4. ALLÍ DONDE CONSERVAN LOS CADÁVERES

Para Rachael, el estado del despacho del oficial de sanidad demostraba que Everett Kordell tenía una personalidad obsesiva y compulsiva. Su escritorio no estaba abarrotado de libros, fichas o carpetas. El secante era nuevo, impecable, sin ninguna mancha. El juego de lápiz y pluma, el abridor de cartas, la bandeja de la correspondencia y las fotografías de su familia con marco plateado, estaban perfectamente ordenados. En las estanterías detrás de su escritorio había unos doscientos o trescientos libros, en un estado tan inmaculado y tan meticulosamente organizados, que casi parecían formar parte de un decorado. Sus diplomas y dos cuadros anatómicos colgaban de la pared con tal precisión que Rachael se preguntó si todas las mañanas comprobaría su alineación con una regla y una plomada.

La preocupación de Kordell por la pulcritud y el orden era también evidente en su apariencia. Era alto y casi excesivamente delgado, de unos cincuenta años, con un rostro ascético de facciones aguileñas y ojos de color castaño claro. Ni un solo pelo de su canosa cabellera, cortada a navaja, estaba fuera de lugar. Sus manos de largos dedos estaban singularmente desprovistas de carne, eran casi esqueléticas. Su camisa blanca parecía haber salido de la tintorería hacía cinco minutos y las rayas de su pantalón castaño oscuro sobresalían de tal modo que casi se reflejaban en la luz fluorescente.

Después de que Rachael y Benny se sentaran en unos sillones de pino oscuro, con cojines de cuero verde, Kordell dio la vuelta al escritorio y se sentó en su silla.

—Me apena profundamente, señora Leben, tener que darle esta noticia, después de lo mucho que ya ha sufrido en el día de hoy. Es inexcusable. Le pido nuevamente perdón y le doy mi más sincero pésame, a pesar de que sé que nada de lo que diga hará la situación menos perturbadora. ¿Está usted bien? ¿Le apetece un vaso de agua o cualquier otra cosa?

—Estoy bien —dijo Rachael, que no recordaba haberse sentido jamás peor.

Benny extendió la mano y la reconfortó estrujándole el hombro. Benny, siempre tierno y confiable. Qué contenta estaba de tenerle junto a ella. Con su metro ochenta y sesenta y ocho kilos, su aspecto no era impresionante. Su cabello y ojos castaños, así como sus facciones agradables pero ordinarias, le permitían perderse en la multitud y pasar desapercibido en las fiestas. Pero cuando hablaba con aquel tono tan suave que le caracterizaba, o manifestaba su extraordinaria elegancia, o simplemente le miraba fijamente a uno, su sensibilidad e inteligencia eran inmediatamente discernibles. A su modo sosegado, creaba el mismo impacto que el rugido de un león. Todo sería más fácil con Benny junto a ella, pero le preocupaba involucrarle en el asunto.

—Sólo deseo comprender lo ocurrido —le dijo Rachael al médico, aunque temía entenderlo mejor que Kordell.

—Le hablaré con absoluta sinceridad, señora Leben. Sería absurdo no hacerlo —suspiró moviendo la cabeza, como si le costara creer que algo tan atroz pudiera haber ocurrido, parpadeó y frunció el ceño.

—¿No será usted el abogado de la señora Leben, por casualidad? —agregó dirigiéndose a Benny.

—Sólo un buen amigo —respondió este.

—¿En serio?

—He venido para prestar apoyo moral.

—Espero poder evitar la intervención de abogados —dijo Kordell.

—No tengo ni la más mínima intención de llevar este asunto por vía jurídica —le aseguró Rachael.

El médico asintió con displicencia, claramente no demasiado convencido de su sinceridad.

—Cuando se nos acumula inesperadamente el trabajo y tenemos que practicar autopsias de última hora —dijo—, las dejo en manos de uno de mis ayudantes. Las únicas excepciones son cuando el difunto es una persona importante o víctima de un complejo homicidio, cometido en extrañas circunstancias. En tal caso, cuando es seguro que despertará mucho interés, me refiero por parte de la prensa y de los políticos, prefiero no cargarles el muerto a mis subordinados y si es inevitable practicar la autopsia por la noche, me quedo el tiempo que sea necesario. Su marido era, por supuesto, una persona muy importante.

Puesto que parecía esperar una respuesta, Rachael asintió. No se sentía con ánimos para hablar. Había estado experimentando oleadas de miedo desde que se había enterado de la desaparición del cadáver y ahora la marea era alta.

—El cadáver llegó al depósito y fue registrado a las 12:14 horas —prosiguió Kordell—. Puesto que ya íbamos retrasados y además tenía que dar una conferencia esta tarde, les ordené a mis ayudantes que se ocuparan de los cadáveres por orden de llegada y decidí ocuparme del de su marido personalmente a las 6.30 —agregó frotándose la sien con la punta de los dedos y haciendo una mueca, como si el mero recuerdo le produjera una jaqueca inaguantable—. Llegada la hora, después de preparar la sala de la autopsia, le ordené a un asistente que trajera el cuerpo del doctor Leben del depósito… pero no logró hallar el cadáver.

—¿Extraviado? —preguntó Benny.

—Ha ocurrido muy pocas veces desde que dirijo este departamento —dijo Kordell con cierto orgullo—. Y en las contadas ocasiones en que se ha extraviado algún cadáver, ya sea porque se lo ha puesto en la mesa equivocada, el cajón erróneo, o con la etiqueta confundida, lo hemos localizado en menos de cinco minutos.

—Sin embargo, esta noche no han logrado encontrarlo —dijo Benny.

—Hemos estado casi una hora buscándolo, por todas partes. Por todas partes —repitió Kordell evidentemente disgustado—. No tiene sentido. Es incomprensible. Con el procedimiento que utilizamos es imposible.

Rachael se dio cuenta de que apretaba el bolso que tenía sobre la falda con tanta fuerza, que se le habían puesto los nudillos blancos y abultados. Intentó relajar las manos cruzándolas. Temerosa de que Kordell o Benny leyeran un fragmento de la monstruosa verdad en su desprotegida mirada, cerró los ojos y bajó la cabeza, con la esperanza de que pensaran que simplemente reaccionaba ante las terribles circunstancias que motivaban su presencia.

Desde su oscuridad íntima, Rachael oyó a Benny que decía:

—Doctor Kordell, ¿es posible que hayan entregado el cadáver del doctor Leben, por error, a alguna funeraria privada?

—Se nos había informado de que Attison Brothers se ocuparían del entierro y evidentemente nos hemos puesto en contacto con ellos al no hallar el cadáver. Sospechamos que habían venido a recogerlo durante el día y que algún empleado se lo había entregado sin autorización, antes de practicar la autopsia. Pero nos han dicho que no pensaban venir hasta que los llamáramos y que definitivamente ellos no lo tenían.

—Me refería a la posibilidad —insistió Benny— de que hubieran entregado el cuerpo del doctor Leben, por equivocación, a alguna funeraria que hubiese venido a buscar otro cadáver.

—Esta es otra posibilidad que le aseguro que hemos explorado con toda urgencia. Desde la llegada del cuerpo del doctor Leben a las 12.14 de esta tarde, se han entregado cuatro cadáveres a funerarias privadas. Hemos mandado nuestros empleados a todas ellas para confirmar la identidad de dichos cadáveres y asegurarnos de que ninguno de ellos era el del doctor Leben. No estaba entre ellos.

—En tal caso, ¿qué supone que ha ocurrido? —preguntó Benny.

Con los ojos cerrados, Rachael escuchaba su macabra conversación en la oscuridad. Gradualmente comenzó a sentirse como si estuviera dormida y sus voces fueran como el eco fantasmagórico de los personajes de una pesadilla.

—Aunque parezca una locura —afirmó Kordell, hemos tenido que llegar forzosamente a la conclusión de que el cadáver ha sido robado.

En su auto impuesta oscuridad, Rachael intentó alejar en vano las imágenes grotescas que su imaginación comenzaba a generar.

—¿Han avisado a la policía? —preguntó Benny.

—Sí, nos hemos puesto en contacto con ellos en el momento de darnos cuenta de que el robo era la única explicación.

En estos momentos están abajo, en el depósito y, naturalmente, desean hablar con usted, señora Leben.

Se oía un raspeo rítmico procedente de donde Everett Kordell se encontraba. Rachael abrió los ojos. Para calmar los nervios, el médico metía y sacaba el abridor de cartas de su funda. Rachael volvió a cerrar los ojos.

—¿Son sus medidas de seguridad tan poco eficaces como para permitir que cualquiera que ande por la calle pueda entrar y robarles un cadáver? —dijo Benny.

—Por supuesto que no —respondió Kordell—. Nunca había ocurrido nada semejante. Se lo aseguro, es inexplicable. Sin duda alguien con mucho empeño podría ser lo suficientemente ingenioso para burlar nuestros sistemas de seguridad, pero no le sería nada fácil; no, señor.

—Pero no imposible —dijo Benny.

Cesó el raspeo. A juzgar por los sonidos que le siguieron, Rachael dedujo que el doctor se dedicaba a ordenar compulsivamente las fotografías con marcos plateados de su escritorio.

Se concentró en dicha imagen, para contrarrestar las absurdas escenas que su astuta imaginación le ofrecía en la oscuridad para su horrorizada consideración.

—Les sugiero a ambos que me acompañen al depósito, para que puedan comprobar por sí mismos la rigidez de nuestra seguridad y la enorme dificultad que supone eludirla —dijo Kordell—. ¿Señora Leben? ¿Se siente con fuerzas para inspeccionar las instalaciones?

Rachael abrió los ojos. Benny y Kordell la observaban preocupados. Asintió.

—¿Está segura? —insistió Kordell levantándose y dando la vuelta al escritorio—. Le ruego que no se sienta obligada, pero me complacería muchísimo mostrarles lo cuidadosos que somos y la responsabilidad con que desempeñamos nuestra tarea.

—Estoy bien —afirmó Rachael.

Sacándose un minúsculo hilo oscuro que acababa de descubrir en la manga, el médico se dirigió hacia la puerta.

Al levantarse de la silla y darse la vuelta para seguir a Kordell Rachael sintió un ligero desvanecimiento y se tambaleó.

—La visita no es obligatoria —le dijo Benny sosteniéndola firmemente del brazo.

—Sí —replicó en tono siniestro—. Sí que lo es. Debo verlo con mis propios ojos. Tengo que saberlo.

Benny la observó extrañado y ella fue incapaz de mirarle a los ojos. Sabía que algo no iba bien, independientemente del fallecimiento de Eric y de la desaparición de su cadáver, pero no sabía de qué se trataba. Le devoraba la curiosidad.

Rachael había procurado ocultar su angustia y mantenerle al margen de ese terrible asunto. Pero era poco hábil para el engaño y sabía que se había dado cuenta de sus temores, desde el momento en que pisó el umbral de su casa. Su querido amigo estaba intrigado y preocupado, plenamente decidido a quedarse junto a ella, que era precisamente lo que ella no quería, pero que ahora no podía remediar. Más tarde tendría que hallar el modo de deshacerse de él, ya que aún con lo mucho que le necesitaba, no era justo meterle en aquel lío y poner su vida en peligro, como lo estaba la suya.

Sin embargo, ahora tenía que ver el lugar donde había yacido el cuerpo destrozado de Eric, ya que confiaba en que una mejor comprensión de las circunstancias que rodeaban la desaparición del cadáver mitigaría sus peores temores.

Necesitaba todas sus fuerzas para visitar el depósito.

Salieron del despacho y bajaron hacia donde los esperaban los muertos.

Al fondo del ancho pasillo gris pálido con baldosas había una puerta metálica. Un empleado con uniforme blanco estaba sentado junto a su escritorio, en una alcoba junto a la puerta. Al ver llegar a Kordell en compañía de Rachael y Benny, se levantó y sacó un manojo de resplandecientes llaves del bolsillo de la chaqueta de su uniforme.

—Esta es la única entrada interior al depósito —dijo Kordell—. La puerta está siempre cerrada. ¿No es así, Walt?

—Efectivamente —respondió el empleado.

—Supongo que desea entrar, doctor Kordell.

—Sí.

Cuando Walt metió la llave en la cerradura, Rachael vio una pequeña chispa de electricidad estática.

—Aquí hay siempre un empleado, Walt u otro, día y noche, siete días por semana —dijo Kordell. No puede entrar nadie sin su ayuda y guarda una ficha de todos los visitantes.

Walt abrió la enorme puerta y la aguantó mientras entraban. En el interior el aire fresco olía a antisépticos y a algo inidentificable, más sutil y menos limpio. La puerta se cerró a su espalda, con un suave crujido de las bisagras, que a Rachael pareció retumbarle por todos los huesos. El pestillo se cerró automáticamente con un ruido hueco.

Dos puertas dobles, ambas abiertas, conducían a grandes salas a ambos lados del pasillo. Al fondo del escalofriante vestíbulo había otra puerta metálica sin ventana alguna, semejante a la que acababan de cruzar.

—Ahora permítanme que les muestre la única entrada exterior, que utilizan los vehículos del depósito y los de las funerarias —dijo Kordell, dirigiéndose hacia la lejana barrera.

Rachael le seguía, aunque por el simple hecho de encontrarse en aquel depósito de cadáveres, donde Eric había yacido tan recientemente, le flaqueaban las piernas y comenzó a sudarle el cuello y el cráneo.

—Espere un momento —dijo Benny, dirigiéndose nuevamente hacia la puerta por donde habían entrado, hizo girar la manecilla y la abrió, dándole un susto a Walt, cuando regresaba hacia su escritorio.

—A pesar de que está cerrada por fuera, siempre está abierta por dentro —dijo Benny mirando a Kordell, mientras dejaba que la pesada puerta volviera a cerrarse automáticamente.

—Esto es cierto, evidentemente —dijo Kordell—. Sería demasiado engorroso tener que llamar a un empleado para salir, además de entrar. Por otra parte, no podemos correr el riesgo de que alguien quede accidentalmente atrapado en una emergencia, como por ejemplo un incendio o un terremoto.

Sus pasos retumbaban de un modo aterrador, al caminar sobre las relucientes baldosas hacia la puerta exterior del fondo del pasillo. Cuando pasaron frente a las dos grandes salas, Rachael vio a un grupo de gente en la de la izquierda, moviéndose y hablando en voz baja, a la resplandeciente luz de unos tubos fluorescentes. Los empleados llevaban uniforme blanco, como en los hospitales. Había un individuo gordo con pantalón color paja y chaqueta de madrás deportiva amarilla, roja y verde, y dos individuos de traje oscuro, que levantaron la cabeza al ver pasar a Rachael.

También vio tres cadáveres, envueltos todavía en sábanas, sobre unas plataformas de acero inoxidable.

Al fondo del pasillo, Everett Kordell abrió la puerta metálica simplemente empujándola, salió y les rogó que le siguieran.

Rachael y Benny le obedecieron. Ella esperaba que se encontrarían en un callejón, pero a pesar de que habían salido del edificio, no estaban realmente en el exterior. La puerta del depósito daba a una de las plantas de un aparcamiento contiguo de varios pisos. El mismo en el que hacía poco había aparcado su 560 SL, en uno de los pisos superiores.

Con su suelo gris de hormigón, las paredes lisas y las gruesas columnas que sostenían el techo también gris de hormigón, el aparcamiento subterráneo parecía una versión occidental inmensa, estrictamente modernista, de una tumba faraónica. Las lámparas de vapor sódico pegadas al techo a grandes intervalos iluminaban el ambiente con una luz amarillenta y enfermiza, que a Rachael le pareció muy indicada para un lugar que servía de antesala al repositorio de los difuntos.

En la zona cercana a la entrada del depósito estaba prohibido aparcar. Sin embargo, había una veintena de vehículos esparcidos por el fondo de la enorme sala, parcialmente iluminados por la crepuscular luz amarilla y en parte sumidos en la sombra negruzca, cuya textura era la del terciopelo del interior de los ataúdes.

Al mirar hacia los coches, tuvo la fuerte sensación de que algo se ocultaba entre ellos, observando. Observándola particularmente a ella.

Benny vio que se estremecía y le puso la mano en el hombro.

Everett Kordell cerró la pesada puerta del depósito y a continuación intentó abrirla, pero no hubo manera.

—¿Lo ven? Se cierran automáticamente. Las ambulancias, los vehículos del depósito y los coches funerarios entran por el aparcamiento y se detienen aquí. La única forma de entrar consiste en utilizar ese botón —y mientras lo decía pulsó un botón blanco que había junto a la puerta—, y hablar por el intercomunicador —agregó acercando los labios a una rejilla empotrada en el hormigón—. ¿Walt? Le habla el doctor Kordell desde la puerta exterior. ¿Quiere hacer el favor de abrirnos la puerta?

—Inmediatamente, doctor —dijo Walt por el pequeño altavoz.

Se oyó un pequeño zumbido y Kordell pudo abrir nuevamente la puerta.

—Supongo que el empleado no le abre la puerta a cualquiera que se lo pida —dijo Benny.

—Por supuesto que no —respondió Kordell, de pie en el umbral de la puerta—. Si está seguro de reconocer la voz y conoce a la persona, le abre la puerta automáticamente. Si no la reconoce, o si se trata de algún nuevo empleado de una funeraria privada, o si desconfía por cualquier otra razón, el empleado viene andando por el mismo pasillo que hemos recorrido nosotros, desde su escritorio, e inspecciona al visitante antes de dejarle entrar.

Rachael había perdido interés en los detalles y lo único que le preocupaba era el lúgubre aparcamiento en el que se encontraban, en el que había centenares de lugares donde ocultarse.

—En cuyo momento el empleado, no esperando una situación de violencia, podría ser sometido por la fuerza y el intruso lograría entrar en las dependencias.

—Posiblemente —admitió Kordell frunciendo enormemente el ceño—. Pero jamás ha ocurrido.

—¿Los empleados que están hoy de guardia le han asegurado que tienen constancia de todo el mundo que ha entrado y salido, y que no han permitido la entrada a nadie no autorizado?

—Me lo han jurado —dijo Kordell.

—¿Y confía en ellos?

—Plenamente. Todos los que trabajan aquí son conscientes de que los cuerpos que guardamos son los restos de seres queridos de alguien y sabemos que es nuestra responsabilidad solemne, e incluso sagrada, protegerlos mientras están en nuestras manos. Creo que el sistema de seguridad que acabo de mostrarles lo demuestra claramente.

—En tal caso —dijo Benny—, alguien debe de haber forzado la cerradura…

—Eso es prácticamente imposible. – O alguien se coló por la puerta trasera mientras estaba abierta para un visitante autorizado, se ocultó, esperó hasta ser el único ser vivo en el depósito y entonces se llevó el cuerpo del doctor Leben.

—Evidentemente así debe de haber ocurrido. Pero es tan improbable…

—¿Podemos entrar, por favor? —dijo Rachael.

—Desde luego —respondió inmediatamente Kordell, ansioso por complacerla, cediéndole el paso.

Entró de nuevo en el pasillo del depósito, donde el aire frío estaba impregnado de un olor putrefacto, bajo el fuerte aroma a desinfectante de pino.