Qué puta mierda, le estalla el pecho. Demasiada carrera. Manu se pregunta si algún día recuperará todo su aliento. Le sigue viniendo a la memoria, nítido, el efecto que le hizo oír eso. El grito de Karla al dar contra la plancha. El ruido sordo del cuerpo contra el capó. No vio gran cosa, echó a correr al momento, casi antes de que ocurriera. Justo cuando se iba, su cabeza grabó el alarido y el extraño estrépito.
Se para en un bar, hurga en sus bolsillos, pone en fila el cambio que le queda. Lo cuenta alineando las monedas en la barra.
—Quiero un whisky y telefonear.
Llama a la policía y dice:
—Hay una chica en el muelle, cerca de la disco, justo abajo, donde hay árboles. Vi cómo la atropellaba un coche. No sé si aún se mueve pero no estaría mal ir a ver.
Luego llama a los bomberos; de la poli no se fía porque es demasiado malhablada. Los bomberos le inspiran mayor confianza.
Bebe de un trago, evita demorarse en el bar, no vaya a ser que los polis vuelvan a llamar. Ahora, la cuestión es irse a casa y llenarse a tope hasta caer redonda.
Se va andando, desconfía de cualquier coche que pasa, no sea que la busquen. Al tiempo, se pregunta quién podría dejarle pasta.
En Tony’s las vieron salir juntas. Se verá metida en líos cuando identifiquen a Karla. Dirá que se fue a casa en seguida, que ella no fue al río. Seguro que los polis la fastidiarán igual.
Llega a casa sin saber a quién recurrir para poder comprar bebida. Imposible llegar de ese modo, está a punto de romper los muros a cabezazos. Lástima que no quede ningún tendero que le fíe.
Finalmente reconoce a Belkacem en un escúter recién estrenado.
Lo llama:
—Por favor, ¿no tendrás cien francos para dejarme? Te los devuelvo mañana; pasa por casa.
El niño le alarga el billete sin comentarios, un niño estupendo. Pregunta:
—Vaya pinta que llevas. ¿Te has peleado?
—No, me caí yo sola. Es por eso, tengo que beber para dormir. Si sigo caminando, me caigo.
—¿Sabes lo de Radouan?
—Sí, ya sé, lo buscan todos. Ese atontado no hace nada a derechas, ese…
—No, no es eso. Ya lo han encontrado. Moustaf y sus colegas acaban de pillarle. Y esta vez, creo que se ha enterado…
—¿Le han zurrado?
—Una buena. No se sabe exactamente lo que tiene. Está en el hospital. Es una suerte que aún tenga la cabeza sobre los hombros. Es lo único que no tiene roto, me parece…
Y aún… Le han hecho una cara nueva con vitriolo. Para dar ejemplo, demasiado follón en el barrio últimamente, es para quitarles el gusto de tontear a los otros…
—¿Lo viste todo?
—No vi nada. Sólo cuando lo vino a recoger la ambulancia, no sabían muy bien cómo arreglárselas para transportarle. No tenía ningunas ganas de estar en su lugar.
—¿Ácido en la jeta? Eso sí que te cambia toda una vida… ¿Sabes lo que había hecho?
—Cosas que no había pagado, que no vendía o debía… Hizo de todo un poco, ya sabes. Y, además, las primeras veces que lo visitaron se comportó como un gallito, estilo yo me lo como todo…
—Gracias por la pasta, eres un tío legal, muy legal. Ciao, Belcass.
Entra en la tienda de la esquina. Paga por una botella de Four Roses. Va a su casa. Enciende la tele. Bebe a grandes tragos. Suena el teléfono. A la mierda el teléfono. Arranca la toma.
Eso va a ratos. Unos días asquerosos. Ya se ha liquidado media botella. No está ni embrutecida. La pone furibunda e inquieta. Quiere estar a tope y colocada lo antes posible; sobre todo no tener tiempo para pensar en lo ocurrido hoy.
Termina la botella. Sigue despierta pero aliviada. Le ha simplificado las ideas, el alcohol es buen consejero.
Se quita los trapos, rotos y sucios de tierra. Se pone unos tejanos. Lleva la piel marcada, manchas amarillentas a lo largo de los brazos. Mañana le saldrán unos putos morados. Se pone gafas oscuras y pilla el sacaclavos que dejó Radouan hace poco.
Cruza la calle y recorre unas cuantas avenidas. Sube al último piso y llama a la puerta de Lakim. No está, es la hora de sus trapicheos. Su piso se encuentra en la azotea. Tiene una ventana encima de la puerta. La escalera de acceso se guarda en el armario, cerca del contador de la luz.
Manu sube al tejado sin problema. Tiene sumo cuidado en no romperse la jeta. Destroza la ventana con la herramienta, la abre y entra en el piso.
Ya conoce el sitio, ha pasado ahí mucho tiempo. Si queda un solo mueble en esta pieza encima del cual no hayan follado, es que sigue siendo virgen. Malcolm X en la pared, flanqueado por dos boxeadores. En una caja cerrada con llave que esconde detrás de la nevera guarda toda la pasta que ha ahorrado desde que trafica. Es el único camello que conoce capaz de ahorrar. No se fía de los bancos porque teme que le pregunten de dónde viene tanto dinero. Manu descubrió ese escondrijo por casualidad una vez que se le cayó una cucharita detrás de la nevera y que, por pura intuición, intentó recuperar. En cambio no sabe dónde está la llave de la caja; ya se las arreglará.
En el último cajón del escritorio hay una pipa y cartuchos. Lakim la llevó varias veces al tiro al blanco.
Le gustaba el estruendo aunque sin demasiado entusiasmo.
Se encamina hacia la puerta, con la caja de hierro bajo el brazo; el arma le pesa mucho en el bolso.
Pensándolo bien, está francamente colgada y titubea un poco mientras se dirige a casa de Moustaf, dos calles más abajo. Llama y le abre al momento. Mucho mejor que no hubiera estado. Pero ya que todo ha salido así… El dice:
—Tienes pinta de haber bebido más de la cuenta. ¿A qué vienes?
No la deja pasar. Manu pregunta:
—¿Estás solo?
A Moustaf se le tranquiliza el semblante. Sonríe:
—Dicen que tienes mal rollo con Lakim, ¿eh? Hace mucho que no me vienes a ver. ¿Me echas de menos?
Lo empuja adentro con el hombro. En voz más baja, dice:
—No. Vengo a decirte que no está bien lo que le hicisteis a Radouan. Nadie tiene derecho a hacerle eso a un crío.
Pone la caja en el suelo y hurga en el bolso. Oye cómo contesta:
—No tengo ninguna necesidad de recibir tus consejos. ¿Te has visto? Estás acabada.
—Ya no hay quien te dé consejos, cretino. Verás pocas acabadas como yo, así que aprovecha…
Dispara una vez y a quemarropa; se le sacude el hombro, el ruido es infernal. Es menos espectacular que en el cine. La cabeza le estalla y cae de espaldas. Ni siquiera ahora es capaz de dar pie con bola. No es como en el cine. Se le acerca porque seguro que tiene los bolsillos llenos de pasta.
Le dio en plenos morros. Una sopa facial. Le cuesta decidirse a cachearlo.
No se creía capaz de apretar el gatillo. Había venido para eso, pero pensaba que algo se lo impediría.
Antes de irse, vacía un gran saco negro de piel y mete la caja de Lakim. Revisa la cocina y encuentra una botella de ginebra en la nevera. No es que la chifle, pero es lo bastante fuerte.
Cierra la puerta al irse. Nadie a la vista. Los vecinos están acostumbrados a todo, no van a salir por un simple disparo. «Claro, esta vez soy yo la del gatillo, pedazos de mierda». No sabe a ciencia cierta si lo ha dicho en voz alta o si lo ha pensado. Bien mirado, está hecha polvo de verdad.
Empieza a anochecer. Los días de verano son muy largos. En un bar, busca «Burgorg» en el listín. Anota la dirección. No sabe exactamente dónde cae. Sería mejor tomar un taxi, pero no lleva ni un franco y no es buen momento para abrir la caja.
En la calle se cruza con un señoritingo trajeado. Abre el bolso, saca la pipa sin saber si está cargada o no y se la incrusta en la frente.
—Dime, pequeñín, ¿verdad que llevas cartera? Pues me la vas a dar porque, a diferencia de ti, hoy es mi día de suerte.
Si el tipo empieza a marearla, le rompe a culatazos esa cabeza de calvicie incipiente. Pero está blanco y le pasa la cartera sin rechistar.
—Ahora agacha la cabeza y corre… No quiero ni verte.
Manu se aleja a zancadas en cuanto él echa a correr. Abre la cartera; ha valido la pena: está llena de guita. Es su día de suerte. Se repite a sí misma: «Más fácil imposible, el secreto es ir al grano». ¿Por qué la gente con Visa llevará dinero encima? No lo entiende. Pero le viene al pelo… Se dirige a la parada de taxis repitiendo pensativa: «Más fácil imposible, el secreto es ir al grano».
Burgorg, el responsable de la condicional de Camel, vive en un barrio residencial de clase media. Francamente, ni fu ni fa. En camino, Manu intenta cogerle el gusto a la ginebra. Francamente, ni fu ni fa ni nada.
El taxista la deposita delante de la casa. Ni una palabra durante todo el trayecto.
Antes de llamar a la puerta, tiene la presencia de ánimo de cargar la pistola. Le cuesta un poco. Se ha puesto morada.
Llama. El tipo que le abre es alto, poca cosa, cuarentón. Se lo imagina fácilmente haciendo el guaperas, comiéndoles el coco a los tipos de la condicional con sus ocurrencias. No se trata de que todos tengan la misma facha, pero igual se los reconoce.
Manu pregunta:
—¿Monsieur Burgorg?
—Sí.
—Buenos días, soy la hermanita de Camel, el que se colgó hace poco. ¿Se sitúa?
El asiente con la cabeza. No sabe si echarla en el acto.
—Mire, señor, en esta historia hay cosas que no cuadran.
El recapacita, permanece erguido y le habla en tono perentorio, típico de los profesionales de la autoridad:
—No sé de qué me…
—Yo sí. Te veo tirado por el suelo, tu asquerosa jeta hecha polvo, las tripas al aire…
Manu retrocede y apunta a la garganta. De hecho, el balazo le da en lo alto del torso; ella se anima y vuelve a disparar más arriba. Falla. El se tambalea hacia atrás y ella le incrusta el cañón en el estómago. Dispara otra vez y mira cómo se derrumba a sus pies.
Desde un punto de vista estrictamente visual, ahora ha ido mejor. Más colores. Ya no es tan novata, empieza a gozar.
Aparece una asistenta con un trapo en la mano. Pega un chillido al verlo caído. Y recibe su merecido en pleno vientre. «Lástima que no sepa apuntar; en medio del cuello quedaría fantástico». Manu ignora al funcionario, se acerca a la mujer y le destroza la cara hasta vaciar el cargador.
Con cada detonación, su cuerpo retrocede. No se olvida de mantener firme el hombro.
Recoge el bolso y se larga corriendo. Coge el primer autobús que pasa. Y ahora, ¿qué hago?