surcaban el firmamento. El árido paisaje hablaba por sí solo de la solitud e incitaba a la introspección, así como el ronroneo del motor del Mercedes y el susurro de los neumáticos en el asfalto.
Acomodado en su asiento, Benny se obstinaba en guardar largos silencios, con la mirada fija en la negra carretera que iluminaban los faros. En varias ocasiones intentaron charlar brevemente, pero de temas tan superficiales e inconsecuentes que, dadas las circunstancias, la conversación parecía surrealista. En un momento dado hablaron de la comida china, cayendo a continuación en un profundo silencio mutuo, después charlaron de las películas de Clint Eastwood y volvieron a sumirse en un prolongado silencio.
Rachael era consciente de que Benny le estaba devolviendo la pelota por negarse a compartir sus secretos con él.
Sabía con toda seguridad que la forma en que se había deshecho de Vincent Baresco en el despacho de Eric la había dejado atónita y que se moría de ganas por saber dónde había aprendido a luchar de aquel modo. Con su actitud de frialdad y atormentándola con aquellos largos silencios, le aclaraba que si no le facilitaba más información, él tampoco lo haría.
Pero Rachael no podía hacerlo. Aún no. Temía que ya había puesto en peligro su vida involucrándole en aquel asunto y estaba enojada consigo misma por haberlo permitido. Estaba decidida a impedir que siguiera adentrándose en aquella pesadilla, a no ser que su supervivencia dependiera de una comprensión completa de lo que ocurría y de lo que había en juego.
Cuando salió de la interestatal 10, para entrar en la estatal 111, a menos de veinte kilómetros de Palm Springs, se preguntó si podía haberle impedido que la acompañara al desierto. Pero al salir de las oficinas de Geneplan de Newport Beach su obstinación era tal, que habría sido tan absurdo intentar disuadirle, como ordenarle a la marea del Pacífico que se detuviera.
Rachael lamentaba profundamente la tensión que existía entre ellos. En los cinco meses que hacía que se conocían, esta era la primera vez que se sentían incómodos el uno con el otro y que en su relación había intervenido el más mínimo resquicio de enojo, o que de algún modo no era totalmente armoniosa.
Después de salir de Newport Beach a media noche, circulaban por Palm Canyon Drive, en el centro de Palm Springs, a la una y cuarto de la madrugada. Habían recorrido un total de ciento cincuenta kilómetros en una hora y cuarto, a un promedio de ciento veinte kilómetros por hora, lo que debía producirle a Rachael cierta sensación de velocidad. Sin embargo su impresión era la de que se movía con excesiva lentitud, quedando cada vez más rezagada con relación a los acontecimientos y perdiendo terreno con cada minuto que transcurría.
En verano, con el agobiante calor del desierto, había menos turistas en Palm Springs que en otras épocas del año y a la una y cuarto de la madrugada la calle principal estaba prácticamente desierta. En aquella noche calurosa y apacible del mes de junio, las palmeras, iluminadas por la luz plateada de las farolas de la calle, permanecían tan inmóviles como si formaran parte de un cuadro. La mayoría de las tiendas estaban sumidas en la oscuridad. No había nadie en las aceras. Las luces verdes, amarillas y rojas de los semáforos seguían alternándose, a pesar de que el suyo era el único vehículo que circulaba.
Casi se sentía como si estuviera circulando por un mundo asolado por la hecatombe, en el que la población hubiera sucumbido a alguna plaga. Tenía la impresión de que si conectaba la radio, no oiría música alguna, sino tan sólo el ruido de la interferencia estática.
Desde el momento en que recibió la noticia de la desaparición del cadáver de Eric supo que algo terrible había ocurrido en el mundo y con el transcurso de las horas aumentaba su desesperación. Ahora, incluso una calle desierta que a cualquiera le habría parecido perfectamente tranquila, despertaba sus peores presagios. Sabía que exageraba. A pesar de lo que ocurriera en los próximos días, no significaba el fin del mundo.
Aunque por otra parte, pensaba, podía significar el fin del suyo, el fin de su mundo.
Al salir del centro comercial para entrar en los barrios residenciales, desde los modestos a los opulentos, los síntomas de vida eran todavía más escasos, hasta que entró por una travesía de Futura Stone y aparcó frente a una elegante casa bajita, estucada, de techo plano, epítome de la nítida arquitectura del desierto. El frondoso paisaje, repleto de ficus, euforbios, begonias, caléndulas y margaritas de Gerber, iluminado por unas tenues luces de Malibú, no era típico del desierto. Las ventanas estaban a oscuras.
Le había dicho que esta era una de las otras casas de Eric, sin revelarle la razón de la visita.
—Un buen refugio para las vacaciones —dijo Ben, mientras ella encendía la luz.
—No. Aquí ocultaba a sus amantes —replicó Rachael.
La luz de la entrada penetraba en el coche, iluminando el rostro sorprendido de Benny.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó este.
—Hace algo más de un año, precisamente una semana antes de abandonarle, ella, que se llamaba Cindy Wasloff, llamó por teléfono a Villa Park. Le había dicho que sólo lo hiciera en caso de extrema urgencia y que si no era él quien contestaba al teléfono, que se identificara como secretaria de un colaborador. Pero estaba furiosa porque la noche anterior había recibido una soberana paliza y le abandonaba. Sin embargo, antes de marcharse, quiso que yo lo supiera.
—¿Lo habías sospechado?
—¿Que tuviera una querida? No. Pero no me importaba. Entonces ya había decidido zanjar nuestras relaciones. La escuché con simpatía y obtuve la dirección de la casa, porque pensé que quizás llegaría el momento en que tuviera que utilizar su adulterio para librarme de él, en el caso de que no cooperara con lo del divorcio. A pesar de lo muy desagradable del caso, gracias a Dios no llegó a tanto. Habría sido muy lamentable sacarlo a la luz pública… porque la chica tenía sólo dieciséis años.
—¿Cómo? ¿La querida?
—Sí. Dieciséis. Había huido de su casa. A juzgar por lo que me contó, era una de esas chicas… Ya sabes a lo que me refiero. Comienzan con las drogas en la escuela primaria y… parece que les destrozan la materia gris. No, esto tampoco es cierto. Las drogas no llegan a destrozar las células cerebrales hasta tal punto… les roen el alma, las dejan vacías y carentes de objetivos. Dan pena.
—Algunas quizás —dijo Benny— y otras están asustadas. Chiquillas sencillas, aburridas e indiferentes que lo han probado todo. Tanto pueden convertirse en desechos sociales totalmente amorales, tan peligrosamente como las serpientes de cascabel, como en presas fáciles. Por lo que me dices deduzco que Cindy Wasloff era una presa fácil, que Eric la recogió del arroyo para divertirse con ella.
—Y al parecer no fue la primera.
—Le gustaban las jovencitas, ¿eh?
—Le preocupaba envejecer —dijo Rachael—. Le aterrorizaba. Tenía sólo cuarenta y un años cuando le dejé, todavía joven, pero cada año por su aniversario enloquecía un poco más que el anterior, como si en un abrir y cerrar de ojos fuera a encontrarse en un asilo de ancianos, decrépito y senil. Tenía un miedo irracional a envejecer y morir, que se manifestaba de diversos modos. Por una parte, año tras año, cada vez le importaba más la novedad en todo: coches nuevos cada año, como si un Mercedes de doce meses estuviera listo para la chatarra, nuevos trajes, nuevo todo y fuera con lo viejo…
—De ahí el arte y la arquitectura moderna, y los muebles ultra modernos.
—Efectivamente. Y siempre lo último en artefactos electrónicos. Supongo que las jovencitas formaban parte de su obsesión por mantenerse joven y… engañar a la muerte. Imagino que en su tortuosa mente, al estar con jovencitas él se sentía también joven. Cuando me enteré de la existencia de Cindy Wasloff y de la casa de Palm Springs, comprendí que una de las razones principales por las que se había casado conmigo era el hecho de ser doce años más joven que él, veintitrés a treinta y cinco. Para él, yo no era más que un medio de reducir el paso del tiempo y cuando comencé a acercarme a los treinta, cuando se dio cuenta de que lentamente envejecía, dejé de cumplir su propósito y necesitó la compañía de carne joven como la de Cindy.
Abrió la puerta, se apeó del automóvil y Benny la siguió.
—¿Qué buscamos exactamente aquí? —preguntó—. No creo que se trate de su querida de turno. No habrías conducido como un piloto de fórmula uno simplemente para echarle un vistazo a su última adquisición.
Rachael cerró la puerta, sacó su 32 del bolso y se dirigió hacia la casa sin responderle, sin poder responderle.
La noche era cálida y seca. La clara bóveda del desierto estaba increíblemente abarrotada de estrellas. El aire permanecía inmóvil y, a excepción de los grillos que cantaban en los matorrales, el silencio era absoluto.
Demasiados matorrales. Miró nerviosa a su alrededor, a las temibles formas y a la oscuridad que se extendía más allá de las luces de Malibú. Infinidad de lugares donde ocultarse. Sintió un escalofrío.
La puerta estaba entreabierta, lo que suponía un mal presagio. Tocó el timbre, esperó, volvió a tocarlo, esperó de nuevo, tocó y tocó, pero no obtuvo respuesta alguna.
—La casa probablemente te pertenece —dijo Benny, que estaba a su lado—. Debes de haberla heredado con todo lo demás; por consiguiente, no creo que necesites que te inviten para entrar.
La puerta, por el hecho de estar entreabierta, era más invitadora de lo deseable. Parecía el cebo de una trampa. Si entraba, esta podía dispararse y cerrarse la puerta a su espalda.
Retrocedió y le pegó una patada a la puerta. Se abrió, golpeando la pared.
—Evidentemente, no esperas que te reciban con los brazos abiertos —dijo Benny.
Desde el exterior, la pálida luz del portal iluminaba tenuemente el vestíbulo, pero no tanto como ella habría deseado.
Veía que no había nadie en los primeros dos metros, pero alguien podía estar al acecho más allá, en la oscuridad.
Puesto que Benny no estaba al corriente de todo lo que Rachael sabía y por tanto no era consciente del peligro que corría, puesto que no esperaba nada peor que otro Vincent Baresco con un revólver en la mano, actuaba con mayor audacia que ella. Le pasó delante, entró en la casa y encendió las luces.
—Maldita sea, Benny —dijo Rachael, poniéndose delante de él—. No te precipites. Actuemos lenta y cautelosamente.
—Lo creas o no, soy perfectamente capaz de defenderme de cualquier jovencita dispuesta a pegarme un puñetazo.
—No es ninguna jovencita lo que me preocupa —replicó inmediatamente Rachael.
—¿Entonces, quién?
Sin decir palabra, con la pistola en la mano a punto de disparar, se adentró en la casa encendiendo todas las luces que encontraba.
La espaciosa decoración ultra moderna, más futurista que la de cualquiera de las otras propiedades de Eric, bordeaba en la rigidez y la esterilidad. El suelo de baldosas pulidas era frío como el hielo y no había ninguna alfombra. En lugar de cortinas había persianas metálicas. Los sillones tenían un aspecto duro. Los sofás, si se encontraban en medio del bosque, podrían confundirse con gigantescas setas. Todo era gris pálido, blanco, negro y color paja, con la única excepción de algunas pinceladas de color naranja.
La cocina había sido destrozada. La mesa de superficie blanca y dos sillas estaban patas arriba. Las otras dos sillas habían servido para golpear todo lo existente. El frigorífico estaba abollado y rasgado, el cristal de la puerta del horno roto, las superficies y armarios quebrados. La vajilla y los vasos habían sido arrojados contra las paredes y el suelo estaba cubierto de cristal y porcelana rota. La comida de las estanterías del frigorífico había acabado también en el suelo. En un repugnante charco se entremezclaban conservas, leche, ensalada de macarrones, mostaza, pastel de chocolate, tarta de cereza, jamón y una serie de sustancias difíciles de identificar. Los seis cuchillos que había en el cajón, junto a la superficie del fregadero, habían sido clavados con enorme fuerza en la pared, algunos hasta media hoja y otros hasta la empuñadura.
—¿Crees que estaban buscando algo? —preguntó Benny.
—Quizás.
—No —dijo—. No lo creo. Tiene el mismo aspecto que el dormitorio en la casa de Villa Park. Extraño. Aterrador. Obra de alguien que estaba verdaderamente enfurecido. Se ha hecho con profundo odio, con frenesí, con furor. O puede que sea obra de alguien que disfruta simplemente con la pura destrucción.
Rachael no podía apartar la mirada de los cuchillos clavados en la pared. Un nauseabundo estremecimiento le llenaba el estómago. Tenía el pecho y la garganta paralizados por el miedo.
La pistola que tenía en la mano ya no le producía el mismo efecto que antes. Demasiado ligera. Demasiado pequeña.Casi como un juguete. En el supuesto de que tuviera que usarla, ¿sería eficaz? ¿Contra su adversario?
Con gran precaución siguieron inspeccionando la silenciosa casa.
Hasta Benny estaba afectado por la violencia psicopática que había tenido lugar en aquella casa. Ya no actuaba con audacia, proseguía junto a ella con mayor cautela que antes.
En el enorme dormitorio principal se encontraron con más destrucción, aunque no tan amplia ni indicativa de una furia tan alocada como la de la cocina. Junto a la enorme cama de madera negra lacada y acero inoxidable pulido, brotaban las plumas de una almohada destrozada. Las sábanas estaban amontonadas en el suelo y una silla patas arriba. Una de las dos lámparas de cerámica negra estaba rota en el suelo y la pantalla pisoteada. La otra estaba torcida y el cuadro que colgaba de la pared, ladeado. Benny se agachó para examinar de cerca una de las sábanas. Tenía pequeñas salpicaduras rojas y una sola mancha de un brillo casi sobrenatural, sobre el blanco algodón.
—Sangre —dijo.
Rachael sintió un sudor frío en el cráneo y en la nuca.
—No es mucha —dijo Benny, levantándose sin dejar de mirar al montón de sábanas—. No es mucha, pero es definitivamente sangre.
Rachael vio la huella sangrienta de una mano en la puerta que conducía al cuarto de baño principal. Era la de un hombre, grande, como si un carnicero agotado de su desagradable labor se hubiera apoyado en la misma para descansar.
Las luces de la enorme sala de baño eran las únicas que se habían hallado encendidas en la casa. Por la puerta abierta, directamente o a través de los espejos, Rachael podía ver prácticamente todo su interior: cerámica gris con bordes color mostaza, una gigantesca bañera hundida, el cubículo de la ducha, el váter, la esquina de la superficie donde se encontraban los lavabos, unas enormes toalleras de bronce y las lámparas que colgaban del techo, también de bronce. El baño parecía desierto. Sin embargo, cuando cruzó el umbral, oyó la respiración rápida y asustada de alguien, y su propio corazón, ya muy alterado, comenzó a latir a toda velocidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Benny, a su espalda.
Señaló la pared opaca del cubículo de la ducha. El cristal estaba tan oscuro que era imposible ver a la persona que se encontraba en el interior, ni siquiera su silueta.
—Ahí hay alguien.
Benny se acercó y escuchó. Rachael se había colocado contra la pared, apuntando su 32 en dirección a la puerta de la ducha.
—Será mejor que salga —dijo Benny, dirigiéndose a la persona del cubículo.
No respondió. Sólo se oyó un pequeño y rápido zumbido.
—Salga inmediatamente —repitió Benny.
—¡Maldita sea, salga! —exclamó Rachael, con una voz que retumbó en las paredes y espejos del baño.
Desde el interior del cubículo se oyó un lamento quejumbroso que parecía la misma esencia del terror. Diríase que procedía de una niña.
Sobresaltada, preocupada, pero todavía cautelosa, Rachael se acercó al cubículo.
Benny se le adelantó, cogió la manecilla de bronce de la puerta y la abrió.
—¡Dios mío!
Rachael vio a una niña desnuda abrazándose patéticamente en el suelo de la ducha, con la espalda contra la pared.
Parecía no tener más de quince o dieciséis años y debía de tratarse de la querida de turno, la más reciente y última de las lamentables «conquistas» de Eric. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, más por miedo y protección que por pudor. Temblaba incontrolablemente, con unos ojos aterrorizados, y su rostro era pálido y enfermizo.
Probablemente era bastante atractiva, aunque dadas las circunstancias era difícil estar seguro de ello, no por el ambiente lúgubre del cubículo sino porque había recibido una soberana paliza. Su ojo derecho estaba amoratado y se le comenzaba a hinchar. Tenía otro cardenal en la mejilla derecha, desde la esquina del ojo hasta la mandíbula. Tenía el labio superior partido, del que todavía le brotaba la sangre y la barbilla ensangrentada. También se veían cardenales en los brazos y un enorme morado en el muslo izquierdo.
Benny se dio la vuelta, no sólo por pudor, sino por la condición en la que aquella chica se encontraba.
—¿Quién ha sido, cariño? —le preguntó Rachael, bajando la pistola y agachándose en la ducha—. ¿Quién te lo ha hecho?
A pesar de que ya conocía la respuesta y de que le aterrorizaba oírla, sentía la morbosa necesidad de formular la pregunta.
La niña era incapaz de responder. Movió sus labios ensangrentados e intentó articular palabras, pero lo único que emitía era un pequeño y lamentable quejido, interrumpido por los gritos provocados por fuertes escalofríos. Aunque hubiera hablado, probablemente no habría contestado a sus preguntas, ya que estaba evidentemente en estado de shock y hasta cierto punto disociada de la realidad. Sólo parecía parcialmente consciente de la presencia de Rachael y de Benny, concentrando gran parte de su atención en su propio terror. Su mirada se cruzó con la de Rachael, pero no pareció verla.
—Estás a salvo, cariño —le dijo Rachael, tendiéndole una mano—. Estás a salvo. Nadie va a hacerte ningún daño. Ahora puedes salir. No permitiremos que nadie te lastime.
La niña miró a través de Rachael, balbuceando suave y urgentemente consigo misma, estremecida por la brisa del miedo que arrasaba un paraje interno en el que parecía estar atrapada.
Rachael le entregó la pistola a Benny. Entró en el cubículo y se arrodilló junto a la niña, hablándole con ternura e infundiéndole seguridad, acariciándole suavemente el rostro y los brazos, y ordenando su rubia cabellera. Cuando comenzó a tocarla retrocedió como si le hubieran pegado, pero el contacto interrumpió brevemente su trance. Miró momentáneamente a Rachael, dándose ahora cuenta de su presencia y permitió que la ayudara a incorporarse, a salir del cubículo, si bien cuando llegó al baño se había sumido nuevamente en un estado semi catatónico, incapaz de responder a cualquier pregunta, ni siquiera asintiendo, y sin poder mirar a Rachael a los ojos.
—Debemos llevarla al hospital —dijo Rachael sobresaltándose, cuando a la luz del baño vio el alcance de sus heridas.
Tenía dos uñas de la mano derecha prácticamente arrancadas y ensangrentadas. Uno de sus dedos parecía roto.
Rachael se sentó junto a ella al borde de la cama, mientras Benny registraba los armarios y cajones en busca de ropa para que pudiera vestirse.
Escuchó por si oía algún ruido extraño en el resto de la casa.
No oyó nada.
A pesar de todo, siguió escuchando atentamente.
Además de unas bragas, tejanos descoloridos, una blusa a cuadros, calcetines y unas zapatillas New Balance, Benny encontró un montón de drogas ilegales. En el cajón inferior de una de las mesillas de noche encontró cincuenta o sesenta porros listos para fumar, una bolsa de plástico llena de coloridas píldoras inidentificables y otra con unos cincuenta gramos de polvo blanco.
—Probablemente cocaína —dijo Benny.
Eric no usaba drogas, le repugnaban. Siempre había dicho que las drogas eran para los débiles, para los perdedores incapaces de enfrentarse a la vida en sus propios términos. Pero evidentemente no tenía inconveniente en suministrarles toda clase de sustancias ilícitas a las jovencitas de las que se encaprichaba, asegurándose su docilidad y complacencia a costa de aumentar su corrupción. Rachael jamás le había despreciado tanto como en aquel momento.
Tuvo que vestir a la niña como si se tratara de un bebé, a pesar de que su incapacidad, acompañada de espasmos y quejidos, no se debía a las sustancias que había descubierto Benny, sino al shock y al terror que padecía.
Mientras Rachael la vestía a toda prisa, el caballeroso Benny mantuvo la mirada discretamente apartada. Mientras buscaba la ropa había encontrado su bolso y ahora lo examinaba para descubrir su identidad.
—Se llama Sarah Kiel —dijo— y hace dos meses que ha cumplido dieciséis años. Al parecer es oriunda de Coffeyville, Kansas.
«Otra que ha huido de su casa —pensó Rachael—. Tal vez alejándose de una vida familiar intolerable. Quizás simplemente por rebeldía, por horror a la disciplina y con la ilusión de que la vida por su cuenta, sin restricciones, sería un puro paraíso. De camino para Los Ángeles, la Gran Naranja, a probar su suerte en la industria cinematográfica, soñando en convertirse en estrella. O puede que simplemente en busca de aventura, huyendo del aburrimiento de las vastas llanuras de Kansas».
En lugar del romance y emoción esperados, Sarah Kiel, al igual que muchas otras jovencitas, se había encontrado en California con el fin del arco iris: la vida dura y difícil de las calles, para caer finalmente en las manos de un macarra.
Eric debía de habérsela comprado a algún chulo o quizás la había encontrado por sí mismo en una de sus expediciones en busca de la carne fresca que le ayudaría a sentirse joven. Mantenida en una lujosa casa de Palm Springs, con todas las drogas que pudiera desear a su disposición, juguete de un hombre inmensamente rico, seguramente Sarah había comenzado a convencerse a sí misma de que, después de todo, estaba destinada a vivir como en los cuentos de hadas.
A la ingenua niña le habría sido difícil imaginar lo peligrosa que era la situación en la que se había metido, o concebir el horror del que un día sería objeto, dejándola atónita y muda de terror.
—Ayúdame a llevarla al coche —dijo Rachael, cuando acabó de vestirla.
Benny la cogió de un lado, mientras Rachael lo hacía del otro y Sarah caminó por su propio pie, pero habría caído varias veces, de no haber sido porque la sostenían. Se le doblaban frecuentemente las rodillas.
La noche, con una brisa que acariciaba los matorrales, que obligó a Rachael a mirar hacia la penumbra con intranquilidad, olía a jazmín.
Metieron a Sarah en el coche, abrochándole el cinturón de seguridad con lo que la espalda le quedó apoyada contra el respaldo del asiento y dejó caer la cabeza hacia adelante. Cabía un tercer pasajero en el 560 SL, pero tenía que sentarse de costado detrás de los dos asientos y apretujarse un poco. Benny era demasiado corpulento para lo reducido del espacio y fue Rachael quien se colocó en la parte trasera, mientras él se disponía a conducir hasta el hospital.
En el momento en que salían de la casa, un coche dio la vuelta a la esquina, iluminándolos con los faros y al llegar a la calle aceleró acercándoseles a toda velocidad.
—¡Diablos, son ellos! —exclamó Rachael, con el corazón alterado.
El coche se cruzó en la calle, con intención de impedirles la salida. Benny no perdió tiempo haciendo preguntas, cambió inmediatamente la dirección, dando la vuelta sin pensárselo dos veces y dejando el otro coche atrás. Apretó el acelerador, chirriaron los neumáticos y el Mercedes, con su gran aceleración, salió disparado frente a las casas bajas y oscuras. La calle desembocaba en otra perpendicular a la misma, obligándoles a girar a la izquierda o a la derecha y en el momento en que Benny redujo la velocidad, Rachael aprovechó para mirar por la ventana trasera, a la que estaba pegada y comprobó que el otro vehículo, algún tipo de Cadillac, quizás un Seville, los seguía de cerca, muy de cerca.
Benny se abrió para coger la curva a una velocidad extraordinaria y Rachael habría ido de un lado para otro, con el impulso del viraje, de no haber estado perfectamente encajada en el reducido espacio que había detrás de los asientos.
No había prácticamente lugar para moverse y no tenía necesidad de agarrarse, pero se cogía al respaldo del asiento de Sarah Kiel, porque tenía la impresión de que el mundo estaba a punto de desintegrarse y deseaba con todas sus fuerzas que el coche no volcara.
El coche no volcó, se pegó maravillosamente a la calzada, salió a una calle recta de la zona residencial y aceleró. Sin embargo el Cadillac que lo seguía estuvo a punto de caer de costado y el conductor sobrecompensó la maniobra, abriéndose excesivamente en la curva y chocando contra un Corvette aparcado junto a la acera. Una cascada de chispas salió disparada, cayendo sobre el asfalto. Después del impacto, dio la impresión de que el Caddy iba a estrellarse contra los coches aparcados al otro lado de la calle, pero el conductor logró controlarlo. Habían perdido un poco de terreno, pero los siguieron impertérritos.
Benny dio otro viraje con el pequeño 560 SL, manteniendo la curva un poco más cerrada, entonces apretó el acelerador a lo largo de una manzana y media, dando la impresión de que estaban en un misil y no en un coche. En el momento en que Rachael se sentía empujada hacia atrás con un fuerza de 4,5 Gs, cuando parecía que estaban a punto de romper las cadenas de la gravedad, para entrar en órbita, Benny manipuló los frenos con la pericia propia de un pianista que ejecutara la Sonata a la luz de la luna y cuando llegó al stop, que no tenía intención de obedecer, giró el volante de modo que desde atrás habría dado la impresión de que el Mercedes había simplemente desaparecido de una-calle, para entrar en la otra.
Era tan experto al volante como había demostrado serlo en el combate cuerpo a cuerpo y Rachael habría querido preguntarle: ¿Quién diablos eres, además de un plácido vendedor de propiedades inmobiliarias, aficionado a los trenes y a la música antigua? Pero no lo hizo, porque tenía miedo de distraerle y si lo hacía a la velocidad que conducía, inevitablemente volcarían o se estrellarían y con casi toda seguridad morirían.
Benny sabía que el 560 SL podía fácilmente ganarle al Cadillac en velocidad, en la carretera abierta, pero en las callejuelas donde se encontraban, con frecuentes montículos para evitar el exceso de velocidad, la situación era diferente. Además, al acercarse al centro de la ciudad, empezaron a encontrarse semáforos e incluso a una hora tan avanzada de la madrugada, se veía obligado a reducir, por lo menos un poco, la velocidad en los cruces o arriesgarse a chocar con alguno de los pocos vehículos que circulaban. Afortunadamente, el Mercedes giraba mil veces mejor que el Cadillac, por lo que no se veía obligado a reducir tanto la velocidad como sus perseguidores y en cada cruce les ganaba unos metros, que el Caddy no lograba recuperar en la próxima recta. Cuando después de mucho zigzaguear llegó a una manzana de Palm Canyon Drive, le había ganado más de una manzana y media al Cadillac y estaba finalmente convencido de que dejaría atrás a aquellos cabrones, fueran quienes fuesen. Y entonces fue cuando vio el coche de policía.
Estaba aparcado en doble fila, en la esquina de Palm Canyon, a una manzana de distancia y el policía debió de verle llegar por el retrovisor, como un murciélago escapado del infierno, porque se encendieron inmediatamente las luces intermitentes azul y roja del techo de su coche.
—Aleluya —exclamó Benny.
—No —dijo Rachael desde su incómodo aposento, vociferándole junto al oído—. No, no puedes acudir a la policía. Si nos ponemos en sus manos, moriremos.
No obstante, al acercarse al coche patrulla, Ben comenzó a frenar, porque, maldita sea, jamás le había dado ninguna buena razón para no confiar en la protección de la policía; además él no era uno de esos a quien le guste tomar la ley en sus propias manos y con toda seguridad los individuos del Cadillac se retirarían al ver a la policía.
—¡No!, Benny, por Dios santo, confía en mí, te lo ruego —exclamó Rachael—. Si te detienes moriremos. No cabe la menor duda de que nos volarán los sesos.
Le dolió profundamente que le acusara de no confiar en ella. Dios mío, confiaba en ella plenamente, porque la quería. No comprendía su actuación, no la de esta noche, pero confiaba en ella y la acusación y decepción que le había manifestado le dolía como si le hubieran clavado una daga en el corazón. Levantó el pie del freno y volvió a colocarlo sobre el acelerador, adelantando el coche blanco y negro de la policía a tal velocidad, que las luces intermitentes iluminaron una sola vez el Mercedes, quedando inmediatamente a su espalda. Cuando miró por el retrovisor, vio a dos policías uniformados, completamente atónitos. Imaginó que esperarían al Cadillac y que seguirían a ambos, lo que le parecía perfecto, puesto que los individuos del Caddy, seguidos de un coche de policía, no podrían alcanzarles para volarles los sesos.
Pero para sorpresa y decepción de Ben, los polis se lanzaron en su persecución, con la sirena en marcha. Es posible que estuvieran tan sorprendidos por la velocidad del Mercedes, que no se hubiesen dado cuenta de la presencia del Cadillac. O puede que lo hubieran visto, pero no se habían dado cuenta de que circulaba prácticamente a la misma velocidad. Fuera cual fuese su razón, salieron tras ellos a lo largo de Palm Canyon Drive.
Ben cogió la curva con el aplomo de un especialista que sabe que su coche va equipado con suspensión y estabilizadores especiales, amortiguadores hidráulicos y otros sofisticados instrumentos que convierten dichas operaciones en menos peligrosas, aunque nada de ello era cierto en el caso del coche que conducía. Se dio cuenta de que había cometido un error de cálculo y estaba a punto de convertir a Rachael, a Sarah y a sí mismo en carne en conserva, como tres hamburguesas en una lujosa lata de acero alemán, cuando el coche se levantó sobre dos ruedas, percibió el olor a goma quemada y tuvo la impresión de que el coche se mantenía ladeado durante una hora, pero gracias a Dios y a la extraordinaria ingeniería de Benz, volvieron a caer sobre las cuatro ruedas, sin que milagrosamente estallara ningún neumático, aunque Rachael se golpeó la cabeza en el techo y soltó un profundo suspiro que Benny percibió en el cuello.
Vio al viejo con su camisa amarilla Banlon y su perro de aguas, incluso antes de que se estabilizara la suspensión del vehículo. Estaban cruzando la calle en medio de la manzana, cuando aparecieron como escapando de un circuito de fórmula uno. Perro y hombre le miraban con sorpresa y terror, con la cabeza levantada y los ojos muy abiertos, mientras se les acercaba a una velocidad aterradora. El individuo parecía tener noventa años y el perro era también decrépito, por lo que no tenía sentido que estuvieran, en la calle a casi las dos de la madrugada. Debían haber estado en su casa, en la cama, soñando en árboles y dentaduras bien ajustadas, pero ahí estaban.
—¡Benny! —exclamó Rachael.
—Los veo, los veo.
No tenía posibilidad alguna de detenerse, por lo que apretó el freno y giró simultáneamente el volante, obligando al Mercedes a girar sobre sí mismo, en un semicírculo de ciento ochenta grados, para acabar junto a la acera opuesta.
Cuando volvió a coger la calzada, para seguir en dirección norte, el viejecito y su perro se habían refugiado en la acera y el coche de policía se encontraba a menos de diez metros de distancia.
Por el retrovisor vio que el Caddy también había girado por la esquina y seguía persiguiéndolos, sin que los preocupara la presencia de la policía. Asombrosamente, el Caddy se colocó junto al coche patrulla, intentando adelantarlo.
—Están locos —dijo Benny.
—Mucho peor —dijo Rachael—. Muchísimo peor.
En su asiento, Sarah Kiel emitía ruidos extraños, pero no parecía ser consciente del peligro que corrían en aquel momento. Daba la impresión de que la violencia de la persecución había despertado en su memoria recuerdos de otra violencia, mucho peor, que había experimentado anteriormente.
Mientras aceleraba a lo largo de Palm Canyon, Benny vio por el retrovisor que el Cadillac se colocaba exactamente junto al coche patrulla. Parecía que se divirtieran compitiendo el uno con el otro. Era… era realmente absurdo. De pronto dejó de serlo, cuando vio con toda claridad cuál era la horrible intención de los individuos del Caddy, al disparar con metralletas contra el coche de policía. Parecía incongruente que aquello pudiera ocurrir en Palm Springs, cuando habría sido más propio del Chicago de los años veinte.
—¡Han disparado contra los policías! —exclamó Benny, con el mayor asombro de su vida.
Incluso después de que el coche blanco y negro perdiese el control, chocara contra la acera, cruzase la calle y se incrustara en el escaparate de una elegante tienda, uno de los individuos del Cadillac siguió disparándole por la ventana, con su metralleta.
Junto a Benny, Sarah emitió un prolongado quejido, contorsionándose y protegiéndose como si alguien le estuviera asestando golpes. Parecía revivir su experiencia anterior, inconsciente del peligro presente.
—Benny, estás perdiendo velocidad —exclamó urgentemente Rachael.
Aturdido por los acontecimientos, había relajado el pie del acelerador.
El Cadillac se les acercaba con la velocidad de un tiburón al acecho de un nadador.
Benny apretó el acelerador a fondo y el Mercedes reaccionó como un gato a quien hubieran pegado una patada en el trasero. Avanzaron a toda velocidad a lo largo de Palm Canyon Drive, que era bastante recto y lo suficientemente largo como para ganarle un poco de terreno al Cadillac antes de volver a girar. Y giró, una y otra vez, dirigiéndose ahora hacia el oeste de la ciudad, en dirección a las colinas, bajando de nuevo, acercándose gradualmente al sur a lo largo de calles residenciales con árboles a los lados que las cubrían como túneles, después por otros barrios donde en lugar de árboles había matorrales y la vegetación era demasiado escasa para disimular el hecho de que la ciudad había sido construida en el desierto. En cada curva aumentaba la distancia que les separaba de los asesinos en el Cadillac.
—Se han cargado a dos polis, simplemente porque se interpusieron en su camino —exclamó Benny, completamente atónito.
—Quieren alcanzarnos a toda costa —dijo Rachael—. Es lo que he estado intentando decirte. Quieren alcanzarnos cueste lo que cueste.
Ahora le llevaba un par de manzanas de ventaja al Cadillac y con otras cinco o seis curvas lograría perderlos, porque no sabrían qué camino había seguido.
—Pero, maldita sea —dijo Benny, en un tono tembloroso que le resultó sumamente desagradable—, si sus posibilidades de alcanzarnos eran prácticamente nulas. Su engorroso Cadillac no puede competir con esta pequeña maravilla. Sin duda deben saberlo. Tan sólo una oportunidad entre un millar. En el mejor de los casos. Y a pesar de todo, se han cargado a los policías.
Tomó otra curva, en parte girando y en parte resbalando, para entrar en otra calle.
—¡Oh Dios mío, oh Dios mío! —exclamó frenéticamente Sarah, con una voz muy apocada, inclinándose hacia adelante tanto como el cinturón le permitía y cruzando los brazos sobre el pecho, igual que cuando estaba desnuda en la ducha.
—Probablemente creyeron que la policía había tomado nota de nuestra matrícula y de la suya —dijo Rachael a su espalda, con una voz tan temblorosa como la de Benny— y que probablemente llamarían por la radio para solicitar identificación.
Aparecieron las luces del Cadillac, ahora ya bastante rezagado. Benny entró en otra calle, a toda velocidad, oscura y con el firme irregular, cuyas antiguas casas tenían un aspecto abandonado, que no correspondía a la imagen que la cámara de comercio proporcionaba de Palm Springs.
—Pero tú me has dicho que esos individuos del Cadillac nos alcanzarían aún con mayor rapidez si nos entregábamos a la policía.
—Efectivamente.
—Entonces, ¿por qué no querían que nos cogiera la policía?
—No te quepa la menor duda de que en manos de la policía les sería más fácil alcanzarme —dijo Rachael—. No tendría ni la más mínima oportunidad de eludirles. Pero eliminarme en esas circunstancias sería más molesto, más público.
Los individuos del Cadillac… y sus asociados… prefieren solucionarlo del modo más íntimo posible, aunque tarden un poco más en lograrlo.
Antes de que aparecieran las luces del Cadillac, Benny tomó otra curva. Un minuto más y los perdería por completo.
—¿Qué coño quieren de nosotros? —preguntó.
—Dos cosas. La primera… un secreto que creen que tengo.
—Pero ¿no lo tienes?
—No.
—¿Y la otra?
—Otro secreto que sí tengo. Lo comparto con ellos. Lo saben y quieren impedir que lo divulgue.
—¿De que se trata?
—Si te lo cuento tendrán tanta razón para matarte a ti como para matarme a mí.
—Creo que ya me han condenado —dijo Benny—. Estoy ya demasiado involucrado; por consiguiente, dímelo.
—Concéntrate en el volante —dijo Rachael.
—Dímelo.
—Ahora no. Debemos concentrarnos en escapar.
—No te preocupes, deja eso de mi cuenta y, maldita sea, no lo utilices como pretexto para no contármelo. Ya los hemos perdido. Una curva más y no tendremos que preocuparnos de ellos.
El neumático frontal derecho estalló.