VEINTE

Han pasado varias horas sentadas a la mesa. Nadine tira las bolsas arrugadas y las cajas vacías en una bolsa de plástico. Luego, con la punta de la uña, rasca una mancha. Ceniceros llenos de filtros de cartón, aplastados en acordeón. Manu lo pringa invariablemente con rojo, saca regularmente su tubo y se pinta los labios; con el cuelgue que lleva, incluso los desborda un poco. Cuando habla o se desternilla de risa, parece una herida animada en medio del rostro pálido, un tajo rojo sangre descolgado, deformado. En risa, en insulto, en protesta enérgica. Sólo se le ve la boca, siempre movediza. Las uñas le vibran alrededor, la agarran y la divierten, manchas rojas de mariposa, ceñidas con mugre negra.

Una vez que Tarek llegó, Fátima lo miraba de reojo, temía su reacción. Al principio, él evitaba dirigirse directamente a las dos extranjeras. Luego, progresivamente, acabó soltándose. No le gusta la gente que bebe, pero apenas sonrió al ver cómo se habían puesto. Se ha quedado allí, mucho más tarde de cuanto tenía previsto, atrapado finalmente en el baile rojo de Manu. Siempre parece broma lo que ella hace. Salvo que la pipa que le puso a los polis en las narices era de verdad, con balas encendidas para el fondo de sus tripas. Fátima no la vio disparar porque corría. Confusamente, imagina las balas salir de su boca, tanto más claramente porque ha fumado mucho. Al tiempo que estalla de risa, la pequeña escupe balas, mata a gente de verdad.

Nadine está más retraída, al principio le caía fatal a Fátima. Fija demasiado la mirada, piensa sin opinar. Manu manifiesta todo lo que se le ocurre, a Nadine le importa la opinión de los demás y prefiere disimular lo que le parece indecible. Fátima sospecha que esconde cosas horrendas, humillaciones no asumidas, y que conserva una dulzura aparente. Una doble cara. Ha conservado un tono educado, buenos modales. Suele hablar como una señorita, engaña al público. ¿Quién desconfiaría de esa mujerona insulsa, casi boba? Fátima no se atreve a preguntarles si se acuestan. Es lo que piensas cuando las ves. Nunca se tocan pero no se quitan el ojo de encima, se buscan a cada instante. Cuando se ríen, siempre es de lo mismo y los cuerpos se aproximan. Cuando una enciende un pitillo, le da otro a su comparsa, sin siquiera detenerse, con naturalidad. Se interrumpen sin parar, o más bien hablan a dos voces. Llenan siempre dos vasos. Ni se dan cuenta. Tienen las mismas palabras, las mismas expresiones. Una complicidad casi tangible. Parecen una bestia con dos cabezas, seductora incluso. A Fátima le cuesta imaginar que sólo hace una semana que se conocen. Le costaría disociarlas, imaginarlas por separado.

El sol despunta cuando Fátima dice que se va a dormir. Nadine recoge los vasos y los amontona en el fregadero, vacía un cenicero y limpia la mesa con la esponja. Las otras se la quedan mirando. Enjuaga la esponja y la deja en el fregadero, se seca las manos, sigue de espaldas, y dice:

—El plan de las piedras que dijiste, si quieres, lo hacemos. Si basta con entrar en casa del tipo y hacerle abrir la caja, nos cuesta bien poco.

Se pasa la mano por el pelo, espera que la pequeña abra la boca y, como no suelta ni mu, prosigue:

—Añadimos una víctima al cuadro, te dejamos las piedras, y tú te las arreglas. A nosotras nos da lo mismo, no tenemos nada que hacer. Y tú prescinde de hacer la gilipollas entre dos polis. Y a cambio, te presentas a la cita de la estación de Nancy, sé que puedo fiarme. Para nosotras es peligroso esperar varias horas en una estación. Así, todas contentas.

Manu se le acerca, le cuesta andar los metros necesarios para alcanzarla porque va colocadísima y, cuando habla, no se le entiende, a pesar de su profundo empeño.

—Una idea cojonuda. Nosotras cogemos las piedras. Tú vas a Nancy. Es cojonudo, ya se me podía haber ocurrido a mí.

Nadine la empuja, y como la otra no se sostiene en pie, se desploma en la mesa. La otra la levanta y la agarra de la cintura. Fátima dice:

—No tenéis por qué hacerlo.

Manu protesta, se pone vehemente:

—Sí, pero no tenías por qué pasarnos el plan. No había ninguna razón para asesinar a los polis, ninguna razón para que nos acogieras. Los mejores actos no nacen de las buenas razones, así que vamos allá. Y ahora a la cama, hablaremos mañana.

Fátima reflexiona. No tiene por qué aceptar. Si rehúsa, no las verá más. Hablarán de ellas en la tele hasta el día en que las liquiden. Tal vez en esa cita de la estación. Les pregunta:

—¿Por qué le dais tanta importancia a la cita de la estación si no conocéis a esa chica?

Manu se indigna con clamorosa grandilocuencia:

—¿Qué más quieres? ¿Que nos presentemos a la comisaría más cercana? Ya te hemos dicho que lo prometimos, se lo prometimos a Francis. Creía que eras del tipo de chicas que entienden que no hay más que hablar.

Así que Fátima encaja el golpe pese a recordar que Manu nunca ha visto al tal Francis.

Sacuden la cabeza con aire compungido, toman aspecto de desolación, se miran mutuamente al hacerlo y se encuentran súper divertidas. Muestran los dientes al reírse, los tienen muy estropeados las dos.

De todos modos, Fátima tiene claro que no cambiarán de idea. Irán a esa cita aunque sea sin ella. Aunque sea suicida permanecer días enteros en una estación. Aunque las espere un regimiento de policías. Irán. Lo llevan grabado en el coco.

Fátima decide que hará el trato. De todas formas, la idea de abandonarlas definitivamente en unas pocas horas le desagrada profundamente.

Tarek y ella salen. Ellas se quedan un rato en la cocina, se ríen la una de la otra.

Cuando sale, Fátima piensa para sí: «Seguro que no se acuestan. Porque es lo mejor que han encontrado para decirse que son hermanas».