2. APARICIÓN

Los crujidos de la radio, transmitiendo un gran número de mensajes con voces metálicas, y el olor a asfalto ablandado por el sol, impregnaban el aire cálido y seco.

Los técnicos sanitarios no podían hacer nada por Eric Leben, aparte de transportar su cuerpo al depósito de cadáveres, donde permanecería en una sala refrigerada hasta que el médico tuviera oportunidad de examinarlo. Puesto que la muerte había sido accidental, la ley exigía que se le practicara la autopsia.

—El cuerpo estará a su disposición en veinticuatro horas —le dijo a Rachael uno de los policías.

Mientras rellenaban un sucinto informe, había estado sentada en la parte trasera de un coche de policía. Ahora se encontraba nuevamente de pie al sol.

Ya no se sentía mal, estaba sólo aterida.

Introdujeron el cadáver en la ambulancia, envuelto en una sábana en la que se distinguían manchas oscuras de sangre.

Herbert Tuleman consideraba que su obligación era la de confortar a Rachael y le sugería repetidamente que regresara con él a su despacho.

—Siéntate, te conviene serenarte —le decía apoyando una mano en su hombro y con el rostro fruncido por la preocupación.

—Estoy bien, Herb, te lo aseguro. Sólo un poco conmovida.

—Lo que necesitas en un poco de coñac. En el bar de mi despacho tengo una botella de Rémy Martin.

—No, gracias. Supongo que debo ocuparme del entierro y he de comenzar a organizarlo.

Los técnicos sanitarios cerraron las puertas traseras de la ambulancia y se dirigieron sin prisa hacia la cabina. Ya no era necesaria la sirena ni la luz roja intermitente. Ahora la velocidad no podía serle de ninguna ayuda a Eric.

—Si no te apetece el brandy, quizás quieras un café. O puedes limitarte a hacerme compañía un rato —decía Herb—. No creo que estés en condiciones de coger inmediatamente el volante.

Rachael le acarició afectuosamente su curtida mejilla. Solía navegar los fines de semana y su piel estaba más endurecida y arrugada por el mar que por la edad.

—Agradezco tu interés, te lo aseguro, pero estoy bien. Me siento casi avergonzada de lo fácil que me resulta aceptarlo. A lo que me refiero es a que… no estoy en absoluto apenada.

—No tienes por qué sentirte avergonzada —le dijo cogiéndola de la mano—. Era mi cliente, Rachael, y por consiguiente sé que era un… tipo difícil.

—Sí.

—No daba pie a la compasión.

—A pesar de ello no parece justo sentir… tan poca cosa. Nada.

—No sólo era difícil, Rachael. Era también un imbécil por no reconocer el tesoro que suponías para él y por no hacer todo lo necesario para que quisieras permanecer a su lado.

—Eres un encanto.

—Es cierto. De no serlo, no hablaría así de un cliente, aun después de… fallecido.

La ambulancia portadora del cadáver se alejó del lugar del accidente. Paradójicamente, el sol veraniego que se reflejaba en la pintura blanca y los parachoques cromados del vehículo, parecía haber adquirido una calidad fría e invernal, que daba la impresión de que el coche que transportaba el cuerpo de Eric había sido esculpido en hielo.

Herb la acompañó a través del corro de curiosos, pasaron frente al edificio donde tenía el despacho y llegaron junto a su 560 SL rojo.

—Puedo ocuparme de que alguien conduzca el coche de Eric hasta su casa, lo aparque en el garaje y deje las llaves en tu casa —le dijo.

—Te lo agradecería —le respondió ella.

—Tendremos que hablar pronto del patrimonio —le dijo Herb por la ventanilla, cuando Rachael ya estaba al volante, con el cinturón de seguridad abrochado.

—Dentro de unos días.

—Y de la empresa.

—Seguirá funcionando unos pocos días sin mi intervención, ¿no es cierto?

—Por supuesto. Hoy es lunes, ¿qué te parece si vienes a verme el viernes por la mañana? Dispondrás de cuatro días para… adaptarte.

—De acuerdo.

—¿A las diez?

—Bien.

—¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Sí.

Condujo hasta su casa sin percance alguno, pero con la sensación de que estaba soñando.

Vivía en una encantadora casita de tres habitaciones en Placentia. El barrio era decididamente de clase media, simpático y con casas muy atractivas: ventanales, sillas junto a las ventanas, techos de mampostería, chimeneas de ladrillo antiguo y mucho más. Se había instalado hacía un año, al abandonar a Eric, después de pagar un depósito. Su casa era muy diferente de la de Eric en Villa Park, situada en una parcela de media hectárea minuciosamente cuidada y con todos los lujos. Sin embargo, prefería su acogedora casita a la moderna mansión de estilo español, no sólo porque la escala de la de Placentia parecía más humana, sino porque tampoco estaba cargada de malos recuerdos como la de Villa Park.

Se quitó el vestido veraniego azul manchado de sangre. Se lavó las manos y la cara, se cepilló el cabello y se puso el poco maquillaje que acostumbraba a usar. Gradualmente, la ocupación mundana de arreglarse surtió un efecto tranquilizador. Dejaron de temblarle las manos. A pesar de que en lo más profundo de su ser seguía sintiendo frío, cesaron también los escalofríos.

Después de ponerse uno de los pocos vestidos formales que poseía, un traje gris oscuro con una blusa gris pálido, excesivamente abrigada para un caluroso día de verano, llamó a una prestigiosa funeraria llamada Attison Brothers.

Después de asegurarse de que la recibirían inmediatamente, se dirigió sin pérdida de tiempo a sus impresionantes dependencias de estilo colonial en Yorba Linda.

Jamás había tenido que organizar un entierro y no imaginaba que la experiencia pudiera tener nada de divertido.

Pero sentada en el despacho de Paul Attison, tenuemente iluminado, de paredes oscuras, lujosa moqueta, curiosamente silencioso y oyendo que se autodenominaba «asesor de duelo», percibió un humor negro en la situación. De tan meticulosamente sombrío y deliberadamente reverente, el ambiente resultaba teatral. La compasión que le brindaba era zalamera, aunque ponderosa, pertinaz y calculada, pero sorprendentemente sin darse cuenta le seguía la corriente, respondiendo a sus condolencias y trivialidades con sus propias frases hechas. Se sentía como una actriz atrapada en una mala obra por un dramaturgo incompetente, dispuesta a seguir con su absurdo diálogo, porque era menos embarazoso perseverar hasta el fin del tercer acto que abandonar el escenario en plena representación. Además de definirse a sí mismo como asesor de duelo, se refería al ataúd como «buduar eterno», a la ropa con que se vestiría el cadáver como «los últimos jaeces» y en lugar de decir «embalsamar» hablaba de preparaciones para la «conservación» y del «lugar de reposo» en vez de «tumba».

A pesar de que la experiencia estaba repleta de humor macabro, Rachael era incapaz de reírse incluso cuando ya estaba de nuevo sola en su coche después de permanecer dos horas y media en la funeraria. Por lo general sentía especial debilidad por el humor negro, por reírse de los aspectos más oscuros y sombríos de la vida. Pero hoy no era el caso. No era por el dolor ni la tristeza que se sentía gris y malhumorada. Tampoco la preocupación de haberse quedado viuda, el shock de lo ocurrido, ni el mórbido reconocimiento de la presencia de la muerte rondando incluso en un día tan radiante. Al principio, mientras se ocupaba de otros detalles del entierro y más adelante, en su propia casa, mientras llamaba a algunos amigos y colaboradores profesionales de Eric para comunicarles la noticia, no alcanzaba a comprender la causa de su inflexible solemnidad.

Entonces, más avanzada la tarde, no pudo seguir mintiéndose a sí misma. Sabía que su estado mental lo provocaba el miedo. Intentó negar lo que se avecinaba, procuró no pensar en ello y hasta cierto punto lo logró, pero en el fondo de su corazón lo sabía. Lo sabía.

Dio la vuelta a la casa para asegurarse de que todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas, y cerró también las persianas y corrió las cortinas.

A las cinco y media, Rachael conectó el contestador automático. Los periodistas habían comenzado a llamar, para intercambiar unas palabras con la viuda del magnate, y no estaba dispuesta a perder el tiempo hablando con funcionarios de la prensa.

La casa estaba un poco fría y ajustó el acondicionador de aire. A excepción del susurro del aire frío que salía por las rejillas empotradas y la llamada ocasional del teléfono, antes de que se conectara el contestador, la casa estaba tan silenciosa como el lúgubre despacho de Paul Attison.

Aquel día el profundo silencio le parecía intolerable, le ponía la carne de gallina. Conectó el equipo de alta fidelidad y sintonizó una emisora de FM que emitía música ligera. Durante unos instantes se detuvo frente a los grandes altavoces, con los ojos cerrados, balanceándose mientras escuchaba a Johnny Mathis cantando Chances Are. Entonces subió el volumen, para que la música se oyera en toda la casa.

En la cocina, cortó un pedazo de chocolate semidulce y lo colocó en un platito blanco. Abrió media botella de un excelente champán seco. Se llevó el chocolate, el champán y una copa al cuarto de baño principal.

Por la radio, Sinatra cantaba Days of wine and roses.

Rachael llenó la bañera con agua tan caliente como podía tolerar, le echó un chorrito de esencia de jazmín y se desnudó. En el preciso momento en que iba a acomodarse para disfrutar del baño, el conato de temor que latía discretamente en su interior comenzó a palpitar con fuerza y rapidez. Intentó tranquilizarse cerrando los ojos y respirando hondo, procuró convencerse a sí misma de que era una chiquillada, pero nada funcionó.

Desnuda, fue a su dormitorio y cogió la pistola del 32 que guardaba en el cajón superior de la cómoda. Verificó el cargador para asegurarse de que estaba bien colocado. Después de quitar ambos seguros, se la llevó al cuarto de baño y la colocó sobre las baldosas azules que rodeaban el baño hundido, junto al champán y al chocolate.

Andy Williams cantaba Moon river.

Con un respingo, se introdujo en el caliente agua y se acomodó hasta que esta le cubría la mayor parte de los senos.

Al principio era doloroso, pero cuando se acostumbró a la temperatura, el calor, que le calaba hasta los huesos, era agradable y acabó por vencer aquel frío interno que la había atormentado desde que Eric se había puesto delante del camión, de lo que hacía ya casi siete horas y media.

Se llevó el chocolate a la boca, limitándose a morder unas escamas del extremo de la barra, que dejó que se derritieran lentamente sobre la lengua.

Procuró no pensar en nada. Intentó concentrarse en el puro placer de la inmersión. Dejar flotar la mente. Limitarse a ser.

Se echó atrás en la bañera, saboreando el chocolate y deleitándose con el aroma del jazmín impregnado en el vapor.

Transcurridos un par de minutos abrió los ojos y se sirvió una copa de champán helado. El gusto áspero formaba un complemento perfecto con el sabor remanente a chocolate y con la voz de Sinatra, que entonaba las estrofas tiernas y nostálgicas de It was a very good year.

Para Rachael, este ritual de relajación formaba una parte importante del día, quizás la más importante. Algunas veces, en lugar de chocolate, mordisqueaba un pequeño trozo de queso fuerte y, en vez de champán, saboreaba un vaso de chardonnay. En otras ocasiones era una cerveza negra, extremadamente fría, Heineken o Beck’s, y un puñado de unos cacahuetes especiales que vendían en una tienda muy selecta de Costa Mesa. Fuera cual fuese la elección del día, lo consumía con delicadeza y tranquilo deleite, a pequeños mordiscos y minúsculos sorbos, saboreando cada uno de los matices del gusto, aroma y textura.

Era una persona «enfocada en el presente».

Benny Shadway, el individuo de quien Eric sospechaba que era su amante, decía que había cuatro tipos básicos de gente: los que se enfocaban en el pasado, en el presente, en el futuro y los omnitemporales. Los que se centraban primordialmente en el futuro, sentían poco interés por el pasado o el presente. Eran individuos generalmente angustiados que intentaban discernir en la mañana la crisis o problema insoluble que podía presentárseles, a pesar de que entre ellos había también impertérritos soñadores, con la mirada fija en el mañana, convencidos irracionalmente de que en una forma u otra les sonreiría la buena fortuna. También había los adictos al trabajo, perseguidores del éxito, convencidos de que el futuro era sinónimo de oportunidad.

Eric había sido uno de ellos, siempre con el ansia y deseo de nuevos retos y objetivos. Le aburría soberanamente el pasado y le impacientaba la lentitud pasmosa con que a veces transcurría el presente.

Por otra parte, la persona que se centraba en el presente, dedicaba la mayor parte de su energía e interés a las diversiones y tribulaciones del momento. Entre ellos había meros holgazanes, demasiado perezosos para prepararse para el mañana o incluso para pensar en ello. Las malas rachas solían cogerlos desprevenidos, ya que les resultaba difícil aceptar la posibilidad de que la felicidad presente no duraría para siempre. Y cuando se veían atrapados por la mala suerte, solían caer en la más absoluta desesperación, ya que eran incapaces de emprender algún tipo de conducta que, en algún momento futuro, los librara de sus problemas. Sin embargo, otro tipo de persona enfocada en el presente era el trabajador capaz de imbuirse plenamente en la tarea que le ocupaba, lo que le convertía en un artesano sumamente eficaz. Un excelente carpintero, por ejemplo, tenía que ser una persona centrada en el presente, que en lugar de tener prisa por completar la obra, se concentrara plena y cariñosamente en labrar con toda meticulosidad cada barrote y pata de la silla, o cajón, empuñadura y marco de una cómoda, disfrutando enormemente del propio proceso creativo, más que de la culminación del mismo.

La gente centrada en el presente, según Benny, es más probable que hallen soluciones evidentes a los problemas que los demás, ya que no les preocupa lo que ha habido o lo que posiblemente habrá, sino sólo lo que hay. También son los que están más sensualmente conectados con las realidades físicas de la vida y por tanto en ciertos sentidos los más perceptivos, lo que suele permitirles disfrutar mucho más de la vida, que la mayoría de quienes se centran en el pasado o el futuro.

—Eres una mujer centrada en el presente de la mejor especie —le había dicho en una ocasión Benny, mientras degustaban una cena china en el Peking Duck—. Organizas el futuro, sin perder jamás contacto con el presente. Y tu capacidad para volverle la espalda al pasado es verdaderamente admirable.

—Cállate y come tu moo goo gai pan —había respondido ella.

Esencialmente, lo que Benny había dicho era cierto. Después de dejar a Eric, había hecho cinco cursillos de administración de empresas, como alumna libre, puesto que se proponía fundar un pequeño negocio. Tal vez una tienda de moda de alta costura. Un lugar dramático y divertido, el tipo de tienda del que la gente hablara, no sólo por la calidad de su ropa sino por la experiencia que supondría. No se debía olvidar que se había licenciado en arte dramático por la Universidad de California, poco antes de conocer a Eric en una función universitaria, y a pesar de que no le interesaba ser actriz tenía verdadero talento para el vestuario y el diseño escenográfico, lo que podía serle útil para crear una decoración inusual en la tienda y para la adquisición de sus productos.

Sin embargo, no se había comprometido lo suficiente con la idea como para aspirar a un doctorado en administración de empresas, o elegir un tipo determinado de negocio. Anclada en el presente, seguía acumulando información e ideas, pacientemente a la espera del momento en que sus planes simplemente… cristalizarían. En cuanto al pasado, consideraba que si se explayaba en los placeres del ayer, se exponía a perderse los del presente, mientras que pensar en el dolor y las tragedias de antaño suponía una pérdida inútil de energía y tiempo.

Ahora, relajándose lánguidamente en su cálido baño, Rachael aspiró profundamente el aire impregnado de esencia de jazmín.

Acompañaba con un suave canturreo a Johnny Mathis, que cantaba I’ll Be Seeing You.

Comió otra pizca de chocolate y sorbió un poco de champán.

Procuraba relajarse, dejarse transportar, ir con la corriente y la suave sensación placentera, según la mejor tradición californiana.

Llegó a pretender que se sentía completamente a gusto, sin alcanzar a darse cuenta de que no era más que un anhelo, hasta que sonó el timbre de la puerta. En el momento en que lo oyó por encima de la música, se sentó en la bañera con el corazón acelerado y cogió la pistola con tanto pánico que derribó la copa de champán.

Después de salir de la bañera y de ponerse el albornoz azul, cruzó lentamente la casa sumida en la penumbra, hacia la puerta principal, con la pistola en la mano apuntando al suelo. La aterrorizaba la perspectiva de abrir la puerta, pero se sentía irresistiblemente atraída hacia la misma, como si se lo ordenara la voz mesmeriana de un hipnotizador.

Se detuvo junto al equipo de alta fidelidad para desconectarlo. El ambiente quedó sumido en un lúgubre silencio.

En el vestíbulo, con la mano en la manecilla de la puerta, titubeó al oír nuevamente el timbre. Ni en la puerta, ni junto a ella, había ninguna ventana. Pensó en hacerse instalar un atisbadero que le permitiera mirar a través de la puerta y ahora lamentaba profundamente no haberse decidido a hacerlo. Contempló fijamente el roble oscuro, como si pudiera adquirir milagrosamente el poder de penetrarlo con la mirada e identificar a la persona que llamaba a la puerta. Estaba temblando.

No sabía por qué se enfrentaba a la perspectiva de recibir una visita que la aterrorizaba tan profundamente.

Bien, puede que eso no fuera exactamente cierto. En el fondo, o incluso sin profundizar excesivamente, sabía por qué tenía miedo. Pero se negaba a admitir la fuente de su temor, como si al reconocerlo convirtiera una horrible posibilidad en una certeza atroz.

Sonó de nuevo el timbre.