La claridad se desplomaba del aire, casi tan tangible como la lluvia. Acariciaba con sus rizos las ventanas y formaba pintorescos charcos en los capós y maleteros de los coches aparcados; impartía un brillo húmedo a las hojas de los árboles y al cromo del bullicioso tráfico que llenaba la calle. En todas las superficies se reflejaba en miniatura el sol californiano y el centro de Santa Ana estaba inundado por la luz clara de una mañana de fin de junio.
Cuando Rachael Leben cruzó la puerta del vestíbulo del edificio comercial y salió a la calle tuvo la sensación de que el sol veraniego que le acariciaba los desnudos brazos era agua caliente. Cerró los ojos y levantó momentáneamente el rostro hacia el cielo, absorbiendo el esplendor, deleitándose.
—Estás ahí sonriendo, como si esto fuera lo mejor que te ha ocurrido en tu vida —le dijo Eric de mala gana, al salir tras ella del edificio y ver cómo disfrutaba del calorcillo veraniego.
—Te lo ruego —replicó sin bajar la cabeza—, no hagamos un escándalo.
—Ahí dentro me has puesto en ridículo.
—De ningún modo.
—En todo caso, ¿qué diablos pretendes demostrar?
No le respondió. No estaba dispuesta a permitirle que le estropeara un día tan maravilloso. Dio media vuelta y echó a andar.
Eric se le puso delante y le cortó el paso. El aspecto de sus ojos azul grisáceos era habitualmente muy frío, pero ahora su mirada era furibunda.
—No seamos infantiles —le dijo ella.
—No te basta con abandonarme. Además tienes que pregonar a los cuatro vientos que no me necesitas a mí ni, maldita sea, a nada de lo que pueda ofrecerte.
—No, Eric. No me importa lo que los demás piensen de ti; bueno o malo.
—Estás dispuesta a humillarme.
—No es cierto, Eric.
—Claro que lo es —replicó—. Diablos si lo es. Te regocijas en mi ignominia. Te extasías.
Le vio como jamás le había visto: un tipo patético. Antes siempre le había parecido fuerte, física, emocional y mentalmente; con fuerza de voluntad y firmeza de carácter. También era retraído y a veces huraño. Podía ser cruel. Y en algunas ocasiones, a lo largo de sus siete años de matrimonio, había estado tan distante como la luna. Pero hasta aquel momento nunca había parecido débil o lastimoso.
—¿Humillación? —dijo ella en tono reflexivo—. Eric, te he hecho un gran favor. Cualquiera en tu lugar compraría una botella de champán y lo celebraría.
Acababan de salir del despacho del abogado de Eric, donde se habían negociado las condiciones de su divorcio, con una rapidez que los había sorprendido a todos menos a Rachael. Había comenzado por asombrarlos al llegar sin su propio abogado y no reclamar a todo lo que tenía derecho, según las leyes de bienes compartidos de California.
Cuando el abogado de Eric le hizo una primera oferta, insistió en que le parecía excesivamente generosa y le presentó otras cifras más modestas, que le parecían más razonables.
—Champán, ¿eh? ¿Vas a contarle a todo el mundo que te has contentado con doce millones y medio menos de lo que te correspondía, para acelerar el divorcio y deshacerte de mí cuanto antes, y se supone que debo sonreír? Maldita sea.
—Eric…
—Estabas impaciente por librarte de mí. Te habrías cortado un maldito brazo por lograrlo. ¿Y se supone que debo celebrar mi humillación?
—Para mí es una cuestión de principios no aceptar más de lo que…
—Principios, una mierda.
—Eric, sabes que no sería capaz…
—Todo el mundo me mirará pensando: «¡Válgame Dios, fíjate en lo insufrible que debe de ser ese individuo, como para que su mujer haya sacrificado doce millones y medio para deshacerse de él!».
—No pienso revelarle a nadie el acuerdo al que hemos llegado —dijo Rachael.
—Mierda.
—Si crees que te criticaré o hablaré mal de ti, me conoces menos de lo que suponía.
Eric, doce años mayor que ella, tenía treinta y cinco años y cuatro millones cuando contrajeron matrimonio. Ahora, a los cuarenta y dos, su fortuna alcanzaba los treinta millones y bajo cualquier interpretación de la ley de California a ella le correspondían trece millones al divorciarse: la mitad de la riqueza acumulada durante su matrimonio. No obstante, quiso contentarse con su deportivo rojo, un Mercedes 560 SL, quinientos mil dólares y ninguna pensión, lo que suponía aproximadamente una veintiseisava parte de lo que tenía derecho a exigir. Había calculado que con esto dispondría del tiempo y recursos necesarios para decidir lo que haría el resto de su vida y financiar el proyecto que finalmente elaborara.
—No me casé contigo por tu dinero —dijo Rachael en voz baja, consciente de que llamaban la atención de los transeúntes que circulaban por la soleada calle.
—Quién sabe —replicó Eric, agria e irracionalmente.
A pesar de sus atractivas facciones, su rostro era ahora desagradable. La ira lo había convertido en una fea máscara, repleta de profundos y duros surcos verticales.
Rachael hablaba apaciblemente, sin rencor, sin ninguna intención de humillarle ni agredirle. Sencillamente habían terminado. No sentía ningún odio, sólo un ligero remordimiento.
—Y ahora que por fin todo ha acabado, no espero ser mantenida a lo grande y con todo lujo durante el resto de mis días. No quiero tus millones. Has sido tú quien los ha ganado, no yo. Tu genio, tu voluntad férrea, las horas interminables que has pasado en el despacho y en el laboratorio. Tú has sido quien lo ha construido todo, tú y sólo tú, y únicamente a ti te corresponde quedarte con lo que has construido. Eres un hombre importante, Eric, incluso puede que seas una gran personalidad en tu campo, mientras que yo soy sólo yo, Rachael, y no pretendo haber tenido nada que ver con tu éxito.
Su rostro se le frunció aún más al oír sus halagos. Estaba acostumbrado a desempeñar el papel dominante en todas sus relaciones, tanto profesionales como privadas. Desde su posición de dominio absoluto obligaba implacablemente a que se sometieran a sus deseos, o destruía a quien se negara a hacerlo. Todos los amigos, empleados y colaboradores de Eric Leben le obedecían, o quedaban relegados a la historia. Someterse o ser repudiado y destruido eran las únicas alternativas. Gozaba ejerciendo el poder, tanto le satisfacía cerrar un trato de un millón de dólares, como vencer en una discusión familiar. Rachael le había seguido la corriente a lo largo de siete años, pero había decidido dejar de someterse.
Lo curioso era que, con su docilidad y actitud razonable, le había despojado del poder que le servía de estímulo. Se había mentalizado para librar una larga batalla sobre el reparto de bienes y ella se limitó a abandonarla. Le emocionaba la perspectiva de una lucha feroz acerca de la pensión que le otorgaría, pero ella le había avergonzado rechazando dicha ayuda. Soñaba con un pleito en el que la presentaría como a una cualquiera interesada sólo por la riqueza y con poder reducirla finalmente a una persona sin dignidad, dispuesta a aceptar mucho menos de lo que le correspondía. Entonces, aún dejándola rica, experimentaría el placer de haber ganado la batalla y de haber forzado su rendición. Pero al aclararle que no le importaban sus millones había eliminado el único poder que aún tenía sobre ella.
Le había derrotado por la base y su furor crecía al darse cuenta de que, con su docilidad, se había convertido en alguien igual, o quizás superior, a él para todos los contactos que pudieran tener en el futuro.
—A mi parecer —le dijo—, he perdido siete años y lo único que pretendo es una compensación razonable. Tengo veintinueve años, casi treinta y, en cierto modo, ahora empieza mi vida; algo más tarde que la de los demás. La cantidad acordada constituirá, para mí, una plataforma maravillosa. Si la pierdo y algún día lamento no haber ido a por los trece millones… bien, será mi problema, no el tuyo. Lo hemos discutido mil veces, Eric. Hemos terminado.
Quiso rodearle para seguir su camino, pero él la agarró del brazo y se lo impidió.
—Suéltame, te lo ruego —le dijo sin levantar la voz.
—¿Cómo puedo haberme equivocado tanto contigo? —preguntó Eric, mirándola fijamente—. Te creía una muchachita rebosante de ternura, algo tímida y con poco mundo, pero ahora resulta que eres una asquerosilla ramera, ¿no es cierto?
—Por Dios, tu actitud es realmente absurda. Y esas groserías no son dignas de ti. Deja que me vaya.
—¿O quizás se trata de una estrategia? —dijo apretándole el brazo con mayor fuerza—. ¿Eh? Cuando se hayan redactado todos los documentos y volvamos el viernes para firmarlos, ¿cambiarás entonces inesperadamente de opinión? ¿Exigirás más dinero?
—No. No estoy jugando.
—Apuesto a que es eso —dijo con una mueca dura y mezquina—. Si aceptamos ese trato absurdamente desproporcionado y redactamos los documentos, te negarás a firmarlos, pero los utilizarás ante los tribunales para demostrar que intentábamos estafarte. Alegarás que la oferta te la habíamos hecho nosotros y que habíamos intentado presionarte para que la aceptaras. Me pondrás en ridículo. Harás que parezca un despiadado cabrón. ¿Eh?
¿Es esa la estrategia? ¿Es eso lo que te propones?
—Te he dicho con toda sinceridad que no me propongo nada.
—Dime la verdad, Rachael —dijo hundiéndole los dedos en el brazo.
—Déjame.
—¿Es esa la estrategia?
—Me estás haciendo daño.
—Y puestos a confesarlo todo, ¿por qué no me hablas también de Ben Shadway?
Parpadeó sorprendida, ya que no suponía que Eric supiera lo de Benny.
—¿Cuánto hacía que se acostaba contigo antes de que me abandonaras?, —preguntó con el rostro todavía más endurecido en el cálido sol y cada vez más fruncido por su furor.
—¡Eres repelente! —exclamó, lamentándolo inmediatamente, al comprobar que le satisfacía haber penetrado su coraza de frialdad.
—¿Cuánto hacía? —insistió, agarrándola todavía con la mayor fuerza.
—No conocí a Benny hasta seis meses después de separarnos —respondió procurando hablar sosegadamente, para evitar el escándalo que Eric aparentemente pretendía organizar.
—¿Cuánto tiempo me estuvo engañando, Rachael?
—Si sabes lo de Benny significa que has ordenado que me vigilen, que es algo a lo que no tienes derecho.
—Claro, no quieres que se sepan tus sucios secretillos.
—Si has contratado a alguien para que me vigile, sabes perfectamente que sólo hace cinco meses que me veo con Benny. Suéltame. Me estás lastimando.
—¿Necesita ayuda, señora? —dijo un joven barbudo que pasaba por allí, acercándoseles.
—Lárguese, amigo. Esta es mi esposa y no tiene por qué meter sus malditas narices en nuestros asuntos —le dijo Eric enfurecido, escupiendo las palabras.
Rachael intentó en vano que le soltara el brazo.
—Será su esposa, pero eso no le da derecho a lastimarla —replicó el barbudo.
Eric soltó a Rachael, cerró los puños y se dirigió hacia el intruso.
—Se lo agradezco, pero no ocurre nada —le dijo Rachael apresuradamente al quijotesco transeúnte, para apaciguar la situación—. En serio, estoy bien. Se trata de una discusión sin importancia.
El joven se encogió de hombros y se alejó, echándoles una mirada.
Con el incidente Eric se dio cuenta de que se exponía a ponerse públicamente en ridículo, lo que no era propio de un hombre de su posición e importancia. Sin embargo, seguía tan enojado como antes. Estaba acalorado y con los labios blancos. Su mirada era la de un hombre peligroso.
—Alégrate, Eric —le dijo ella—. Has ahorrado millones de dólares y Dios sabe cuánto en minutas de abogados. Has ganado. No me has aplastado ni mancillado mi reputación ante los tribunales, como te proponías, pero de todos modos has ganado. Conténtate con eso.
—Maldita puta pútrida y estúpida —le dijo, horrorizándola con tanto odio—. El día que me abandonaste deseaba pegarte una paliza y machacar a patadas tu estúpido rostro. Ojalá lo hubiera hecho. Pero no lo hice porque pensé que regresarías humillada. Me equivoqué. Debía haberte destrozado ese rostro de idiota —agregó levantando la mano como para abofetearla, pero se detuvo cuando ella ya retrocedía para esquivar el golpe.
Furioso, dio media vuelta y se alejó apresuradamente. Contemplándole, Rachael comprendió de pronto que su enfermizo deseo de dominar a todo el mundo era una necesidad mucho más arraigada de lo que jamás había imaginado. Al arrebatarle el poder que ejercía sobre ella, volviéndole la espalda a él y a su dinero, no sólo le había convertido, según su criterio, en un semejante, sino que le había despojado de su hombría. De no ser así no se explicaba su desmesurado furor ni su impulso precariamente controlado a usar la violencia.
Había llegado a detestarle intensamente, si no a odiarle, e incluso hasta cierto punto a temerle. Pero hasta ahora no había sido consciente de la inmensidad e intensidad del furor que albergaba en su interior. No se había dado cuenta de lo muy peligroso que era.
A pesar de que el radiante sol seguía iluminándole el rostro, obligándole a entornar los ojos, y de que la seguía acariciando con su calor, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo al comprender lo sensata que había sido al abandonar a Eric cuando lo había hecho y quizás afortunada de no haber recibido más malos tratos que los moretones que sin duda tenía en el brazo izquierdo.
Cuando bajó de la acera para cruzar la calle, se sintió aliviada al comprobar que se alejaba. Al cabo de un momento el alivio se convirtió en horror.
Se dirigía hacia su Mercedes negro, aparcado al otro lado de la avenida. Puede que le cegara su furor. O quizás era la brillante luz veraniega, reflejada en todas las superficies, lo que entorpecía su visión. Fuera cual fuese la razón, cruzó los carriles de dirección sur de la calle Main, por los que no circulaba tráfico alguno y se dirigió decididamente hacia los de dirección norte, colocándose delante de un camión del servicio de limpieza que circulaba a sesenta y cinco kilómetros por hora.
Era demasiado tarde cuando Rachael pegó un grito para prevenirle.
El conductor pisó el freno a fondo. Pero el ruido de las ruedas bloqueadas llegó casi simultáneamente con el del horrible impacto.
Eric salió despedido por los aires y cayó en los carriles de dirección sur, como impulsado por la onda expansiva de una bomba. Se estrelló contra el pavimento y rodó unos siete metros, rígido al principio y a continuación con una horrible flexibilidad, como si fuera un muñeco de trapos y cordeles. Acabó boca abajo, inmóvil.
Un Subaru que se dirigía hacia el sur pegó un frenazo como el gemido de un fantasma y un fuerte bocinazo, logrando detenerse a menos de un metro. Un Chevy que lo seguía de cerca lo embistió y lo empujó hasta pocos centímetros del cuerpo de Eric.
Rachael fue la primera en llegar a su lado. Con el corazón excitado, chillando su nombre, se dejó caer de rodillas junto a él e, instintivamente, le puso la mano en el cuello para buscarle el pulso. Tenía la piel humedecida por la sangre y le resbalaban los dedos al buscar desesperadamente su arteria.
Entonces se dio cuenta de la terrible depresión que le había deformado el cráneo. Su cabeza presentaba una hendidura en el costado derecho, sobre la oreja partida, a lo largo de la sien, hasta el borde de su pálida frente. Tenía el rostro ladeado, mostrando un solo ojo abierto que miraba horrorizado, aunque ahora sin ver nada. Muchas astillas óseas debieron de penetrarle profundamente el cerebro, provocándole una muerte instantánea.
De pronto se puso de pie, tambaleándose, nauseabunda. Estaba mareada y probablemente habría caído de no haber sido por el chófer del camión, que la sostuvo y la acompañó al otro lado del Subaru, donde pudo apoyarse contra el coche.
—No he podido hacer nada para evitarlo —dijo tristemente.
—Lo sé —le respondió ella.
—Absolutamente nada. Se me ha puesto delante, sin mirar. No he podido hacer nada.
Al principio a Rachael le costaba respirar. Entonces vio que, sin darse cuenta, se estaba frotando su vestido veraniego con la mano llena de sangre y la presencia de esas húmedas manchas escarlatas sobre el algodón azul claro le aceleraron excesivamente la respiración. Como efecto de la hiperventilación estuvo a punto de caerse, pero se sostuvo apoyándose contra el Subaru; cerró los ojos, se abrazó a sí misma y apretó los dientes. Estaba decidida a no desmayarse. Se esforzó en retener cada bocanada de aire el mayor tiempo posible y el propio control del ritmo de la respiración sirvió para tranquilizarla.
A su alrededor oía las voces de los conductores que habían abandonado sus vehículos en el atolladero que se había organizado. Algunos se interesaban por su estado y ella asentía, otros le preguntaban si quería que llamaran a un médico y les respondía moviendo la cabeza.
Si en algún momento había sentido amor por Eric, él lo había destruido, pisoteándolo. Hacía mucho tiempo que ni siquiera sentía aprecio por él. Pocos momentos antes del accidente, le había manifestado un odio puro y aterrador, por lo que suponía que su muerte no debería afectarle. Sin embargo, lo hacía profundamente. Mientras se abrazaba, temblorosa, en su interior experimentaba un vacío frío, una sensación de ausencia que no alcanzaba a comprender. No de dolor. Sólo de… ausencia.
Oyó sirenas en la lejanía.
Gradualmente fue controlando la respiración.
Se apaciguaron sus temblores, sin llegar a desaparecer por completo.
Las sirenas eran más fuertes y cercanas.
Abrió los ojos. El resplandeciente sol veraniego ya no parecía tan nítido ni fresco. La oscuridad de la muerte había mancillado el día, impregnando la mañana con un velo amarillo agrio, que más que la miel le recordaba el azufre.
Con sus luces rojas intermitentes, dejando morir sus sirenas, una ambulancia y un coche de la policía llegaron por los carriles de dirección norte.
—¿Rachael?
Al darse la vuelta vio a Herbert Tuleman, abogado personal de Eric, con quien se había reunido hacía escasos minutos. Siempre se había llevado bien con Herb y él con ella. Era como una especie de abuelo, con unas frondosas cejas canosas, ahora sin separación entre ambas.
—Uno de mis colegas… de camino hacia el despacho… ha presenciado el accidente —dijo Herbert— y me lo ha comunicado inmediatamente. Dios mío.
—Sí —respondió como en trance.
—Dios mío, Rachael.
—Sí.
—Es demasiado… absurdo.
—Sí.
—Pero…
—Sí —dijo Rachael, sabiendo en lo que Herbert pensaba.
En el transcurso de la última hora les había dicho que no estaba dispuesta a querellarse para conseguir una parte importante de la fortuna de Eric, sino que se contentaba con lo que, relativamente, era una insignificancia. Ahora, dado que Eric no tenía otra familia, ni hijos de su primer matrimonio, casi con toda seguridad se la declararía única heredera de los treinta millones de dólares y de las acciones no contabilizadas que poseía en la empresa.