DOCE

Manu viajó en tren para ir a casa de su madre, que está de vacaciones con su nuevo amante. Otra vez un viajante de comercio chulo y lamentable. Un guaperas que apesta a after shave barato y que se debe poner violento cuando está bebido. Con la vida que lleva y la chorras a la que se folla, no debe tener un puntillo alcohólico especialmente alegre.

En el tren vomitó en el pasillo y luego se quedó dormida. La despertó el revisor. Un clamoroso dolor de cabeza, un auténtico calvario.

Recuerda vagamente lo ocurrido y por qué está aquí. Pero se encuentra demasiado mal para pensar en nada.

En el piso vacío de su madre toma un baño, revuelve el botiquín para encontrar aspirinas. Está lleno de calmantes, su madre los toma a montones. A veces incluso se pasa. Manu recuerda cómo cantaba en voz baja viendo la tele, hablando sola y parando en seco en medio de una pieza, incapaz de saber lo que estaba haciendo. Mientras piensa en ella, Manu tiene destellos de amarga ternura. Pero en seguida se sobrepone irritada: si esa mujer fuera menos imbécil, tendría menos depres.

Se mira en el espejo mientras se seca. Lleva muchas marcas en el cuerpo, la han cascado más de lo que se imaginaba. Felizmente, la cara está bien, excepto el labio, un poco hinchado. Una suerte que tenga la nariz intacta.

Se calienta un pastel de espinacas en el microondas, bebe grandes cuencos de café anegado en leche perfectamente descremada.

Intenta romper la tapa de la caja que cogió en casa de Lakim. Tarda un rato en conseguirlo.

Los billetes están gastados pero cuidadosamente planchados. Siente una pizca de remordimiento al imaginarse a Lakim llenándola noche tras noche. Finalmente empieza a contar y desaparecen sus escrúpulos.

Algo más de 30.000 francos, lo suficiente para un buen fin de semana.

Manu rebusca un poco más en la casa, encuentra una caja de Finedal y la aparta.

Come el pastel, frío por dentro. Siente llegar el aburrimiento.

Sirenas de la poli. En un segundo tiene la espalda bañada en sudor caliente. Reflexiona a cien por hora. Imposible que ya estén aquí para detenerla.

Sin embargo no está alucinando: hay follón en la calle. Apaga la luz y se precipita a la ventana.

Ha pasado algo en la farmacia. Imposible saber el qué, pero hay jaleo un poco más lejos. Policía, ambulancias… Desde su ventana no puede ver gran cosa.

Decide sentarse. En el barrio ya saben que el farmacéutico está medio tocado. Pero hasta ahora no había hecho nada para movilizar a la poli en plena noche.

Se le pasó el hambre. Esta casa la pone neura. Habla en voz alta:

—Yo no soy un ama de casa. Soy una mujer de la calle y me voy a dar una vuelta.

Se asegura de que afuera todo esté más tranquilo y sale.