Cuando un viejo borracho con el pantalón hecho un asco y una camisa estampada hecha jirones, entró en el callejón, amontonó unas cajas y se encaramó para buscar Dios sabe qué en el contenedor de basura, salieron un par de ratas del mismo y le sobresaltaron. Antes de caerse de la escalera improvisada, vio brevemente el cuerpo de una mujer echado en la basura. Llevaba un vestido amarillo claro, con un cinturón azul.
El nombre del borracho era Percy. No recordaba su apellido.
—No estoy realmente seguro de haber tenido uno —les dijo más adelante a Verdad y a Hagerstrom, cuando estos le interrogaban en el callejón—. No recuerdo haber utilizado jamás ningún apellido. Supongo que en algún momento debí de tenerlo, pero mi memoria ya no es lo que fue debido a ese vino tan repugnante que es lo único que puedo permitirme.
—¿Crees que ese desgraciado la ha matado? —le preguntó Hagerstrom a Verdad, como si al no hablarle directamente el pordiosero no pudiera oírlos.
—Me parece improbable —respondió Verdad con el mismo tono de voz, examinando a Percy con asco.
—Por supuesto. Y aunque haya visto algo importante, no sabrá qué significa y en todo caso tampoco lo recordará.
El teniente Verdad no contestó. Como inmigrante nacido en un país menos justo y afortunado que al que dedicaba muy a gusto su lealtad, tenía poca paciencia y ninguna comprensión para casos perdidos como el de Percy. Habiendo nacido con la ventaja inconmensurable que suponía ser ciudadano estadounidense, ¿cómo podía un individuo volverle la espalda a todas las oportunidades que se le ofrecían y elegir la degradación y la miseria? Julio sabía que debería compadecerse de desgraciados como Percy.
Sabía que aquel desecho humano podía haber sufrido, soportado tragedias, haber sido destrozado por el destino o por la crueldad paterna. Como graduado de los programas de concienciamiento del departamento de policía, Julio estaba perfectamente familiarizado con la psicología y la sociología de los marginados, como víctimas de la sociedad.
Pero le habría sido más fácil comprender el pensamiento de un marciano, que simpatizar con individuos como aquel.
Se limitó a suspirar con hastío, se arregló los puños de su camisa blanca de seda y se ajustó los gemelos de perlas, primero el de la derecha y a continuación el de la izquierda.
—¿Se ha dado cuenta de que parece ser una ley natural, que todos los testigos potenciales de algún homicidio en esta ciudad estén borrachos y haga más de tres semanas que no se lavan? —dijo Hagerstrom.
—Si el trabajo fuera fácil —respondió Verdad— no nos gustaría tanto, ¿no le parece?
—A mí sí. Dios mío, este individuo apesta.
Mientras hablaban a su alrededor, Percy parecía efectivamente estar en otro mundo. Después de sacarse un pedazo de algo indefinido, pegado a una de las mangas de su camisa estampada y de soltar un profundo eructo, volvió al tema de su deteriorado cerebelo.
—La bebida barata confunde a uno el cerebro. Juro por Dios que el mío se encoge todos los días y el espacio vacío lo ocupan pelotas de pelo y periódicos mojados. Estoy convencido de que cuando duermo se me acerca un gato y me escupe las pelotas de pelo por el oído.
Parecía hablar perfectamente en serio e incluso con miedo de ese audaz felino invasor.
A pesar de que no era capaz de recordar su apellido, ni prácticamente nada más, a Percy le quedaba el suficiente tejido cerebral, entre las pelotas de pelo y los periódicos mojados, como para saber que lo que debía hacer al encontrarse con un cadáver era llamar a la policía. Y aunque no era exactamente un modelo para la comunidad, ni sentía gran respeto por la ley, ni por el bienestar común, había ido inmediatamente en busca de la autoridad. Creía que por denunciar la presencia del cadáver en el contenedor de basura, le darían alguna recompensa.
Ahora, después de una hora de haber llegado con los técnicos de la División Científica de Investigación y de haber interrogado en vano a Percy, mientras los técnicos instalaban los faros y los encendían, el teniente Verdad vio cómo otra rata saltaba asustada del contenedor, en el momento en que los funcionarios del departamento forense, después de haber tomado un montón de fotografías, comenzaban a levantar el cadáver de la mujer. Con su asqueroso pelambre, su larga cola rosada y húmeda, el repugnante roedor corrió junto a la pared, hacia la boca del callejón. Julio tuvo que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para no desenfundar el arma y liarse a tiros con el animal. Alcanzó una alcantarilla con la rejilla rota y desapareció hacia las profundidades.
Julio odiaba las ratas. Su mera presencia alteraba la imagen que penosamente había construido a lo largo de diecinueve años de ciudadanía estadounidense y de servicio en la policía. Cuando veía una rata, quedaba inmediatamente despojado de todo cuanto había logrado en casi dos décadas, para convertirse en aquel pequeño desgraciado de los suburbios de Tijuana, donde había nacido en una chabola construida de escombros, barriles oxidados y tela asfáltica. Si el inquilinato hubiera sido cuestión de cifras, la chabola habría pertenecido a las ratas, ya que en número los roedores superaban ampliamente a los miembros de la familia Verdad.
Observando cómo se alejaba la rata de la zona iluminada por los focos portátiles, para entrar en la penumbra y perderse por la alcantarilla, Julio se sintió como si por arte de magia su traje, su impecable camisa y sus mocasines Bally, se hubieran transformado en tejanos de tercera mano, una camiseta desgarrada y sandalias desgastadas. Sintió un escalofrío y retrocedió momentáneamente a sus cinco años, en la abigarrada chabola de Tijuana un día del mes de agosto, mirando horrorizado cómo dos ratas le destrozaban la garganta a su hermano Ernesto, de cuatro meses. Los demás miembros de la familia estaban en la polvorienta calle, sentados a la escasa sombra, abanicándose, los pequeños jugando pacíficamente y tomando sorbos de agua, los adultos refrescándose con la cerveza que les habían comprado a un par de ladrones, que la noche anterior habían dado un golpe en la destilería. El pequeño Julio intentó chillar, quiso pedir ayuda, pero no salía ningún sonido de su garganta, como si el aire pesado y húmedo de agosto ahogara las palabras y los llantos. Las ratas, al percibir su presencia, adoptaron una actitud amenazadora, chirriando e incluso cuando se les acercó moviendo frenéticamente los brazos, sólo retrocedieron a contrapelo, después de que una de ellas pusiera su valor a prueba, pegándole un mordisco en la parte más blanda de su mano izquierda. Chilló y siguió agitando furiosamente los brazos, logrando ahuyentar finalmente las ratas, y no había dejado de chillar cuando su madre y su hermana mayor, Evalina, entraron abandonando el calor agobiante del exterior, para hallarle sollozando, con la mano ensangrentada como si hubiera sido crucificado y su hermanito muerto.
Reese Hagerstrom había trabajado con Julio el tiempo suficiente para conocer su aversión por las ratas, pero su discreción le impedía mencionárselo directa o indirectamente.
—He pensado en darle cinco pavos a Percy y decirle que se largue —le dijo para distraerle, poniéndole una enorme mano en su fino hombro—. No ha tenido nada que ver con esto, no vamos a sacarle nada más y la peste que desprende me da náuseas.
—Adelante —le dijo Julio—. Pongo dos y medio.
Mientras Reese se ocupaba del borracho, Julio observaba cómo levantaban el cadáver de la mujer del contenedor.
Procuraba distanciarse de la víctima. Intentó decirse a sí mismo que su aspecto no era real, que parecía más bien una muñeca de trapo y que puede que lo fuera, o un maniquí, un simple maniquí. Pero no era cierto. Su aspecto era perfectamente real. Maldita sea, demasiado real. La depositaron sobre el plástico que a tal fin habían abierto sobre la acera.
A la luz de los focos portátiles, el fotógrafo tomó unas cuantas fotografías más y Julio se aproximó para verla de cerca. Era una chica joven, de poco más de veinte años, con cabello negro y ojos castaños de aspecto latino. A pesar de cómo la había tratado el asesino, de la basura y de las industriosas ratas, se percibía que había sido por lo menos atractiva y posiblemente hermosa. Había hallado la muerte con un vestido veraniego de color paja, con volantes azules en el cuello y en las mangas, cinturón azul y zapatos, también azules, de tacón alto.
Llevaba un solo zapato. El otro debía de estar indudablemente en el contenedor.
Había algo insufriblemente triste en su alegre vestido y en su pie desnudo con las uñas meticulosamente pintadas.
Obedeciendo las instrucciones de Julio, dos policías de uniforme se pusieron botas de goma, mascarilla y se metieron en el contenedor para examinar meticulosamente la basura. Buscaban el otro zapato, el arma utilizada por el asesino y cualquier cosa que pudiera estar relacionada con el caso.
Hallaron el bolso de la difunta. No la habían robado, tenía cuarenta y tres dólares en el monedero. Según su permiso de conducir, se llamaba Ernestina Hernández, tenía veinticuatro años y era de Santa Ana. Ernestina.
Julio se estremeció. La similitud de su nombre y el de su hermanito muerto desde hacía muchos años, Ernesto, le produjo un escalofrío. Tanto el uno como el otro habían acabado con las ratas y a pesar de que Julio no conocía a Ernestina, desde el momento en que supo su nombre sintió una obligación profunda y sólo parcialmente explicable hacia ella.
—«Hallaré a tu asesino —le prometió silenciosamente—. Eras encantadora, has muerto antes de tiempo y si hay algún tipo de justicia en el mundo, alguna esperanza de hallarle sentido a la vida, tu asesino no puede permanecer impune. Te juro que aunque tenga que ir al fin del mundo, le encontraré».
Dos minutos más tarde hallaron una bata cubierta de sangre, del tipo que utilizan los médicos. Sobre el bolsillo frontal, decía lo siguiente: «DEPÓSITO DE CADÁVERES DE LA CIUDAD DE SANTA ANA».
—¿Qué diablos? —exclamó Reese Hagerstrom—. ¿Cree que la ha degollado alguien del depósito de cadáveres?
Julio Verdad examinó la bata con el ceño fruncido y no dijo nada.
Un técnico de laboratorio dobló cuidadosamente la bata, procurando no sacudir ningún pelo ni fibras que pudieran estar pegados a la misma. La metió en una bolsa de plástico, que selló meticulosamente.
A los diez minutos, los policías del contenedor hallaron un bisturí con residuos de sangre en la hoja. Era un instrumento caro y de alta calidad, de estilo quirúrgico. Semejante a los utilizados en los quirófanos. O en el laboratorio de patología.
Pusieron también el bisturí en una bolsa de plástico, que dejaron junto a la de la bata, al lado del cadáver ahora amortajado.
A media noche no habían hallado el otro zapato de la difunta. Pero quedaba todavía un palmo de basura en el fondo del contenedor y casi con toda seguridad lo hallarían entre los desperdicios.