III

El chemin des dames

El hombre en el combate es un ser en el que el instinto de conservación domina momentáneamente todos los sentimientos. La disciplina tiene por fin domeñar este instinto mediante un terror mayor.

El hombre se las ingenia para poder matar sin correr el riesgo de caer muerto. Su arrojo es el sentimiento de su fuerza, y ésta no es absoluta; delante del más fuerte, huye sin vergüenza.

TENIENTE CORONEL ARDANT DU PICQ

Estamos en Fismes, ciudad maldita, que tiene el aspecto hostil y triste de los grandes centros industriales. Es un núcleo de la industria de la guerra, rodeado de vías férreas, de andenes de llegada, de campamentos de marroquíes, de escuadrillas, un centro en el que convergen los interminables convoyes, las piezas de artillería, las ambulancias, etcétera. Largos rebaños de hombres hacen pensar en unas entradas de fábricas, en medio de los que se abren paso los automóviles de los generales, esos patronos de forjas. Las forjas rugen delante de nosotros, en las crestas, y sus yunques resuenan, duramente golpeados por los pesados martillos trituradores de carne.

Los acantonamientos se encuentran en un estado de suciedad asquerosa, pero no albergan, durante uno o dos días, más que gentes de paso, sacrificadas, por las que no es necesario tener ya consideración. Simples apriscos de ganado. Estamos en Fismes, la ciudad de la agonía.

Estamos en Fismes, la ciudad de los supremos desórdenes. Todas las plantas bajas son tiendas de comestibles que desbordan hacia la vía pública. Nunca hemos vistos tales pirámides de apetitosos embutidos, de cajas con etiquetas doradas, tal selección de vinos, licores, fruta. Pocos objetos: aquí no se compra lo que es duradero. Pero por todas partes hay bebidas y comida. Los mercantis nos tratan como a perros y nos anuncian los precios con aire desafiante. Nunca los hemos pagado tan caros y los soldados murmuran. Los vendedores les lanzan una mirada fría, implacable, que significa: ¿de qué servirá vuestro dinero si no regresáis? ¡Es cierto! Una detonación más fuerte hace decidirse a los más agarrados; cargan sus brazos de cosas y alargan sus billetes.

¡Bebamos y comamos, pues! Hasta reventar…

¡Pues hay que reventar!

Paro en la calle a un suboficial de artillería que conocí de civil. Es un muchacho alto y tranquilo, algo mayor que yo, con una limpia mirada de niño. En otro tiempo nunca le vi encolerizado, ni siquiera indignado. No parece haber cambiado. En un café donde nos hemos sentado, me intereso por su vida. Me dice que es observador destinado a la infantería y que vive en las trincheras con los infantes. Le pregunto:

—¿Conoces el sector?

—¡Demasiado lo conozco! Estuve en los ataques del 16 de abril.

—¿En qué lugar?

—Enfrente, delante de Troyon. Me fui para el frente con las tropas negras, el famoso ejército de Mangin[36].

—¿Es cierto que este ejército fue masacrado?

—Ya sabes lo que pasa. Cada uno no ve más que su parcela. Pero en la mía hubo una carnicería. Yo puedo hablar de ello, pues formaba parte de las olas de asalto al lado del coronel J… Del batallón con el que fuimos, no habían de volver más que una veintena de hombres.

—¿Cómo explicar nuestro fracaso?

—Pues de una manera muy simple: los boches nos esperaban. ¿Sabes que se preparaba el ataque desde hacía varios meses, que éste no era ningún misterio para nadie?

—Exacto. En los Vosgos se anunciaba que estábamos montando algo formidable en el Aisne, que Nivelle había decidido hundir el frente con su artillería. En resumen, el ataque masivo, a cara descubierta.

—¡Pues imagínate tú! Los boches también tenían artillería y divisiones. Las trajeron. Mientras nosotros hacíamos carreteras, pistas, depósitos de munición, ellos instalaban torretas blindadas para sus ametralladoras, construían atrincheramientos, subterráneos y blocaos de hormigón, plantaban nuevas redes. Tuvieron todo el tiempo del mundo para organizar su trampa. El día en que nuestras olas se desencadenaron, dieron palos de ciego. En dos horas, nuestra ofensiva fue parada en seco. En dos horas, teníamos de cincuenta mil a cien mil hombres fuera de combate. Nunca se sabrá el número exacto.

—¿Y tú, ahí dentro?

—Esperé en primera línea más de una semana el día del ataque. Las cuevas y los pueblos de los alrededores, Creutes, Marocaines, Paissy, Pargnan, etcétera, estaban atestados de tropas. Unos bonitos cañones pesados totalmente nuevos habían venido a tomar posiciones en el barranco, a trescientos metros de las trincheras. Hombres por todas partes, artillería, acarreos, una verdadera feria, vamos. Los boches dejaban hacer, pero sus aviones, que volaban muy bajo, descubrían tranquilamente todo aquel movimiento, nuestras piezas, nuestros depósitos, nuestros puntos de concentración… El 16 de abril, a las siete de la mañana, saltamos el parapeto. Al comienzo no encontramos ninguna resistencia, las primeras líneas vacías delante de nosotros. Atravesamos el resto de la planicie y bajamos al barranco alemán. Los boches habían evacuado y se habían parapetado en sus segundas líneas intactas, en las crestas siguientes. Dejaron a nuestras olas bajar la pendiente, llegar hasta el fondo. Entonces desencadenaron sus cortinas de fuego, artillería y ametralladoras. La gran ofensiva de Nivelle se rompió allí, a menos de un kilómetro de su punto de partida, sin haber establecido siquiera contacto con el enemigo.

—¿Y cómo os replegasteis vosotros?

—Por la noche.

—¿Estuvisteis todo el día encajando?

—No había manera de hacer otra cosa. Los que no estaban hechos pedazos se habían echado cuerpo a tierra en los cráteres de los obuses para escapar a las balas. No había que moverse. Habíamos ido literalmente a meternos justo en medio de un campo de tiro.

—¿Qué decía el coronel J…?

—¡No le llegaba la camisa al cuerpo! Había enviado varias veces a unos negros hacia la retaguardia para pedir refuerzos, pero no había vuelto a ver a nadie. Luego oímos ruido de granadas, los boches debían de contraatacar en los alrededores. El coronel me preguntó: «¿Conoce el sector?». «Bastante mal, mi coronel». «¡Qué le vamos a hacer! Vaya a llevar este sobre al general». Pone a mi disposición a un gran negro para acompañarme. Pero había que cruzar esa cortina de fuegos infernal. Nos arrastramos de socavón en socavón, reptando, saltando por encima de los cadáveres…

—¿Muchos cadáveres?

—¡Alineados, amontonados! No hay más que una expresión para traducirlo: caminábamos sobre fiambres… Al fin conseguí ganar el llano sin otro contratiempo que mi equipo seccionado por una bala; pierdo mi revólver, mi careta, mis gemelos… En el llano, tomamos por los ramales hacia el puesto de mando de la división, en una cueva del barranco de Troyon. La cueva estaba llena de oficiales, y se insultaban todos, del canguelo. ¡Aquello no tenía ni pizca de gracia! Alargo mi papel, lo leen y se ponen a insultarme también a mí: «En primer lugar, ¿de dónde vienes? ¿Dónde estabas?». «Con el coronel J…, mi general». «¡Eso es mentira! El coronel J… fue hecho prisionero a las nueve de la mañana…». ¡Menudos tíos locos! «No, mi general, acabo de dejar al coronel, que teme estar cercado y me envía a pedir refuerzos». «¿Qué refuerzos? Yo no tengo ya hombres…». «Quedan algunos territoriales»[37], dice otro. «Vamos a ver…». Espero, una hora quizás… Por fin se adelanta un capitán hacia mí, con aire de sospecha: «¿Estás seguro de encontrar al coronel J…?». «Creo que sí, mi capitán». «Pues, en ese caso, llevarás el destacamento que espera en la puerta». Fuera, al mando de un ayudante, encuentro a unos cuarenta territoriales, con el rostro descompuesto, cargados de cajas de granadas. Y los pobres tipos se ponen a insultarme: «¡Cerdo artillero, so c…! ¡Podrías haberte callado! ¿Qué quieres que vayamos a hacer nosotros allí? Ése no es nuestro sitio, el de unos hombres de nuestra edad…». ¡El follón que se armó! Yo les digo: «Si no queréis venir, quedaos. Pero yo tengo que volver». Su ayudante decide: «Ve tú por delante. Yo me quedaré detrás para obligarles a ir». Partí bajo el bombardeo, a la cabeza de los cuarenta veteranos, más muertos que vivos, que gemían y se paraban a cada veinticinco metros para deliberar. Llegamos por la noche, en el momento de replegarnos.

—¿Dejasteis vuestras bajas sobre el terreno?

—Por supuesto. Eramos unos cientos de sobrevivientes, y había miles de heridos y de muertos.

—¿Y luego qué pasó?

—¡Nada, se acabó! Los boches retomaron sus antiguas posiciones, sin resistencia por nuestra parte. Si hubieran atacado en serio a su vez, nos habrían echado del Chemin des Dames, de eso no cabe ninguna duda. Se limitaron a bombardearnos duro.

—¡Un verdadero desastre!

—Ni que lo digas. Un asunto vergonzoso, una empresa para arruinar al ejército francés.

—¿Fue ese desastre, en tu opinión, el que provocó los motines?

—Sin ninguna duda. Ya conoces la pasividad de los hombres. Todos están hasta el gorro de la guerra desde hace tiempo, pero van al frente. Para que las tropas se rebelaran fue preciso que se las llevara hasta el límite.

—¡Se habló de traidores!

—No te puedo decir nada al respecto, te cuento lo que vi. Han corrido, como siempre, infinidad de rumores contradictorios. Pero yo creo que todo tiene una explicación simple. Cuando se quiso obligarlos a atacar de nuevo, los soldados se sintieron perdidos, lanzados a la carnicería por unos incompetentes que estaban emperrados. La carne de cañón se rebeló, porque había chapoteado ya demasiado en los charcos de sangre y no veía otro medio de salvarse. La provocación fue de los jefes, de determinados jefes. Piensa que se ha fusilado a una pobre gente que había soportado ya años de miseria, y que ni un solo general ha sido juzgado. Había que haber buscado en los Estados Mayores a los responsables de la rebelión, que era la consecuencia de la masacre.

—¡Han corrido vagos rumores de que los políticos pusieron trabas a la acción militar y de que nosotros habríamos podido triunfar!

—¡No, no y no! Se dirá lo que se quiera, pero lo cierto es que la jornada del 16 de abril costó ochenta mil hombres al ejército francés. Tras semejante sangría, nadie podía plantearse seguir adelante. ¡Yo vi de demasiado cerca los efectos de la doctrina de esos locos furiosos!

—¡Todo esto no es muy alentador que digamos!

—¿Sigues creyendo que la guerra es una ocupación en la que la inteligencia tiene mucho que ver? Serías el único…

—De acuerdo. Sólo que nosotros vamos a subir al Chemin des Dames…

—No dejes que te afecte. Mira, yo he regresado. ¡Tomémonos otro trago!

En el acantonamiento discuto con dos agentes de enlace sobre cuánto durará el período de preparación que vamos a pasar en primera línea. Llega un ciclista con información muy fresca, espigada un poco por todas partes. Declara:

—No es una cuestión de tiempo, ni de que el ataque haya de tener éxito. Para ser relevados es preciso que las unidades sufran al menos el cincuenta por ciento de bajas.

Esta información supone para nosotros un mazazo. ¡La mitad de bajas! Pienso lo siguiente: estamos allí cuatro hombres, de los que ninguno tiene más de veinticinco años. Dos deben morir. ¿Quiénes? A mi pesar, busco en los otros signos de fatalidad, esos indicios que anuncian a los seres marcados por un destino trágico. Imagino sus rostros del color de la cera, pálidos, elijo en nuestro grupo a dos camaradas para hacer de ellos unos cadáveres…

Sin duda, este razonamiento puede ser, en realidad, falso y acaso podamos regresar los cuatro. Pero, ateniéndose a las cifras, es exacto.

Desde esta conversación, no puedo encontrarme en presencia de un hombre de nuestra unidad sin hacerme esta pregunta: ¿él o yo? Si quiero vivir, es menester que le condene resueltamente, que mate mentalmente a mi hermano de armas…

Es lo que se llama la guerra de desgaste.

Vamos para allí.

El regimiento atraviesa Fismes por última vez, con música a la cabeza, a paso cadencioso. Desfile macabro delante de unos civiles que están ya acostumbrados y se quedan allí sólo para ganar dinero.

De repente: «¡Presenten… armas! ¡Vista a la derecha!». En la loma hay un general con botas de charol, la mirada intrépida, la mano en el quepis. Algo me llama la atención en aquella mano: tiene el pulgar hacia abajo, el gesto del emperador en la arena antigua…

«¡Ave, compañero! Morituri te salutant».

Nos vamos acercando a los estallidos. A la entrada del pueblo de Euilly hay que cruzar un canal por un puente de madera, rodeado de ruinas que son el rastro de los bombardeos. Pasamos la Estigia.

A la salida del pueblo, la carretera está llena de embudos, los más recientes de los cuales se distinguen por el color de la tierra. Estamos bajo la amenaza de un tiro que puede en cuestión de segundos venírsenos encima. No hay más remedio que avanzar rápidamente. Nos cruzamos con unas ambulancias Ford, conducidas por americanos; rechinan, hacen ruido de ferralla, parece que vayan a volcar. Salen lamentos de ellas. Las bacas, levantadas por los tumbos, descubren unos heridos lívidos, con vendajes manchados de sangre.

Una calma momentánea nos permite alcanzar sin contratiempos el pie de un gran acantilado, un pliegue avanzado del Chemin des Dames. El comandante detiene al batallón para orientarse. Pero unos que pasan nos gritan que no nos quedemos allí. Atacamos la ladera, inclinados bajo nuestras cargas, ayudándonos con las manos en los lugares donde la pista es resbaladiza.

A veinte metros de la cima, encontramos la entrada de unas cuevas inmensas, con capacidad para varios batallones. Apenas han entrado los últimos hombres, el bombardeo se desencadena con furia por encima y por debajo de nosotros. Ya era hora.

Esperamos en esa cueva de ladrones nuestro turno para subir a las trincheras. Los obuses silban delante de las salidas, día y noche.

Dos de la mañana.

Acodado sobre un tablero, delante de un farol de gas, velo al fondo del refugio. Hemos hecho el relevo hace poco. El puesto de mando del batallón está instalado en una zapa muy larga, una estrecha galería, cortada en dos ángulos rectos, a diez metros bajo tierra. En esta zapa se albergan también secciones de reserva. Todo el mundo duerme, menos los vigilantes de las salidas y yo, que estoy separado de ellos por las revueltas, las escaleras y los bultos de los soldados tumbados por el suelo, amontonados unos sobre otros, doblados, cubiertos por las sombras, inmóviles como muertos. La zapa alberga a un centenar de hombres, sobre los que habría que caminar para pasar. Siento sobre mí el peso de estos hombres, de su confianza, que me produce una impresión de soledad. Algunos se debaten en un sueño pesado, tienen sobresaltos nerviosos, lanzan gritos de angustia que me estremecen.

Mi espíritu, que vive débilmente, que vela sobre estos espíritus apagados, medita: estamos en el Chemin des Dames. Leo en un plano nombres conocidos: Cerny, Ailles, Craonne, nombres terribles… Estudio nuestra posición. Nuestras primeras líneas se encuentran, a lo sumo, a cien metros por delante de nosotros, y, detrás, no tenemos más que cincuenta metros de distancia antes del barranco, al que los alemanes tratan de lanzarnos. En la parte baja de este barranco está la llanura, hasta donde se pierde la vista, una llanura tan removida, tan desolada, que se diría un mar de arena (la he observado al venir a reconocer el puesto de mando). El enemigo ha desencadenado últimamente violentos ataques para asegurarse definitivamente la cadena de las planicies, y estos ataques han progresado. En el punto que nosotros defendemos nos quedan ciento treinta metros de profundidad para encaramarnos a las crestas. Estamos a merced de una gran acción bien llevada. Aquí, en el fondo del refugio, si la primera línea afloja, nos veremos impotentes —con cincuenta escalones que subir—, atrapados o asfixiados por las granadas. La situación no es precisamente alegre…

Las tres… Calma absoluta…

Recibo un bastonazo en la cabeza que me hace vibrar los tímpanos, que provoca esa desazón interior que conozco demasiado. Un viento brutal me abofetea, apaga el farol de gas y me sume en una oscuridad de tumba. El machaqueo se abate, perfora sobre nosotros con furia, hace crujir los armazones de la zapa. Busco unas cerillas, vuelvo a encender el farol, con temblores de alcohólico. Arriba es el aplastamiento. El bombardeo alcanza una intensidad inaudita, adquiere una cadencia de ametralladora, regular, como una sordina sobre la que se desatan las explosiones profundas de los grandes proyectiles, con cohetes retardados, que nos buscan bajo tierra.

Mis camaradas, protegidos por el espeso talud que amortigua los sonidos, siguen sumidos en el sueño, agotados, como soldados que duermen en cualquier parte. Yo escucho, espero. Les dejo un poco más de inconsciencia, soporto solo la angustia. La violencia del tiro anuncia sin duda un ataque. ¿Cómo pueden aguantar las secciones de línea?… Habrá que batirse. ¿Batirse? Amartillo mi pistola automática.

Una fuerte detonación hace vacilar de nuevo la llama. Luego me llegan unos gritos enloquecidos desde el fondo de la sombra: «¡El gas! ¡El gas!». Entonces sacudo a los que me rodean: ¡el gas! Nos ponemos las caretas. Los hocicos de cerdo nos vuelven monstruosos y grotescos. Estamos sobre todo en un estado lamentable, la cabeza doblada sobre el pecho. Ahora, cien hombres, en esa zanja, escuchan cómo se lleva a cabo la destrucción encima de ellos, en ellos, escuchan las sugestiones del miedo que destroza los nervios. ¿Será esta vez, dentro de un instante, cuando muramos, como se muere en el frente, desgarrado?

Nos llegan otras voces:

—¡Haced correr la voz de que hay una entrada desfondada!

El torpedo ha enterrado a los dos vigilantes. Comienza el horror…

—¿Qué vigilantes?

Esperamos sus nombres, como números de una lotería fúnebre. Es preciso ponerse a trabajar inmediatamente para sacar los cuerpos.

El comandante ocupa un nicho lateral, una pequeña cabina subterránea, que comparte con su ordenanza. Se le oye preguntar:

—¿Qué coño pasa?

—No lo sé, mi comandante.

—Enviad a los agentes de enlace.

Unos hombres retroceden bruscamente, se ocultan, unos hombres que tiemblan. El ayudante se enfada:

—¡El enlace, vamos, deprisa!

Los mismos hombres reaparecen con rostros de espanto.

—Id a las compañías, en pareja.

—¡Se nos van a cargar sin falta!

—Esperad cerca de la entrada a que esto se calme un poco —deja caer.

Van a apostarse.

¡Las ametralladoras!… Las ametralladoras tabletean. El ruido de las terribles máquinas domina a todas las demás, produce cortes en el bombardeo… Guardamos silencio, con el corazón en un puño: es ahora cuando empieza la partida…

—¿Han vuelto los agentes de enlace?

—Aún no, mi comandante.

—¡Que manden a otros!

—¡Está loco!

Dos hombres pálidos se alejan lentamente, encorvados. El brigada levanta el dedo, aguza el oído:

—¡Se diría que esto afloja!

Sí…, en efecto. El bombardeo disminuye. Las ráfagas suceden al fragor. Pero, en ese sector desconocido, no podemos sacar ninguna conclusión.

Se oye a alguien precipitarse escaleras abajo. Dos agentes de enlace vuelven, chorreantes de sudor, los ojos de mirada vaga. Informan al comandante:

—Los boches han salido delante de la Novena. Se los ha parado.

—¿Han sufrido mucho daño las compañías?

—Bastante, mi comandante. Han caído varios obuses en la trinchera. Piden a los camilleros.

—¿Han alcanzado a Larcher?

—No, mi comandante. Dice que no corre peligro por el momento y que, si los boches vuelven, se les recibirá.

¡Salvados, por esta vez! Llegan los estadillos de bajas: once hombres fuera de combate en la Novena y siete en la Décima.

Hacia las nueve, aprovechando una tregua, el capitán ayudante mayor del comandante va a visitar el sector. En su ausencia, se reanuda el bombardeo. Le traen herido, al parecer de gravedad. El médico militar del batallón viene a vendarle, y se lo llevan. La serie de desgracias continúa… Nos quedamos con el comandante. De sus medidas dependerá nuestra suerte. Su actitud en los sectores tranquilos era más que prudente, hacía sonreír. Es quizá un bien: no nos comprometerá en acciones temerarias.

El bombardeo prosigue, al ralentí.

Esta segunda noche he tenido que ir al avituallamiento, a la punta del barranco de Troyon, y vuelvo cargado de chuscos dentro de una lona de tienda. Un racimo de torpedos nos sorprende justo delante de la entrada del refugio. Al resplandor de un cohete, reconocemos a Frondet, de guardia, que se santigua en el momento de las explosiones, como una vieja durante la tormenta. Al precipitarse hacia las escaleras, mis camaradas ríen. Pienso: «¡Reza, intercede, recupérate como puedas, pobre abuelo!». Frondet, de treinta y tres años, es un hombre bien educado que ocupaba en el extranjero un puesto importante en la industria, y ha conservado hasta ahora sus buenos modales. Sufre sin quejarse de la promiscuidad que impone la guerra y de la tosquedad de sus compañeros. Pero su compasión, que es conocida, no le salva del miedo. Determinados días parece un anciano. Y tiene ese rostro surcado de arrugas, esos ojos tristes, esa sonrisa desesperada de aquéllos a quienes corroe una idea fija. Cuando el miedo se vuelve crónico, hace del individuo una especie de monomaniaco. Los soldados llaman a este estado «la negra». En realidad, es una neurastenia consecutiva a un agotamiento nervioso. Muchos hombres, sin saberlo, son unos enfermos, y su estado febril los lleva tanto al rechazo de la obediencia, al abandono del puesto, como a temeridades funestas. Determinados actos de valor no tienen otro origen.

Frondet se aferra a la fe, a la oración, pero he comprendido a menudo, ante la conmovedora humildad de su mirada, que no sacaba de ello un consuelo suficiente. Le compadezco en secreto.

Vivimos desde hace dos días apretados unos contra otros, en esa zanja en la que el aire está viciado por los alientos, los sudores resecos, que huele a agrio y a orina.

Varias veces al día se desencadenan furiosos bombardeos, sin causa aparente. Su amenaza pesa sobre nosotros y no nos deja estar nunca tranquilos. Nos tememos siempre un ataque, vernos obligados a salir para sostener una lucha desesperada, oír gritar en alemán en las salidas o estallar granadas en las escaleras. No vemos nada, dependemos absolutamente de las compañías que se baten delante de nosotros.

Los alemanes no se han dejado ver más. Pero, a la menor inquietud, en ese frente donde los combatientes están nerviosos, en guardia, las líneas piden la artillería, que escupe al primer cohete e inflama al punto una extensa zona. La alerta se propaga como un reguero de pólvora. En cuestión de minutos, la erupción recubre una parte de las mesetas. Nunca reina una calma absoluta, los torpedos no cesan jamás su pesado trabajo, tan funesto para los nervios, y caen un poco por todas partes. El número de víctimas aumenta.

El comandante ni siquiera ha reconocido su sector y no sale de su cabina. A excepción del ayudante que recibe sus órdenes, nadie le ha visto. Se alivia en una marmita, que el ordenanza va a vaciar sobre el parapeto. Le preparan sus comidas con una lámpara de alcohol, y debe de pasar la mayor parte del tiempo tumbado en su litera. Ha perdido toda dignidad, ni siquiera salva las apariencias. Demasiado sabemos lo que nos pasa a nosotros para juzgarle con excesiva severidad, pero estamos indignados porque expone inútilmente a su enlace. Despacha a los correos de dos en dos bajo los obuses y lanza a los equipos uno tras otro, sin dar tiempo a los primeros a cumplir su misión. Estos hombres no pueden traer ninguna información importante, y los jefes de las unidades serían los primeros en pedir ayuda si la necesitaran. Tenemos la impresión de que nuestro comandante, que no está a la altura de sus funciones, nos haría matar estúpidamente a todos, que el miedo le enloquece, sin privarle de los derechos que le conceden sus galones. Consideramos que nuestro batallón no tiene ya jefe, lo que acaba por desorientarnos. Felizmente, conocemos el valor, las agallas de los tres comandantes de compañía, que saben enjuiciar una situación y permanecen de pie, en medio de sus hombres, en la trinchera. Los tenientes Larcher, de la Novena, y Marennes, de la Décima, ambos de unos veintiséis años de edad, rivalizan en intrepidez. El primero está siempre en el sitio más expuesto de su sector. El segundo informa a los correos, se sienta sobre el parapeto para observar las posiciones alemanas. En cuanto al capitán Antonelli, de la Undécima, se pone hecho una furia en la acción, que le llevaría sin duda a la primera línea de un contraataque, y, mayor en edad que los otros dos, no querría mostrarse inferior a ellos. Los tres son capaces de dejarse matar antes que entregar su trinchera y animan a sus hombres. Ellos suplen la incapacidad del jefe del batallón, reciben sus órdenes con desprecio y se ponen de acuerdo respecto a las medidas que hay que tomar. Nosotros contamos con ellos.

Se ha descubierto, en una zapa de primera línea, los cadáveres de algunos de los hombres del batallón que nosotros relevamos. Se supone que estos hombres han muerto de asfixia, tras haber inhalado gases.

Tengo en mis manos una pequeña Kodak de bolsillo, encontrada encima de uno de ellos. Me dan ganas de quedármela porque este aparato pertenecía al subteniente F. V… (me entero así de su muerte), al que conocí un poco en la facultad, donde estudiaba letras. Pero pienso que mi gesto sería mal interpretado. Devuelvo la Kodak al montón de los despojos, aunque dudo que llegue a los parientes. Otros tendrán quizá menos escrúpulos que yo, sin la excusa del recuerdo.

Más tarde, meto el aparato debajo de los otros objetos. No es que siga despertando mi codicia. Pero me recuerda a su propietario. F. V… inspiraba las más grandes esperanzas, y esta muerte es conmovedora porque ha golpeado, a cien metros de aquí, a un ser al que estaba unido antes de la guerra. La muerte de quienes hemos conocido en la guerra, por triste que sea, no tiene la misma significación, las mismas resonancias.

Nuestra artillería pesada procede a unos tiros metódicos de destrucción, a razón de un obús cada cinco minutos. Impacta demasiado cerca: los 155 y los 220 caen en nuestras líneas casi invariablemente. Un sargento es proyectado por los aires, tenemos heridos. No faltan motivos para creer que durante los bombardeos recibimos los obuses de los nuestros. Constantemente acuden hombres, profiriendo insultos para pedir que se haga un tiro más largo. Nosotros multiplicamos los mensajes y las señales. No sirve de nada. Un subteniente viene a nuestro encuentro, indignado:

—¡Es una vergüenza! ¿Dónde están los oficiales de artillería pesada? No hemos visto en ningún momento a ninguno, y no podemos hacer nada más.

—¡Menuda panda de asquerosos! ¡Temen mancharse las botas! ¡Su cuero no vale más que el nuestro!

Se van, con lágrimas de rabia. El tiro prosigue, regular, estúpido, abrumador. Esta prueba, al menos, debería ahorrárseles a los hombres de la trinchera.

Un dolor extraño me despierta.

Estoy acostado, con las piernas encogidas, en un estrecho refuerzo, bajo una tabla que sostiene papeles, mapas, equipos. Estoy acostado en la sombra, olvidado, sobre una pila de sacos terreros que se encontraban allí.

Tengo esta primera noción, instantánea: el bombardeo ruge con furia. La segunda me viene del dolor, que se localiza y me espanta. Pero no es nada…, no hay que perder la cabeza…, ya se pasará. Sin embargo, he de rendirme a la evidencia: tengo cólicos. Tendré que salir. ¿Salir?… Arriba, aquello es un infierno. El refugio se ve sacudido por el mar de fondo de los grandes proyectiles y cruje, como un navio en la tempestad. El rumor del fuego graneado llega mediante tufaradas… ¡No puedo salir!

Es un drama oscuro, un drama ridículo, en el que tal vez me vaya la vida… Mis entrañas fermentan, se hinchan, ejercen un empuje que va a hacer ceder los músculos. Mi cuerpo me traiciona… ¡Vamos, hay que ir!… ¿Arriba?… Pienso en las letrinas, cerca de la salida donde caen los torpedos. Imagino la noche estridente, cegadora, las llamaradas de fuego, los roncos soplos que se perciben una décima de segundo antes de la llama… ¡No puedo, no puedo ir! Vamos, uno no se juega la vida por un simple cólico, se controla. ¡No, sería demasiado necio!

Solo, con las rodillas encogidas, las manos apretadas sobre el vientre, los ojos cerrados, lucho con todas mis fuerzas, sobrehumanamente. Me retuerzo, transpiro y ahogo mis lamentos. No he aguantado nada peor en mi vida. Y se prolonga… ¿Aguantaré? Debo, quiero aguantar…

«¡Pero ve, pues!». Me veo volver simplemente, una vez hecha la cosa, volver liberado, intacto y orgulloso, como tras una hazaña (¿acaso no sería una?). Me veo, el rostro tranquilo, la carne apaciguada, pensando: bastaba con atreverse… «¡Pero sabes perfectamente que no irás!». No, no iré…

Este bombardeo no acabará nunca…

Me debilito. Los anillos musculares se distienden, las válvulas van a saltar. Mis articulaciones están anudadas por el esfuerzo, como por un acceso de reumatismo. ¡No puedo seguir más aquí!

Me distiendo lentamente, me incorporo, atravieso esta lúgubre cripta, con el cuerpo doblado, aguantando ese vientre de plomo que hace flaquear mis piernas, tanteando las paredes y buscando un espacio, entre los hombres tumbados, para poner mis pies. Me detengo varias veces, pataleando en el sitio, para resistir a un ataque más violento.

Tras la parte central, cuando se ha doblado a la derecha, se inicia una larga pendiente que sube a la superficie. Aspiro el aire más fresco, pero acre, y los estallidos se tornan más secos. Se distingue el gluglú de los 210 que van a lo lejos y las aceleraciones de caída de los que se precipitan en el barranco. Breves ráfagas de ametralladoras. Débiles chirridos que deben de ser de granadas. El ariete de los torpedos y sus lentas explosiones de minas en una cantera…

Bruscamente, un fulgor, que parece llegar por un tragaluz, ilumina el refugio e indica la entrada, el final del túnel a quince metros. Luego es una luz extraña de claro de luna, el tiempo de un cohete luminoso. Esta visión me deja parado, en la sombra, y titubeo como un paciente en la puerta del dentista. Me parece que estoy mejor. Sí, estoy mejor, he hecho bien en andar… Pero los retortijones se reanudan. Sigo avanzando un poco y choco, en la noche, con los dos vigilantes, que han entrado para refugiarse.

—¿Adónde vas?

—A las letrinas.

—¡No es momento de ir a hacer tus necesidades! Si no, escucha. En este rincón no paran de darnos.

—Sí…, ¿tú crees?

Me acuclillo sobre una caja. Los resplandores tan próximos me infunden fuerzas renovadas para resistir. Los vigilantes prosiguen:

—Puedes estar seguro de que los boches han localizado el lugar en las fotos de la aviación. ¡Cómo atacan los cabrones! Es una idiotez dejar a hombres fuera, pues no se ve nada. Hay explosiones por todas partes, uno no sabe ya dónde están las primeras líneas.

Los lanzamientos se vuelven más espaciados, más escasos. Voy a probar suerte.

—Prepárate —me dicen los otros—. ¡Vamos, rápido!

Salgo, desabrochado, inclinado. Encuentro la tabla y me agacho, con los ojos cerrados. Todas mis facultades están concentradas en mis oídos, encargados de detectar el peligro, de seleccionar los sonidos.

Vuuuuuuu… Doy un brinco, con el pantalón cogido con las manos, hasta la entrada. El torpedo estalla muy cerca, la ventolera silba por encima de mí, las esquirlas se incrustan en la tierra.

—¿No te han alcanzado? —exclaman los vigilantes, inquietos.

—No —digo yo, entrando.

—¡Ya te digo yo que te lo corta! ¡Es jodido no tener tranquilidad ni para eso!

He de volver… Espero de nuevo. La noche pierde su claridad, su sonoridad. El estruendo se espacia, se reparte. Aprovechemos. La segunda sentada es más prolongada, ningún proyectil me molesta.

Vuelvo al refugio y me quedo con los vigilantes, agotado, preparándome para sufrir un nuevo ataque del mal burlón. Tengo el cuerpo vacío y débil, el fresco de la mañana me hace tiritar. Acabo de sufrir en vano, ridículamente.

Los otros se quejan:

—¿Es que van a dejarnos mucho más tiempo aquí?

Mucho más tiempo, me temo. Es decir, algunos días. Pero los días se hacen interminables en este sector de condenados a muerte, a los que sólo el azar puede perdonar la vida.

La furia de la artillería no hace sino ir en aumento. Día y noche, ya no tenemos ningún descanso moral. Día y noche, los picos enloquecidos ahondan sobre nosotros, cada vez más profundamente. Día y noche, los proyectiles se ensañan con ese trozo de terreno que debemos defender. Comprendemos que se prepara un ataque, que es necesario un desenlace a toda esta furia. Comprendemos que dos estados mayores han entablado en estas planicies una lucha que pone en juego su vanidad y su reputación militar, que de esta conquista dependen el ascenso de uno y la desgracia del otro, que este ensañamiento, que no es sino desesperación entre los soldados, es cálculo ambicioso de algunos generales alemanes, que cada día miden sobre un mapa cuántos centímetros los separan aún de ese objetivo que tienen el orgullo de alcanzar, que están indignados por el estancamiento que nosotros les imponemos y lo achacan a la falta de valor de sus tropas. Comprendemos que son necesarios, por uno y otro bando, muertos y más muertos para que el que ha tomado la iniciativa de la batalla se espante de las bajas y cese su empuje. Pero sabemos que hacen falta verdaderamente muchas víctimas para asustar a un general, y el que se obstina delante de nosotros no está aún próximo a renunciar.

Las grandes ofensivas del frente, calmadas por todas partes, dejan disponible una enorme cantidad de material que hace muy mortíferas las acciones locales. Desde Verdún, el bombardeo intensivo de la artillería se ha convertido en el método corriente. El menor ataque se ve precedido por un machaqueo que tiene por finalidad nivelar las defensas adversarias, diezmar y aterrorizar a las guarniciones. Con un buen reglaje de estos tiros, hay hombres que salvan la piel sólo porque es imposible lanzar obuses por todas partes. Los que han logrado salir con vida están dominados por una especie de locura.

No conozco efecto moral comparable al que provoca el bombardeo en el fondo de un refugio. La seguridad se paga allí con una sacudida, un desgaste de los nervios que son terribles. No conozco nada más deprimente que ese sordo martilleo que le acosa a uno bajo tierra, que le mantiene hundido en una galería maloliente que puede convertirse en la propia tumba. Para subir a la superficie, se requiere un esfuerzo del que la voluntad se vuelve incapaz si no se ha superado esa aprensión desde un principio. Hay que luchar contra el miedo desde los primeros síntomas, si no se cae presa de su hechizo, y entonces uno está perdido, se ve arrastrado a una debacle que la imaginación precipita con sus espantosas invenciones. Los centros nerviosos, una vez trastornados, mandan a contratiempo y traicionan incluso el instinto de conservación por medio de sus decisiones absurdas. El colmo del horror, que se añade a esta depresión, es que el miedo deja al hombre la facultad de juzgarse. Éste se ve en el grado extremo de la ignominia y no puede levantarse, justificarse a sus propios ojos.

Yo estoy en ello…

He caído al fondo del abismo de mí mismo, al fondo de las mazmorras donde se oculta lo más secreto del alma, y es una cloaca inmunda, una tiniebla viscosa. Esto era yo sin saberlo, esto soy: un tipo que tiene miedo, un miedo insuperable, un miedo a implorar, que resulta aplastante… Sería preciso, para que yo saliera, que se me obligara a ello a golpes. Pero creo que aceptaría morir aquí para no verme forzado a subir los escalones… Tengo miedo hasta el punto de no aferrarme ya a la vida. Por otra parte, me desprecio. Contaba con mi autoestima para sostenerme y la he perdido. ¿Cómo podría seguir mostrando seguridad, sabiendo lo que sé de mí, querer destacar, brillar, después de lo que he descubierto? Tal vez engañase a los demás, pero sabría perfectamente que miento y esta comedia me repugna. Pienso en Charlet, que me inspiraba compasión en el hospital. Yo he caído tan bajo como él.

Ya no como, tengo el estómago encogido y todo me da asco. Sólo tomo café y fumo. Ya no sé, en esta noche perpetua, cómo transcurren los días. Permanezco delante de mi tablero, inclinado sobre unos papeles; escribo, dibujo y velo una parte de las noches para asegurar una permanencia. Unos hombres, a los que prefiero no ver, me empujan al pasar, y unos heridos gritan en el rincón donde se los deposita provisionalmente. Me enfrasco en tareas inútiles. Pero no escucho más que los obuses, y mi temblor interior responde al gran temblor del Chemin des Dames.

Creo que si tuviese la suficiente voluntad para salir y atravesar la cortina de fuegos, me liberaría de esta obsesión, como una vacuna muy peligrosa inmuniza por un tiempo a los que la soportan. Pero carezco de esta voluntad, y si la sintiera en mí, no estaría tan abrumado. Luego habría que volver a hacerlo cada día.

He interrumpido incluso las funciones de mi cuerpo: ya no siento la necesidad imperiosa de ir a las letrinas. Paso las horas de descanso en mi rincón, oculto a las miradas, escuchando los ruidos del exterior, y recibo en el pecho todos los impactos del bombardeo. Tengo vergüenza de esta bestia enferma, de esta bestia echada en que me he convertido, pero todos los resortes se han roto. Tengo un miedo abyecto. Es para escupirme a mí mismo.

He encontrado una botella vacía debajo de los sacos terreros de mi camastro, un frasco con su tapón, y mi cobardía se ha alegrado por ello. Periódicamente, me vuelvo de lado y meo dentro de la botella, a chorritos, para que nadie sorprenda mi manejo inconfesable. Mi preocupación durante el día no es otra que vaciar lentamente la orina, hacerla absorber por la tierra, ¡ah, soy un cerdo!

La muerte sería preferible a este degradante suplicio… Sí, si esto fuera a durar mucho tiempo más, preferiría morir.

Mi espíritu me atormenta:

—¡Eres tan cobarde como el comandante!

—Pero no soy comandante…

—¿Y si lo fueras?

—Se impondría el amor propio, creo.

—¿Y qué haces con tu amor propio de soldado?

—No lo he comprometido libremente. Y no siento la obligación de dar ejemplo.

—¿Y tu dignidad, cabo?

—¿A qué vienen todas estas preguntas?

—A que la guerra está en estas preguntas, en este conflicto interior. ¡Cuanto más capaz eres de pensar, más debes sufrir!

A la miseria física se suma la miseria moral, que mina al hombre y le disminuye: «Elige entre el envilecimiento y los obuses».

Hay que sufrir ambos…

CONFIDENCIAL

Documentos adjuntos: una orden de operaciones y un plan.

Del coronel Bail, comandante del poj R. I. para el jefe de batallón Tranquard, comandante del tercer batallón del 903.

El jefe de batallón Tranquard tomará inmediatamente las medidas para atacar. Dos compañías participarán en el ataque. La compañía de reserva será concentrada en la trinchera de Franconia, lista para reforzar las tropas de asalto.

Objetivo: la trinchera de los Casques, del punto A al punto B, indicados en el plano.

Hora H: 5.15 horas.

Las unidades deberán estar en el sitio a las 4.30 horas. La preparación de la artillería comenzará a las 5 horas.

El jefe de batallón Tranquard se adaptará a las medidas detalladas en la orden de operaciones en lo concerniente a los enlaces laterales, las señales, el suministro de municiones, la evacuación de los heridos, etcétera. Pero tomará todas las medidas que pudieran exigirle la naturaleza del terreno o circunstancias especiales, medidas que considere que pueden contribuir al éxito de la operación.

El jefe de batallón Tranquard mantendrá al coronel al corriente de los preparativos y le confirmará a las 4.30 horas, mediante las señales convenidas, que su unidad está lista para entrar en acción.

El coronel comandante del 903 R. I.

BAIL

Y de puño y letra del coronel: «Se trata de ganar el trozo, la División de Infantería, lo considera de suma importancia. Cuento para ello con el tercer batallón».

Son las diez de la noche. Inclinados, leemos por encima del hombro del ayudante el siniestro documento que el comandante acaba de comunicarle.

La sentencia de muerte, la sentencia de muerte para muchos… Nos miramos, y nuestras miradas delatan nuestro desamparo. Nos falta el valor de decir una palabra. Los agentes de enlace se retiran, encargados de difundir la trágica noticia.

Ésta no tarda en correr a lo largo del subterráneo, despierta a los durmientes, anima la sombra de cuchicheos, endereza los cuerpos tumbados, que tienen sobresaltos de moribundos.

—¡Atacamos!

Luego hay un pesado silencio. Los hombres vuelven a caer en la inmovilidad, se refugian en la oscuridad para hacer muecas de dolor.

Todos permanecen estupefactos, anonadados, con un nudo de angustia en la garganta: ¡atacamos! Cada uno se aísla con sus presentimientos, su desesperación, se tranquiliza, fuerza a su carne indignada, rebelada, lucha contra las visiones espantosas, contra los cadáveres… Da comienzo la velada fúnebre.

—¡Rápido, las órdenes!

Escribo. Escribo lo que me dicta el brigada, palabras que preparan la matanza de mis camaradas, quizá la mía. Me parece que me convierto en cómplice de esta decisión. Calco así varios planos para los comandantes de compañía, sobre los que trazo, con lápiz rojo, una raya que delimita el objetivo. Como un oficial de estado mayor… Pero yo estoy metido en el ajo…

Parten las órdenes. Ya nada ocupa mi mente. Afronto la hora H. También para nosotros la jornada será dura, habrá sin duda que salir adelante.

Se va a atacar: se va a morir. ¿Daría yo mi vida por la trinchera de los Casques? ¡No! ¿Y los otros? ¡Tampoco! Y sin embargo decenas de hombres van a entregar su vida, a la fuerza. Cientos de hombres, que tanto desean no batirse, van a atacar.

No tenemos ya ilusiones sobre el combate… Una sola esperanza me sostiene: ¡tal vez no esté obligado a batirme, una esperanza vergonzosa, una esperanza de hombre!

Consigo dormir un poco.

El ayudante de batallón se reúne con nosotros, y adivinamos en su aire incómodo que se trata de algo serio.

—¡El enlace también va! —declara rápidamente.

—¿Estás loco? —responde uno de sus compatriotas, que le tutea.

—Lo ha decidido el comandante.

—¡Qué cerdo! ¿Y de qué servirá?

—¿Vamos todos?

—No, una mitad irá con las compañías. La otra mitad se quedará aquí para llevar las órdenes. ¿Cuántos sois?

—Sin incluir los señaleros, los ciclistas y los ordenanzas, somos ocho hombres disponibles.

—¿Quién quiere ir con las compañías?

Nadie responde. El ayudante nos divide entonces en dos grupos. Pero en el momento de señalar, de condenar, siente ocho miradas clavadas sobre él. Baja la cabeza, no puede tomar la decisión.

—¿Queréis que lo echemos a suertes?

Nada que objetar. Aceptamos. Corta dos trozos de papel, de desigual longitud, y los esconde detrás de su espalda.

—¿Qué decidimos? El corto va a la línea, el largo se queda aquí. ¿De acuerdo?

—Sí.

Presenta a Frondet dos hojas delgadas que sobresalen de su puño cerrado. Nos fijamos todos en ese puño que encierra nuestros destinos, cuatro vidas. Frondet adelanta la mano, duda…

La explosión de un torpedo, que cae sobre el refugio, agacha la llama del farol de gas. Nos estremecemos. Frondet retrocede bruscamente:

—¡Saca tú! —me dice.

Yo arranco un papel que los de mi grupo miran estupefactos: es el corto. Al abrir la mano, el brigada nos lo confirma. Hay un instante penoso para todos.

—¡Bueno, asunto concluido! —digo con un aire tan indiferente como es posible y esa sonrisita que quiere decir: ¡a mí ya me da igual!

Los afortunados se alejan, por pudor. A fin de no ser testigos de nuestros pobres esfuerzos por conservar una actitud firme. A fin de evitarnos el espectáculo cruel de su satisfacción.

Mis tres camaradas son Frondet, Ricci y Pasquino. Intuyo que están resentidos conmigo porque he sacado el número malo. Fanfarroneo una vez más, tanto con ellos como con el ayudante que observa el dominio de nosotros mismos:

—Ya veréis como todo irá bien. Hemos salido de otras, ¿no?

Nadie se llama a engaño respecto a este aplomo, y yo voy a agazaparme en mi rincón para pensar en mí, para desfallecer a mis anchas.

Son las tres de la mañana. No tardaremos en abandonar el refugio. Me ocupo de mi equipo, de poner el máximo de probabilidades de mi lado. Sé que la libertad de movimiento es de suma importancia. Como estamos en verano, decido dejar aquí mi capote y mi segundo zurrón. Caminaré con mi zurrón de los víveres, mi cantimplora llena de café, mi careta y mi pistola. La pistola es la mejor arma para el combate de cerca. La mía contiene siete balas y tengo un cargador de recambio en mi bolsillo izquierdo. Enfrentarse a un alemán no me espanta mayormente: es un duelo en el que entran la habilidad y la astucia. Pero el bombardeo, el tiro de la cortina de fuegos, las ametralladoras…

Por si acaso, cogeré unas granadas en la trinchera. No me gustan las granadas. Sin embargo…

¡Pero no es posible que esté ocurriendo algo así!… ¡Ah! Mi paquete de vendas…

Ahora, a mi alrededor, los hombres se equipan igualmente, con exclamaciones violentas, en un entrechocar de objetos y de armas.

De repente, el comandante, venido de no se sabe dónde, que transforma en una realidad inmediata esa obsesión que nos horroriza, pone fin a las últimas demoras:

—¡Afuera!

Frondet se encuentra mi lado, muy pálido; tenemos que marchar juntos. La fila nos atrapa y nos arrastra con una irresistible fuerza de multitud. Al subir la escalera, me doy con la pierna derecha contra una caja de granadas. Tengo un momento de vacilación, un parón, provocado por el dolor.

—¿Qué, tienes el canguelo? —gruñe una voz detrás de mí, y me empuja con esa brutalidad fruto de la rebelión y que da a los soldados una apariencia de valor.

Ésta grosería me ofende. Respondo:

—¡Cierra el pico, imbécil!

La disputa me hace bien, la ira me estimula un poco.

Afuera.

La noche que muere sigue iluminada por cohetes, gélidos resplandores que nos deslumbran y nos dejan acto seguido un turbio caos. Nuestra atención se ve ocupada por la marcha, la acción. Es tan fuerte la costumbre, está tan bien organizada la esclavitud, que nos dirigimos en buen orden, dócilmente, al único lugar del mundo donde no quisiéramos ir, con una precipitación maquinal.

Llegamos rápidamente a primera línea. Frondet y yo vamos a presentarnos al teniente Larcher, que manda la novena. Desde el fondo de su refugio, nos responde:

—Quedaos ahí, en la trinchera, con mi enlace.

Despunta el día, ilumina tristemente esos campos silenciosos, deslucidos y devastados, donde todo es destrucción y podredumbre, ilumina a esos hombres lívidos y taciturnos, cubiertos de harapos fangosos y sangrantes, que tiemblan con el frío de la mañana, con el frío de su alma, esos asaltantes aterrorizados que suplican al tiempo para que se detenga.

Tomamos aguardiente, de un gusto insulso como sangre, ardiente en el estómago como un ácido. Es un infecto cloroformo para anestesiarnos el espíritu, que sufre el suplicio de la aprensión, esperando el de los cuerpos, la autopsia en vivo, los bisturíes mellados de hierro colado.

4.40 horas. Esos minutos que preceden al bombardeo son los últimos de la vida para muchos de nosotros. Nos tememos, al mirarnos, adivinar ya las víctimas. En cuestión de instantes, unos hombres estarán desgarrados, tendidos, serán unos fiambres, objetos repulsivos o indiferentes, sembrados en todos los cráteres de obús, pisoteados, cuyos bolsillos se vacían y a quienes se entierra a toda prisa. Sin embargo, queremos vivir…

Uno de mis vecinos nos invita a unos pitillos, insiste para que vaciemos la cajetilla. Queremos rehusar:

—¿Y tú? ¡Guárdatelos!

Nos responde obstinadamente, con unos hipos de moribundo:

—¡Se me cargarán!

—¡No seas memo!

Cogemos los cigarrillos, que nos fumamos febrilmente, antes de lo inevitable. Toda retirada nos está cortada.

Algunos torpedos estallan detrás de nosotros. Tabletean unas ametralladoras, pican balas en el parapeto que hemos de salvar.

Tenemos nuestro porvenir delante de nosotros, en ese suelo roturado y estéril por el que vamos a correr, con el pecho y el vientre ofrecidos…

Esperamos la hora H, que se nos ponga en la cruz, abandonados de Dios, condenados por los hombres.

¡Desertar! Ya no estamos a tiempo…

—¡Estoy herido!

Un obús acaba de estallar, a mi derecha. He recibido en la cabeza un golpe que me ha dejado aturdido. He retirado ensangrentada la mano que me había llevado al rostro, y no me atrevo a tomar conciencia de la importancia del desastre. Debo de tener un agujero en la mejilla…

Estoy rodeado de silbidos, de estallidos, de humo. Unos soldados me empujan gritando, con la locura pintada en los ojos, y veo un reguero de sangre. Pero no pienso más que en mí, en mi desgracia, la cabeza inclinada hacia delante, las manos contra el talud, en la postura de un hombre que vomita. No siento dolor.

Algo se separa de mí y cae a mis pies: un fragmento de carne roja y fofa. ¿Es carne mía? Mi mano sube con horror, duda, comienza por el cuello, el maxilar… Aprieto los dientes, siento moverse los músculos… Nada. Entonces comprendo: el obús ha despedazado a un hombre y me ha pegado en la mejilla esa cataplasma humana. Me estremezco de asco. Escupo en mi mano y me seco en la guerrera. Escupo en mi pañuelo y froto mi rostro viscoso.

Truenan las artillerías, aplastan, destripan, aterran. Todo ruge, estalla y vacila. El azul ha desaparecido. Estamos en el centro de un torbellino monstruoso, lienzos de cielo se abaten y nos recubren de cascotes, hay cometas que entrechocan y se pulverizan con resplandores de cortocircuito. Estamos atrapados en un fin del mundo. La tierra es un inmueble en llamas, cuyas salidas están clausuradas. Vamos a asarnos en este infierno…

El cuerpo gime, babea y se mancha de vergüenza. El pensamiento se humilla, implora a las potencias crueles, las fuerzas demoníacas. El cerebro despavorido zumba débilmente. Somos gusanos que se retuercen para escapar a la reja.

Toda degradación se ha consumado, ha sido aceptada. Ser hombre es el colmo del horror.

Que se nos deje huir, deshonrados, viles, pero huir, huir… ¿Sigo siendo yo? ¿Soy yo esa gelatina, ese charco humano? ¿Es que estoy vivo?

—¡Atención, vamos a salir!

Los hombres, pálidos, privados de razón, se incorporan un poco, calan su bayoneta al fusil. Los suboficiales se arrancan recomendaciones de la garganta, como sollozos.

—¡Frondet!

A mi camarada le castañetean los dientes, innoblemente; ¡es mi viva imagen! El teniente Larcher está en medio de nosotros, crispado, aferrado a su graduación, a su amor propio. Trepa al banquillo de tiro, reloj en mano, se vuelve:

—Atención, muchachos, vamos para allá…

Los segundos supremos, antes del salto en el vacío, antes de la hoguera.

—¡Adelante!

La línea ondula, los hombres se izan. Repetimos el grito: «¡Adelante!» con todas nuestras fuerzas, como una llamada de socorro. Nos precipitamos detrás de nuestro grito, en la desbandada del ataque…

De pie en la llanura.

La impresión de estar de repente desnudo, la impresión de que ya no hay protección.

Una inmensidad rugiente, un océano oscuro de olas de tierra y de fuego, de nubes químicas que sofocan. Por allí en medio, objetos usuales, familiares, un fusil, una escudilla, unas cartucheras, una estaca, de una presencia inexplicable en esta zona irreal.

¡Nuestra vida a cara o cruz! Una especie de inconsciencia. El pensamiento deja de funcionar, de comprender. El alma se disocia del cuerpo, lo acompaña como un ángel custodio impotente, que llora. El cuerpo parece suspendido de un hilo, como un títere. Contraído, se apresura y tropieza sobre sus blandas piernecitas. Los ojos no distinguen más que los detalles inmediatos del terreno y la acción de correr absorbe todas las facultades.

Caen unos hombres, se abren, se dividen, se esparcen en pedazos. No nos alcanzan las esquirlas, nos dominan unas tibias ondas expansivas. Se oyen los impactos de los disparos en los otros, sus gritos estrangulados. Cada uno piensa en su propio pellejo. Corremos, cercados. El miedo actúa ahora como un resorte, duplica los medios de la bestia, la suelve insensible.

Una ametralladora hace su ruido exasperante a la izquierda. ¿Adónde ir? ¡Adelante! Allí está la salvación. Atacamos para conquistar un refugio. La máquina humana está desencadenada, sólo se detendrá si es destruida.

Algunos instantes de locura.

A ras del suelo, vemos llamas, fusiles, hombres. Ver hombres nos hace montar en cólera. Nuestro miedo, en ese instante, se transforma en odio, en deseo de matar.

—¡Los boches! ¡Los boches!

Llegamos. Los alemanes gesticulan. Abandonan su trinchera y se largan oblicuamente hacia un ramal. Algunos encarnizados siguen disparando. Percibo a uno, amenazador.

—¡Cerdo! ¡Te mataré!

Unos saltos de tigre, una flexibilidad, una precisión de gestos admirables. Salto dentro de la trinchera al lado del alemán, que me planta cara. Levanta un brazo, o los dos, ya no sé, ni con qué intención. Mi cuerpo lanzado embiste, con el casco por delante, con una fuerza irresistible, contra el vientre del hombre de gris, que cae hacia atrás. Aún sobre su vientre, salto, con los talones juntos, con todo mi peso. Se afloja, cede debajo de mí, como una bestia a la que se aplasta. Sólo entonces pienso en mi revólver…

Delante de mí, un segundo alemán, boquiabierto de miedo, con las manos abiertas a la altura de los hombros. ¡Bien! Se rinde, dejémosle tranquilo. Tal vez no hubiera tenido que hacer daño al otro, pero me ha apuntado cuando yo no estaba más que a veinte metros, ¡el muy idiota! ¡Y todo ha pasado tan rápido!

Miro fijamente al prisionero, calmada súbitamente mi rabia, sin saber qué hacer. En ese momento, una bayoneta, lanzada violentamente desde la llanura, le atraviesa la garganta, se hinca en la pared del ramal, dando la culata del fusil en el parapeto. Uno de nuestros hombres sigue al arma. El alemán permanece momentáneamente parado, con las rodillas flexionadas, la boca abierta, la lengua colgando, obstruyendo la trinchera. Es espantoso. El que yo he pisoteado lanza unos gruñidos. Le paso por encima, sin mirarle, y me largo más lejos.

Aullando, nuestra ola ha invadido la trinchera. Los peludos son parecidos a fieras enjauladas. El grandullón Chassignole grita:

—¡Ahí hay un hombre! ¡Dale a ése!

Otro me coge por un brazo, se me lleva y me dice con orgullo, mostrándome un cadáver:

—¡Mira al mío!

Es la reacción. El exceso de angustia nos ha producido esta alegría feroz. El miedo nos ha vuelto crueles. Teníamos necesidad de matar para tranquilizarnos y vengarnos. Sin embargo, los alemanes que han escapado a los primeros golpes saldrán de ésta indemnes. No podemos ensañarnos con estos enemigos desarmados. Nos ocupamos de reunirlos. De una zapa, donde pensaban morir, salen una veintena que farfullan: «Kamerad!». Observamos su tez verde, de hombres espantados, y mate, de gente mal nutrida, sus miradas huidizas de animales habituados al maltrato, su excesiva sumisión. Los nuestros los empujan un poco, ahora sin maldad, con el asombrado orgullo de los vencedores. Naturalmente, se les cachea. Sentimos un cierto desprecio por esos enemigos lamentables, un desprecio que los protege:

—¡Así son los boches!

—¡Se la hemos dado con queso!

Los peludos se apresuran, se lanzan en busca de un botín para calmar su sobreexcitación. Nos esperábamos más resistencia y nuestra furia deja de repente de tener objeto.

El teniente Larcher pasa por la trinchera y da órdenes a los sargentos:

—Montad inmediatamente unas aspilleras y puestos de vigilancia. Hay que estar preparados para recibir el contraataque.

—¡Que vengan siempre que quieran esos c…!

El éxito nos ha infundido seguridad, una gran fuerza. Sentimos una extraordinaria elasticidad, nacida de nuestro deseo de vivir, y la voluntad feroz de defendernos. La verdad es que, allí, en pleno día, con la sangre bien caliente, no les tememos a otros hombres.

Nuestra artillería zumba terriblemente delante de nosotros para anular las reacciones del enemigo. La artillería alemana no ha reducido su tiro y continúa machacando nuestras posiciones de partida. Estamos en una zona tranquila. Aprovechamos para organizamos. Nuestro ardor decae poco a poco, nuestro arrojo se disipa como un sopor de borracho, retorna la inquietud por el futuro. Los hombres reclaman el relevo, puesto que han hecho lo que se esperaba de ellos. Confiamos que por la noche se nos retire de aquí. Pero, antes de la noche, pueden pasar muchas cosas.

Las artillerías, cansadas, han cesado paulatinamente su fuego y el enemigo no se ha dejado ver. Aprovechamos la calma momentánea para conducir a los prisioneros a la retaguardia. Somos cuatro para escoltar a unos cincuenta, que no oponen ninguna resistencia y parecen, por el contrario, muy satisfechos de ese desenlace, muy urgidos por estar definitivamente a buen resguardo. Ningún ramal enlaza la trinchera conquistada con nuestras posiciones. Tenemos que tomar por la llanura, a la vista de los alemanes, pero estamos protegidos por los suyos, sobre los que no dispararán. Esta seguridad nos permite mirar a nuestro alrededor.

Sobre esta tierra aún humeante, algunos de los nuestros, que han cobrado conciencia de la realidad con el dolor, están tendidos y lanzan sus quejidos animales. Llaman para que no se les deje morir solos, en esa llanura que el sol baña ahora con sus tibios rayos, que fulgen alegremente para los hombres intactos y felices. Pero no se podrá socorrerlos hasta la noche. Los menos afectados se arrastran sobre sus miembros rotos con esa energía de la desesperación que imprimen el horror del campo de batalla y la falta de auxilio. Uno, en un cráter de obús, acaba de cortar con su cuchillo los últimos jirones de carne que retienen su pie, que le trababa al agarrarse a las asperezas del terreno. Nos lo llevamos con nosotros. Los que están gravemente heridos tienen las manos crispadas sobre la desgarradura por la que se les va la vida en una fuente de sangre, repasan su destino tras sus ojos cerrados y se debaten en la bruma invasora de la agonía. Otros, por último, están aplastados, calmados, carecen ya de importancia: muertos, simples medallas de identidad que se descolgará de su muñeca para elaborar unas listas. También vemos miembros dispersos, un brazo, una pierna, que tienen la inercia de los objetos. Ha rodado una cabeza con una risa sarcástica. Buscamos maquinalmente un cuerpo para juntarlo a ella en nuestra imaginación.

A veinte metros de nuestra trinchera, hacemos seña a los prisioneros de que levanten a algunos heridos, a los que transportan. Ésos al menos se salvarán si les queda aún vida bastante. Unos obuses comienzan a estallar de nuevo en nuestros parajes.

En el puesto de mando reina la agitación, la confusión de los momentos serios. Es un ir y venir de agentes de enlace, de camilleros y de oficiales, un intercambio de noticias contradictorias, fatales o brillantes, que tienen su origen en una palabra, que un hombre enloquecido ha lanzado corriendo y que la inquietud general ha desvirtuado y exagerado inmediatamente. La zapa está invadida por una unidad de refuerzo, destacada de otro batallón, que el temor a intervenir en la batalla vuelve muy ruidosa. Nos abrimos un pasadizo entre este gentío. Nos hacen la pregunta que se formula siempre a quienes vienen de fuera:

—¿Muchos muertos?

Llegamos hasta el ayudante, al que entregamos el informe del teniente Larcher y el estadillo de bajas: una cuarta parte de los efectivos. Reconocemos la voz del comandante, que no ha abandonado su covacha; telefonea para comunicar nuestro éxito, su éxito. Reencontramos a nuestros camaradas. Nos informan de la muerte de Ricci, y vemos en un rincón a Pasquino, totalmente alelado, al que una conmoción ha enmudecido. Llora nerviosamente, emite por la laringe unos velados sonidos aflautados, con grandes gestos que describen su espanto, como un idiota.

Pedimos llevar nosotros mismos a los alemanes hasta el coronel. Nos es concedido. Con Frondet, volvemos a salir rápidamente, arrastrando a Pasquino, que se quedará en el puesto de sanidad. Tras haber confiado los heridos a los camilleros, tomamos el gran ramal de la contrapendiente. Llegan unos torpedos sobre la planicie y unas esquirlas silban por encima de nosotros. Los prisioneros se echan cuerpo a tierra y se empujan con exclamaciones guturales. Les obligamos a caminar tranquilamente. No queremos mostrar nuestro miedo delante de ellos, tanto menos cuanto que envidiamos su suerte: ellos han terminado su guerra y estarán mejor alimentados con nosotros de lo que estaban con los suyos. Por otra parte, nos sabemos en un ángulo muerto, y poco vulnerables.

Las ráfagas se multiplican. Obuses 210 baten metódicamente el barranco y las vías de acceso; el enemigo quiere cortar nuestras comunicaciones.

Por fin llegamos al puesto de mando del coronel. Hacemos entrar a los prisioneros en la cueva, donde se ven al punto rodeados de curiosos, y nos vamos a avisar a un suboficial de su llegada. Luego nos apresuramos a desaparecer, a fin de que no se nos confíe una misión que nos obligaría a volver a partir inmediatamente bajo el bombardeo, que se intensifica. Nuestra intención es ganar tiempo, el mayor tiempo posible.

Damos con el rincón donde acampan los ciclistas, los ordenanzas y los cocineros del Estado Mayor. Nos preguntan, nos hacen comer y beber, nos ofrecen cigarrillos; nos colman de atenciones para ganarse el perdón por la seguridad de la que se benefician. A su lado, nos entumecemos. Escuchamos los obuses que hacen un ruido lejano por encima de la gruesa bóveda que nos protege: volver a subir allí arriba nos espanta horriblemente. Pasan dos horas entre vacilaciones, en espera de una mejoría, y, varias veces, tras llegar cerca de la salida, retrocedemos. La cueva está atestada de hombres como nosotros, que han encontrado aquí un resguardo y retrasan el momento de exponerse de nuevo. Se les reconoce por su aire inquieto.

Sin embargo expira el plazo más allá del cual no tendríamos ninguna excusa. Bruscamente, nos lanzamos fuera, hacia delante, corriendo.

—¡Joder, qué pepinazo!

El fuego graneado acaba de abatirse sobre la superficie del suelo, nos acorrala al fondo de la zapa del batallón, hace crujir las junturas del refugio y lo atraviesa de corrientes de un aire cálido que huelen a pólvora. Los faroles de gas se apagan, las voces tiemblan. Luego el bombardeo nos impone silencio, lo domina todo, devasta… Los alemanes van probablemente a contraatacar…

Con Frondet, estamos ocultos en un rincón oscuro, lejos del ayudante, confundidos con los hombres de la compañía. Nos escondemos, no queremos que se nos descubra, y, si oímos que nos llaman, no responderemos. ¡Ya basta! Ya hemos hecho suficiente por hoy. No queremos salir más, atravesar la planicie bajo las cortinas de fuegos, confiar en un nuevo milagro para salvar nuestra vida. Nos tapamos los rostros, aparentamos dormir. Pero escuchamos con todas nuestras fuerzas, con desesperación, con terror, lo que sucede por encima de nosotros, ¡enloquecidos! Ahí arriba es como la carga de una manada de elefantes que pisotean y trituran. Los obuses son los dueños. Tenemos miedo, miedo…

«Y así siempre, siempre… ¡No nos libraremos!».

Un impacto en una salida. Unos heridos dan alaridos, alaridos…

El ayudante ha tardado demasiado en transmitir las consignas. Cuando dejamos el puesto de mando del batallón, hace bastante rato que las compañías han sido relevadas; es la hora en que la artillería se anima.

Felizmente, la claridad de la noche favorece nuestra marcha. Somos unos quince hombres, el enlace al completo, que se apresura lo más posible. Oímos detonaciones en la llanura, nuestras baterías comienzan a zumbar, los alemanes no van a tardar en responder.

El ramal desemboca al fondo de la barranca y tomamos por una carretera que conduce al cruce de caminos del Caserón, un rincón desaconsejable. Las explosiones se multiplican y la noche se ve surcada de silbidos suavísimos, que se alejan.

—¡Los 75 no paran!

Caminamos silenciosamente. La bruma que se arrastra por el estrecho valle atenúa los sonidos. Sin embargo, estoy atento a las trayectorias que se perciben en torno a nosotros. No tardo en distinguir unos silbidos sospechosos: llegadas que acaban con el blando ruido de los obuses de gas. Nadie lo sospecha aún, y, si yo lo anunciara, se burlarían de mí. Pero me mantengo en guardia.

—¡Cuerpo a tierra!

Nos lanzamos a la cuneta. Unas vagonetas aéreas descarrilan y dejan caer su cargamento de explosivos. La barranca resuena, las esquirlas acribillan la noche. Otros convoyes de 150 entran en la estación y vuelcan. El cruce de caminos por el que tenemos que pasar es un volcán. Hay que esperar. Los maullidos de los obuses de gas se infiltran por los intersticios del fragor.

Silencio. Unos segundos de silencio, dos minutos de silencio… Nos lanzamos en medio de este silencio como por una pasarela que está a punto de romperse. A nuestro resuello le cuesta seguirnos, comienza a quedarse atrás, con roncos quejidos.

El cruce de caminos, la granja, el olor a pólvora, los cráteres de los obuses recientes y humeantes…

—¡Todos a la carretera!

—¡No nos quedemos aquí!

En ese instante, si el jefe de la batería enemiga ordenara hacer fuego, moriríamos. Corremos por la carretera que discurre detrás de las posiciones y que conduce al canal. Los obuses estallan insidiosamente a nuestra derecha.

—¡Al campo!

Saltamos más abajo. Los 150 llegan al suelo al mismo tiempo que lo hacemos nosotros, en dirección de la granja. Las explosiones son seguidas de gritos.

—¿Está todo el mundo aquí?

—Sí, sí, sí… ¡Un, dos, tres, cuatro, cinco…, catorce!

¡Bien! Los hombres heridos no son de los nuestros, que los otros se las apañen…

—¡Hemos pasado por los pelos!

—¡Cuidado!

Los dos segundos de angustia, de contracción, que preceden a la posible muerte. Los rayos nos pasan rozando, se dispersan. Contacto: el corazón, la respiración se recobran.

—¡Cuidado!

La onda expansiva de los monstruos nos aplasta contra el suelo, las deflagraciones aspiran el cerebro, nos vacían la cabeza.

—¡Ah, qué m…!

—Menuda putada que te hieran por culpa de un idiota. Hace tiempo que hubieran ten…

—¡Cuidado!

La ráfaga, roja, impacta muy cerca.

—Aaaaaah… Me han herido…

—¿Quién es?

—Gérard —responde una voz.

Vuuuuu… Rrrran… Rrrran-Rrrrrran…

—¡Otra vez!

Rrrrran-rrrran-rrrran… Rrrrrran…

—¡Nos van a hacer picadillo, larguémonos, Dios santo!

—¡Sí, sí, larguémonos!

—Gérard, ¿puedes andar?

—Sí.

La loca carrera, la huida, interrumpida por caídas cuando llegan los obuses. Estamos cercados por las detonaciones, a descubierto en la carretera. ¡Zas! Una esquirla golpea en un casco… Nada de pensar: correr. Toda la voluntad concentrada en los pulmones.

Ss-vrrrauf… Un resplandor terrible… ¡Ya está, esta vez!… ¡Yo, yo!… No tengo nada… ¡Pero hay seguramente muertos!… Tres segundos de meditación individual. Luego una voz demudada, desconocida, grita:

—¡Deteneos, deteneos!

—¿Hay heridos?

—¡Sí, delante de mí!

—¿Quién es?

—¡No lo sé!

—¡Mira, cojones!

—¿Quién tiene una linterna?

—¡Yo!

Ilumino, me adelanto, inundo el suelo. ¡Horrible! Un cuerpo tendido, una cabeza rota, medio vacía, los sesos como una espuma rosa.

—¡Un muerto!

—¿No hay heridos?

—No.

—¡Adelante, adelante!

Al límite de las fuerzas físicas. Ya ni nos echamos al suelo. Las ráfagas nos hostigan como latigazos. Corremos, corremos, con las venas pulsándonos, las retinas enrojecidas por el esfuerzo, hasta el agotamiento.

—¡Alto!

Nos hemos distanciado del bombardeo. Tumbados, recuperamos fuerzas.

Zzziu-plaf… Zzziu-plaf… Zzziu-zzziu-plaf-plaf… Los obuses de gas se acercan, y los 150 parecen también volver. Nos ponemos de nuevo en marcha. La carretera desciende ligeramente. La hondonada está cubierta de una bruma inquietante, que huele mal.

—¡Las caretas!

Estas hacen nuestra marcha muy penosa. Un vaho oscurece los cristales, respiramos con extrema dificultad un aire caliente y enrarecido, y nuestro paso se demora.

Vuuuuuu… Las granadas rompedoras se reanudan, nos encuadran. Nos arrancamos las caretas y nos largamos respirando la niebla envenenada. Pero no es más que un paso. La carretera vuelve a ascender y la bruma se disipa. Los obuses se espacian finalmente.

Los más cargados comienzan a rezagarse. El peligro se aleja. Nos espaldonamos contra un talud elevado que nos protege de las últimas esquirlas.

—¡Ah, bien decías que sería un jodido relevo!

Respondemos con unas risas nerviosas, unas risas de alienados. A propósito, ¿quién es el muerto?

—¡Parmentier!

¡Parmentier, sí, Parmentier! ¡Pobre tipo!

Las risas se reanudan, a nuestro pesar…

De madrugada, desembocamos en un pueblo. Gérard, cuya herida en el hombro no parece grave, nos deja para dirigirse al puesto de sanidad. Luego el ayudante se aleja, en busca del comandante y de los camilleros. Nos quedamos en el sitio, cerca de una fuente.

—¡Cómo machacan! —dice Mourier, el agente de enlace de las ametralladoras—, voy a tratar de dar con uno de transportes.

—¡Una maldita bala es lo que encontrarás!

—¡No lo creo!

Se va. Apenas ha dado algunos pasos, con las manos en los bolsillos se cruza con un oficial de gendarmería a caballo. No se digna mirarle.

—Eh, ¿es que no se saluda? —exclama el oficial haciendo encabritarse a su cabalgadura.

Oímos a Mourier, furioso, que responde, antes de perderse en una manzana de casas en ruinas:

—¡Allí de donde nosotros venimos no se saluda más que a los muertos!