Cervecería inmensa con cierta clase. Camareros vestidos de blanco y negro. Las dos en la barra, sentadas en taburetes altos ante dos vasos de coñac estúpidamente grandes para el contenido. Manu lleva una falda tan corta que una vez sentada parece que no lleve ninguna. A ras del chocho, con la blusa abierta sobre uno de esos sujetadores multicolores nunca vistos.
No pierden la puerta de vista, pero ni rastro de chico joven y posible.
Un tipo panzudo y medio calvo de traje azul se sienta a su lado. Sonrisa vacuna. Manu interroga brevemente a Nadine con la mirada; contesta:
—Tengo una opinión relativa: es realmente perverso, perverso total. Juego a tope.
Manu se le acerca cuando él le habla. Se queja del calor y acentúa el escote de su blusa para ventilarse a lo bestia. El alaba su sonrisa. Concupiscente. Se seca la nuca repetidamente porque suda como los gordos. Respira hondo, sonríe como un bobo y descubre sin pudor dientes amarillentos y manchados. Burdo, embrutecido, grotesco y orgullosamente imbécil. Las tomará por idiotas para atreverse a ligar.
O tal vez ni se entera.
Bromitas sórdidas y muecas adiposas. Amable de tan lamentable, hay que saber estar.
Se ahoga de calor al menor roce con Manu. Y de hecho no lo está rozando, se pega contra él, para que sienta su vientre, mueve el muslo contra la tela de su traje y deja entrever su ropa interior a la menor ocasión.
El alcohol la pone brutal, está visiblemente excitada de encontrarlo tan repugnante y de frotársele encima.
Nadine se pone mimosa y baja los ojos cuando la toma por la cintura por primera vez. Como tiene la jeta más vacilona y tontaina que su colega, el tipo se siente más atraído por ella.
Manu observa, le pide otra ronda al tipo y aprovecha que él intenta llamar la atención del camarero para declarar:
—De todas formas, cuanto más tonta, tanto mejor. Me costó tiempo entenderlo…
Nadine suspira, se encoge de hombros y contesta:
—Hay que ponerse en su lugar. Es imposible que vean las cosas como son.
Como el tipo ha conseguido pedir las copas, se interesa por la conversación y lanza un alegre:
—¿De qué habláis, chicas?
Manu lo repasa sin pizca de coquetería y ladra:
—¡Que tu boca apesta!
El tipo piensa que no ha entendido, que se le ha escapado algo. Nadine se ríe. Manu lo coge del brazo, le dice amablemente:
—Pareces un tipo ancho de molleras: o sea que ni yo y mi amiga vamos a darle demasiadas vueltas. Buscamos a un colega comprensivo, vamos al hotel, fornicamos como Dios manda y nos separamos. ¿Lo crees posible?
Nadine se cuelga del otro brazo, le explica con mucha amabilidad:
—Si no es molestia, cariño, dejémonos de tanta charla y vamos a follar: seguro que nos entenderemos mejor.
Farfulla y cacarea como una virgen tentada, salvo que en la comisura de los labios tiene saliva blanca casi sólida. Como mocos bucales. La fórmula lo ha turbado profundamente. Tiene que esforzarse para reaccionar.
Lo cierto es que no las ha relacionado con las dos chicas del noticiero. Lo dividen dos emociones: está exultante porque se las tirará a las dos y es del tipo gran vicioso poco afortunado para visitar a las profesionales. Está algo desconcertado porque son demasiado directas. Tanto vicio servido en bandeja es sospechoso. Resuelve pensar que es su día de suerte. También se siente algo decepcionado porque hubiera sido mejor tener que pegarles el rollo, tener la sensación de forzarlas un poco. Claro que nada es perfecto.
No le molesta en absoluto la facha que tienen; lo único que asimila es que son chicas. Y que se las va a tirar a las dos.
Paga la habitación. Aclara que son sus sobrinas a la recepcionista, una polaca rosada que no le ha preguntado nada y apenas lo escucha. Porque al final le da vergüenza subir para hacer eso entre tres. Manu y Nadine lo miran calladas, ligeramente consternadas.
En el ascensor, manosea a Manu con pequeños gestos bruscos, como para cerciorarse de que va en serio y que no protesta. Ni por las formas. La excitación le chamusca las neuronas y le dilata las aletas de la nariz. Es puro incendio y poco grato a la vista. Tiene los ojos desorbitados y las manos temblorosas, parece poseído, en trance. Es de esa clase de tipos que no saben contenerse cuando están excitados. Nadine lo observa jadear y tragar saliva, los ojos quieren salírsele de las órbitas. Las tías nunca se excitan de ese modo ante la mera idea de la faena. Percibe una sensación de leve envidia, a la vez que de asco.
Manu se deja tocar complacida, no devuelve ninguna caricia, pero le gusta sentirlo y verlo en ese estado.
Cuando se para el ascensor, le suelta a Nadine:
—Joder, vaya sudor con este calor, este viejo gordo es de lo más viscoso.
Con una naturalidad tan desconcertante que él ni siquiera rechista. Como si pensara en otra cosa.
Nadine contempla la mano de Manu en la tela azul. Se vislumbra la forma del sexo y su nuevo volumen. Por lo menos todo el que consigue darle. Observa los dedos correr a lo largo del cierre. El puño subir y bajar con persuasión. La mano del señor que magrea los pechos con vigor. La pequeña se arquea para que la manosee a gusto.
El papel de las paredes tiene flores anaranjadas. Hacen que la habitación parezca familiar, semejante a cualquier cuarto de hotel cutre. Algún trozo está despegado, manchas parduscas maculan el cubrecama de color rosa.
De pie delante del tipo, Manu se desviste, la vista fija en él, que nunca la mira a los ojos. Tiene el gesto mecánico y seguro, la sensualidad exagerada de una profesional. No hace falta mucha convicción para que haga efecto. El tipo está literalmente hipnotizado.
Apoyada en la pared, Manu los observa atentamente.
El tipo atrae a Manu hacia él, le mete su enorme cara en el vientre, la lame con ardor y la llama «mi florecita». La sujeta de la cadera, una pesada pulsera le brilla en el puño, tiene los dedos algo peludos. Sus uñas cuadradas se clavan en la carne. Le abre los labios de la vulva con su nariz y se mete dentro.
La pequeña lo observa un buen rato de lejos, se acaricia la cabeza pensativa. Como sorprendida de descubrirlo allí y desolada de no poder agradecérselo. En ese momento, no quiere dañarlo, no lo desprecia.
Nadine se pajea suavemente contra la costura del tejano, no quita la vista de las manos que recorren nerviosamente a Manu.
La pequeña se aparta un poco de él, se apoya contra el borde de la mesita. Coge sus muslos y los abre de par en par. Uñas pintadas en el interior de las piernas que juguetean con chapoteos. Se entretienen y se incrustan. Se da la vuelta y, sin parar, pasa un dedo del ano a la vulva. De lado, mira a Nadine, que se ha dejado caer en cuclillas contra la pared. Ninguna de las dos sonríe, hacen algo serio e importante. No piensan en nada en particular.
El tipo se ha quedado sentado, con los ojos desencajados. Rebusca en su chaqueta, coge un preservativo, se levanta y se pone detrás de Manu. Antes de penetrarla intenta cubrirse el sexo. Manu se gira y le coge la muñeca:
—Sólo la polla. Sin nada.
Intenta explicarle que no se entera de nada. Que es una estupidez, incluso para ella, hacerlo sin precauciones. Se pone contra él, de espaldas, le mueve el culo encima. Se resiste un poco, débilmente, se la deja menear y protesta sin convicción. Se pone a acariciarle el culo y repite que es por allí por donde quiere tomarla, enviarle todo su puré.
Bruscamente, Manu se sienta. Dice:
—La tienes fofa. Me estás hartando.
Saca la botella de su bolso, bebe un poco, se la pasa a Nadine. Después enciende un pitillo. Son tan raras que el tipo acaba encontrándolas desagradables. Quiere largarse, pero la libido se lo impide: ¡una ocasión como esta!
Se sienta a su lado y propone tímidamente, pero dispuesto a insistir:
—No sé qué ocurre. Tal vez podrías… ¿Qué te parece con la boca?
Se le ha metido en el coco que podían mamársela sin preservativo. Toda una hazaña.
Ella apaga el pitillo y contesta:
—Una suerte que tenga conciencia femenina y el gusto por el trabajo bien hecho. No me faltan ganas de sacarte a patadas.
Y, sin transición, lo toma en la boca y lo trabaja enérgicamente. El tipo se gira hacia Nadine en busca de consuelo moral. Se le ocurre que es más amable que la pequeña y espera algo de ella.
Nadine lo mira con benevolencia. Es un gilipollas de mucho cuidado, ha ido demasiado lejos.
Manu está arrodillada entre sus piernas. Se la mama a conciencia y, por costumbre, acaricia el interior de los muslos. El dice: «Es bueno, lo ves, me está viniendo», y juega con su pelo. La mantiene firmemente y se la clava al fondo de la garganta. Ella intenta liberarse, pero la tiene bien cogida y siente ganas de golpearle la glotis con el glande. Vomita entre sus piernas.
En un par de segundos están estiradas en la cama y tardan un buen minuto en dejar de reír.
Él, en el baño, se lava furioso.
Les da sofocos cuando lo ven tan iracundo. Está desencajado:
—No le veo la gracia. Sois unas auténticas…
Busca las palabras mientras repiten incansablemente: «Atragantado», una fórmula exitosa.
Él despotrica en su rincón y las llama guarras putas degeneradas mientras se viste con rabia. Cuando va a salir, Manu para de reír y le impide el paso:
—Guarras putas degeneradas, es un acierto, incluso de lo más adecuado. Pero no te toca a ti acertar, imbécil. Y nadie te ha dicho que te largues.
Protesta porque no le han dicho que debía pagar, que no lleva dinero encima y que, de todos modos, menuda jeta pedirle dinero después de lo que han hecho. Manu le mete un puñetazo en los morros con toda su fuerza y aúlla en voz baja. El rostro deformado por la ira, la boca retorcida por tanta tensión cuando habla, aunque procure no hacer demasiado ruido:
—¿Quién habló de dinero?
No reacciona. No imaginaba que le fueran a pegar. No parece soportar la violencia, está como paralizado. Ni siquiera se protege la cara ni intenta defenderse. Nadine lo golpea en la sien con la lámpara de la mesa. Se le escapa un bufido ronco cuando lanza el golpe, como una tenista. El titubea, Manu lo agarra del cuello y lo tira al suelo. El pesa el doble que ella, pero le pone tal convicción que lo domina. Se sienta a horcajadas sobre él, le aprieta el cuello. Cuando empieza a gritar, Nadine coge la manta, le tapa la cara y se sienta encima. El cuerpo se mueve, pero están bien instaladas. Manu murmura:
—Tío, lo que no nos ha gustado es lo del condón. Tu grave error es el condón. Estás desenmascarado, tío, no eres más que un bocazas con condón. No hay que seguir así a las chicas desconocidas, tío. Métetelo en el coco. No debes fiarte. Porque, en realidad, ¿sabes con quiénes te has topado, tío? Pues con putas asesinas de bocazas con condón.
Sobresaltos. Con la mano, golpea frenéticamente el suelo. Tal vez practicó el judo de pequeño y ahora repite el gesto, estúpidamente.
Nadine se ha puesto de pie y lo acribilla a patadas, como vio a Fátima hacerle al poli en la cabeza. Cuanto más pega, más fuerte pega, a veces algo cede. Al final, siente cómo trabajan los músculos de sus piernas.
Se agitan una y otra hasta que se queda totalmente inmóvil.
Están empapadas y sin aliento cuando paran. Manu levanta un poco la manta, hace una mueca de asco y se endereza.
Encuentran algún dinero en su chaqueta.
Hombro por hombro, se lavan las manos, se ponen rímel. Carcajean nerviosamente de nuevo y repiten: «Atragantado» y «Bocazas con condón».
Cuando salen del hotel, nadie repara en ellas. Han sido lo más discretas posible.
Nadine insiste en que tomen el tren.
En la calle, nuevas risotadas, a Nadine empieza a dolerle la espalda y debe parar para que se le pase. Manu inclina la cabeza:
—Joder, estoy alucinando. Ese bocazas se creía que iba a tragarme toda su leche y le he vomitado en pleno cipote. Peor para él. En el sitio equivocado, en el momento equivocado.