6. EL BAÚL

El largo camino, pavimentado con baldosas mexicanas color rojo oxidado, rodeaba la enorme mansión estilo español moderno de Eric Leben, antes de girar por la parte trasera hacia los garajes. Rachael aparcó delante de la casa.

A pesar de que a Ben Shadway le encantaban los edificios auténticamente españoles, con su abundancia de arcos, ángulos y hondas vidrieras, no le atraía el estilo español moderno. La dureza de líneas, las superficies lisas, las enormes lunas de las ventanas y la total ausencia de ornamentos, a cierta gente podían parecerle agradables y elegantes, pero para él aquella arquitectura era aburrida, carente de personalidad y peligrosamente parecida a las vulgares cajas estucadas de aspecto barato, tan abundantes en los barrios californianos.

No obstante, cuando Ben se apeó del coche para seguir a Rachael por un pasadizo de baldosas mexicanas, a través de una terraza repleta de plantas crasuláceas con flores amarillas y azaleas blancas en enormes macetas que conducía a la puerta principal de la casa, le pareció impresionante. La casa era enorme, había por lo menos cien metros cuadrados de espacio habitable, rodeado de térreo lujosa y meticulosamente cuidado. Desde la finca, mirando hacia el oeste, se veía la mayor parte del Orange County, cual gigantesca alfombra luminosa que se extendía veinticuatro kilómetros hasta el negrísimo océano. A la luz del día, con buena visibilidad, probablemente se veía Santa Catalina. A pesar de la sobriedad de la arquitectura, la mansión Leben apestaba a riqueza. A Ben le pareció que incluso el sonido de los grillos que cantaban en los matorrales era diferente al de los barrios más modestos, menos molesto y más melodioso, como si en sus minúsculos cerebros hubieran decidido, por respeto, adaptarse al ambiente.

Ben había sabido siempre que Eric Leben era rico, pero hasta ahora no había acusado el impacto de lo que eso significaba. De pronto percibió lo que implicaba poseer decenas de millones de dólares. El paso de la fortuna de Leben acababa de convertirse en algo muy real para Ben.

Hasta los diecinueve años, Ben Shadway apenas había pensado en el dinero. Sus padres no eran ni lo suficientemente ricos como para preocuparse por sus inversiones, ni tan pobres como para no poder pagar las cuentas a fin de mes; tampoco eran ambiciosos, por lo cual la riqueza, o su ausencia, jamás fue tema de conversación en la casa de los Shadway. Sin embargo, cuando Ben concluyó sus dos años de servicio militar, su interés primordial era el dinero: ganarlo, invertirlo y acumularlo.

No era el dinero en sí lo que le gustaba. Ni siquiera las cosas maravillosas que le permitía a uno adquirir; los coches deportivos importados, los yates, los Rolex y los trajes de dos mil dólares no tenían gran interés para él. Estaba más satisfecho con su Thunderbird de 1956 meticulosamente restaurado, que Rachael con su Mercedes nuevo y se compraba los trajes de confección en Harris Frank. Había quien amaba el dinero por el poder que proporcionaba, pero Ben tenía tan poco interés en ejercer poder sobre los demás como en aprender bantú.

Para él, el dinero era primordialmente una máquina del tiempo, que finalmente le permitiría retroceder a épocas más apetecibles: los años veinte, treinta y cuarenta que tanto le interesaban. Hasta ahora había dedicado muchas horas al trabajo con pocos días de descanso. Pero lo que se proponía era convertir su empresa en una de las agencias inmobiliarias más poderosas de Orange County en el transcurso de los próximos cinco años, para entonces venderla y ganar lo suficiente como para vivir con comodidad durante el resto de su vida, o por lo menos buena parte de la misma. A partir de entonces se dedicaría casi por completo a la música swing, a las películas antiguas, a las novelas policíacas que le encantaban y a los trenes en miniatura.

A pesar de que la gran depresión se había extendido a lo largo de un tercio del período que a Ben le fascinaba, le parecía una época muy superior a la actual. Durante los años veinte, treinta y cuarenta no existían los terroristas, la amenaza atómica latente, el crimen callejero, las frustrantes limitaciones de velocidad, el plástico, ni la cerveza light.

La televisión, esa caja idiotizadora que se había convertido en la maldición de la vida moderna, no tenía aún un peso social importante a final de los años cuarenta. En la actualidad, el mundo parecía un sumidero de sexo fácil, pornografía, literatura para analfabetos y música sin gracia ni ingenio. La segunda, tercera y cuarta décadas del siglo eran tan refrescantes e inocentes comparadas con la actual, que la nostalgia de Ben a veces se convertía en anhelo melancólico, con el profundo deseo de haber nacido en aquella época.

Ahora, con el apacible silencio de la finca Leben sólo interrumpido por los respetuosos cantos de los grillos, y la brisa cálida con aroma a jazmín que acariciaba las colinas y la terraza, Ben se sentía casi como si, en realidad, hubiera retrocedido en el tiempo a una época más distinguida y menos trepidante. Sólo la arquitectura estropeaba su ilusión idílica.

Y la pistola de Rachael.

Eso también lo estropeaba.

Era una mujer extraordinariamente tranquila, siempre dispuesta a reírse, le costaba mucho enojarse y demasiado segura de sí misma para asustarse fácilmente. Sólo una amenaza muy real y extraordinariamente grave podía obligarla a coger un arma.

Antes de apearse del vehículo, había sacado la pistola del bolso y había quitado ambos seguros. Le advirtió a Ben que mantuviera los ojos bien abiertos y que fuera cauteloso, pero se negó a explicarle la razón exacta para ello. A pesar de que su terror era casi tangible, se negaba a compartirlo y a liberar su mente; guardaba el secreto con tanto celo como lo había hecho durante toda la velada.

Ben no la importunaba, no porque tuviera la paciencia de un santo, sino porque no tenía otra alternativa más que dejar que procediera con las revelaciones a su propio ritmo.

Al llegar a la puerta de la casa, buscó a tientas la llave para meterla en la cerradura en la penumbra. Cuando un año antes había abandonado a Eric, se había quedado con la llave de la casa, porque creía que tendría que regresar a por sus pertenencias, lo que Eric le había ahorrado empaquetándolas y mandándoselas junto con una desagradable nota en la que, según ella, le aseguraba que pronto se daría cuenta de su torpeza e intentaría reconciliarse.

El chirriar del frío metal de la llave contra la cerradura despertó una lamentable imagen en la mente de Ben: un par de dagas relucientes y asesinas, esgrimiéndose la una contra la otra.

Vio la caja de una alarma con dos chivatos eléctricos, pero evidentemente no estaba conectada, porque ni el uno ni el otro estaban encendidos.

—Puede que cambiara la cerradura después de que te marcharas —dijo Ben, mientras Rachael seguía intentado meter la llave.

—Lo dudo. Estaba plenamente convencido de que tarde o temprano volvería con él. Eric era un individuo muy seguro de sí mismo.

Por fin logró introducir la llave en la cerradura, funcionó y se abrió la puerta. Con mucho nerviosismo introdujo la mano, encendió las luces del vestíbulo y entró en la casa con la pistola por delante.

Ben la siguió, con la sensación de que el papel masculino y femenino habían sido erróneamente invertidos, pensando que debería ser él quien llevara la pistola y en el fondo sintiéndose un poco ridículo.

En la casa imperaba la tranquilidad más absoluta.

—Creo que estamos solos —dijo Rachael.

—¿Con quién esperabas encontrarte? —preguntó Ben.

No respondió.

A pesar de que acababa de expresar la opinión de que estaban solos, avanzaba con la pistola en guardia.

Fueron lentamente de habitación en habitación, encendiendo todas las luces y con cada nueva área del interior que se revelaba, la casa parecía más impresionante. Las habitaciones eran amplias, de techo alto, paredes blancas, espaciosas, con suelos de baldosas mexicanas y muchas ventanas enormes; en alguna había grandes chimeneas de piedra o cerámica y en otras muebles de roble de una artesanía exquisita. La sala de estar y la biblioteca adjunta podían acomodar fácilmente más de doscientos invitados.

Los muebles eran modernos, austeros y funcionales, al igual que la hostil arquitectura. Los sofás y sillones tapizados en blanco carecían de toda ornamentación. Las mesillas rinconeras y mesas informales eran también bastante austeras, con acabado de laca, unas blancas y otras negras.

El único toque de colorido y dramatismo lo proporcionaba un ecléctico conjunto de pinturas, antigüedades y obras de arte. La función del sobrio decorado era la de no entorpecer la exhibición de estos objetos de calidad y valor incalculable, iluminado cada uno de ellos magistralmente con luz indirecta, o con pequeños focos muy concentrados desde el techo. Sobre una de las chimeneas había un mural de cerámica de William Morgan, re-presentando unos pájaros, hecho (según Rachael) para el zar Nicolás I. Aquí una espectacular tela de Jackson Pallock. Allí un torso romano esculpido en mármol, del siglo I antes de Jesucristo. Lo antiguo estaba entremezclado con lo moderno en conjuntos profundamente heterodoxos, pero de gran atractivo. Aquí un mural de Kirman del siglo XIX, representando la vida de los más poderosos shas de Persia. Allí un intrépito óleo de Mark Rothko, sólo con unas anchas líneas de colores. Aquí un par de consolas de cristal de Lalique, con una exquisita vasija Ming en cada una de ellas. El efecto era a la vez asombroso y desconcertante, más propio de un museo que de un hogar.

A pesar de que sabía que Rachael estaba casada con un hombre rico y que desde aquella mañana se había convertido en una viuda muy adinerada, Ben no había pensado en cómo su riqueza podía afectar su relación. Ahora su nueva situación se le imponía, como si le hurgaran al costado con un codo y se sentía incómodo. Rica. Rachael era extraordinariamente rica. Por primera vez la idea tenía algún sentido para él.

Comprendió que tendría que sentarse a pensarlo detenidamente y que debería hablar con ella sin tapujos de cómo influiría aquella fortuna en su relación, tanto para bien como para mal. Sin embargo, aquel no era el momento ni el lugar de entrar en el tema y decidió olvidarlo momentáneamente. No era fácil. Una fortuna de decenas de millones era un poderoso imán que atraía de forma inexorable la mente, prescindiendo de los demás asuntos urgentes que exigían su atención.

—¿Viviste aquí seis años? —le preguntó con incredulidad, mientras iban de una fría sala estéril a la próxima, contemplando las obras de arte meticulosamente ordenadas.

—Sí —respondió algo más relajada, al irse adentrando en la casa sin hallar ningún tipo de amenaza—. Seis largos años.

Cuando empezaron a inspeccionar las cámaras blancas abovedadas, la impresión era la de que, más que una casa, lo que inspeccionaban era una enorme masa de hielo, en la que alguna catástrofe primigenia había sepultado abundantes objetos maravillosos de otra civilización de la antigüedad.

—Parece… prohibitivo —dijo Ben.

—A Eric no le interesaba tener un auténtico hogar; me refiero a un lugar agradable y cómodo. Además, nunca prestaba mucha atención a lo que le rodeaba. Vivía en el futuro, no en el presente. Sólo deseaba que la casa fuera un monumento a su éxito y aquí la tienes.

—Esperaba descubrir algún toque personal tuyo, de tu estilo sensual, por todas partes, en algún lugar, pero no aparece por ningún lado.

—Eric no permitía ningún cambio en la decoración —dijo Rachael.

—¿Y podías vivir así?

—Sí, lo hice.

—No puedo imaginar que fueras feliz en un lugar tan álgido.

—No es tan difícil, en serio, te lo aseguro. Aquí hay muchas cosas de una sorprendente belleza. Puedes pasar horas con cada una de ellas, estudiándola… contemplándola… disfrutándola, incluso espiritualmente.

Le maravillaba la facilidad con que Rachael siempre hallaba los aspectos positivos de hasta las más difíciles circunstancias. Sabía extraerle cada gota de alegría y satisfacción a cualquier situación y hacía todo lo posible para ignorar los aspectos desagradables. Su personalidad, centrada en el presente y en la satisfacción, le servía de eficaz coraza contra las vicisitudes de la vida.

En la parte posterior de la planta baja, la sala de billar que daba a la piscina, el objeto más espectacular era una mesa intrincadamente entallada de finales del siglo XIX, con patas garriformes y piedras semipreciosas incrustadas en los caireles de teca.

—Eric no jugaba jamás —dijo Rachael—. Nunca ha tenido un taco en la mano. Sólo le importaba el hecho de que la mesa es única en su género y que su valor excede los treinta mil dólares. La posición de las luces no está calculada para facilitar el juego, sino para exhibir la mesa.

—Cuando más voy viendo de este lugar —dijo Ben—, mejor creo comprenderle, pero más difícil se me hace entender que llegaras a casarte con él.

—Era joven, insegura de mí misma, puede que a la busca de una figura paterna que había estado ausente en mi vida.

—Él era eminentemente tranquilo, muy seguro de sí mismo. Vi en él a un hombre poderoso, capaz de labrarse un lugar en el mundo, un refugio en la ladera de la montaña donde me sentiría segura y estable. Entonces creí que eso era lo que deseaba.

En lo que acababa de decir estaba implícita la confesión de que su infancia y adolescencia habían sido difíciles en el mejor de los casos, confirmando lo que Ben sospechaba desde hacía meses. Raramente hablaba de sus padres o de la escuela y Ben creía que las experiencias negativas de aquella época le hacían aborrecer el pasado, desconfiar del incierto futuro y concentrarse, con extraordinaria habilidad defensiva, en los placeres grandes o pequeños del momento.

Deseaba profundizar ahora en el tema, pero antes de poder abrir la boca, cambió inesperadamente el ambiente. Al entrar los invadió la sensación de un peligro inminente, que fue desvaneciéndose al ir de sala en sala, con la creciente convicción de que no había ningún intruso oculto en la casa. Rachael había bajado la mano en la que llevaba la pistola, que apuntaba ahora al suelo. Pero de pronto el ambiente se tornó nuevamente amenazante, al descubrir tres inconfundibles huellas dactilares y parte de la impresión de la palma de la mano, del color del vino tinto, sobre el tapizado blanco como la nieve del brazo de un sofá. Mirándolo detenidamente, parecía sangre.

Ella se agachó junto al sofá para examinar de cerca las huellas y Ben percibió que temblaba.

—Maldita sea —dijo con la voz entrecortada—, ha estado aquí. Me lo temía. Dios mío. Aquí ha ocurrido algo —agregó tocando la desagradable mancha con un dedo, retirando inmediatamente la mano y estremeciéndose—. Húmeda. Dios mío, está húmeda.

—¿Quién ha estado aquí? —preguntó Ben—. ¿Qué ha ocurrido?

Contempló el dedo con el que había tocado la mancha y su rostro estaba distorsionado por el terror. Levantó lentamente la cabeza para mirar a Ben, que estaba a su lado y este creyó que, dado el estado de terror al que había llegado, se sinceraría finalmente con él y le pediría ayuda. Pero al cabo de unos instantes percibió que su fuerza de voluntad y autocontrol invadían nuevamente su mirada y su maravilloso rostro.

—Vamos —dijo Rachael—. Inspeccionemos el resto de la casa. Y por lo que más quieras, ten cuidado.

Ben la siguió mientras ella continuaba buscando, con la pistola de nuevo por delante.

En la enorme cocina, casi tan bien equipada como la de un buen restaurante, encontraron cristal roto por el suelo.

Había un cristal roto en la puerta trasera que daba al patio.

—El sistema de alarma no sirve de nada si no se utiliza —dijo Ben—. ¿Por qué habría salido Eric dejando la casa sin protección?

Rachael no respondió.

—¿Y no tiene ningún sirviente que viva en la finca?

—Sí, una pareja encantadora con un piso sobre el garaje.

—¿Dónde están? ¿No habrán oído algo?

—Los lunes y los martes son sus días libres. Suelen ir a Santa Bárbara a visitar la familia de su hija.

—Alguien ha forzado la puerta —dijo Ben, dando un suave puntapié a un pedazo de cristal roto en el suelo—. ¿No te parece que lo que ahora debemos hacer es llamar a la policía?

—Miremos arriba —se limitó a responder.

Como la sangre en el sofá, la angustia había impregnado su voz. Pero todavía peor. Había en ella tal frialdad, un aire tan lúgubre y sombrío, que era fácil imaginar que jamás volvería a reírse.

Pensar en Rachael sin que se riera era algo atroz.

Subieron cautelosamente por la escalera, entraron en el vestíbulo superior y comenzaron a inspeccionar las habitaciones del segundo piso, con la misma precaución que si desenroscaran un enorme ovillo de cuerda, en cuyo interior supieran que se oculta una serpiente venenosa.

Al principio estaba todo en su lugar y no descubrieron nada inusual, hasta llegar al dormitorio principal, que estaba patas arriba. El contenido de un enorme armario empotrado (camisas, pantalones, jerseys, zapatos, trajes, corbatas y mucho más) estaba todo rasgado y esparcido por el suelo. Las sábanas, el edredón blanco y las almohadas de pluma, abiertas, en un disforme montón. El colchón destrozado con los muelles al aire. Dos lámparas de cerámica negra rotas, con las pantallas despedazadas y aparentemente pisoteadas. Cuadros de incalculable valor arrancados de las paredes, hechos añicos e irrecuperablemente destruidos. De las dos elegantes sillas estilo Klismos, una estaba patas arriba y la otra se había utilizado para golpear la pared hasta arrancar enormes trozos de yeso y reducir el mueble a un montón de leña.

Ben percibió que tenía carne de gallina en los brazos y un escalofrío le subió por la espalda.

Al principio creyó que la destrucción era obra de alguien a la busca sistemática de objetos de valor, pero al fijarse más detenidamente comprendió que ese no era el caso. El autor de los desperfectos estaba incuestionablemente muy furioso y había destrozado la habitación con perversa alegría o en un arrebato de odio. Era evidentemente muy fuerte y poco cuerdo. Alguien extraño e infinitamente peligroso.

Con una despreocupación nacida del medio, Rachael entró en la habitación contigua, una de las dos que aún no habían inspeccionado, pero el intruso tampoco estaba allí. Regresó al dormitorio principal para contemplar los desperfectos, pálida y temblorosa.

—La puerta forzada, irrupción en la casa y ahora expoliación —dijo Ben—. ¿Quieres que llame a la policía o prefieres hacerlo tú?

En lugar de responder, entró en el último de los lugares que les quedaba por inspeccionar, un enorme ropero, del que salió al cabo de un momento exclamando:

—La caja fuerte ha sido abierta y está vacía.

—Además robo. Ahora tenemos que llamar a la policía, Rachael.

—No —dijo con esa frialdad que la impregnaba como un manto gris y húmedo, presente ahora en su mirada, cubriendo sus normalmente alegres ojos verdes con un apagado brillo.

A Ben le inquietaba más su tristeza que su miedo, ya que indicaba la pérdida de esperanza. Rachael, su Rachael, a quien había creído incapaz de desesperarse, estaba ahora al borde de la desesperación.

—No quiero que intervengan los polis —dijo.

—¿Por qué no? —preguntó Ben.

—Si llamo a la policía, seré indudablemente asesinada.

—¿Cómo? ¿Asesinada? ¿Por la policía? ¿Qué diablos estás diciendo?

—No, no por la policía.

—¿Entonces quién? ¿Por qué?

—No tenía que haberte traído aquí —dijo mordiéndose nerviosamente la uña del pulgar izquierdo.

—No puedes deshacerte de mí, Rachael. Vamos, ¿no crees que ha llegado el momento de que te sinceres conmigo?

—Miremos en el garaje —dijo haciendo caso omiso de su súplica—, para ver si falta algún coche —agregó saliendo de la habitación, sin dejarle otra alternativa más que seguirla mientras protestaba débilmente.

Un Rolls-Royce blanco. Un jaguar familiar del mismo color verde oscuro que los ojos de Rachael. Dos espacios vacíos. Y al fondo, un Ford polvoriento, antiguo y destartalado, con la antena rota.

—Tendría que haber un Mercedes 560 SEL negro —retumbó la voz de Rachael por las paredes del enorme garaje—. Eric lo utilizó para ir a la reunión con los abogados esta mañana. Después del accidente…, cuando Eric había muerto, Herb Tuleman, el abogado, me ha dicho que mandaría a alguien que lo trajera y lo dejase aquí en el garaje. Herb es alguien en quien se puede confiar plenamente. Cumple siempre su palabra. Estoy segura de que lo han devuelto. Y ahora ha desaparecido.

—Robo de coche —dijo Ben—. ¿Cuántos delitos te hacen falta para que te decidas a llamar a la policía?

Se acercó al último espacio, donde estaba aparcado el Ford destartalado, a la luz violenta y azulada de un fluorescente que colgaba del techo.

—Y este no debería estar aquí. No es de Eric.

—Probablemente es el que ha traído el ladrón —dijo Ben— y que ha decidido cambiar por el Mercedes.

Con evidente cautela y la pistola levantada, abrió con un crujido una de las puertas delanteras del vehículo y miró en su interior.

—Nada.

—¿Qué suponías? —preguntó Ben.

Abrió una puerta trasera y miró en la parte posterior.

Tampoco halló nada.

—Rachael, este silencio de esfinge es sumamente molesto.

Se acercó de nuevo a la puerta del conductor, que ya había abierto antes, volvió a abrirla, miró junto al volante, vio las llaves y las cogió.

—Rachael, maldita sea.

La suya no era simplemente una expresión turbada. Sus facciones parecían esculpidas en piedra, configurando un rostro que ya no cambiaría hasta el fin de los tiempos.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó, siguiéndola hasta el maletero.

—El intruso no habría dejado aquí su coche, sabiendo que así se le localizaría —dijo mientras intentaba introducir la llave en el cerrojo del maletero—. No dejaría una pista tan fácil. De ningún modo. Por consiguiente es posible que haya venido en un coche robado, por medio del cual no se le pueda localizar.

—Es probable que tengas razón —dijo Ben—, pero no creo que halles su documentación en el maletero. Comprobemos la guantera.

—No es la documentación lo que busco —dijo introduciendo la llave en el cerrojo.

—¿Entonces qué?

—En realidad no lo sé. Sólo que… —dijo haciendo girar la llave con un clic y abriendo el maletero.

En el interior había un fino charco de sangre y Rachael emitió una especie de quejido lejano.

Ben miró más atentamente y vio un zapato femenino azul de tacón alto, en un rincón del Maletero. En otro rincón había unas gafas de mujer, con el puente roto y con un solo cristal quebrado.

—Dios mío —exclamó Rachael—, no sólo ha robado el coche, sino que ha asesinado a la mujer que lo conducía. La ha matado y ha metido su cuerpo en el maletero, hasta que ha tenido oportunidad de deshacerse del mismo. ¿Y ahora hasta dónde llegará? ¿Dónde acabará? ¿Quién le detendrá?

A pesar del tremendo impacto de su hallazgo, Ben era consciente de que Rachael no hablaba de un ladrón no identificado. Su temor era mucho más específico.