DIECINUEVE

La casa es grande. Nada cuelga de las paredes, todo está en su sitio. Un lugar frío, perfectamente ordenado. Muebles imponentes, enormes y sobrios. No es morada de gente joven, no hay nada de más. Sin embargo, el implacable rigor del sitio no resulta nada pesado. Uno se siente más bien sólidamente acogido, protegido.

Fátima prepara café, pregunta si quieren comer. Se afana como una mujer, como una madre. Gestos precisos, repetidos sin cesar. Pregunta a Manu si sabe liar, deja una china de mierda sobre la mesa, papel y cigarrillos Camel. Sigue ignorando escrupulosamente a Nadine.

Se sienta con ellas, fuma el peta a largas bocanadas, respira hondo. Luego rompe el silencio:

—¿Habíais matado a alguien antes?

—Sí, alguna vez.

—¿Alguna historia que acabó mal?

—Para nada. Un día, en vez de ponerme ciega, le disparé a un tipo a la cabeza. Después nos conocimos, nos dimos buen rollo.

Nadine interviene, decidida a imponerse como un personaje capaz de dialogar:

—De hecho, casi todas las historias han acabado mal. Todo lo que intentas hacer y luego no funciona. Me recuerda el cuento de la sirenita. La impresión de haber realizado un sacrificio enorme para tener piernas y convivir con los demás. Y cada paso es un dolor intolerable. Lo que hacen los demás con una facilidad desconcertante te exige esfuerzos increíbles. En cierto momento lo dejas correr.

Nadine sonríe como para disculparse por hablar tanto. Observa a Fátima de reojo y con aprensión. Le parece que ha comprendido que decía todo eso sobre todo para hacerse notar. Manu hace desbordar el cenicero chafando el canuto consumido hasta la tacha. Añade:

—Las normas, de hecho, no cambian, siempre se trata de quién se cepilla al otro primero. Salvo que esta vez estuvimos del buen lado del chopo. Una notable diferencia.

Pasa un chico rumbo a la cocina, ni le habían oído entrar. Es alto y lleva la cabeza rapada, parece igual de cerrado que su hermana. Les dirige una leve inclinación de cabeza cuando Fátima los presenta. Luego se sirve un café sin prestarles atención. Se sienta a la mesa y lía otro canuto sin abrir la boca.

—Es Tarek, mi hermano pequeño.

Le habla en árabe, él escucha sin contestar, sin levantar la cabeza, sin siquiera pestañear. Ella termina en francés:

—Entonces les dije que podían dormir aquí. Además, si queréis quedaros un tiempo, es un buen chollo y no hay problema. Tarek, pásame las llaves del escúter, voy al colmado a comprar Coca-Cola y comida.

Le acerca las llaves y pregunta si está segura de que la bofia no ha tenido tiempo de coger sus datos. Responde que si la toma por una imbécil. Termina el debate y ella se larga.

Los ojos del chico son claros, hundidos en sus órbitas, y las cejas espesas y tupidas. Cualquier mirada suya brilla con una intensidad muy particular. Una tensión de guerrero que observa el poblado enemigo y se pregunta si va a arrasarlo.

Le da la vuelta al canuto y pregunta:

—¿Llegáis de Quimper?

—Sí, estuvimos hace poco.

Se hunde en sus pensamientos. Manu hace una mueca y se informa:

—¿Te carga que estemos en tu casa?

Niega con la cabeza, se levanta y sale de la cocina. Luego retrocede, se apoya en el vano de la puerta:

—Fátima me ha dicho que debo ocuparme del coche. Voy ahora mismo.

—¿Lo recortarás a trocitos?

—No, pero haré lo que haga falta.

—¿Te ayudamos?

—No.

Aparentemente, regresa para observarlas mejor. Las estudia atentamente, como si a ellas no las incomodara. Después dice:

—Para ser unas fugitivas, no se os ve especialmente angustiadas.

Manu contesta:

—Es que nos falta imaginación.

Esa respuesta le arranca una sonrisa.

—Vas a cien. Pero cualquiera tiene miedo de morir. O de acabar su vida en chirona. Incluso los más desesperados.

Se golpea el pecho:

—Se siente aquí dentro, nadie escapa.

—Llegado el momento, seguro que tienes miedo. Por ahora, el café está bueno y la mierda te vuela la cabeza, ¿qué más quieres? Luego, somos dos, eso cambia, total nos divertimos.

El inclina la cabeza. Esta vez se pone muy solemne, debe señalar algo que lamenta:

—No quiero opinar porque no conozco la historia. En la tele han dicho que habíais disparado a una mujer y a un padre de familia sin ningún motivo.

—¿Te parecería más moral si buscáramos dinero? No tenemos ninguna circunstancia atenuante, eso te basta para opinar.

—Me cuesta creer que se trate de vosotras; si os hubiera visto en un autobús, ni hubiera chistado.

Manu asiente con la cabeza:

—Es la astucia necesaria para salir bien librado. Si esta noche ves la tele, contarán más historias. Nos cargamos a un niño. Ya sé, no suena nada popular. Así que si te complica y quieres que nos larguemos, lo dices antes de tocar el coche.

Contesta sin vacilar, en un tono desprovisto de simpatía o animosidad:

—Fátima os ha invitado. Sois bienvenidas.

Sale. Se quedan la una frente a la otra y se dan cuenta que van colocadísimas, el chocolate es excelente. Después Nadine baja la cabeza, sacudida por carcajadas.

Explica:

—Son muy simpáticos esos dos, pero tienen la tensión demasiado alta…

Manu se pone cómoda, se desploma en la silla y abre completamente las piernas. Lleva braguitas de satén rojo y a los lados aparecen rizos de vello. Comenta:

—Al hermanito, ni modo de cogerlo, es demasiado arisco. Lástima.

—Siempre puedes intentarlo… Pregúntales, como si nada: «¿Cuándo se folla aquí dentro?».

Se esfuerzan en acallar la risa cuando oyen a Fátima.

Abren la botella de vodka que ha traído porque no había whisky en la tienda.

Hay robots dibujados en los vasos. Manu los mira en silencio. La alta se entretiene difuminando una mancha de zumo con la punta del dedo. Dice:

—Parece un príncipe, tu hermanito. Brillante como un diamante. Algo seco con nosotras, espero que no le molestemos.

Decididamente locuaz cuando se trata de su hermano, Fátima opta por hablarles:

—Es un señor, es mucho más listo que los demás, no lo digo porque sea mi hermano. Es observador, se ha fijado en todo lo que pasaba a su alrededor y ha investigado por qué ocurría de ese modo. Ha entendido perfectamente lo que me había pasado a mí, a mi padre o a mi otro hermano.

Y no hará lo mismo. No porque nos desprecie, pero ha sabido sacar lecciones de nuestras aventuras.

—¿Habéis estado todos en chirona?

—Los tres, sí. Mi hermano mayor tiene para largo. Un timo podrido que degeneró. Le ha caído por asesinato y él ni siquiera disparó.

—¿Y tu padre?

—La palmó allí mismo, nada más aterrizar. Mi padre no era una persona violenta, tampoco un duro. Lo cepillaron a la primera, ni siquiera visitó su celda.

—¿Por qué lo encerraron?

Fátima duda un instante, lo suficiente para que se note:

—Por incesto. Se supo porque estaba preñada. Nunca lo dije. No sé si por miedo o vergüenza. Pero sabía que era mejor no hacerlo. Tenía trece años cuando se lo llevaron. No me escuchó nadie. Son todos iguales, saben mejor que tú lo que ocurre en tu propia casa. Aborté, no recuerdo haberlo pedido. Ellos tenían clarísimo lo que pensaba… Me rasparon el día que falleció mi padre. Una coincidencia muy poco inocente. Me pareció extraño. Estaba en mi derecho de estar triste, pero no como lo sentía. Me dejaron bien claro que hay cosas que no se deben lamentar.

Habla en voz baja, con ritmo tranquilo y regular. Monocorde y grave, intimista y púdico. Atenúa la brutalidad del discurso sin dulcificarlo. Existe una suerte de metal perceptible detrás mismo del tono monocorde y grave. Cuando habla mantiene los párpados bajos la mayor parte del tiempo, luego levanta la cabeza y clava la mirada en la de su interlocutora. Está atenta, parece hábil para leer el alma de la otra, capaz de descubrir la menor mueca de asco o la artimaña más ruin. No juzga, no se sorprende. Dispuesta a verlo todo en sus semejantes. Parece una soberana especialmente lastimada que sólo hubiera arrancado del dolor una inmensa sabiduría además de una fuerza implacable. Una resignación majestuosa, sin rastro de amargura.

Se confiesa con aplomo. Así les muestra su decisión de ofrecerles su confianza. Y también que no teme nada.

Nadine intenta decir algo digno de esta declaración. Manu se molesta menos, llena los vasos, comenta sin apuros:

—Vaya, por lo menos cuando hablas, hablas en serio. ¿Llevabas tiempo haciéndolo con tu padre?

—Debía tener once años cuando empecé, no sé. Mi madre se fue después de tener a Tarek. Nunca supimos demasiado, ni por qué ni adonde. Yo y mi padre siempre estábamos juntos, fue natural, poco a poco. Creo que yo me lo tiré. Sé que me moría de ganas, recuerdo que aquello me marcó mucho tiempo. Luego, cuando quedé preñada, el médico que visité me dejó hecha un lío. Me dijo que él estaba obligado a mantener no sé qué secreto, total que me durmió. Se lo conté todo, se metió en nuestros asuntos. Supongo que no tenía nada mejor que hacer.

Se interrumpe para lamer el papel, pegar y prensar la mezcla. Y prosigue:

—Por eso me la suda que hayáis matado a gente, gente que ni conocíais. Inocentes. Ya me los conozco bien a los inocentes.

Manu rompe el papel lila del envoltorio de una barra de chocolate. Vacía el vaso y declara:

—Lo peor de nuestros contemporáneos no es que tengan la mente estrecha, lo peor es esa tendencia a querer comerle el coco al vecino. A la que se divierten, ya se hacen un lío. ¿Cuentas a menudo tu historieta?

—No. Ahora hablo muy poco, he tomado nota. Claro que tampoco me encuentro todos los días con unas asesinas de polis.

Nadine aprovecha el ambiente propicio a las confidencias para preguntar:

—Y con los otros tíos, ¿qué pasa?

—Nunca lo hago con otros tíos. Nunca tuve ganas.

Manu se derrumba en la silla y decreta, solemne:

—Joder, ¡qué cojonudo debe ser hacerlo con tu propio padre!

Fátima se retrae de golpe. Se le bloquea el rostro y no contesta nada. Manu se inclina hacia ella, sopla ruidosamente y añade:

—Si vieras a mi padre entenderías cómo alucino con tu historia. No recuerdo ni una vez que me besara ese gilipollas. Ese hijo de puta me llamaba Emmanuelle. Siempre me llamé Manuelle, pero le interesaba tanto que lo había olvidado. Era el fin del mundo personificado, ese tipo. El marido de mi madre y punto. A mi madre no te apetece metérsela ni aunque te gusten las cabras, es demasiado chorra, en serio. Además, está como un cencerro. Por eso, las niñas enamoradas de su papá me flipan a tope.

Observa a Fátima, llena los tres vasos y concluye:

—A mí, sólo me queda un tiempo precioso, y no puedo permitirme estropearlo con cálculos diplomáticos.

Tras un breve momento de silencio, Fátima se relaja y pregunta:

—¿Tenéis alguna oportunidad de salir de ésta?

—La tenemos esta noche, ya que de habernos descubierto nos habríamos enterado. Después es difícil saberlo, creo que depende mucho del azar.

—¿Por qué no habéis intentado salir del país?

—Un coñazo. Lo intentas y la pifias; a nosotras nos va más el estilo «Si te duele el pulgar, córtate el brazo». Además, ¿qué coño pintamos fuera?

Nadine declara, pensativa:

—Fuera, yo no lo veo.

La pequeña silba, admirativa:

—¡Pero si ya estás completamente tiesa, gorda!

Fátima insiste:

—No puedes esperar a diñarla sin más. Sin rabia y aire. No se puede.

—Tu hermano también le daba al rollo —responde Manu—. Sois de una raza de combatientes, seguro. Hay montones de historias que crees que no soportarás. Y luego vas tirando. Yo nunca me lo he pasado tan bien, en serio.

Nadine prosigue:

—Total, son dos cosas distintas, tú y la idea de que te pillarán. Pero cuesta hacerse a la idea. A veces intento reflexionar sobre qué pensaría en ese momento.

Manu rompe a reír:

—Seguro que será una chorrada de la hostia. Por ejemplo, recordarás algo tope podrido, estilo la vez que se escapó el bus y volviste a pie, total, un recuerdo de mierda. Te resbalan las tripas en la acera y piensas en la lavadora que pusiste antes de salir. En fin, ya veremos, pero es lo que pienso yo.

—Si cambiáis de opinión, si queréis intentarlo, tengo un plan. Cerca de aquí. Un arquitecto para el que trabajé, yo le limpiaba la casa. Vive solo, basta con obligarle a abrir la caja fuerte. Y con lo que tiene dentro, os podréis pasear por donde os plazca.

—Y tú, ¿por qué no lo haces?

—A mí me conoce y no quiero mandar a Tarek. Por si lo necesitáis, os explico el plan. Una pena que nadie lo aproveche. Esa caja está repleta de diamantes. Y es tonto que no intentéis algo serio, no tenéis nada que perder.

Manu protesta enérgicamente:

—Nada que perder, se dice rápido. Y nuestra paz espiritual, ¿cómo la guisas?

Nadine subraya:

—No nos dedicamos a esas cosas. Nos va más el mal gusto por el mal gusto, ya me entiendes… Pero gracias por proponerlo.

—Sí, joder, es legal de tu parte, cien por cien. Pero ya has hecho mucho por nosotras, de verdad, es suficiente.