En la sala donde se guardaban los cadáveres a la espera de que se les practicara la autopsia, el aire era todavía más frío que en el pasillo del depósito. Con un curioso resplandor sobre todas las superficies metálicas, la inexorable luz fluorescente producía un efecto invernal en las plataformas de acero inoxidable y resplandecientes manecillas y bisagras de los armarios que cubrían la pared. El esmalte blanco y brillante de los baúles y archivos, cuyo espesor probablemente no excedía los veinticinco milímetros, tenía un aspecto profundo, casi insondable, semejante a un misterioso y lustroso paisaje nevado a la luz de la luna.
Rachael intentaba no mirar a los cadáveres amortajados y se negaba a pensar en lo que debía haber en los enormes cajones de aquellos armarios.
El gordo con la chaqueta de madrás era Ronald Tescanet, abogado cuya misión era proteger los intereses de la municipalidad. Le habían llamado en plena cena, para que estuviera presente cuando Rachael hablara con la policía y para que a continuación hablase con ella de la desaparición del cuerpo de su marido. Su tono era demasiado melodioso, casi empalagoso y se deshacía en cumplidos hasta el punto de que vertía sus condolencias como si derramara aceite caliente de una botella. Mientras la policía la interrogaba, Tescanet paseaba en silencio a su espalda, alisándose frecuentemente su tupida cabellera negra con unas blancas y abultadas manos, con un diamante montado en oro en cada una de ellas.
Tal como suponía, los individuos de traje oscuro eran de la policía secreta. Le mostraron a Rachael sus documentos de identidad y sus placas. Por suerte, no la agobiaron con un florido pésame.
El más joven, robusto y con unas frondosas cejas, era el detective Hagerstrom. Dejó hablar a su compañero y no dijo absolutamente nada. Permanecía inmóvil como un roble, en contraste con el abogado que no cesaba de moverse.
Observaba a Rachael con sus pequeños ojos castaños, que al principio le dieron la impresión de que era estúpido, pero al cabo de un rato, pensándolo mejor, se dio cuenta de que poseía una inteligencia superior a la normal, que mantenía discretamente oculta.
Le preocupaba que de algún modo Hagerstrom, gracias a aquel sexto sentido casi mágico de los polis, se percatara de su engaño y percibiera la información que les ocultaba. Con la mayor discreción posible, procuró eludir su mirada.
El mayor de los policías, detective Julio Verdad, era un tipo bajito de piel color canela, con un ligero tono purpúreo en los ojos, parecido al de las ciruelas maduras. Vestía con mucha elegancia: traje azul a medida, oscuro pero ligero, camisa blanca posiblemente de seda con puños almidonados y gemelos de oro y perlas, un pañuelo de cuello granate con una cadena de oro en lugar de aguja y mocasines Bally de color granate oscuro.
A pesar de que Verdad hablaba de un modo entrecortado y casi brusco, su tono era ineludiblemente suave y amable.
El contraste entre su voz y la vivacidad de su actitud era desconcertante.
—Ha visto usted el sistema de seguridad de estas dependencias, señora Leben.
—Sí.
—¿Le parece satisfactorio?
—Supongo.
—¿Quién es usted? —preguntó Verdad, dirigiéndose a Benny.
—Ben Shadway. Un viejo amigo de la señora Leben.
—¿De la escuela?
—No.
—¿Compañero de trabajo?
—No, sólo amigo.
—Comprendo —dijo mirándole con sus ojos color ciruela oscuro—. Tengo que hacerle algunas preguntas —agregó dirigiéndose a Rachael.
—¿Sobre qué?
—¿Quiere sentarse, señora Leben? —le preguntó Verdad, en lugar de responder inmediatamente a su pregunta.
—Sí, por supuesto, una silla —dijo Everett Kordell apresurándose, junto con Ronald Tescanet, a traer una del escritorio que había en una esquina.
Al darse cuenta de que los demás no pensaban sentarse y para no colocarse en posición de inferioridad con relación a ellos, Rachael dijo:
—No, gracias, prefiero estar de pie. No veo ninguna razón para que esto se prolongue. No me siento con ánimos de seguir aquí mucho tiempo. ¿Qué deseaba preguntarme?
—Un delito poco corriente —dijo Verdad.
—El robo de un cadáver —explicó ella con la pretensión de que lo ocurrido le producía confusión y náusea, simulando lo primero pero lo segundo era bastante genuino.
—¿Quién puede haberlo hecho? —preguntó Verdad.
—No tengo ni idea.
—¿No conoce a nadie que tuviera razón para ello?
—¿A alguien con un motivo para robar el cuerpo de Eric? No, claro que no —respondió.
—¿Tenía enemigos?
—Además de ser un genio en su campo, tenía éxito en los negocios. Los genios suelen despertar inadvertidamente la envidia de sus colegas. Además, inevitablemente, había quien envidiaba su fortuna. A algunos les parecía que les había tratado mal… en su escalada hacia la cumbre.
—¿Había tratado mal a la gente?
—Sí, a algunos. Era un individuo ambicioso. Pero dudo seriamente de que cualquiera de sus enemigos deseara vengarse de un modo tan absurdo y macabro como este.
—No sólo era ambicioso —dijo Verdad.
—¿Cómo?
—Era despiadado.
—¿Por qué lo dice?
—Por lo que he leído sobre él —dijo Verdad—. Despiadado.
—Bien, puede que tenga razón, no se lo niego.
—La gente despiadada se crea enemigos apasionados.
—¿Quiere decir tan apasionados como para justificar el robo del cadáver?
—Quizás. Voy a necesitar los nombres de sus enemigos, de los que puedan tener alguna razón para odiarle.
Esta información se la puede facilitar la gente con quien trabajaba en Geneplan.
—¿Su empresa? Pero usted era la esposa.
—Sabía bien poco de su negocio. Él no quería que lo supiera. Tenía ideas muy definidas acerca de… mi función en la vida. Además, hace un año que nos habíamos separado.
Verdad aparentó sorprenderse, pero Rachael tenía la impresión de que ya se había informado previamente y sabía todo lo que le contaba.
—¿Divorcio?
—Sí.
—¿Odio?
—Por su parte, sí.
—Así se comprende.
—¿Qué es lo que se comprende? —preguntó Rachael.
—Que no esté en absoluto apenada.
Sospechaba que Verdad era infinitamente más peligroso que el silencioso, inmóvil y observador Hagerstrom. Ahora estaba segura de ello.
—El doctor Leben la trató abominablemente —dijo Benny en su defensa.
—Comprendo —dijo Verdad.
—No tenía motivo para estar apenada —agregó Benny.
—Comprendo.
—Válgame Dios, se está usted comportando como si se tratara de un asesino.
—¿Usted cree? —dijo Verdad.
—La trata como si sospechara de ella.
—¿Cree usted? —preguntó amablemente Verdad.
—El doctor Leben ha sido víctima de un accidente fortuito —dijo Benny— y si hay algún culpable es el propio Leben.
—Eso es lo que tenemos entendido.
—Lo han presenciado como mínimo una docena de testigos.
—¿Es usted el abogado de la señora Leben? —preguntó Verdad.
—No, ya le he dicho que era…
—Lo sé, un viejo amigo —dijo Verdad, poniéndose sutilmente en su lugar.
—Si fuera usted abogado, señor Shadway —intervino tan apresuradamente Ronald Tescanet que le temblaba la mandíbula—, comprendería que la policía está obligada a formular estas desagradables preguntas. Evidentemente deben tener en cuenta la posibilidad de que se haya robado el cadáver del doctor Leben para impedir que se practique la autopsia. Para ocultar algo.
—Muy melodramático —replicó Benny en tono burlón.
—Pero concebible. Lo que significaría que su muerte no está tan clara como parece —dijo Tescanet.
—Exactamente —agregó Verdad.
—Es absurdo —dijo Benny.
Rachael agradecía el interés con que Benny intentaba proteger su honor. Su apoyo y amabilidad eran incondicionales. Sin embargo no le importaba que Verdad y Hagerstrom la consideraran como una posible asesina o cómplice de asesinato. Era incapaz de matar a nadie y la muerte de Eric había sido puramente accidental, lo cual acabaría siendo evidente, hasta para el más suspicaz de los detectives. Pero mientras Hagerstrom y Verdad se ocupaban de aclarar esos puntos, no investigarían otros aspectos del caso más próximos a la horrenda verdad. Habían resuelto seguirle la pista a su propia tergiversación de los hechos y a ella no le importaba ser objeto de sus infundadas sospechas, siempre y cuando no se alejaran de la pista falsa.
—Teniente Verdad —dijo Rachael—, seguro que la explicación más lógica, a pesar de las afirmaciones del doctor Kordell, es que han puesto simplemente el cadáver en algún lugar equivocado —dijo ante las protestas inmediatas del delgado médico y de Ronald Tescanet—. O puede que hayan sido jóvenes universitarios, para gastar una sofisticada broma —prosiguió—. Algún tipo de rito de iniciación. Las han hecho peores.
—Creo que ya conozco la respuesta a esta pregunta —dijo Benny—, pero ¿es posible que Eric Leben no estuviera muerto después de todo? ¿Pudo cometerse un error al diagnosticar su estado? ¿Pudo haber salido de aquí andando aturdido?
—¡No, no, no! —exclamó Tescanet empalideciendo e inesperadamente sudoroso a pesar del aire frío.
—Imposible —dijo Kordell simultáneamente—. Le examiné personalmente. Tenía enormes lesiones craneales y ni el más remoto síntoma de funciones vitales.
—¿No recibió el doctor Leben atención médica alguna inmediatamente después del accidente? —preguntó Verdad, aparentemente intrigado por esta nueva teoría que acababan de insinuar.
—Le examinaron los técnicos sanitarios —respondió Kordell.
—Están muy preparados y son de absoluta confianza —agregó Tescanet, secando su mullido rostro con un pañuelo.
Tenía que calcular mentalmente y con toda rapidez la diferencia entre lo que le correspondería pagar a la municipalidad por un error en el depósito de cadáveres y, lo que sería mucho más grave, en el caso de que se demostrara la incompetencia de los técnicos sanitarios.
—Fueran cuales fuesen las circunstancias, jamás declararían muerto a alguien que no lo estuviera —agregó el abogado.
—Uno: no había ningún tipo de actividad cardiaca —dijo Kordell, contando las pruebas de la muerte con unos dedos largos y flexibles, que tanto podían ser los de un pianista como los de un patólogo—. Los técnicos sanitarios obtuvieron una línea perfectamente horizontal en el electrocardiógrafo de la ambulancia. Dos: ausencia absoluta de funciones respiratorias. Tres: temperatura corporal en constante descenso.
—Indiscutiblemente muerto —susurró Tescanet.
El teniente Verdad miraba ahora al abogado y al médico con la misma desconfianza y ojos de halcón con que había observado a Rachael. Probablemente no creía que Tescanet, Kordell o los técnicos sanitarios ocultaran algún acto reprochable. Sin embargo, su naturaleza y su experiencia le hacían sospechar de cualquiera, en cualquier momento y en cualquier lugar, dada la menor razón para ello.
—Cuatro —prosiguió Kordell, cortando la interrupción de Tescanet—: No había absolutamente ninguna actividad eléctrica perceptible en su cerebro. Aquí disponemos de un electroencefalógrafo, que frecuentemente utilizamos con los accidentados como última prueba. Esta es una medida de seguridad que he instituido desde que tomé posesión del cargo. El doctor Leben fue conectado al electroencefalógrafo a su llegada y no manifestó ninguna actividad cerebral perceptible. Se hizo en mi presencia y vi la gráfica. Muerte cerebral. Si existe un método universalmente reconocido para declarar la defunción de un paciente, este consiste en que el médico que le asiste determine la existencia de un paro cardíaco total e irreversible, acompañado de muerte cerebral. Las pupilas del doctor Leben no se dilataban a la luz. Y no respiraba. Con el debido respeto, señora Leben, su esposo estaba tan muerto como cualquiera de los muchos difuntos que he visto y en ello apostaría mi reputación.
Rachael no dudaba de que Eric hubiese estado muerto. Había visto sus ojos sin vida ni parpadeo cuando yacía en un charco de sangre en la calzada. Había visto, demasiado bien, la profunda herida que le surcaba el cráneo desde la parte posterior de la oreja hasta la sien, con el hueso quebrado y machacado. Sin embargo, se alegraba de que Benny se hubiera confundido involuntariamente, proporcionándoles otra pista falsa a los detectives.
Estoy segura de que estaba muerto —dijo—. No me cabe la menor duda. Le vi en el lugar del accidente y sé que no había confusión posible.
Kordell y Tescanet se sintieron profundamente aliviados.
—Entonces descartamos esta hipótesis —dijo Verdad, encogiéndose de hombros.
Pero Rachael sabía que, una vez implantada la posibilidad de un diagnóstico erróneo en la mente de los policías, dedicarían tiempo y energía a su exploración, que era lo único que le importaba. Retardar la acción. Eso era de lo que se trataba. Retrasar, entorpecer, confundir el caso. Necesitaba tiempo para confirmar sus peores sospechas, para decidir lo que debía hacer, con el fin de protegerse de diversos peligros.
El teniente Verdad condujo a Rachael más allá de los tres cadáveres amortajados y se detuvo frente a la plataforma vacía, sobre la que había una mortaja arrugada. Había también una etiqueta de cartón arrugada, con dos trozos de alambre cubierto de plástico.
—Me temo que esto es todo lo que tenemos como punto de partida. La plataforma donde yacía el cuerpo y la etiqueta de identificación que llevaba atada al pie —le dijo el detective, con una mirada tan dura e inescrutable como su rostro—. ¿Por qué supone que un ladrón de cadáveres, fueran cuales fuesen sus motivos, perdería el tiempo retirando la etiqueta del pie del cadáver?
—No tengo ni la más ligera idea —respondió Rachael.
—Al ladrón le preocuparía no ser descubierto. Tendría prisa. Quitándole la etiqueta perdería unos segundos muy valiosos.
—Es una locura —dijo estremeciéndose.
—Sí, una locura —repitió Verdad.
—Pero en realidad todo es una locura.
—Sí.
Al contemplar la mortaja arrugada y ligeramente manchada de sangre, pensando en que había envuelto el cadáver frío y desnudo de su marido, Rachael se estremeció incontrolablemente.
—Ya basta —dijo Benny, rodeándola cariñosamente con el brazo—. Voy a sacarte de este maldito lugar.
Everett Kordell y Ronald Tescanet acompañaron a Rachael y a Benny al ascensor del garaje, sin dejar de intentar convencerles de que ni el depósito ni la municipalidad eran responsables de la desaparición del cadáver. A pesar de que Rachael se lo había asegurado innumerables veces, no estaban seguros de que no se propusiera llevar a nadie ante los tribunales. Tenía tantas cosas en las que pensar y de las que preocuparse, que no le quedaba energía ni deseo de persuadirlos de que sus intenciones eran benignas. Lo único que deseaba era deshacerse de ellos para poder ocuparse de las urgentes tareas que la esperaban.
Cuando se cerraron las puertas del ascensor, separando finalmente a ella y a Benny del flaco patólogo y del corpulento abogado, Benny dijo:
—Si estuviera en tu lugar, creo que los demandaría.
—Demandas, contra demandas, deposiciones, reuniones jurídicas estratégicas, juzgados… no se me ocurre nada más aburrido —dijo Rachael abriendo el bolso cuando el ascensor comenzaba a subir.
—Verdad es un cabrón calculador, ¿no te parece? —preguntó Benny.
—Supongo que se limita a hacer su trabajo —respondió Rachael, sacando de su bolso la pistola del treinta y dos.
Benny, que contemplaba cómo cambiaban los números iluminados encima de la puerta, no vio inmediatamente el arma.
—Bien, podría hacer su trabajo con un poco más de compasión y algo menos de eficacia mecánica.
Habían subido un piso y medio desde el sótano. En el tablero estaba a punto de iluminarse el número dos. Su Mercedes estaba un piso más arriba.
Benny había querido ir en su coche, pero Rachael insistió en que deseaba conducir el suyo. Mientras iba al volante, sus manos estaban ocupadas y su atención parcialmente en la carretera, lo cual le impedía preocuparse excesivamente por la horrenda situación en la que se encontraba. Si no tenía nada que hacer, más que reflexionar acerca de lo sucedido recientemente, probablemente perdería el precario autocontrol que aún conservaba. Tenía que mantenerse ocupada para no dejarse invadir por el terror y controlar el pánico.
Alcanzaron el segundo piso y siguieron subiendo.
—Benny, apártate de la puerta —le dijo.
—¿Cómo? —preguntó bajando la mirada y parpadeando al ver la pistola.
—Oye, ¿de dónde diablos has sacado esto?
—Lo he traído de mi casa.
—¿Por qué?
—Por favor, apártate. Rápido, Benny —le dijo temblorosa, apuntando hacia la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó todavía parpadeando, confuso, pero apartándose de la puerta—. ¿No irás a matar a alguien?
Su corazón latía con tanta fuerza que no le permitía oír lo que le decía y le daba la impresión de que le hablaba desde la lejanía.
Llegaron al tercer piso.
Sonó un timbre en el indicador y se iluminó el número tres. El ascensor se detuvo con un leve traqueteo.
—Rachael, respóndeme, ¿qué ocurre?
No le contestó. Había adquirido la pistola después de dejar a Eric. Una mujer sola debe poseer un arma… especialmente después de abandonar a un tipo como él. Mientras las puertas se deslizaban para abrirse, intentó recordar lo que le había dicho su instructor de tiro: no hay que sacudir el gatillo, simplemente apretarlo con suavidad, de lo contrario se mueve el cañón y el tiro no da en el blanco.
Pero no había nadie esperándolos, por lo menos no delante del ascensor. El suelo de hormigón gris, las paredes, las columnas y el techo, tenían el mismo aspecto que en el sótano de donde procedían. El silencio también era el mismo: sepulcral y de algún modo amenazador. El aire era menos putrefacto y más caliente que tres pisos más abajo, pero igualmente inmóvil. Algunas de las lámparas del techo estaban rotas o fundidas, con lo que un gran número de sombras poblaba la enorme sala, oscureciéndola aún más que la del sótano y parecían también más profundas, más propias de que en ellas se ocultara fácilmente un agresor, a pesar de que quizás en su imaginación eran todavía más negras que en la realidad.
—Rachael, ¿de quién tienes miedo? —le preguntó Benny, siguiéndola a la salida del ascensor.
—Más tarde. Ahora larguémonos de aquí cuanto antes.
—Pero…
—Más tarde.
Sus pasos retumbaban en el hormigón con un eco vacío y su sensación era la de que, en lugar de andar por un aparcamiento perfectamente ordinario de Santa Ana, lo estuviera haciendo por las naves de un remoto templo, bajo la vigilancia de una inimaginable y extraña divinidad.
A una hora tan avanzada, su 560 SL rojo era uno de los tres únicos coches aparcados en aquella planta. Estaba solo, resplandeciente, a treinta metros del ascensor. Fue directamente hacia el mismo y dio una vuelta, cautelosamente, a su alrededor. No se ocultaba nadie al otro lado. A través de las ventanas pudo comprobar que tampoco había nadie en el interior. Abrió la puerta y entró rápidamente. En el momento en que Benny se sentó y cerró su puerta, hizo girar la llave, puso en marcha el motor, manipuló la palanca del cambio, quitó el freno de mano y condujo con excesiva velocidad hacia la salida.
Mientras conducía, puso los seguros de la pistola con una mano y volvió a meterla en el bolso.
—Bien, ahora cuéntame la razón por la que te portas como un pistolero —dijo Benny, cuando llegaron a la calle.
Ella titubeó, deseando no haberle involucrado tanto como ya lo había hecho. Debía haber ido sola al depósito. Había sido débil, necesitaba apoyarse en él; sin embargo, si ahora no rompía con esa dependencia, si seguía atrayéndole, pondría indudablemente su vida en peligro. No tenía derecho a imponerle ese riesgo.
—¿Rachael?
Se detuvo en el semáforo del cruce de las calles Mayor y Cuarta, donde una ráfaga de viento veraniego hizo volar algunos papeles hacia el centro de la calzada, revolotearon unos instantes y se alejaron con la brisa.
—¿Rachael? —persistió Benny.
Un pordiosero andrajoso estaba de pie en la esquina, a menos de dos metros del coche. Su aspecto era asqueroso, sin afeitar y borracho. Su nariz, parcialmente podrida por la melanosis, era horrible y retorcida. En la mano izquierda tenía una botella, medio oculta en una bolsa de papel. En su repugnante garra derecha tenía un despertador, al que le faltaba el cristal y una de las agujas, como si poseyera un gran tesoro. Se agachó y la miró con unos ojos febriles y alocados.
—No te encierres en ti misma, Rachael —dijo Benny, haciendo caso omiso del pordiosero—. ¿Qué ocurre? Dímelo.
Puedo ayudarte.
—No quiero involucrarte —le respondió.
—Ya lo estoy.
—No. Hasta ahora no sabes nada. Y estoy convencida de que es mejor así.
—Prometiste…
Cambió el semáforo y apretó el acelerador con tal brusquedad que Benny se golpeó contra el respaldo del asiento y dejó la frase a medias.
—¡Soy el padre tiempo! —chillaba el borracho del despertador a su espalda.
—Escúchame, Benny, voy a llevarte a mi casa para que recojas tu coche —dijo Rachael.
—Ni lo sueñes.
—Permíteme que me ocupe yo personalmente de este asunto.
—¿Qué asunto? ¿Qué ocurre?
—Benny, no me interrogues. Por favor, no lo hagas. Tengo mucho en que pensar y mucho que hacer…
—Me da la impresión de que piensas ir a algún lugar esta noche.
—No tiene nada que ver contigo —le dijo.
—¿Adónde piensas ir?
—Hay algunas cosas que debo… verificar. No importa.
—¿Vas a matar a alguien? —le preguntó ahora enfureciéndose.
—Claro que no.
—Entonces ¿por qué llevas pistola?
No respondió.
—¿Tienes permiso de armas?
—Sólo para uso doméstico —respondió moviendo la cabeza.
Miró hacia atrás para ver si había alguien cerca de ellos, se inclinó hacia adelante, agarró el volante y le dio una sacudida hacia la derecha.
El coche viró con los neumáticos chirriando sobre el asfalto, ella frenó, patinó de costado unos seis u ocho metros y cuando estaba a punto de controlar la situación, él agarró nuevamente el volante, pero ella lanzó un grito, lo soltó, durante unos instantes le deslizó entre las manos, pero acabó por controlarlo, se acercó a la acera, paró, le miró y dijo.
—¿Qué te ocurre? ¿Estás loco?
—Sólo furioso.
—Olvídalo —dijo mirando fijamente la calle.
—Quiero ayudarte.
—No puedes.
—Ponme a prueba. ¿Adónde tienes que ir?
—Sólo a la casa de Eric —suspiró.
—¿Su casa? ¿En Villa Park? ¿Por qué?
—No puedo decírtelo.
—¿Y después de su casa, adónde?
—Geneplan. Su despacho.
—¿Por qué?
—Tampoco puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—Benny, es peligroso. Podría ser violento.
—¿Y de qué coño crees que estoy hecho, de porcelana? ¿De cristal? Maldita sea, ¿crees que voy a descomponerme en mil pedazos si me tocan con un dedo?
Ella le miró. La luz amarilla de la farola sólo entraba por medio parabrisas, dejando a Benny en la oscuridad, pero sus ojos brillaban en la sombra.
—Dios mío, estás furioso. Nunca te había oído expresarte así.
—Rachael, ¿hay o no algo entre nosotros? Yo creo que sí, algo especial.
—Sí.
—¿Lo crees verdaderamente?
—Sabes que así es.
—En tal caso no puedes excluirme. No puedes impedir que te ayude cuando lo necesitas, si deseas que lo nuestro progrese.
Le miró con mucha ternura, deseando más que nada confiárselo todo, convertirle en su aliado, pero si le involucraba le haría verdaderamente una malísima jugada. En este momento él intentaba descifrar el tipo de peligro que la amenazaba, maquinaba furiosamente su mente, hacia listas de posibilidades, pero nada de lo que imaginara podía ser la mitad de peligroso que la verdad. De saberla, probablemente no estaría tan ansioso por colaborar, pero no se atrevía a revelársela.
—Sabes que soy un individuo bastante chapado a la antigua. Considerablemente desfasado de las modas actuales. En ciertos sentidos muy formal. La mitad de mis colegas en la industria inmobiliaria de California acude al trabajo, en un día veraniego como hoy, con pantalón blanco de algodón y chaqueta color paja, pero yo, para sentirme cómodo, debo ponerme un traje con chaleco y puños almidonados. Probablemente soy el único en mi campo que todavía sabe lo que es una camiseta. Entonces, cuando alguien como yo ve a la mujer a quien quiere en peligro, tiene que ayudarla, es lo único que es capaz de hacer, lo típico y tradicional, lo correcto, y si ella no se lo permite, eso equivale a una bofetada, a una afrenta a sus principios, al desprecio de lo que representa, y por mucho que la quiera, debe abandonarla, es así de simple.
—Jamás me habías hecho ningún discurso —dijo Rachael.
—Nunca había sido necesario.
Ambos se sintieron afectados y frustrados por su ultimátum. Rachael echó la cabeza atrás y cerró los ojos, incapaz de decidir lo que debía hacer. Siguió aferrada con fuerza al volante, ya que si lo soltaba, Benny se daría cuenta de lo mucho que le temblaban las manos.
—¿A quién le temes, Rachael? —preguntó.
No le respondió.
—Sabes lo que ha ocurrido con su cadáver, ¿no es cierto?
—Quizás.
—Sabes quién lo ha cogido.
—Tal vez.
—Y es de ellos de quien tienes miedo. ¿Quién es, Rachael? Santo Dios, ¿quién puede hacer algo parecido… y por qué?
—De acuerdo —dijo poniendo el coche en marcha—, puedes acompañarme.
¿A la casa de Eric, a su despacho? ¿Qué es lo que buscamos?
—Eso no estoy dispuesta a decírtelo —le respondió.
—Muy bien, de acuerdo —dijo después de unos momentos de silencio—. Cada cosa a su debido tiempo. Me parece perfectamente aceptable.
Se dirigió hacia el norte por la calle Mayor, al este por la avenida Katella en dirección a la adinerada zona residencial de Villa Park y por las colinas hacia la finca de su difunto marido. En la parte alta de Villa Park, las enormes mansiones, muchas con un valor superior al millón de dólares, estaban medio ocultas por la vegetación y el oscuro velo de la noche. La casa de Eric, como una aparición tras una hilera de enormes laureles indios, parecía más oscura que las demás, fría incluso en pleno junio, con sus múltiples ventanas semejantes a hojas de obsidiana, incapaces de ser penetradas por la luz en dirección alguna.