Un par de polillas blancas revoloteaban alrededor de la luz fluorescente que colgaba del techo, embistiendo el tubo, como obedeciendo un instinto suicida, frustrado, por alcanzar la llama. La proyección de sus sombras, muy ampliada, zigzagueaba por las paredes, sobre el Ford y contra el reverso de la mano con que Rachael se cubría el rostro.
Un metálico olor a sangre emanaba del maletero abierto del vehículo. Ben dio un paso atrás para alejarse del nauseabundo efluvio.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó.
—¿Saber qué? —dijo Rachael, con los ojos todavía cerrados, la cabeza baja y su bronceado cabello caído, cubriéndole medio rostro.
—¿Cómo sabías lo que podíamos encontrarnos en el maletero?
—No lo sabía. Temía que podíamos hallar… algo. Algo distinto. Pero no esto.
—¿Entonces qué suponías que podíamos hallar?
—Tal vez algo peor.
—¿Como qué?
—No hagas preguntas.
—Tengo que hacerlas.
Los mullidos cuerpos de las polillas seguían golpeándose rítmicamente contra el fluorescente.
Rachael abrió los ojos, movió la cabeza y comenzó a alejarse del destartalado Ford.
—Larguémonos de aquí.
—Ahora tenemos que llamar a la policía —dijo Ben, cogiéndola del brazo—. Y tendrás que contarles lo que sepas sobre lo que está ocurriendo aquí. Por consiguiente podrías empezar por explicármelo a mí.
—Nada de policía —dijo sin querer o poder mirarle.
—Hasta ahora no he tenido inconveniente en seguirte la corriente.
—Nada de policía —insistió.
—¡Pero alguien ha sido asesinado!
—No hay cadáver.
—Maldita sea, ¿no basta con la sangre?
—Benny, por favor, te lo ruego —dijo dándose la vuelta y por fin mirándole a los ojos—, no discutas conmigo. No hay tiempo para discusiones. Si el cadáver de esa pobre mujer estuviera en el maletero sería diferente y quizás podríamos llamar a la policía, entonces tendrían algo en que basarse y actuarían con rapidez. Pero al no haber cadáver, no harán más que preguntas, preguntas interminables y no creerán las respuestas que podría ofrecerles, con lo que se acabará perdiendo mucho tiempo. Y esto es algo que no puedo permitirme, porque muy pronto habrá gente buscándome… gente muy peligrosa.
—¿Quién?
—En el supuesto de que ya no lo estén haciendo. No creo que hayan podido enterarse de que el cuerpo de Eric ha desaparecido, no todavía, pero si lo saben vendrán aquí. Debemos marcharnos.
—¿Quién? —preguntó exasperado—. ¿Quiénes son? ¿Qué buscan? ¿Qué desean? Por todos los santos, Rachael, sincérate conmigo.
—Hemos acordado que podías venir conmigo, pero sin interrogarme —dijo moviendo la cabeza.
—No he prometido tal cosa.
—Maldita sea, Benny, mi vida corre peligro.
Estaba muy seria; hablaba con absoluta sinceridad; temía desesperadamente por su vida y esto bastó para que Ben dejara de presionarla y optase por seguir cooperando.
—Pero la policía podría protegerte —dijo con tono suplicante.
—No de los que probablemente querrán eliminarme.
—Hablas de ellos como si fueran demonios.
—Por lo menos.
Le dio un pequeño abrazo y le besó suavemente en los labios. Se sentía bien en sus brazos. A él le trastornaba profundamente la perspectiva de un futuro sin ella.
—Eres maravilloso por querer estar a mi lado —dijo Rachael—. Pero debes irte a tu casa. Aléjate. Deja que yo me ocupe de esto.
—De ningún modo.
—Entonces no te entrometas. Y ahora, vámonos.
Apartándose de él, cruzó el garaje de cinco plazas en dirección a la puerta por la que se entraba en la casa.
Cayó una polilla y le revoloteó por el rostro, como si en aquel momento el brillo de sus sentimientos por Rachael fuera mayor que el del fluorescente. Se la sacudió de encima y cerró el maletero del Ford, dejando que la sangre húmeda coagulara y creciera el olor nauseabundo.
Siguió a Rachael.
En el fondo del garaje, junto a la puerta que conducía a la casa a través de la lavandería, se detuvo para observar algo que había en el suelo. Cuando Ben la alcanzó, vio ropa amontonada en un rincón, que les había pasado desapercibida a ambos al entrar en el garaje. Había un par de zapatos de plástico blanco, blando, con suela y tacón de goma blanca, anchos, y con cordones blancos; un pantalón ancho, verde claro, de algodón, con cordón a la cintura; y una camisa ancha de manga corta, que hacía juego con el pantalón.
Cuando levantó la cabeza para mirar a Rachael, vio que su rostro no era ya sólo pálido y macilento; parecía cubierto de ceniza, gris, marchito.
Volvió a fijarse en la ropa. Vio que era el tipo de uniforme que usaban los cirujanos para entrar en el quirófano, conocido en los hospitales como uniforme blanco. En otra época habían sido realmente blancos, pero en la actualidad solían ser verde pálido. Sin embargo, no sólo los cirujanos lo utilizaban. Muchos funcionarios del hospital vestían el mismo uniforme. Incluso en el depósito de cadáveres, hacía poco que había visto a los patólogos y a los ayudantes con esa misma ropa.
Rachael aspiró fuertemente, produciendo una especie de silbido entre sus dientes cerrados, se estremeció y entró en la casa.
Ben titubeó un poco, observando atentamente los zapatos y la ropa abandonados. Absorto en el suave tono verdoso, ensimismado con las formas caprichosas de las arrugas, con la cabeza en un torbellino y el corazón latiéndole con extraordinaria fuerza, reflexionaba casi sin respiración sobre el significado de lo que veía.
Cuando por fin logró romper el encanto y se apresuró para alcanzar a Rachael, se dio cuenta de que tenía el rostro empapado de sudor.
Rachael conducía con excesiva velocidad al dirigirse hacia el nuevo edificio de Geneplan en Newport Beach. Era una experta al volante, pero Ben se alegraba de llevar abrochado el cinturón de seguridad. Sabía, por experiencia, que conducir era una de las cosas que más le gustaba en la vida; sentía la emoción de la velocidad, el deleite de la maniobrabilidad de su SL. Sin embargo, aquel día tenía demasiada prisa para disfrutarlo y, sin llegar a ser imprudente, la velocidad con que tomaba algunas curvas y la rapidez con que cambiaba de carril, no habrían permitido calificarla de tímida.
—¿Estás metida en algún tipo de lío que te impide llamar a la policía? —le preguntó Ben—. ¿Es eso?
—¿Te refieres a que los polis puedan descubrir algo contra mí?
—¿Es eso lo que ocurre?
—No —respondió sin titubeo alguno y sin ningún resquicio de engaño.
—Porque si te has metido en algún lío con gente indeseable, nunca es demasiado tarde para echarse atrás.
—No se trata de eso.
—Magnífico. Me alegro de que así sea.
El tenue reflejo del tablero de mandos del coche era lo suficientemente claro como para iluminar ligeramente su rostro, pero no para poner de relieve la tensión y enfermiza palidez que le había provocado el miedo. Para Ben tenía ahora el mismo aspecto que cuando pensaba en ella sin verla: arrebatador.
En otras circunstancias, con destino distinto, la escena habría sido propia de un sueño perfecto o de una maravillosa película de época. Después de todo, ¿qué podía ser más emocionante o exquisitamente erótico que viajar en un elegante deportivo con una mujer hermosa, surcando la noche en pos de un lugar romántico, donde las sábanas sustituirían a los mullidos asientos anatómicos y la emoción de la velocidad habría servido de preludio al amor apasionado y desenfrenado?
—No he hecho nada malo, Benny —le dijo.
—Nunca lo supuse.
—Has sugerido…
—Tenía que preguntártelo.
—¿Tengo aspecto de malvada?
—Tienes un aspecto angelical.
—No hay peligro de que acabe en la cárcel. Lo peor que puede ocurrirme es que me maten.
—Maldita sea, lo impediré.
—Eres verdaderamente encantador —le dijo apartando momentáneamente los ojos de la carretera y brindándole una pequeña sonrisa—. Muy encantador.
Le sonrió sólo con los labios, sin que el miedo desapareciera de su rostro ni cambiara su perturbada mirada. Y por muy encantador que creyera, seguía sin estar dispuesta a compartir ninguno de sus secretos.
Llegaron a Geneplan a las once y media.
La central de la empresa del doctor Eric Leben consistía en un edificio, predominantemente de cristal, de cuatro plantas, situado en un exclusivo parque comercial de Jamboree Road, en Newport Beach, de un elegante diseño irregular hexaédrio, con abundante mármol y pórtico de cristal. Normalmente Ben detestaba esa arquitectura, pero tuvo que reconocer, a regañadientes, que la central de Geneplan tenía cierto atractivo en su audacia. El aparcamiento estaba dividido en varias secciones, separadas por jardineras con geranios trepadores repletos de flores rojas y blancas.
El edificio estaba rodeado por una amplia zona verde, con palmeras artísticamente ubicadas. Incluso a una hora tan avanzada, los árboles, el terreno y el edificio estaban iluminados con focos situados estratégicamente, que daban al lugar una sensación dramática e importante.
Rachael condujo su Mercedes hasta la parte trasera del edificio, donde una pequeña rampa conducía a un gran portalón, que evidentemente se abría para permitir el acceso de camiones a una zona de carga y descarga en el sótano.
Condujo hasta el fondo y aparcó junto a la puerta, a un nivel inferior al del suelo, con muros de hormigón a ambos lados.
—Si a alguien se le ocurre que puedo haber venido a Geneplan y pasa en busca de mi coche, le será imposible verlo aquí.
Al apearse, Ben se dio cuenta de que en Newport Beach, cerca del mar, las noches eran mucho más frescas y agradables que en Santa Ana o en Villa Park. Estaban demasiado lejos del océano (unos tres kilómetros) para oír las olas u oler las algas y la sal, pero no obstante se percibía el aire del Pacífico.
Junto al portalón había una pequeña puerta, con dos cerrojos, que conducía también al sótano.
Cuando vivía con Eric, Rachael le había llevado mensajes a Geneplan en ocasiones en que él no podía hacerlo personalmente y no quería confiar la misión a un subordinado, para lo cual tenía las llaves del edificio. El día en que le abandonó, las dejó sobre una mesa del vestíbulo en la casa de Villa Park. Esta noche, las había hallado exactamente en el mismo lugar donde las había dejado un año antes, sobre la mesa, junto a una vasija japonesa del siglo XIX, cubiertas de polvo. Evidentemente, Eric le había prohibido a la criada que las tocara, con el objeto de que su presencia inalterada le sirviera a Rachael de sutil humillación, cuando regresara de rodillas junto a él. Por suerte le había negado esa perversa satisfacción.
Eric Leben había sido claramente un cabrón con una arrogancia suprema y Ben se alegraba de no haberle conocido.
Ahora Rachael abrió la puerta de acero, entró en el edificio y encendió las luces de una reducida zona de carga del sótano. Empotrada en la pared de hormigón, había una caja del sistema de alarma, en la que marcó una serie de números. Los dos pilotos rojos se apagaron y se encendió una luz verde, indicando que el sistema estaba desactivado.
Ben la siguió hasta el fondo de la sala, aislada del resto del sótano por razones de seguridad. Junto a la próxima puerta había otro sistema de alarma, independiente del anterior. Ben observó como lo desactivaba con otro código numérico.
—El primero está basado en la fecha de nacimiento de Eric y este en la mía. Hay otros más adelante —dijo Rachael.
Siguieron adelante, alumbrándose con la linterna que había cogido en Villa Park, ya que no quería encender ninguna luz que se viera desde el exterior.
—Pero tú tienes perfecto derecho a estar aquí —dijo Ben—. Eres su viuda y casi con toda seguridad lo has heredado todo.
—Sí, pero si cierta gente pasa por delante y ve las luces encendidas, imaginarán que soy yo y vendrán a por mí.
Habría querido que le dijera quién era esa «cierta gente», pero sabía que no podía preguntárselo. Rachael avanzaba con rapidez, impaciente por hacerse con lo que fuera que habían ido a buscar. No estaría más dispuesta a responder sus preguntas que en Villa Park.
Acompañándola por el sótano y en el ascensor que conducía al segundo piso, Ben estaba cada vez más intrigado con el extraordinario sistema de seguridad, cuando no había nadie en el edificio. Fue preciso desactivar otra alarma antes de llamar el ascensor. Al llegar al segundo piso, entraron en un vestíbulo planificado desde el punto de vista de la seguridad. A la luz de la linterna de Rachael, Ben vio una gruesa alfombra color paja, un espectacular escritorio de mármol, castaño y bronce de la recepcionista, media docena de sillones de bronce y cuero para las visitas, mesillas de cristal y bronce y tres etéreos cuadros que podían ser de Martin Green, pero incluso sin la luz de la linterna habría visto los dos pilotos rojos que brillaban en la oscuridad. Tres puertas de bronce bruñido, probablemente blindadas e impenetrables, con pilotos rojos junto a cada una de ellas, constituían la única salida del vestíbulo.
—Esto no es nada, comparado con los sistemas de seguridad de las plantas tercera y cuarta —dijo Rachael—. ¿Qué hay ahí arriba?
—Los ordenadores y los duplicados de los bancos de datos de la investigación. Cada centímetro está cubierto por detectores infrarrojos, sónicos y visuales.
—¿Vamos a subir?
—Afortunadamente no es necesario. Y, gracias a Dios, tampoco tenemos que ir a Riverside County.
—¿Qué hay en Riverside?
—Los laboratorios de investigación. Todas las instalaciones están bajo tierra. No sólo por razones de aislamiento biológico, sino como medida de seguridad contra el espionaje industrial.
Ben era consciente de que Geneplan era una empresa punta en la industria de mayor desarrollo y más brutalmente competitiva del mundo. La carrera desenfrenada por ser los primeros en lanzar un nuevo producto al mercado, junto a la competitividad natural del tipo de individuos que trabajan en la misma, justificaban la necesidad de proteger sus secretos comerciales y científicos con un celo explícitamente paranoico. No obstante, no estaba del todo preparado para la evidente mentalidad de asedio, subyacente en la planificación del sistema de seguridad de Geneplan.
El doctor Eric Leben era especialista en recombinación del ADN, una de las figuras más brillantes en la ciencia de rápida expansión de la división genética. Y Geneplan era una de las primeras empresas de la industria bioquímica, sumamente rentable, basada en esta nueva ciencia desde finales de los años setenta.
Eric Leben y Geneplan poseían una serie de valiosas patentes de organismos y nuevas plantas manipulados genéticamente, entre las que se hallaba la de un microbio que producía una vacuna extraordinariamente eficaz contra la hepatitis, actualmente pendiente de aprobación por parte de la autoridad sanitaria, pero que en un año como máximo estaría en el mercado; otro microorganismo manipulado que constituía una super vacuna contra todo tipo de herpes; una nueva variedad de maíz que crecía aunque fuera regado con agua salada, lo que le permitía vivir en zonas áridas cercanas a la costa, donde todo cultivo había sido imposible; una nueva familia de cítricos genéticamente modificados, a los que no afectaba la mosca californiana, el cáncer de la naranja ni muchas otras enfermedades, con lo que se evitaba en gran parte el uso de pesticidas en la industria cítrica. Cada una de dichas patentes podía tener un valor de decenas, o incluso centenares, de millones de dólares y a Ben le pareció comprensible la actitud paranoica de Geneplan para proteger la información relacionada con la creación de dichas minas de oro, invirtiendo en ello una pequeña fortuna.
Rachael se acercó a la puerta central, desactivó la alarma y, con otra llave, abrió el cerrojo.
Cuando Ben la siguió y cerró la puerta a su espalda, se dio cuenta de que era tremendamente pesada y de que habría sido imposible moverla, de no haber estado perfectamente equilibrada y montada con enorme pericia sobre bisagras de cojinetes.
Le condujo por una especie de pasillos oscuros y silenciosos, a través de otras puertas, hasta las habitaciones privadas de Eric. Para entrar en las mismas fue necesario desactivar otra alarma.
Por fin en el sanctasanctórum, cruzó una gran extensión cubierta por una alfombra china antigua, de color rosa y paja, hasta el enorme escritorio de Eric. Era ultramoderno, como el de la recepción, pero más caro y suntuoso, construido con un raro mármol con venas de oro y malaquita pulida.
El concentrado rayo de la linterna iluminaba sólo el centro de la sala, mientras Rachael avanzaba decididamente, por lo que Ben tenía apenas una visión esporádica y penumbrosa de la decoración. Parecía todavía más moderna que las demás estancias de Eric Leben, decididamente futurista.
Dejó el bolso y la pistola sobre el escritorio y se dirigió hacia la pared del fondo, donde Ben se reunió con ella.
Dirigió la luz de la linterna hacia un cuadro de más de un metro cuadrado que había contra la misma: anchas franjas de un amarillo sombrío y un gris muy deprimente, separadas por una fina pincelada de un color morado, semejante al de la sangre coagulada.
—¿Otro Rothko? —preguntó Ben.
—Sí. Y con otra función importante además de la artística.
Pasó la mano, palpando bajo el marco de acero bruñido. Se abrió un pestillo y el cuadro se separó de la pared, a la que estaba sujeto por medio de unas bisagras, en lugar de estar simplemente colgado de un cable. Detrás del Rothko estaba la puerta circular de unos sesenta centímetros de diámetro de una caja fuerte, con su resplandeciente manecilla y combinación alfabética.
—Típico —exclamó Ben.
—No exactamente. No es una caja fuerte común. Muros de acero de diez centímetros y puerta con apertura de quince.
No sólo empotrada en la pared, sino soldada a las vigas de acero del edificio. Precisa no una combinación sino dos, la primera en un sentido y la segunda a la inversa. Incombustible y prácticamente indestructible.
—¿Qué guarda ahí, el secreto de la vida?
—Dinero, supongo, como en la de la casa —respondió entregándole la linterna, mientras comenzaba a marcar la primera combinación—, y documentos importantes.
—¿Qué es lo que estamos buscando exactamente? —preguntó Ben, iluminando el cerrojo—. ¿El dinero?
—No. Una carpeta. Tal vez un cuaderno de notas.
—¿Qué contiene?
—Lo esencial de un importante proyecto de investigación. Una especie de síntesis de lo descubierto hasta el momento, incluidos los informes que Morgan Lewis le mandaba regularmente a Eric. Lewis es el director del proyecto. Y, con un poco de suerte, también nos encontraremos con el cuaderno de proyectos personal de Eric, donde expone sus ideas prácticas y filosóficas sobre el tema.
A Ben le sorprendió que le respondiera. ¿Estaba finalmente dispuesta a sincerarse, aunque sólo fuera parcialmente, con él?
—¿Qué tema? —preguntó—. ¿De qué trata este proyecto de investigación en particular?
En lugar de responderle, se secó sus sudados dedos en la blusa, antes de marcar el primer número de la segunda combinación.
—¿A qué hace referencia?
—Debo concentrarme, Benny —replicó—. Si me equivoco de una cifra, tendré que comenzar nuevamente desde el principio.
Había recibido toda la información que Rachael estaba dispuesta a ofrecerle, cuatro datos sobre determinado proyecto. Pero no se resignaba a permanecer impasible e insistió:
—Debe de haber centenares de carpetas sobre decenas de proyectos; por consiguiente, si aquí guarda una sola, debe tratarse de lo más importante en lo que se trabaja actualmente en Geneplan.
Forzando la vista y con la lengua entre los dientes, Rachael se concentraba plenamente en la combinación.
—Algo grande —insistió Ben.
No le respondió.
—O algún proyecto de investigación para el gobierno o el ejército. Algo de extrema importancia.
—Maldita sea —exclamó Rachael después de marcar la última cifra, hacer girar la manecilla y abrir la puerta de acero.
La caja estaba vacía.
—Han llegado antes que nosotros —dijo.
—¿Quiénes? —preguntó Ben.
—Deben de haber sospechado que lo sabía.
—¿Quiénes han sospechado?
—De no ser así, no se habrían apresurado tanto en recoger la información.
—¿Quiénes? —insistió Ben.
—Sorpresa —dijo una voz masculina a su espalda.
Mientras Rachael boqueaba, Ben se había dado ya la vuelta en busca del intruso. A la luz de la linterna vio a un individuo alto, calvo, con un traje deportivo castaño claro y con una camisa a rayas verdes y blancas. Debido a la ausencia total de cabello era de suponer que se afeitaba la cabeza. Tenía el rostro anguloso, boca ancha, nariz aguileña, pómulos eslavos y ojos grises del tono del hielo mancillado. Estaba al otro lado del escritorio. Se parecía a Otto Preminger, el director de cine, elegante a pesar de su traje deportivo. Evidentemente inteligente. Potencialmente peligroso. Había confiscado la pistola que Rachael había dejado sobre el escritorio a su llegada, junto al bolso.
Lo peor era que en la mano tenía un Magnum de combate modelo 19, Smith revólver con el que Ben estaba familiarizado y por el que sentía un profundo respeto. Estaba construido meticulosamente con un cañón de diez centímetros, diseñado para cartuchos Magnum del calibre 357, con un peso moderado de 980 gramos y la potencia y precisión necesarias para la caza del ciervo. Con cartuchos de expansión o con balas perforadoras era una de las armas portátiles más peligrosas del mundo.
A la luz de la linterna, los ojos del intruso tenían un brillo extraño.
—Hágase la luz —dijo el calvo, levantando un poco la voz.
De pronto las luces del techo cobraron vida, evidentemente activadas por un interruptor sensible a la voz, propio de las preferencias de Eric Leben por lo ultramoderno.
—Vincent, guarda ese revólver —dijo Rachael.
—Me temo que eso no será posible —respondió el calvo.
A pesar de su cabeza completamente pelada, tenía abundante vello en el reverso de la mano, casi parecida a la piel de un animal, con pelos incluso entre los nudillos.
—No hay por qué recurrir a la violencia —dijo Rachael.
Con su ácida sonrisa, el ancho rostro de Vincent adquirió una expresión de maldad premeditada.
—¿En serio? ¿No hay por qué recurrir a la violencia? Supongo que esa es la razón por la que has venido armada —dijo mostrando la pistola que había recogido del escritorio.
Ben sabía que el Magnum de combate de Smith Wesson tenía un retroceso dos veces superior al del cuarenta y cinco, por lo que estaba diseñado con una enorme empuñadura. A pesar de la extraordinaria precisión para la que estaba construido, sus disparos podían ser muy inexactos, en manos de un tirador sin experiencia a quien su violento retroceso cogiera por sorpresa. Si el calvo no era consciente de la tremenda potencia del arma que tenía en la mano, si carecía de experiencia, sus dos primeros disparos acabarían casi con toda seguridad contra la pared, sobre sus cabezas, con lo que Ben tendría oportunidad de lanzarse contra él y dominarle.
—Nos negábamos a creer que Eric hubiera podido ser tan inconsciente como para hablarte de Wildcard —dijo Vincent—. Pero al parecer lo hizo ese pobre desgraciado, o de lo contrario no estarías aquí registrando la caja fuerte de su despacho. Por muy mal que te tratara, Rachael, aún sentía debilidad por ti.
—Era demasiado orgulloso —dijo Rachael—. Siempre lo había sido. Le gustaba vanagloriarse de sus éxitos.
—El noventa y cinco por ciento del personal de Geneplan no sabe nada del proyecto Wildcard —dijo Vincent—. Es sumamente secreto. Créeme, por mucho que hayas podido odiarle, él te creía muy especial y no se habría jactado de ello con nadie más que contigo.
—No le odiaba, me daba lástima. Y ahora más que nunca. Vincent, ¿sabías que había violado la más fundamental de las normas?
—No lo he sabido hasta… esta noche —respondió Vincent moviendo la cabeza—. Ha sido una locura.
Observando atentamente al calvo, Ben llegó a la lamentable conclusión de que era un experto con el Magnum de combate y de que no le sorprendería su retroceso. Su empuñadura era firme, con el brazo derecho tenso y extendido, el codo rígido, y el cañón dirigido hacia un punto intermedio entre Rachael y él. Sólo tendría que ladearlo un par de centímetros para liquidar a uno, otro, o ambos.
—Olvida el maldito revólver, Vincent —dijo Rachael, sin percatarse de que Ben podía serle más útil en aquella situación de lo que jamás le había dado razón para suponer—. No necesitamos armas. Ahora estamos todos metidos en el asunto.
—No —dijo Vincent—. En lo que al resto de nosotros concierne, tú no estás metida en ello. Jamás tenías que haberlo estado. Simplemente no confiamos en ti, Rachael. Y en cuanto a este amigo tuyo…
Sus sucios ojos grises dejaron de mirar a Rachael para concentrarse en Ben. Su mirada era penetrante, desconcertante. A pesar de que sólo le miró un par de segundos, le transmitió tal frialdad que sintió un escalofrío en la médula.
Entonces, sin percibir que trataba con alguien mucho menos inofensivo de lo que las apariencias indicaban, Vincent dejó de mirarle y se dirigió nuevamente a Rachael.
—Es completamente ajeno a la empresa. Si no estamos dispuestos a aceptarte a ti, qué duda cabe de que no vamos a incluirle a él.
Para Ben, lo que acababa de oír cumplía todos los requisitos de una sentencia a muerte y por fin se decidió a actuar, con la astucia y rapidez de una serpiente.
—¡Apáguese la luz! —exclamó, arriesgándose a que con dicha orden reaccionara el interruptor automático.
En el mismo instante en que se apagaron las luces, Ben arrojó la linterna contra la cabeza de Vincent pero, maldita sea, este estaba ya disparando contra él, mientras Rachael (que Ben confiaba hubiese tenido el buen sentido de echarse al suelo) chillaba. Esperaba que la confusión generada en la repentina oscuridad por el rayo de la linterna en su desconcertante trayectoria, le proporcionara la ventaja que tanto necesitaba, ya que una mera fracción de segundo, a partir del momento que se apagaron las luces y la linterna salió de su mano, Ben se lanzó resbalando sobre el escritorio de malaquita, al encuentro de Vincent, entregado totalmente a la lucha sin rendición, a una velocidad dos veces superior a la normal y sin embargo con una sensación temporal objetiva que convertía los segundos en minutos, al apoderarse de su cerebro el viejo programa que convertía su cuerpo en el de un animal feroz. A continuación, ocurrieron infinidad de cosas en un solo segundo: Rachael seguía chillando, Ben se deslizaba sobre el escritorio, la linterna se desplazaba por los aires, del cañón del Magnum salió un fogonazo azul y blanco, Ben percibió el paso de la bala tan cerca de su cabeza que podía haberle quemado los pelos, oyó el silbido y la explosión simultáneamente, junto a la frialdad de la malaquita en su piel a través de la camisa; la linterna golpeó a Vincent coincidiendo con la explosión, cuando Ben cruzaba el escritorio, el golpe le obligó a Vincent a pegar un grito, la linterna cayó al suelo iluminando con su rayo una estatua abstracta de bronce de casi dos metros de altura, en cuyo momento Ben acababa de cruzar el escritorio y arremeter contra su adversario, cayendo ambos violentamente al suelo. El revólver se disparó de nuevo, contra el techo. Ben estaba encima de Vincent en la oscuridad, pero con un perfecto sentido intuitivo de la relación entre sus respectivos cuerpos, lo que le permitió levantar la rodilla entre sus muslos, asestándole un duro golpe en la horcajadura desprotegida, obligando a Vincent a gritar con mayor fuerza que Rachael. Ben le asestó un nuevo rodillazo, sin compasión, sin atreverse a sentirla, golpeándole al mismo tiempo la garganta con el vértice de la mano y silenciando su chillido, le golpeó en el temporal derecho, una y otra vez, con mayor fuerza, se oyó un tercer disparo, ensordecedor y Ben le asestó un nuevo golpe, todavía con mayor fuerza; de pronto Vincent dejó caer el revólver de su mano lacia.
—¡Hágase la luz! —exclamó jadeante Ben.
Inmediatamente se iluminó la estancia.
Vincent estaba inconsciente, emitiendo una especie de rugidos al forzar el aire por su lastimada garganta.
El aire apestaba a pólvora y a metal caliente.
Ben le dio la vuelta al cuerpo de Vincent y, con sumo alivio, se apoderó del Magnum de combate.
Rachael se atrevió a salir de detrás del escritorio, agachada y cogió su pistola del treinta y dos, que Vincent también había dejado caer. Miró a Ben entre estupefacta, asombrada e incrédula.
Él se acercó a Vincent para examinarle. Le levantó los párpados de uno y otro ojo, para verificar la posible presencia de dilatación irregular, que podría ser síntoma de grave contusión o de lesión cerebral. Le inspeccionó cuidadosamente el temporal derecho, donde le había asestado un par de duros golpes. Le palpó la garganta. Se aseguró de que su respiración, aunque dificultosa, no estuviera gravemente obstruida. Le cogió la muñeca y le comprobó el pulso.
—Afortunadamente no morirá —suspiró—. A veces es difícil calcular la fuerza necesaria… o la excesiva. Pero no morirá.
Seguirá un rato inconsciente y cuando recobre el conocimiento necesitará atención médica, pero se bastará a sí mismo para llamar al médico.
Rachael le observaba, atónita.
Ben cogió un cojín de un sillón y lo colocó bajo la cabeza de Vincent, lo que contribuiría a mantener la tráquea abierta si tenía alguna hemorragia en la garganta. Le registró, pero no llevaba encima la documentación del proyecto Wildcard.
—Debió de venir con otros. Abrieron la caja y se llevaron su contenido, mientras él se quedaba para esperarnos.
—Benny —le dijo Rachael poniéndole una mano sobre el hombro, mientras este levantaba el rostro para mirarla—, por todos los santos, tú no eres más que un vendedor de terrenos.
—Efectivamente —respondió haciendo caso omiso de la pregunta implícita— y además uno de los mejores.
—Pero… cómo le has dominado… la forma de… tanta rapidez… violencia… tan seguro de ti mismo…
Con una satisfacción tan intensa que era casi dolorosa, vio cómo se esforzaba por asimilar el descubrimiento de que ella no era la única con secretos.
—Vámonos —le dijo sin mostrarle mayor compasión que la que ella le había dispensado y dejando que la atormentara la curiosidad—. Vámonos. Larguémonos de aquí antes de que aparezcan otros. Soy un experto en jueguecillos maquiavélicos, pero prefiero no practicarlos.