Escuchando las noticias por la radio del coche, mientras iba de su despacho en Tustin a su casa, Ben Shadway se enteró de la muerte repentina del doctor Eric Leben. No estaba seguro de cómo le había afectado. Sin duda le produjo un shock. Pero no le entristeció, a pesar de que el mundo había perdido a un hombre potencialmente extraordinario.
Leben era brillante, indudablemente un genio, pero también arrogante, presuntuoso e incluso posiblemente peligroso.
Ben se sentía más que nada aliviado. Había llegado a temer que Eric, finalmente convencido de que jamás recuperaría a su esposa, le causara algún daño. Era un individuo que odiaba perder. Estaba dotado de una ira furibunda, que habitualmente apaciguaba con su dedicación obsesiva al trabajo, pero que podía desembocar en violencia, de sentirse lo suficientemente humillado por el rechazo de Rachael.
El coche de Ben, un Thunderbird de 1956 meticulosamente restaurado, blanco por fuera y azul por dentro, estaba equipado con radioteléfono y Ben llamó inmediatamente a Rachael. Ella tenía el contestador automático conectado y no respondió cuando este se identificó.
Al llegar al semáforo donde la calle 17 se cruza con la avenida de Newport, titubeó y dobló a la izquierda, en lugar de dirigirse hacia su casa en Orange Park Acres. Era posible que Rachael no estuviera todavía en casa, pero tarde o temprano llegaría y podía necesitarle. Se encaminó hacia su casa de Placentia.
El sol veraniego salpicaba el parabrisas del Thunderbird y formaba juegos de sombras al pasar bajo las intermitentes copas de los árboles. Desconectó la radio y puso una cinta de Glenn Miller. Acelerando bajo el sol californiano, con el ambiente impregnado por el sonido de String of Pearls, le parecía difícil creer que alguien pudiera haber fallecido en un día tan radiante.
Según su propio sistema de clasificación de personalidad, Benjamin Lee Shadway era un individuo centrado primordialmente en el pasado. Prefería las películas antiguas a las modernas. De Niro, Gere, Field, Travolta y Penn no le interesaban tanto como Bogart, Bacall, Gable, Lombard, Tracy, Hepburn, Cary Grant, William Powell o Myrna Loy. Sus libros predilectos eran de los años veinte, treinta y cuarenta: la literatura dura de Chandler, Hammett y James M. Cain, así como las primeras novelas de Nero Wolfe. La música que más le gustaba era de la época del swing:
Tommy y Jimmy Dorsey, Harry James, Duke Ellington, Glenn Miller y el incomparable Benny Goodman.
Para relajarse construía modelos de locomotoras y coleccionaba toda clase de recuerdos de los ferrocarriles. No hay afición tan impregnada de nostalgia, ni más propia de una persona centrada en el pasado, que la relacionada con los trenes.
Sin embargo, no se centraba exclusivamente en el pasado. A los veinticuatro años había obtenido el título de agente inmobiliario y a los treinta y uno había fundado su propia agencia. Ahora, a los treinta y siete, tenía seis oficinas con treinta agentes que trabajaban para él. Parte de su éxito se debía a que trataba tanto a sus empleados como a los clientes con un interés y una cortesía arcaicos, que resultaban enormemente agradables en este mundo actual acelerado, brusco y plástico.
Últimamente, además de su trabajo, había algo capaz de distraer a Ben de los ferrocarriles, las películas antiguas, el swing y, en general, su preocupación por el pasado: Rachael Leben; con su cabello color caoba, ojos verdes, largas extremidades y cuerpo rollizo.
Era al mismo tiempo una chica perfectamente normal y una de esas elegantes bellezas de la alta sociedad, propia de una película de los años treinta, como una combinación de Grace Kelly y Carole Lombard. Tenía mucha ternura. Era divertida e inteligente. Tenía todas las cualidades en las que Ben Shadway había podido soñar, y lo que le habría gustado hubiera sido meterse con ella en el túnel del tiempo, regresar a 1940, reservar un compartimiento privado en el Superchief y cruzar el país en tren, sin dejar de hacer el amor a lo largo de los cinco mil kilómetros de recorrido, al suave ritmo del ferrocarril.
Había ido a su agencia para que la ayudaran a encontrar una casa, pero ahí no había acabado la historia. Se habían visto con frecuencia durante los últimos cinco meses. Al principio le había fascinado, como lo habría hecho a cualquier hombre una mujer excepcionalmente atractiva, intrigado por el sabor de sus labios y por cómo se amoldaría su cuerpo al suyo, emocionado por la textura de su piel, la esbeltez de sus piernas y la curvatura de sus caderas y de sus senos. Sin embargo, poco después de conocerla, su mente aguda y su generoso corazón le resultaron tan atractivos como su cuerpo. La profunda sensualidad con que apreciaba el mundo que la rodeaba era verdaderamente asombrosa; tanto era capaz de disfrutar con una espectacular puesta de sol o una interesante configuración de sombras, como con una cena de cien dólares y siete platos en el mejor restaurante del país. La lujuria de Ben no tardó en convertirse en pasión. Y en algún momento de los dos últimos meses, que era incapaz de precisar, la pasión se había convertido en amor.
Ben estaba relativamente convencido de que Rachael también le amaba. Aún no habían llegado al punto en que pudieran declararse abierta y cómodamente la verdadera profundidad de sus sentimientos. Sin embargo, percibía amor y ternura en sus caricias, y en la forma de mirarle cuando creía que no la observaba.
Enamorados, pero sin haber hecho todavía el amor. A pesar de que era una mujer centrada en el presente, con una envidiable capacidad para exprimir hasta la última gota del placer momentáneo, eso no significaba que fuera promiscua. No hablaba abiertamente de sus sentimientos, pero él intuía que quería avanzar con cautela, a pequeños pasos. Un idilio sosegado le brindaba una amplia oportunidad de explorar y saborear cada nueva fibra amorosa, en el vínculo gradualmente creciente que los unía, y cuando por fin claudicaran ante el deseo para someterse a la intimidad completa, el sexo sería mucho más dulce por la espera.
Estaba dispuesto a brindarle todo el tiempo que deseara. Por una parte, sentía que su necesidad crecía de día en día y experimentaba una emoción especial al contemplar el poder e intensidad tremendos de su unión, cuando dieran por fin rienda suelta a sus deseos. A través de ella se había dado cuenta de que se privarían a sí mismos de los placeres más inocentes del momento, si aceleraban las primeras etapas del idilio para satisfacer su instinto libidinoso.
Además, dada su afinidad con otras eras de mejores modales y usanzas, Ben tenía ideas anticuadas en este sentido y prefería no meterse en la cama en busca de placer rápido y fácil. A pesar de que ninguno de los dos era casto, le producía satisfacción emocional y espiritual, además de hallarlo sumamente erótico, esperar hasta que las fibras que los unían estuvieran íntimamente entretejidas, dejando el sexo como último eslabón del vínculo.
Aparcó el Thunderbird en la entrada de la casa de Rachael, detrás del 560 SL rojo de ella, que no se había molestado en introducir en el garaje.
Una tupida buganvilla, en la que resplandecían millares de flores rojas, crecía por la pared y sobre el techo de la casa. Con la ayuda de un emperchado, formaba una marquesina verde y escarlata sobre la terraza frontal.
Ben, a la sombra de la buganvilla y con el cálido sol a la espalda, comenzaba a inquietarse por Rachael, después de llamar media docena de veces a la puerta sin que esta respondiera.
Se oía música en el interior de la casa. De pronto se hizo el silencio.
Cuando Rachael abrió finalmente la puerta, tenía puesta la cadena de seguridad y miró por la rendija. Al verle sonrió, pero parecía hacerlo más de alivio que de alegría.
—Caramba, Benny, cuánto me alegro de que seas tú.
Retiró la cadena y le abrió la puerta. Iba descalza, con un albornoz de seda azul ajustado a la cintura y con una pistola en la mano.
—¿Qué haces con eso? —le preguntó desconcertado.
—No sabía de quién podía tratarse —respondió mientras ponía los dos seguros y dejaba el arma sobre la mesilla del vestíbulo—. No lo sé. Supongo que estoy algo… nerviosa —agregó al darse cuenta de que él fruncía el ceño, insatisfecho por su explicación.
—He oído lo de Eric, por la radio. Hace sólo unos minutos.
Se le echó en los brazos. Su cabello estaba parcialmente húmedo. Su piel desprendía una dulce fragancia a jazmín y el aliento le olía a chocolate. Se dio cuenta de que había estado tomando uno de sus prolongados baños.
—Según la radio, tú estabas presente —le dijo abrazándola y percibiendo que temblaba.
—Sí.
—Lo siento.
—Ha sido horrible, Benny —dijo aferrándose a él—. Jamás olvidaré el ruido del camión al golpearle, o el modo en que salió despedido y rodó por la calzada —agregó estremeciéndose.
—Tranquilízate —le dijo apretando la mejilla contra su húmedo cabello—. No tienes por qué hablar de ello.
—Sí, debo hacerlo —respondió—. Tengo que desahogarme para sacármelo de la mente.
Le puso la mano bajo la barbilla, levantó su hermoso rostro para que le mirara y la besó con ternura. Su boca sabía a chocolate.
—Bien —le dijo—, vamos a sentarnos y me cuentas lo ocurrido.
—Echa el cerrojo —le dijo ella.
—No es necesario —respondió intentando acompañarla hacia la sala.
—Echa el cerrojo —insistió, negándose a dar un paso.
Perplejo, volvió a la puerta y la complació.
Ella cogió la pistola de la mesilla del vestíbulo y se la llevó consigo.
Algo ocurría además de la muerte de Eric, pero Ben no comprendía de qué se trataba.
La sala de estar estaba sumida en la penumbra, ya que había corrido todas las cortinas. Era muy extraño.
Normalmente le encantaba el sol y se dejaba deleitar por sus caricias, con el placer lánguido del gato en la repisa de la ventana. Jamás había visto las cortinas cerradas en esta casa hasta aquel día.
—Déjalas cerradas —le dijo Rachael cuando Ben comenzó a abrirlas.
Encendió una sola lámpara y se sentó a la luz ámbar, en el extremo de un sofá color melocotón. La sala era muy moderna, decorada en varios tonos de color melocotón y blanco, con toques azules, lámparas de bronce esmaltado y una mesilla de bronce y cristal. Con su albornoz azul, armonizaba con el decorado.
Dejó la pistola sobre la mesilla, junto a la lámpara. Al alcance de la mano.
Ben fue a buscar el champán y el chocolate al baño y se los trajo. Cogió otra media botella de la cocina y una copa para él.
—No parece justo —dijo ella cuando estaban ambos sentados en el sofá de la sala—. Me refiero a lo del champán y el chocolate. Parece que esté celebrando su muerte.
—Teniendo en cuenta lo malvado que era, quizá no estaría de más hacerlo.
—No. La muerte nunca es motivo de celebración, Benny. Sean cuales sean las circunstancias. Jamás.
Sin embargo, inconscientemente, con los dedos se acariciaba una fina cicatriz de cinco centímetros, casi invisible, a lo largo de la delicada línea de su mandíbula derecha. Hacía un año que, en uno de sus momentos más iracundos, le había arrojado un vaso de whisky. Ella lo esquivó y se hizo añicos contra la pared, pero uno de los fragmentos de cristal se estrelló de rebote contra su mejilla y, con gran pericia, le habían dado quince pequeños puntos, para evitar que se le formara una horrible cicatriz. Aquel fue el día en que decidió abandonarle. Eric no volvería a lastimarla.
Debía sentirse aliviada por su muerte, aunque sólo fuera a nivel subconsciente.
Con alguna que otra pausa para tomar un sorbo de champán, le habló a Ben de la reunión que habían mantenido por la mañana en el despacho del abogado y de la discusión que tuvo lugar a continuación con Eric en la acera, cuando la había agarrado del brazo y parecía haber estado a punto de tornarse violento. Le describió minuciosamente el accidente y el terrible estado del cadáver, verbalizando los aspectos más horribles para librarse de ellos. Le contó cómo había organizado el entierro y, mientras hablaba, le temblaban cada vez menos las manos.
Ben estaba muy cerca de ella, con una mano en su hombro, y se giró para mirarla. De vez en cuando movía suavemente la mano, para acariciarle el cuello o su bronceado cabello.
—Treinta millones de dólares —exclamó Ben cuando ella acabó de hablar, moviendo la cabeza ante la paradoja de que se lo llevara todo, cuando estaba dispuesta a quedarse con tan poco.
—En realidad no me interesa —le respondió Rachael—. Estoy casi decidida a donarlo. Por lo menos una buena parte.
—Es tuyo y puedes hacer lo que se te antoje. Pero no tomes ninguna decisión de la que después puedas arrepentirte.
—Por supuesto, se pondría furioso si lo donara —dijo bajando la mirada con el ceño fruncido y contemplando la copa de champán que sostenía con ambas manos.
—¿Quién?
—Eric —respondió con la voz muy suave.
A Ben le pareció extraño que le preocupara la desaprobación de Eric. Evidentemente seguía bajo el efecto de lo ocurrido y aún no se había recuperado.
—Date tiempo para ajustarte a las circunstancias —le dijo.
—¿Qué hora es? —suspiró asintiendo.
—Las siete menos diez —respondió Ben, consultando el reloj.
—He llamado a mucha gente esta tarde, les he contado lo ocurrido y les he facilitado información sobre el entierro.
Pero todavía me quedan treinta o cuarenta por contactar. No tenía ningún pariente cercano, sólo algunos primos y una tía a quien detestaba. Tampoco tenía muchos amigos. No le interesaban las amistades, ni era muy hábil para hacerlas.
Pero tenía infinidad de asociados en los negocios. Dios mío, no me atrae en absoluto desempeñar esta tarea.
—Tengo mi radioteléfono en el coche —dijo Ben—. Puedo ayudarte con lo de las llamadas y lo haremos más rápido.
—¿Y cómo crees que les sentará que el novio de la viuda llame a los afligidos? —dijo con una leve sonrisa.
—No tienen por qué saber quién soy. Puedo decirles que soy un amigo de la familia.
—Puesto que soy el único miembro de la familia —dijo Rachael—, no creo que fuera una mentira. Eres mi mejor amigo, Benny.
—Más que un amigo.
—Sí, por supuesto.
—Confío en que mucho más.
—Así lo espero.
Le besó suavemente y, durante unos instantes, apoyó la cabeza en su hombro.
A las ocho y media habían acabado de ponerse en contacto con los amigos y relaciones comerciales de Eric, y a Rachael le sorprendió sentirse hambrienta.
—Después de un día como el de hoy y con todo lo que he visto… ¿no es muy duro por mi parte tener apetito?
—En absoluto —le respondió Ben con ternura—. La vida sigue su curso, encanto. Los vivos tienen que seguir viviendo.
De hecho, leí en algún lugar que los testigos de muertes repentinas y violentas experimentan un marcado incremento en todos sus apetitos durante los días y semanas siguientes.
—Demostrándose a sí mismos que siguen vivos.
—Preconizándolo.
—Lo siento, pero no tengo gran cosa para cenar. Hay ingredientes para elaborar una ensalada y podríamos preparar una cazuela de rigatoni, abriendo una lata de salsa de ragú.
—Un manjar digno de un rey.
Llevó la pistola consigo a la cocina y la dejó junto al horno de microondas.
Tenía las persianas completamente cerradas. A Ben le encantaba la vista desde la ventana trasera, con las exuberantes azaleas y laurel de indias que llenaban los parterres del patio posterior, así como la buganvilla roja y amarilla que cubría completamente la verja. Se estrechó para alcanzar la cuerda que abría la persiana.
—Por favor, no lo hagas —le dijo Rachael—. Prefiero… la intimidad.
—No se ve el interior de la casa desde el patio. Además hay una verja y el portalón cerrado.
—Te lo ruego.
Dejó las persianas tal como estaban.
—¿De qué tienes miedo, Rachael?
—¿Miedo? No tengo miedo.
—¿Y la pistola?
—Ya te lo he dicho. No sabía quién llamaba a la puerta y después de un día con tantos trastornos…
—Ahora sabes que era yo quien llamaba a la puerta.
—Sí.
—Y no necesitas la pistola para tratar conmigo. A lo sumo la promesa de un par de besos para mantenerme a raya.
—Supongo que debería llevarla al dormitorio, donde siempre la guardo. ¿Te pone nervioso?
—No, pero…
—La guardaré tan pronto como empecemos a cocinar —dijo con un tono de voz que más que una promesa parecía una táctica de dilación.
Intrigado y ligeramente intranquilo, optó por la diplomacia y, por el momento, no volvió a hablar de ello.
Puso una olla con agua a calentar y vació la lata de ragú en otra menor. Prepararon juntos la lechuga, los tomates, las cebollas y las aceitunas negras para la ensalada.
Mientras cocinaban, charlaban principalmente de la cocina italiana. Su conversación no era tan fluida y natural como de costumbre, quizá porque se esforzaban excesivamente en no tratar temas profundos y dejar de lado toda idea relacionada con la muerte.
Rachael apenas levantaba la mirada de las verduras, dedicándoles sin esfuerzo alguno su característica concentración y cortando el apio en piezas exactamente idénticas, como si la simetría constituyera un elemento vital de una buena ensalada, que mejorara el sabor de la misma.
Cautivado por su hermosura, Ben la contemplaba tanto a ella como a los ingredientes que estaba manipulando.
Tenía casi treinta años, aparentaba veinte y se movía con la elegancia de una gran dama que hubiera dispuesto de toda una vida para aprender los ángulos y actitudes del perfecto donaire.
Nunca se cansaba de mirarla. No sólo le excitaba su presencia. Por alguna magia para él incomprensible, se relajaba al contemplarla y le hacía sentir que todo en el mundo funcionaba como era debido, pero además, por primera vez en su vida bastante solitaria, se sentía como un hombre completo con la esperanza de una felicidad duradera.
Dejó impulsivamente el cuchillo con el que había estado cortando un tomate, le cogió el que ella tenía en la mano, dejándolo sobre la mesa, le hizo girar el cuerpo, se la acercó, la rodeó con sus brazos y le dio un enorme beso. Ahora la boca no le sabía a chocolate, sino a champán. Aún olía ligeramente a jazmín, pero más allá del perfume estaba su propia fragancia, limpia y apetecible. Le deslizó las manos lentamente por la espalda, trazando el arco hasta su trasero, acariciando la firmeza y exquisitez de los contornos esculturales de su cuerpo, a través del sedoso albornoz. No llevaba nada debajo. Sus tibias manos se volvieron cálidas y ardientes, con el calor que ella le transmitía a través de la fina tela.
Al principio ella se le abrazaba como si estuviera desesperada, como si hubiese naufragado y se agarrara a un bote salvavidas. Tenía el cuerpo rígido. Las manos casi agarrotadas presionándole con los dedos. Pero al cabo de unos instantes se relajó y sus manos comenzaron a recorrerle la espalda, los hombros y los brazos, acariciando y sobando sus músculos. Abrió más la boca y creció la avidez de su beso. Se le aceleró la respiración.
Él percibía sus senos apretados contra su pecho. Como por voluntad propia, sus manos comenzaron a explorarla con urgencia.
Sonó el teléfono.
Ben recordó inmediatamente que habían olvidado conectar el contestador automático, después de las llamadas que habían hecho relacionadas con la muerte y entierro de Eric, y para confirmarlo volvió a sonar estridentemente.
—¡Maldita sea! —exclamó Rachael separándose de él.
—Yo contestaré.
—Probablemente sea otro periodista.
Descolgó el auricular que había junto al refrigerador y no se trataba de un periodista. Era Everett Kordell, jefe del servicio de sanidad de la ciudad de Santa Ana, que llamaba desde el depósito de cadáveres. Había surgido un grave problema y tenía que hablar con la señora Leben.
—Soy amigo de la familia —le dijo Ben— y me ocupo de todas sus llamadas.
—Tengo que hablar con ella personalmente —insistió el médico—. Es urgente.
—Estoy seguro de que comprenderá que la señora Leben ha tenido un día muy difícil. Me temo que tendrá que tratar conmigo.
—El caso es que deberá venir a nuestras dependencias —dijo Kordell en tono suplicante.
—¿Sus dependencias? ¿Se refiere al depósito de cadáveres? ¿Ahora?
—Sí, inmediatamente.
—¿Por qué?
—Es muy frustrante y embarazoso —dijo Kordell después de titubear unos instantes—. Estoy seguro de que tarde o temprano lo aclararemos, probablemente muy pronto, pero… el caso es que ha desaparecido el cadáver de Eric Leben.
—¿Desaparecido? —repitió Ben, convencido de que no le había comprendido.
—Bien… quizás extraviado —respondió Everett Kordell muy nervioso.
—¿Quizás?
—O tal vez… robado.
Ben cogió otros pocos detalles, colgó el teléfono y miró a Rachael.
Esta se abrazaba a sí misma, como imbuida de pronto por un escalofrío.
—¿Has dicho el depósito de cadáveres?
—Al parecer esos burócratas incompetentes han perdido el cadáver —asintió Ben.
Rachael estaba muy pálida y la mirada se le perdía en la lejanía. Pero, curiosamente, la asombrosa noticia no parecía haberla sorprendido.
Ben tuvo la extraña sensación de que toda la tarde había estado esperando aquella llamada.