Se fuman un pitillo bajo el porche. En la acera de enfrente hay un cajero automático y una cola de gente para sacar dinero. Manu suelta con desprecio:
—No sé a qué esperamos; le toca al próximo.
El próximo es una señora cuarentona, estupendamente conservada. Traje de chaqueta azul marino bien cortado, la falda justo por encima de la rodilla. Impecable. El cabello artísticamente recogido en un moño descubre la nuca rígida y fina. Le tiembla un poco el tobillo, justo lo preciso, sostenido por el tacón.
Manu está detrás de ella, tarjeta en mano, como si esperara su turno. Los dedos de la mujer son algo cortos y rojizos. A pesar de su manicura perfecta, la mano delata a la burda campesina.
Nadine no puede vigilar, es demasiado miope para leer el número, las espera más lejos.
Siguen los pasos de la mujer, el culo algo pesado ondula graciosamente bajo la falda. Después de asegurarse vagamente que nadie las mira, Nadine coge a la mujer del pelo, le tuerce la cabeza hacia atrás y la empuja hacia el callejón. La señora apenas se resiste, no ha tenido tiempo para saber qué le ocurre. La piel de su cara es parecida a un tejido delicado. La mujer intenta recapacitar, protesta y forcejea. Nadine siente cómo el cuerpo se resiste y golpea su cadera, el perfume es mareante. No le cuesta dominarla porque los movimientos de resistencia de la mujer son desordenados y débiles. De pronto la odia por ser incapaz de defenderse y por hacer tanto ruido, siente que la invade el ruin placer de hacer daño. Le coge la cabeza con las dos manos y la aplasta contra la pared, tan fuerte como puede y repetidas veces. Hasta que Manu la empuja por el hombro, pega el cañón en la mandíbula y dispara sin más. Nadine recoge el bolso de piel marrón y lo revuelve todo hasta dar con la tarjeta y el billetero. Parten.
Por fin en la calle, Nadine siente cómo el miedo le invade la garganta y los brazos. Hasta ahora, no había pensado, los gestos le han salido automáticos. Gestos extraños, espantosamente eficaces. Automáticos.
No se ha perdido un detalle. Le vuelven conforme caminan. Los ojos de la mujer se niegan a creer lo que le está pasando, unos ojos abiertos que dicen: «No puede ser». Se debaten y escrutan para comprender. Los cabellos de la señora son sedosos y perfumados, el moño se deshace cuando la empuja para que avance. El cañón negro y brillante se acerca a la línea clara del mentón, el cuello se ofrece, las manos de la mujer tantean, se protegen torpemente, intentan liberarse. La increíble detonación. Cambio de cuadro.
Los ojos intactos dominan la carnicería de la cara, la sangre brota abundante, empapa la tela del traje bien cortado. El cabello despeinado y manchado, las piernas plegadas desordenadamente.
Esa formidable detonación, la línea del mentón se ha convertido en papilla. La mujer entera se ha convertido en puré.
Manu baja la cremallera de su chaqueta negra, se quita la gorra y lo echa todo al primer cubo de basura que encuentran. Nadine la imita, lleva manchas en el blusón, como si le hubieran vomitado hemoglobina encima. Prosiguen su camino, no intercambian una palabra. Al rato, Manu rompe el silencio:
—Pues sí, es como después de una buena peli, te quedas medio depre…
—Va demasiado rápido, de hecho…
—Exactamente como subirse al escenario. De todas formas, deberías tener más cuidado, estabas demasiado cerca cuando disparé, podía haberte arrancado un brazo.
—Ya cogeremos el tranquillo —concluye serenamente Nadine.
Manu pregunta, sonriente y pensativa, más tranquila que de costumbre:
—¿Te ha gustado?
Movimiento de hombros, Nadine contesta casi sin dudar:
—Al rato me he sentido fatal. El pasillo hacia la salida no se acababa nunca y quería sentarme a llorar, ambiente fin del mundo. Ahora me siento fenomenal y sólo tengo ganas…
—De jugar otra partida.
La máquina escupe pasta hasta que se enciende el stop. Nadine hace dos paquetes más o menos iguales. Manu tritura el suyo con la mano y se lo mete en el bolsillo trasero.
Nadine quiere unos walkman de los guapos. Dice que con la tarjeta y el número lo pueden comprar todo. También quiere un traje igual al de la mujer.
Entran en una tienda con un montón de walkmans en el escaparate. Nadine pide al vendedor que le enseñe algunos modelos. Se encuentra bien, seguro que su cuerpo produce coca sin cesar y le mantiene el subidón. El vendedor tiene buena pinta. Corte al cepillo y pendiente en la oreja. Competente y amable, los dientes delanteros separados. El no lo sabe. Siempre existió esa fractura entre ella y la gente, ese algo terrible que temía que descubrieran y era ridículo porque no tenía nada que esconder. Ahora tiene buenas razones para temer sus indiscreciones, buenas razones para encontrar incongruente su amabilidad. Esa buena y vieja sensación de impostura, de abusar de la confianza ajena. El vendedor no lo sabe. Suelta su rollo sobre los distintos modelos. Sonriente y timador regular. Nadine los prueba uno tras otro, bromea con el joven. Siente confusamente que a él le gusta. Eso la pone a cien.
Las manos en los bolsillos, Manu ha repasado toda la tienda sin decir ni mu. Se acerca al mostrador y dice:
—Llévatelos todos, no le des más vueltas.
El vendedor encuentra la broma graciosa y se ríe a placer. Nadine se apoya en el mostrador, se inclina hacia él. Su risa es bonita, como la de un crío. Cuando ve cómo le cambia bruscamente la expresión, salta espontáneamente a un lado para dejar el campo libre a Manu. Le da tiempo a preguntar:
—¿Aceptáis balas?
Suelta una risa estúpida, abre su bolso y mete dentro todos los walkmans. La explosión le levanta la cabeza: le ha partido el vientre en dos mitades, el cristal de detrás también ha quedado bueno. Parece una mala artimaña, chorros de sangre detrás. Ella se dobla sobre el mostrador para coger pilas. El se retuerce aullando en el suelo. Manu se reclina a su vez y declara:
—Aquí no ha pasado nada.
Salta por encima del mostrador, bloquea la cabeza del tipo con el pie, se inclina para incrustarle el cañón en el pelo y disparar de nuevo. Lo sacuden los espasmos, luego se distiende de golpe.
Salen corriendo para cambiar de zona. Los walkmans pesan horrores en el bolso y tintinean curiosamente. Manu castañetea con los dedos, se está hartando.
—Joder, no dominamos la fórmula, no tenemos la buena réplica en el momento oportuno.
—Tuvimos los gestos, así se empieza.
—Sí, pero ahora que me toca presentar mi número, preferiría cuidar las formas.
Nadine se calla. Está decepcionada, creía que, justamente, la réplica era irreprochable.
La pequeña insiste:
—Joder, hemos dado en pleno clavo, tengamos diálogos que estén a la altura. Yo, ves, no creo en el fondo sin las formas.
—¡No podemos tenerlo todo preparado!
—Por supuesto, sería contrario a cualquier ética.
Nadine cambia de tema.
—Joder, no hay nadie en estas calles. ¿Te das cuenta de lo fácil que ha sido? De imaginarlo, hace tiempo que me hubiera servido.
—Hay que darle al instinto y funcionar a tope. Otras veces te machacas para un golpe crucial y te pillan por una chorrada.
Se ha colocado la pipa dentro del pantalón, contra el vientre. La nota al andar, seguro que el cañón está húmedo. Refunfuña:
—En cambio, debo recordar que sólo me quedan ocho balas, no podemos montar el gran follón de los disparos.
—Exacto, procura no pasarte demasiado.
—Un poco de formalidad, gorda, hay que comprar bebida antes de acostarse.