¡Alto el fuego!
Nos hemos desplazado en tren y en camiones. Algunos días después de haber abandonado Champaña, hemos encontrado las montañas del Este.
Inmediatamente hemos vuelto a las líneas. Los soldados que acababan de atacar están ya en la aspillera, han resistido ya a un golpe de mano alemán que nos ha recibido. Para el soldado de escuadra, la guerra continúa sin tregua alguna, con sus largas horas de guardia y sus peligros imprevistos. Comprendemos que no habrá más tregua en adelante, que se pedirá a los combatientes esfuerzos incesantes. Se murmura que el mando prepara una ofensiva sobre este frente, para tomar por el flanco a los ejércitos alemanes. Esta vez ya no contamos con tropas de asalto venidas de la retaguardia en el último momento. Nosotros tomaremos parte en esta nueva acción, y conocemos el precio de una victoria…
Por encima de Saint-Amarin, conservamos las crestas del Sudel y del Hartmann, que dominan la llanura del Rin. Pero no he visitado las posiciones. Al ocupar el sector, nuestro batallón estaba de reserva. Y desde hace unos diez días formo parte del servicio de información, de la oficina del coronel, adonde Nègre, aprovechando una vacante en el personal, me ha hecho destinar. Tiene planes incluso de hacerme nombrar cabo. Le he dicho que ello sería ridículo, después de cinco años de vida militar. Él me responde con aire serio:
—Si no tienes una ocupación en la vida civil, siempre podrás emprender una carrera de suboficial. Tus años de campaña cuentan doble. Ya no te faltan más que cinco años para tener derecho al retiro. ¡Vale la pena que te lo pienses! Van a necesitarse cuadros sólidos para reconstituir un ejército de profesionales. ¡Con un poco de suerte, podrías perfectamente conseguir el bastón de ayudante!
—¡Eres muy bueno! Pero tú, amigo, ¿por qué no te reenganchas?
—Tengo cosas mejores que hacer. Ya es hora de que me camufle de hombre honrado para terminar mis días en la prosperidad.
—¿Y cómo piensas conseguirlo?
—¡Me volveré patriotero, superpatriota, comeboches y todo el copón!
—Como bien sabes, eso ya no se lleva.
—¡Ah, bobo más que bobo! ¿Es que no comprendes que éste será el único medio de recuperar nuestra pasta?
—¡Venga, venga, Nègre! ¡Vamos a contar parte de la verdad a nuestra vuelta!
—¡Eres joven, hijo mío! ¿A quién piensas contarle tú la verdad? ¿A una gente que se ha aprovechado de la guerra, que se ha estado forrando hasta ahora? ¿Qué quieres que hagan con tu verdad? Tú eres víctima, sí, víctima, y eso no interesa a nadie. ¿Dónde has visto que se tenga compasión de los imbéciles? Métete bien esto en la mollera: en unos pocos años se nos considerará unos imbéciles. ¡Ya es hora de cambiar de trinchera!
—Con respecto a los que tienen cincuenta años, puede que estés en lo cierto. Pero la generación que viene nos hará caso.
—¡Y yo que había puesto mis esperanzas en ti!… La generación que viene, hazme caso, ciego idealista, dirá: «O quieren asombrarnos o chochean». Demuestras tener la misma poca cabeza que esas madres que creen que sus recomendaciones disuadirán del amor a su hija casquivana.
—¿Así que eres partidario de una nueva guerra?
—¡Yo seré partidario de lo que venga!
—¿Y tú la harías?
—Para la próxima vez, tu amigo Nègre estará tullido, declarado de baja, colocado de antemano. Tendré un comercio o una pequeña fábrica de lo que sea, y exclamaré: «¡Vamos, muchachos, hasta el final!».
—¿Y eso te parece decente?
—¡Has perdido definitivamente estos cinco años! ¡Joven desgraciado, tiemblo, tiemblo!… ¡La vida me asusta por ti!
—¿Tú no crees que un hombre puede tener convicciones y mantenerlas?
—Las convicciones de los hombres están basadas en lo importante que sea su cuenta corriente. To have or not to have, que diría Shakespeare.
—Antes de la guerra, te lo concedo. Pero las cosas habrán cambiado. Es imposible que no resulte una cierta grandeza de unos acontecimientos tan excepcionales.
—Sólo hay grandeza frente a la muerte. El hombre que no se ha sondeado hasta el fondo de las entrañas, que no se ha enfrentado a ser despedazado por un obús que se le viene encima, no puede hablar de grandeza.
—Eres injusto con determinados jefes…
—¡Perfecto! ¡Enternécete, da las gracias, esclavo! Sabes muy bien que los jefes hacen una carrera, lo suyo es una partida de póquer. Se juegan su reputación. ¡Bonito negocio! Si ganan, son inmortales. Si pierden, se retiran con una buenas rentas y se pasan el resto de su vida justificándose en sus memorias. Demasiado fácil ser sincero permaneciendo a cubierto.
—¡Cuando menos, ha habido grandes figuras: Guynemer, Driant![49]
—Es evidente que ha habido hombres convencidos y otros que han cumplido honestamente con su oficio. ¡Guynemer, sí! Pero piensa que él evolucionaba en pleno cielo, ante un maldito público: la tierra. ¡Eso hace que te comportes como un hombre! ¿Cómo compararlo con el pobre idiota que ha venido del interior de su Pomerania, vociferando Deutschland üher alies[50] a fin de conquistar gloria para Guillermo, y que ha comprendido demasiado tarde? ¿Qué tienen en común con el peludo que ha de partirse el pecho en el lodo, sin nobleza, sin testigos ni publicidad? Lo arriesga todo: su piel. ¿Y qué saca de todo ello? El ejercicio y las revistas de armas. Una vez desmovilizado, tendrá que buscarse quien le contrate. Al patrón le parecerá que apesta y tiene malos modales. Voy a hacerte el balance de la guerra: cincuenta grandes hombres en los manuales de Historia, millones de muertos de los que ya ni se hablará, y mil millonarios que dictarán las leyes. Una vida de soldado viene a suponer en torno a unos cincuenta francos para el bolsillo de un gran industrial de Londres, de París, de Berlín, de Nueva York, de Viena o de cualquier otra parte. ¿Vas entendiendo?
—¿Qué queda, pues?
—¡Nada, exactamente nada! ¿Es que puedes creer en algo después de lo que has visto? La estupidez humana es incurable. Razón de más, sí, ríete! ¡A nosotros nos importa todo un comino! Entremos, pues, en el juego, aceptemos las viejas mentiras que alimentan a los hombres. ¡Sí, sí, ríete!
—Y si lo dijéramos…
—¿El qué?… ¿Acaso quieres morirte de hambre más tarde?
—Sin tocar a las instituciones, ¿no se puede decir la verdad sobre la guerra?
—Todas las instituciones, hijo mío, desembocan en la guerra. Ésta es la coronación del orden social, como bien hemos visto. Y como son los poderosos los que la decretan y las minorías las que la hacen…
—Lo diremos…
—¡Ah! Pero, hombre, eres demasiado… Vamos a ver si los prusianos no están dispuestos a volver a sus hogares.
Vivo, en compañía de Nègre, en un pequeño refugio confortable y luminoso, donde hay una buena estufa. Ocupamos un campamento, disimulado entre los abetos, en la ladera de la montaña. Mientras mi camarada está de ronda, yo barro y corto leña. Por la noche, sobre una mesa de dibujar, preparamos los informes del día y comparamos los planos del sector con las fotos de la aviación que nos manda la división.
Nuestro tiempo libre lo pasamos en animadas discusiones, que me sumen generalmente en la confusión, a tal punto Nègre se muestra apasionado y lleva la lógica a sus últimas consecuencias. Sin embargo, tales discusiones no alteran nuestra amistad. Eso es lo principal.
Sentimos llegar el final de la guerra.
Los telegrafistas han captado unas radios. Sabemos que se trata del armisticio, que los alemanes han solicitado las condiciones de paz al GQG. El desenlace se acerca.
Una mañana, a eso de las seis, nos despierta un observador.
—Ya está. El armisticio será a las once.
—Pero ¿qué dices?
—Que el armisticio será a las once. Es oficial.
Nègre se levanta, consulta su reloj.
—¡Cinco horas más de guerra!
Se echa encima su capote, coge su bastón. Le pregunto:
—¿Adónde vas?
—Me voy para Saint-Amarin. Deserto, voy a ponerme a cubierto y os aconsejo que paséis estas cinco horas en el fondo de la más profunda zapa que encontréis, sin salir de ella. Regresad al vientre de la Madre Tierra y esperad su alumbramiento. Todavía no somos más que embriones, en puertas del mayor parto nunca visto. Dentro de cinco horas, naceremos.
—Pero ¿qué riesgo podemos correr?
—¡Todos! Nunca hemos corrido tanto riesgo, corremos el riesgo de recibir el último obús. Estamos aún a merced de un artillero de mala baba, de un bárbaro fanático, de un nacionalista delirante. ¿No creeréis, por casualidad, que la guerra se ha cargado a todos los imbéciles? Se trata de una raza que no perecerá. ¡Seguramente debía de haber un imbécil en el arca de Noé, y era el macho más prolífico de esa bendita embarcación de Dios! Escondeos, os digo… ¡Adiós! Volveremos a vernos en tiempos de paz.
Se aleja rápidamente, desaparece en la bruma de la mañana.
—En el fondo, tiene más razón que un santo —me dice el observador.
—Pues quédate conmigo. Aquí no hay que temer gran cosa.
Se tumba en el camastro de Nègre. Ningún ruido de guerra turba la mañana. Encendemos unos pitillos. Esperamos.
Las once.
Un gran silencio. Un gran asombro.
Luego sube un rumor del valle, le responde otro desde la vanguardia. Es un brotar de gritos en las naves del bosque. Se diría que la tierra exhala un largo suspiro. Parece desprenderse de nuestras espaldas un peso enorme. Nuestros pechos se han liberado del cilicio de la angustia: estamos definitivamente salvados.
Este momento enlaza con 1914. La vida se alza como un alba. El porvenir se abre como una avenida magnífica. Pero una avenida bordeada de cipreses y de tumbas. Algo amargo estropea nuestra alegría, y nuestra juventud ha envejecido mucho.
Durante años, a esta juventud se le señaló como único objetivo un horizonte coronado de estallidos. Pero sabíamos que este objetivo era inaccesible. La blanda tierra, ahíta de hombres, vivos y muertos, parecía maldita. Los jóvenes, los del país de Balzac y los del país de Goethe, a los que se obligó a dejar las facultades, los talleres o los campos, estaban provistos de puñales, de revólveres, de bayonetas, y se los lanzaba a unos contra otros para que se degollaran, mutilaran, en nombre de un ideal del que se nos prometía que la retaguardia haría un buen uso.
A los veinte años estábamos en los tristes campos de batalla de la guerra moderna, donde se fabrica cadáveres en serie, donde al combatiente sólo se le pide que sea una unidad del número inmenso y anónimo que hace los servicios de fatigas y recibe los disparos, una unidad de esa multitud a la que se destruía paciente, tontamente, a razón de una tonelada de acero por libra de carne joven.
Durante años, perdido ya nuestro valor y sin que nos animase ninguna otra convicción, se ha pretendido hacer de nosotros unos héroes. Pero nosotros éramos muy conscientes de que héroe quería decir víctima. Durante años se ha exigido de nosotros la gran aceptación que ninguna fuerza moral es capaz de repetir continuamente, a cada hora. Es verdad que muchos han aceptado su muerte, una o diez veces, con determinación, para poner fin a esto. Pero cada vez que veíamos que seguíamos con vida, tras haberla ofrendado como un don, nos sentíamos más acorralados que antes.
Durante años se nos ha mantenido delante de unos cuerpos desgarrados y putrefactos, ayer fraternales, de los que no podíamos dejar de pensar que estaban hechos a imagen de lo que nosotros seríamos mañana. Durante años, jóvenes, sanos, llenos de unas esperanzas demasiado pertinaces que nos atormentaban, se nos mantuvo en una especie de agonía, como el velatorio fúnebre, de nuestra juventud. Pues, para nosotros, que seguimos hoy con vida, sobrevivientes, el momento que precede al dolor y a la muerte, más terrible que el dolor y que la muerte, ya ha durado años…
Y la paz acaba de llegar de repente, como una ráfaga. Igual que la suerte a un hombre pobre y debilitado. La paz: una cama, ropas, noches tranquilas, proyectos que aún no hemos tenido tiempo de hacer… La paz: ese silencio que ha vuelto a hacerse en las líneas, que llena el cielo, que se extiende sobre toda la tierra, ese gran silencio de entierro… Pienso en los otros, en los de Artois, de los Vosgos, del Aisne, de Champaña, de nuestra edad, cuyos nombres no sabríamos ya decir…
Un soldado, al pasar, me suelta:
—¡Qué raro es todo esto!
Vienen a informar a nuestro coronel de que los alemanes están abandonando sus trincheras y avanzan a nuestro encuentro. El responde: «Dad orden de que no se les deje acercarse. ¡Que les disparen!». Tiene un aire furioso. Un secretario me explica: «Esperaba sus estrellas de general». Nuestra alegría debe de ofenderle.
A continuación decidimos ir también nosotros a festejar el armisticio a Saint-Amarin. Volveremos por la noche. Consideramos que el servicio de información no tiene ya informaciones que recoger ni que transmitir. Desde las once, ya no somos soldados, sino civiles a los que se retiene abusivamente.
Bajamos por los senderos bromeando alegremente. Vuuuuu… Nos arrojamos al suelo, contra los troncos. Pero, en vez de una explosión, oímos un estallido de risa.
—¡Pero qué idiotas!
El que ha imitado el silbido de un obús nos responde:
—¡No estáis acostumbrados aún a la paz!
Es cierto. Tampoco estamos acostumbrados aún a no tener miedo.
En Saint-Amarin, todo el mundo bebe, se interpela y canta. Las mujeres sonríen, son aclamadas y besadas.
Sé en qué café encontrar a Nègre, y hacia allí nos dirigimos directamente. En efecto, allí está. Se encuentra ya a todas luces un poco achispado. Se sube a la mesa, derriba los vasos, las botellas, y, para darnos la bienvenida, señalando a la multitud de soldados con un amplio gesto, proclama:
—¡El día mil quinientos sesenta y uno de la era hasta-el-final, resucitaron de entre los muertos, cubiertos de piojos y de gloria!
—¡Bien dicho, Nègre!
—Soldados, os felicito, habéis alcanzado vuestro objetivo: la Huida.
—¡Viva la Huida!
Nègre se adelanta, nos estrecha contra su corazón, nos instala en su mesa y llama al dueño:
—¡A ver, valiente alsaciano, que se ponga de beber a los vencedores!
Yo exclamo, en medio del jolgorio:
—Nègre, ¿qué piensa De Poculote de los acontecimientos?
—¡Ah! ¡Eso es otro cantar! ¿Sabes que le he visto? A las once en punto, me he hecho anunciar en casa del barón. Hace cinco años que esperaba este momento. Desde arriba me ha dicho: «¿Qué desea, sargento?». Pero yo le he dicho que se tranquilizara: «Mi querido general, vengo a informarle de que en adelante prescindiremos de sus servicios y dejaremos a la Providencia el cuidado de llenar los cementerios. Asimismo le informamos de que, durante el resto de nuestra vida, nos gustaría no oír hablar más ni de usted ni de sus apreciados colegas. ¡Queremos que no nos jodan más la Paz, la Paz, la Paz! ¡Rompan filas, general!».
Seis meses más tarde, el regimiento desfila por los barrios altos de Sarrebruck, donde los peludos han causado estragos sentimentales. Naturalmente han explotado el éxito con sus últimas energías.
En el balcón de una casa baja, una mujer encinta, cuyo aspecto y tez revelan su nacionalidad, sonríe un tanto candorosamente, señala su vientre y nos grita, con amistoso impudor:
—Bedit Franzose[51].
—¿Tú no crees —dice un hombre— que nos han calentado la cabeza con eso del «odio de las razas»?