—¡No puedes quedarte tan tranquila!
El niño protesta con vehemencia. Triste e indignado de que Manu se resigne tan fácilmente. Vuelve a la carga con tono de reproche:
—Era uno de tus mejores amigos, ha muerto asesinado.
Y te quedas ahí, sin mover un dedo.
Hasta ahora, se había limitado a un discurso prudente y general sobre la violencia policial, la injusticia, el racismo y los jóvenes que deben reaccionar y organizarse. Por primera vez, la emplaza directamente a compartir su indignación.
Evoca los tumultos que el accidente debería suscitar con una evidente emoción. Como si hablara de boxeo, sexo o toros. Ciertas palabras clave le encienden una película interior donde aparece varonil frente a la policía, vuelca coches con la ayuda de compañeros dignísimos y convencidos. Unas imágenes que lo trastornan. Es un héroe sublime.
Manu no tiene alma de heroína. Ya se ha acostumbrado a tener una vida gris, el estómago lleno de mierda y a cerrar el pico.
En ella no existe nada estrictamente grandioso. Excepto esa sed insaciable. De jodienda, de cerveza o de whisky, cualquier cosa susceptible de aliviarla. Incluso se pasa en apatía y sordidez. Le mola revolcarse en vómitos. Está en relativa sintonía con el mundo, casi a diario consigue algo para beber y un chico que se la meta.
El niño no se da cuenta de hasta qué punto la revolución dista de su agujero para interesarla. Además, para exaltarse como lo hace, se precisa un sentido de la sublimación y del respeto hacia uno mismo que Manu desconoce.
Hurga en un cajón en busca de esmalte para las uñas. Lo interrumpe bruscamente:
—¿Qué mierda te has creído que eres para venir a molestarme? ¿Cómo coño se te ocurre darme consejos? ¿Y cómo sabes que lo han asesinado?
—Lo sabe todo el mundo, tú misma decías…
—Yo digo lo que me parece y bebo lo suficiente para que nadie se lo crea. Es más, lo que yo dije fue que colgarse no era su estilo, y tú has traducido que la bofia se lo había cargado. Te sugiero que no confundas mis chorradas con las tuyas.
Por fin encuentra el esmalte y sujeta firmemente el frasco con el puño tendido muy cerca de la nariz del niño. Éste se retracta, prudente, balbucea algo para disculparse, no quería molestarla. En parte, porque no tiene mala idea; en parte, porque la cree capaz de aplastarle la cabeza. No controla la violencia y no esperará un momento políticamente correcto para desahogarse.
El niño acierta al retirarse porque, efectivamente, Manu está a punto de hostiarle.
Ella sabe tan bien como él que Camel no puede haberse colgado solo. Era demasiado orgulloso para ello. Y aunque poco afortunado para sobrellevar la vida, le encontraba los alicientes necesarios para continuar un tiempo más. Y, sobre todo, Camel no se hubiera suicidado sin degollar a media docena de colegas. Lo conocía lo bastante para estar segura. Tenían buen rollo, iban por allí juntos y compartían las mismas teorías sobre el modo de pasarlo bien.
Habían descubierto su cadáver el día anterior, colgado en un pasillo. Los últimos en verle vivo han sido los polis responsables de su libertad condicional. Nunca se sabrá lo ocurrido de verdad. Y el niño tiene razón, incluso ella no puede admitirlo sin reaccionar. A pesar de todo, acabará haciéndolo.
No le gustan los trucos que despliega el niño para asociarla a su indignación, ni que intente utilizar esa muerte en beneficio de sus convicciones. Como si el cadáver fuera suyo de pleno derecho; para él, será político o no será. La desprecia abiertamente por su cobardía. A Manu le parece que tiene la jeta demasiado lisa para darle al desprecio; ella podría remediarlo.
Se cuida de abrir una cerveza antes de empezar a pintarse las uñas. Sabe por experiencia que tiene sed mucho antes de que se hayan secado. Duda y acaba ofreciéndole una al mocoso para demostrarle que no le guarda rencor. Dentro de poco, estará demasiado rasgada para que esa historia le afecte. Siempre acaba convenciéndose del sacrificio necesario de buena parte de la población; y, una putada, a ella le ha dado de lleno.
Pone esmalte tanto en la piel como en las uñas porque siempre le tiembla un poco la mano. Con un poco de suerte habrá color en las pollas que sacuda…
El niño la desaprueba con la mirada. El esmalte no forma parte de lo que él considera apropiado. Es una marca de sumisión a la presión machista. Pero al pertenecer Manu a la categoría de los oprimidos víctimas de la falta de educación, no está obligada a ser éticamente correcta. No la culpa por sus lagunas, la compadece.
Sopla ruidosamente sobre su mano izquierda antes de empezar con la derecha. El niño le recuerda a una virgen perdida en las duchas de una cárcel de hombres. Ofendido por el escarnio lúbrico del mundo que lo rodea. Asustado por todo lo que le rodea, y el diablo utiliza los recursos del vicio para acabar con su pureza.
Llaman a la puerta. Le pide que abra y agita las manos para que se sequen antes. Llega Radouan.
Conoce al niño de vista porque viven en el mismo barrio, aunque le desconcierte su presencia en casa de Manu porque nunca se hablan. Para la izquierda, los árabes son unos chorras reaccionarios y estúpidamente religiosos. Para los moros, los de la izquierda son unos bohemios impregnados de alcohol y, en su gran mayoría, homosexuales.
En un arranque de inspiración, Radouan deduce que se ha ligado al niño para metérselo en la barriga. No cabía esperar otra cosa. Pregunta a Manu si no molesta dirigiéndole discretos gestos de connivencia. Tan discretamente que el niño se pone violento, enrojece y se agita en la silla. El sexo, otro tema que va en serio.
Manu suelta una risita sarcástica antes de contestar a Radouan:
—Claro que no molestas. Nos hemos encontrado en la tienda y subió para hablarme de Camel. ¿Has comido? Hay raviolis en la nevera.
Radouan se sirve, viene tanto por aquí que se siente como en casa. El niño empieza a hablar, encantado de tener un nuevo interlocutor.
Repite la denuncia con una tranquilidad de espíritu asombrosa. Es nieto de misionero, y se dedica a convertir a los indígenas del barrio a su manera. Les desea felicidad y quiere ponerlos en el camino recto.
Poco perspicaz el niño, pero sin embargo no tarda en comprender que Radouan es, si cabe, menos sensible que Manu a su discurso. Apenadísimo, se retira.
Manu se despide amablemente. Lo peor, con los gilipollas, es que sólo son definitivamente antipáticos en las películas. En la vida real, siempre les ronda algo cariñoso y amable.
En el fondo, el niño no anda equivocado. Sólo los polis resultan definitivamente detestables en la vida real…
Extiende una segunda capa de esmalte sin esperar a que la primera esté seca. Tiene otras cosas que hacer. Radouan saca, orgulloso, una china:
—¿Tienes papel de liar?
—Ahí en la cesta. ¿Ahora le das a los porros?
—¿Qué pasa? Es para ti, un regalo del King Radouan.
—Lo que faltaba. El pobre imbécil de Radouan se ha vuelto camello como su hermano.
—No digas chorradas… Asuntos míos, todo controlado.
—No me meto. ¿Por eso te disfrazas de duro? Pareces patrocinado por todas las súper marcas del planeta. En el barrio todos hablan de tus negocios, eres tan gilipollas que antes de tener problemas con los polis te visitarán los chicos del barrio…
—Déjalo, te digo, no te enteras. Fíate y prueba la mierda del King Radouan, la mejor del país y un regalo para ti.
Pega las dos hojas de papel con esmero. Como no fuma, no tiene costumbre de liar y lo hace con cautela. Moja el cigarrillo a lo largo y lo abre, tal como ha visto hacer a los veteranos. Está feliz porque va bien vestido y porque puede hacerle un regalo a Manu.
Ella está menos contenta porque ha oído cosas sobre él que no le han gustado. Ha metido en líos a gente que ya no está para líos. No sabe qué decirle para hacerle recapacitar. Tampoco supo qué decirle cuando empezó a traficar. No supo proponerle ningún proyecto excitante para seguir por el buen camino. Repite:
—Cuídate y usa el cerebro.
Y deja que cambie de tema.