El sol quema todavía, a pesar de la hora. Manu, sentada encima de una boca de incendio, dice que quiere aprender a conducir:
—Debe ser súper. Además, no importa: si destrozamos un coche encontraremos otro.
Nadine se encoge de hombros, dice que puede enseñarle. Añade:
—Pero sería un coñazo acabar atascada entre chatarra y tener que esperar a que nos salve la pasma.
—¿Qué te parece si nos aplastamos contra un muro?
—¿Estás harta? El 13 es dentro de dos días, yo prefiero aguantar hasta entonces…
—Yo igual. Pero el 14, podríamos darle al muro.
Caminan por la calle, dan una vuelta por la estación, por el barrio peatonal, paran en un bar para jugar a las máquinas, les toca el gordo varias veces y deducen que están de buena estrella. Reemprenden su camino, es una pequeña ciudad de un urbanismo extraño, topan siempre con las mismas calles no se sabe bien cómo.
Cruzan gente que no les presta atención. Cuántas personas que pasean, como ellas, con sucios secretos escondidos bajo el abrigo. Sucias ideas mugrientas alimentadas en secreto.
Ya es de noche, pasan delante de un elegante salón de té que sigue abierto. Mesas de mimbre, cristales impecables, dorados lustrosos. Decorados para elegantes damas de su casa. Escaparate atiborrado de diminutos pasteles ridículos, coloreados y llenos de ángulos rectos o frutos perfectamente redondos.
Entran porque a Manu le gusta el sitio, escogen diez pasteles que Manu se mete en la boca al tiempo que estudia el entorno. Una abuela con su nieto desvía la mirada. Es una viejita en plan corriente, el pelo ralo y blanco, con cuidada permanente. Lleva un vestido formal, de tonos grises y cuello en V, digno. Arrugas profundas en la nariz hasta las comisuras de los labios, no precisamente el tipo de arrugas que se te ponen de pasártelo en grande. Su cuello es un plisado de piel mortecina.
La vieja intenta desviar la atención del niño que las mira, fascinado por Manu, sus atracones y malos modales. Cuando mastica aparece la mezcla de colores porque mantiene la boca bien abierta. Aplicada a representar correctamente su papel de elefanta degenerada en una casa de muñecas.
Las dos vendedoras intercambian un guiño, irritadas al tiempo que algo desconcertadas, sorprendidas de que confundan su tienda con una cafetería.
Una lleva el pelo castaño claro y rizado. El rosado de las mejillas arruinado por polvos en capa ligera. Las cejas sin depilar huyen en V hacia su frente y le dan un aire concentrado, como si fuera a gruñir. Boquita fina, rosa como la blusa. El labio superior está bien dibujado, el inferior es algo más carnoso. Nadine comenta: «Esa nació para chupar», bastante fuerte para que la oigan todos.
La otra chica es más rechoncha, morena, con un corte de pelo rectilíneo. Los dientes muy blancos, como porcelana. Lleva aros en la muñeca, círculos plateados que tintinean cuando limpia las mesas. Bonito ruido.
Ambas llevan las mismas blusas rosadas con cuello blanco y zapatos bajos de tela clara, sin manchas y cuidadosamente atados.
Nadine no tiene hambre. Sin que sepa por qué, el lugar le pone la inquietud en marcha. Se abre el tercer ojo, se conecta la voz temible. En ese decorado y con esa gente, se siente despreciada de oficio, rechazada. Se ve con sus propios ojos, se da pena. Manu, sin enterarse de nada, continúa su número con el niño. Nadine aprieta los dientes y mira fijamente la mesa. Que no empiece de nuevo. Está agazapada al fondo de una caja, encogida en un rincón, manos ciegas e invisibles intentan atraparla. Siente sus movimientos en la oscuridad. Está indefensa y la petrifica el terror. Hay que cortar esos brazos maléficos. Dentro de ella reina la araña y ella la espera con infinita paciencia.
Vigila de reojo a las cajeras, tienen miedo. Ese pensamiento disuelve la opresión, como por arte de magia.
Las dos chicas están atemorizadas. Fanfarronean un poco y limpian la barra. Pero están cagadas de miedo.
Nadine piensa: «Tal vez estas chorras nos han reconocido y han avisado a la bofia».
Aunque no se lo cree del todo.
Algo tienen ella y Manu que las inquieta.
Nadine se da cuenta de que le chifla esa sensación de sentirlas palpitar.
La abuela se levanta, harta del numerito de Manu. Recoge sus cosas, arropa al niño, pasa por caja para pagar. El niño está de morros, quiere quedarse un rato más. Quiero otro helado. Hace ruido. Tendrá unos cinco años.
Nadine piensa en las revistas del hotel y en los asesinos de niños. Piensa en los titulares y en los comentarios de la gente cuando muere un niño. El efecto en la gente. Incluso a ella le costaría hacerlo.
Apartarse del mundo, traspasar la frontera. Ser lo peor que tienes. Plantar un abismo entre ella y el resto del mundo. Marcar la jugada. Quieren algo para la primera página, puede complacerles.
Saca la pipa, encadena los gestos sin pensar. Respira a fondo, no quita el ojo del niño. El niño caprichoso que va a la suya. El cañón prolonga su brazo, brilla en primer plano, en medio de la cara del mocoso. La vieja aúlla justo antes de la detonación, como un repiqueteo de tambor antes del solo.
Apenas ha vacilado. Era necesario.
Un disparo y observa al niño. Justo encima de los ojazos ceñudos por el enfado. No le da tiempo a cambiar de expresión. No tiene tiempo de comprender. Al caerse, hace caer una cesta llena de caramelos envueltos en papel brillante de colores.
A Nadine le sorprende lamentar que la imagen no pase a cámara lenta, una reflexión robada a Manu.
La camarera rizada queda postrada detrás de la barra, sacudida por sollozos nerviosos, protege su cabeza con las manos. Nadine dispara a las manos, la coge por el cabello, empuja el cañón en su boca y dispara de nuevo.
Mientras tanto, Manu se ha ocupado de las otras. La cabeza de la vieja ha rodado debajo de una mesa, un pobre chorro de sangre borbotea de su boca y corre gentilmente por el suelo brillante. La otra camarera está tumbada más lejos, toda roja por delante.
Antes de salir, Nadine echa un último vistazo a la puerta. Sabe que ha fotografiado la escena, que podrá disfrutarla más tarde. Rojos en abanico, posturas grotescas.
Cuando salen, ven que algunos entran precipitadamente. Echan a correr, Manu la coge de la mano para que corra más rápido. Entran en una callejuela, Nadine se oye reír como cuando se ríe de vértigo antes de la gran bajada del tiovivo. La pequeña aminora la marcha, da la vuelta. Se derrumban en el borde de la acera. Locas risas nerviosas. Se calman, se miran, se ríen de nuevo.
En la próxima esquina piden información a un tipo con un BMW plateado. Saca un mapa de la ciudad para ayudarlas a situarse. Manu abre la puerta y lo arranca del vehículo por el cuello de la chaqueta. Se agarra a ella, ella le da un puntapié en la tibia y, cuando se cae, otro en las encías. Paradójicamente y a pesar de la distancia, Nadine oye el chasquido de los dientes tras el golpe.
Coge el volante, gira lentamente alrededor del tipo al suelo, le pasa por encima acelerando bruscamente, Manu ha bajado el cristal e intenta tocarlo. Vacía el cargador.
Con los ojos aún húmedos de tanto reírse en la callejuela, la pequeña está exultante, se da puñetazos en la mano y chilla:
—Joder, ¡qué sincronizadas estamos! No me lo puedo creer. Como si no hubiéramos hecho otra cosa. No me lo puedo creer.
—¿Adónde dices que vamos?
—A Marsella. Hay chicos a montones.
Nadine pone una cinta en el radiocasete.
Come on, get in the car. Let’s go for a ride somewhere. You make me feel so good. You make me feel so crazy.[22]
Decididamente, Manu no se calma, se agita en el asiento y no deja de hablar:
—¿Has visto?, lo hemos hecho como en los videojuegos, cuando llegas a la pantalla final. Invasores a tope por todas partes, los castigas a todos, total, puedes demasiado. Era un golpe arriesgado. Pero tiene su encanto. Un niño, es una pasada. Francamente, no quería hacerlo. Pero estabas en lo cierto: hay que pasarse. También hay que comprar bebida. Tengo mucha sed a a estas horas. Bueno, te lo advierto: pararemos en una tienda árabe, y con los moros no quiero una carnicería. Tú no tienes principios y quieres dispararles a todos.
—Me resbalan, los árabes —dice la otra—. Creía que había que pasarse.
—Hay que pasarse. Pero no hay que pasarse siempre. Hay que encontrar el equilibrio justo.
—Me tienes harta con tus árabes. ¿No podías hacer algo con tu vida? Tipo educadora o asistenta social, tienes una inmensa reserva de buenos sentimientos.
—Si me hubieran dejado, habría sido buena con todos. Básicamente, soy del tipo que haría pasar a la madre Teresa por una gran zorra. Pero esa gente es débil y nociva, no hay manera de ayudarles. Merodean, se abandonan, siempre se quejan. Son un coñazo. Y sobre todo, no tienen valores. No les puedo ayudar.
Por decir algo, Nadine comenta:
—Ellos se lo pierden.
Y la pequeña prosigue:
—¡Joder, qué sed tengo! Increíble lo que has hecho. Iba al water para obligarme a vomitar y vaciar el estómago, feliz, para comer más pasteles… Estaban muy buenos, de verdad, se nos podía haber ocurrido coger alguno, qué despiste. Sacaste tu pipa y disparé en seguida sin pensarlo. Volteo total, como nunca. Un auténtico bautizo, gorda, no te has quedado a medias.
Saca pedazos de chocolate del bolsillo de la chupa, con la punta de los dedos quita los hilos pegados encima. Le ofrece a Nadine.
La alta conduce infinitamente serena. Corre demasiado y conduce bien. La pequeña tiene razón, lo hacen las dos de maravilla.
Angels are dreaming of you.[23]
La sensación de comerse personalmente la carretera, de un solo bocado. Reflexiona en voz alta:
—Estarán contentos mañana en el hotel. Sangre, armas y unos walkman.
—Podrán reunir a la prensa, esa banda de escribe sandeces podrá masturbarse un rato. Apuesto a que esos chorras de la bofia le dan vueltas al coco sobre nuestros restos de colillas. ¡Joder, ya tengo ganas de leerlo mañana!
—No entiendo cómo puedes leer esas mierdas, a mí me ponen histérica.
—Tú te lo tomas todo demasiado en serio, eres masoca, te apuntas al primer pretexto. Yo, sólo con imaginar a los del barrio leyendo eso, me parto de risa. Me gustaría darme otra vuelta, darles golpecitos en la espalda: «¿Qué tal, babys, cómo lleváis esas penas diarias? ¿El muermo de siempre?».
—Si quieres, vamos.
—No, no quiero volver.